LA CÚPULA - Fredric Brown

Kyle Braden permanecía sentado en su mullida butaca, contemplando el interruptor de la pared opuesta y preguntándose por millonésima vez (¿o sería por billonésima?) si estaba dispuesto a correr el riesgo de accionarlo. La millonésima o la billonésima vez en... aquella tarde haría treinta años.
Significaría probablemente la muerte, pero él no sabía bajo que forma. Desde luego, no sería una muerte atómica... todas las bombas se habrían utilizado ya hacía muchos años. Habían servido únicamente para destruir por completo la civilización. Para ese fin, había bombas de sobra. Y sus cuidadosos cálculos, realizados hacía treinta años, demostraban que tendría que transcurrir casi un siglo antes que el hombre consiguiese iniciar una nueva civilización... es decir, lo que quedase del hombre.
Mas, ¿qué ocurría en aquel momento, allá afuera, al otro lado del campo de fuerza en forma de cúpula que todavía le protegía de aquel horror? ¿Qué habría allí? ¿Hombres o bestias? ¿Y si la Humanidad se hubiese embrutecido totalmente, abandonando el terreno a otros animales menos malignos? No, la Humanidad había conseguido sobrevivir sin duda; únicamente debía de haber retrocedido. Y posiblemente el recuerdo del propio mal que se había infligido perduraría como una leyenda, para evitar que cometiese aquel tremendo error por segunda vez. Pero..., ¿bastaría para evitarlo, aunque el recuerdo de la catástrofe se conservase plenamente?
Treinta años, se dijo Braden. Suspiró ante el recuerdo de aquel lapso de tiempo que pareció interminable. Pero él había contado con todo lo necesario durante aquellos años, y la soledad era preferible a una muerte repentina. Más valía vivir solo que perecer..., morir allí afuera de alguna horrible manera.
Esto era lo que pensaba treinta años atrás, cuando él tenía treinta y siete. Y seguía pensando lo mismo en la actualidad, después de haber cumplido los sesenta y siete. No lamentaba en absoluto haber hecho lo que hizo. Pero se sentía cansado. Por millonésima vez (¿o sería billonésima?) se preguntó si no había llegado ya el momento de accionar aquel interruptor.
¿Y si allá afuera la Humanidad hubiese conseguido regresar a alguna sencilla forma de vida agrícola? Él podría ayudar a sus semejantes, darles cosas y consejos muy necesarios. Podría saborear, antes de ser verdaderamente viejo, su gratitud y la dicha de ayudar al prójimo.
Además, no quería morir solo como un perro. Había vivido solo y había soportado bastante bien su soledad..., pero a la hora de la muerte necesitaba la compañía de sus semejantes. Morir solo allí dentro sería peor que perecer en manos de los nuevos bárbaros que esperaba encontrar en el exterior. Era hacerse demasiadas ilusiones suponer que sólo después de treinta años la Humanidad ya habría conseguido crear una cultura agraria.
Y aquel día sería el mejor para hacerlo. Se cumplían treinta años de su encierro voluntario, si sus cronómetros no mentían, lo cual era imposible. Esperaría unas cuantas horas para que fuese exactamente la misma fecha y la misma hora, treinta años hasta el último minuto. Sí, ocurriese lo que ocurriese, entonces lo haría. Hasta aquel momento, el carácter irrevocable que tendría la acción de pulsar el interruptor le había detenido cada vez que pensaba en hacerlo.
Si la cúpula de energía pudiese anularse para crearse de nuevo, le hubiera sido fácil tomar aquella decisión y lo habría intentado hacía ya mucho tiempo. Tal vez a los diez o quince años de la catástrofe. Pero se requería una energía tremenda para crear el campo de fuerzas, a pesar que bastaba con muy poca energía para mantenerlo. Cuando lo creó, todavía existía energía en grandes cantidades en el mundo.
Por supuesto, el propio campo había hecho que se interrumpiese la conexión —todas las conexiones— después que él lo creó, pero las fuentes de energía existentes en el interior del edificio habían bastado para atender a sus propias necesidades y suministrar la pequeña cantidad de energía requerida para mantener el campo.
Sí, se dijo de pronto con decisión, accionaría aquel interruptor cuando se cumpliesen exactamente treinta años. Treinta años eran demasiado tiempo para estar solo.
Él no había querido estar solo. Si Myra, su secretaria, no se hubiese ido cuando... pero lo hizo por enésima vez. ¿Por qué había demostrado ella tanta terquedad, tan ridícula terquedad, para desear compartir la suerte del resto de la Humanidad, para querer prestar ayuda a los que ya no la necesitaban? Y ella le amaba. Si no hubiese sido por aquella idea quijotesca, se hubiera casado con él. Tal vez él le explicó la verdad con demasiada crudeza y ella se impresionó. ¡Qué maravilloso hubiera sido que ella se hubiese quedado con él!
En parte, de ello tuvo la culpa que las noticias llegasen antes de lo que él esperaba. Cuando él apagó la radio aquella mañana fatídica, ya sabía que sólo quedaban unas cuantas horas. Oprimió el botón para llamar a Myra y ella entró, bella, fresca, serena. Se hubiera dicho que no escuchaba jamás los noticiarios ni leía los periódicos... que no sabía lo que estaba pasando.
Siéntate, querida —le dijo él.
Los ojos de Myra se abrieron un poco, con asombro, ante aquella inesperada manera de dirigirle la palabra, pero se sentó graciosamente en la silla que siempre utilizaba para tomar notas al dictado. Enarboló su lápiz.
No, Myra —dijo él—. Esto es un asunto personal... muy personal. Quiero pedirte que te cases conmigo.
Esta vez, ella abrió los ojos con verdadero asombro.
Dr. Braden, ¿es que... bromea usted?
No. Te aseguro que no. Sé que tengo algunos años más que tú, pero no muchos, supongo. Tengo treinta y siete cumplidos aunque parezco algo más viejo a consecuencia de lo mucho que he trabajado en mi vida. Y tú tienes... ¿Veintisiete, no es eso?
Cumplí veintiocho la semana pasada. Pero no pensaba en la edad. Es que... verá. Si digo que me parece demasiado repentino, parecerá una frase común, pero es la verdad. Usted ni siquiera... —y sonrió con expresión traviesa— ni siquiera me ha acosado. Y usted es el primer hombre para el cual he trabajado que no lo ha hecho.
Braden le dirigió una sonrisa.
Lo siento. No sabía que eso fuese necesario. Pero Myra, hablo en serio. ¿Quieres casarte conmigo?
Ella le miró con aire pensativo.
Yo... no sé. Lo curioso es que... creo que estoy un poco enamorada de usted. No sé por qué he de estarlo. Usted siempre se ha portado de una manera muy fría, interesado únicamente en su trabajo. Nunca ha intentado besarme, ni siquiera me ha piropeado.
»Pero... la verdad es que no me gusta esta declaración tan repentina y poco... sentimental. ¿Por qué no me lo vuelve a preguntar dentro de unos días? Y entre tanto... no estaría demás que me dijese también que me ama. No le vendría mal.
Te lo digo ahora, Myra. Perdóname. Pero al menos... no te opones a la idea... no me dices que no.
Ella denegó lentamente con la cabeza. Sus ojos, fijos en él, eran hermosísimos.
Entonces, Myra, permíteme que te explique por qué me he declarado de una manera tan imprevista y repentina. En primer lugar, he estado trabajando desesperadamente contra el reloj. ¿Sabes en qué he estado trabajando?
En algo relacionado con la defensa... En un... aparato. Y si no me equivoco, lo ha estado haciendo por su cuenta, sin apoyo del gobierno.
Exactamente —dijo Braden—. En las altas esferas no aceptarían mis teorías... y casi todos mis colegas, los demás físicos, están en desacuerdo conmigo. Pero afortunadamente tengo —o mejor dicho, tenía— recursos particulares muy cuantiosos procedentes de unas patentes que registré hace algunos años, sobre aparatos electrónicos. Sí, he estado trabajando en una defensa contra las bombas atómicas y los ingenios termonucleares... una defensa contra todo, que será eficaz excepto en el caso que la Tierra se convierta en un pequeño sol. Un campo de fuerzas globular a través del cual nada, absolutamente nada, puede ingresar.
Y usted...
Sí, lo he creado. Está a punto de entrar en operación ahora mismo, en torno al edificio en que nos encontramos, permaneciendo activo mientras yo lo desee. Nada podrá atravesarlo aunque lo mantenga durante muchos años. Además, este edificio está provisto de una tremenda cantidad de abastecimientos de toda clase. Hay incluso productos químicos y semillas para los cultivos hidropónicos. Tengo más que suficiente para que vivan aquí dos personas durante... durante toda una vida.
Pero... supongo que entregará su invento al gobierno, ¿verdad? Si es una defensa contra las bombas de hidrógeno...
Braden frunció el ceño.
Sí, lo es, pero por desgracia su valor militar es insignificante, por no decir nulo. Y los altos jefes del ejército lo saben. Tienes que saber, Myra, que la energía requerida para crear este campo de fuerzas aumenta en progresión geométrica con relación a su tamaño. El que rodea a este edificio tendrá veinticinco metros de diámetro... y cuando lo ponga en acción, la cantidad de energía requerida dejará probablemente a oscuras a todo Cleveland.
»Cubrir con una de estas cúpulas de energía aunque sólo fuese una pequeña aldea o un campamento militar, requeriría más energía eléctrica de la que consume toda el país en varias semanas. Y una vez cortado el suministro de energía para permitir que algo o alguien entrase o saliese, se requeriría la misma cantidad descomunal de energía para activarlo de nuevo.
»El único empleo concebible que podría hacer el gobierno de este invento sería precisamente el que intento hacer yo. Preservar la vida de una o dos personas, a lo sumo de algunos individuos... para que sobreviviesen al holocausto y la época de salvajismo y brutalidad subsiguiente. Y con excepción del que aquí existe, ya es demasiado tarde para establecer otro equipo similar en otro sitio.
¿Demasiado tarde? ¿Por qué?
No habría tiempo para construir la instalación. Querida, tenemos la guerra encima.
La joven palideció intensamente.
Braden prosiguió:
Lo ha dicho la radio, hace unos minutos. Boston ha sido destruida por una bomba atómica. Se ha declarado la guerra. —Habló más de prisa—. Y tú sabes lo que esto significa y las consecuencias que acarreará. Voy a cerrar el interruptor que creará el campo y lo mantendré en vigor hasta que considere seguro abrirlo nuevamente. —No quiso impresionarla aún más diciéndole que no creía poder abrirlo en todo lo que les restaba de vida—. Ahora ya no podremos ayudar a nuestros semejantes... es demasiado tarde. Pero podemos salvarnos nosotros.
Suspiró antes de añadir:
Siento tener que exponerte los hechos con tanta crudeza. Pero ahora ya sabes por qué lo hago. En realidad, no te pido que te cases conmigo ahora, si aún tienes algún escrúpulo. Sólo te pido que te quedes aquí hasta que tus últimos escrúpulos desaparezcan. Déjame decir y hacer las cosas que creo mi deber hacer y decirte.
»Hasta ahora —prosiguió sonriendo—, hasta ahora he trabajado tanto, tantas horas al día, que no he tenido tiempo de cortejarte. Pero ahora tendremos tiempo, muchísimo tiempo... y quiero que sepas que te amo, Myra.
Ella se levantó de pronto. Como sin ver, casi a ciegas, se dirigió hacia la puerta.
¡Myra! —la llamó él, dando la vuelta a la mesa para salir en su seguimiento. Al llegar al umbral, ella se volvió y le detuvo con un gesto. Tanto su semblante como su voz eran tranquilos.
Tengo que irme, doctor. Estudié un curso de enfermería. Mis servicios pueden hacer falta.
¡Pero, Myra, tú no sabes lo que va a suceder ahí fuera! Los hombres se convertirán en animales. Sufrirán la más horrible de las muertes. Escúchame, te quiero demasiado para permitir que te enfrentes con esto. ¡Quédate, te lo suplico!
De manera sorprendente, ella le sonrió.
Adiós, doctor Braden. Es posible que yo también muera con el resto de los animales. Le autorizo a que me considere loca.
Y cerró la puerta tras ella. Él vio cómo se alejaba desde la ventana. Al terminar de descender la escalera, echó a correr por la acera.
En el cielo resonaba el rugido atronador de los reactores. «Probablemente son los nuestros», se dijo Braden. «Es demasiado pronto para que sean los otros». Aunque también podría ser el enemigo... que había llegado cruzando el Polo y el Canadá, a tan gran altura que los aparatos no habrían podido ser detectados, para descender en picada después de cruzar sobre el lago Erie, con Cleveland como uno de sus objetivos. Era posible que incluso estuviesen enterados de su existencia y de sus trabajos y, por ello, considerasen a Cleveland como un objetivo primordial. Echó a correr hacia el interruptor y lo accionó.
Frente a la ventana y a seis metros de ella, surgió un muro opaco y gris. Todos los sonidos procedentes del exterior cesaron. Él salió de la casa y contempló el extraño muro. Era la mitad visible de un hemisferio gris de doce metros de alto por veinticinco de ancho, suficiente para contener la casa de dos pisos, de forma casi cúbica, donde tenía su vivienda y sus laboratorios. Y él sabía además que se hundía a doce metros de profundidad en la tierra, para contemplar una esfera perfecta. Ningún agente exterior podría atravesarla, por poderoso que fuese; ninguna lombriz podría penetrar en ella por debajo.
Nada ni nadie la atravesaron durante treinta años.
«Tampoco fueron demasiado malos, aquellos treinta años», se dijo. Tenía sus libros... leyó y releyó sus obras favoritas hasta sabérselas casi de memoria. Continuó sus experimentos y, aunque durante los últimos siete años, desde que cumplió los sesenta, cada vez le habían interesado menos y había ido perdiendo su espíritu creador, consiguió realizar algunos pequeños descubrimientos.
Ninguno de ellos comparable con el campo de fuerzas o siquiera con sus inventos anteriores, pero le faltaba incentivo. Había poquísimas probabilidades que lo que inventase fuese de utilidad para él o para alguien. ¿Le serviría un adelanto en electrónica a un salvaje que ni siquiera sabría cómo manejar un sencillo aparato de radio y mucho menos construirlo?
En fin, había tenido cosas más que suficientes para mantenerle ocupado y con ello salvar su razón, aunque no su felicidad.
Se dirigió hacia la ventana y contempló la muralla gris e impalpable que se alzaba a seis metros de distancia. Si pudiese bajarla un momento para levantarla de nuevo una vez hubiese distinguido lo que había al otro lado... Pero una vez bajada, lo sería para siempre.
Volvió junto al interruptor y se puso a mirarlo. De pronto se abalanzó sobre él y lo desactivó. Regresó lentamente a la ventana y poco a poco fue avivando el paso, hasta que por último casi corrió hacia ella. La muralla gris había desaparecido y lo que vio más allá de donde estaba era absolutamente increíble.
No era el Cleveland que él había conocido, sino una hermosa ciudad, una nueva ciudad. Lo que antes era una calle estrecha se había convertido en una amplia avenida. Las casa, los edificios, eran limpios y bellos, y su estilo arquitectónico le era desconocido. Los árboles, el césped, todo estaba bien cuidado. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo era posible? Era inadmisible que después de una guerra atómica la Humanidad se hubiese recuperado tan de prisa para realizar tan gigantescos progresos. O bien toda la Sociología se equivocaba de medio a medio.
¿Y dónde estaban los habitantes de aquella ciudad? Como en respuesta a esta muda pregunta, un automóvil cruzó ante él. ¿Un automóvil? Era distinto a todos los que él conoció. Mucho más rápido, de líneas mucho más esbeltas, extraordinariamente manejable... apenas parecía tocar el suelo, como si utilizase la antigravedad para anular su peso, mientras unos giróscopos lo estabilizaban. En él iba una pareja, el hombre sentado al volante. Era joven y apuesto y su compañera también joven y hermosa.
Se volvieron para mirar hacia él y de pronto el joven detuvo el vehículo, frenando casi en seco, a pesar que iban a una velocidad considerable. «Naturalmente», se dijo Braden, «no es la primera vez que pasan por aquí y estaban acostumbrados a la presencia de la cúpula gris. Y ahora se dan cuenta que ha desaparecido». El coche se puso de nuevo en movimiento. Braden supuso que iban a avisar a alguien.
Se acercó a la puerta y salió a la hermosa avenida. Una vez en el exterior comprendió la razón que se viesen tan pocas personas y que hubiese tan poco tráfico. Sus cronómetros no habían funcionado bien. En aquellos treinta años se habían parado con frecuencia. Era muy temprano y por la posición del Sol dedujo que serían entre las seis y siete de la mañana.
Comenzó a caminar. Si se quedaba allí, en la casa donde había permanecido durante treinta años bajo la cúpula, no tardaría en venir alguien cuando la pareja que le había visto difundiese la noticia. Desde luego, los que viniesen le explicarían lo que había ocurrido, pero él quería averiguarlo por sí mismo, para irlo descubriendo gradualmente.
Comenzó a caminar, sin cruzarse con nadie. Aquel barrio se había convertido en una hermosa zona residencial y era muy temprano. Distinguió algunas personas a lo lejos. Vestían de una manera diferente a la suya, pero no lo bastante para que su atuendo despertase una curiosidad inmediata. Vio algunos de aquellos vehículos extraordinarios, pero ninguno de sus ocupantes le hizo caso. Iban a una velocidad increíble.
Por último, llegó a una tienda que estaba abierta. Entró en ella, ya tan consumido por la curiosidad que no podía esperar más. Un joven de cabello rizado arreglaba objetos detrás del mostrador. Miró a Braden con expresión sorprendida e incrédula, y luego le preguntó cortésmente:
¿En qué puedo servirle, señor?
Le ruego que no me tome por un loco. Más tarde le explicaré. Contésteme esto: ¿Qué ocurrió hace treinta años? ¿No hubo una guerra atómica?
Los ojos del joven se iluminaron.
Claro, usted debe de ser el hombre que ha permanecido encerrado en la cúpula. Esto explica por qué usted...
Se interrumpió con embarazo.
Sí —dijo Braden—. Yo estaba bajo la cúpula. Pero... ¿Qué pasó? ¿Qué pasó después de la destrucción de Boston?
Vinieron astronaves, señor. La destrucción de Boston fue accidental. Vino una flota de naves desde Aldebarán. Una raza mucho más adelantada que nosotros pero animada de benévolas intenciones. Vinieron para hacernos ingresar a la Unión y para ayudarnos. Por desgracia una de sus naves cayó —precisamente sobre Boston— y el motor atómico que le suministraba la energía explotó, matando a un millón de personas. Pero a las pocas horas aterrizaron centenares de otras naves y los extraterrestres nos explicaron lo sucedido y nos presentaron sus excusas... con lo que se consiguió evitar la guerra, por muy poco. Las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos ya iniciaban su ataque, pero se consiguió hacer regresar a nuestros aviones.
Braden preguntó con voz ronca:
Entonces, ¿no hubo guerra?
En absoluto. La guerra es algo que pertenece al pasado más tenebroso, gracias a la Unión Galáctica. Ni siquiera existen actualmente gobiernos nacionales que puedan declararla. La guerra es imposible. Y nuestro progreso, con la ayuda de la Unión, ha sido tremendo. Hemos colonizado Marte y Venus; estaban deshabitados y la Unión nos lo asignó a nosotros, para que pudiésemos realizar obra de expansión. Pero Marte y Venus ya no son más que los suburbios. Viajamos a las estrellas. Incluso hemos...
Hizo una pausa al ver que Braden se aferraba al borde del mostrador, como si fuese a caerse. Se había perdido todo aquello. Había permanecido treinta años enclaustrado y a la sazón ya era un viejo.
Preguntó entonces:
Incluso tienen..., ¿qué?
Algo en su interior le dijo que ya sabía lo que iba a venir y apenas escuchó su voz al formular la pregunta.
Verá usted, no somos inmortales, pero poco nos falta. Nuestra vida se cuenta por siglos. Hace treinta años, yo debía tener su edad en aquella época. Pero... lamento que usted lo perdiese, señor. Los procedimientos que empleaba la Unión sólo servían a seres humanos que no hubiesen sobrepasado la madurez; es decir, que a lo más tuviesen cincuenta años. Y usted debe de tener...
Sesenta y siete —respondió Braden secamente—. Muchas gracias por sus informaciones..., joven.
Sí, se lo había perdido todo. El viaje a las estrellas..., hubiera dado todo cuanto poseía por efectuarlo, pero ahora ya no le interesaba. Y había perdido también a Myra.
Hubiera podido ser suya y ambos gozarían aún de una juventud casi perpetua.
Salió de la tienda y dirigió sus pasos hacia la casa que había estado cubierta con la cúpula. Probablemente ya estarían esperándole allí. Y tal vez le proporcionarían la única cosa que pensaba pedirles: energía para restablecer el campo de fuerzas, con el fin de terminar lo que le restaba de vida bajo la cúpula. Sí, lo único que ahora deseaba era lo que antes menos había ambicionado... morir como había vivido: es decir, solo.