TE PILLE - Ray Bradbury

Estaban tremendamente enamorados. Lo proclamaban. Lo sabían. Lo vivían. Cuando no se miraban mutuamente, estaban el uno en brazos del otro. Si no se besaban, se encontraban en la cama, hechos un revoltijo. Y, al concluir aquella asombrosa mescolanza, se miraban y se arrullaban de nuevo.

Lo suyo, en suma, era ¡un GRAN AMOR! Imprímelo en mayúsculas. Subráyalo con letra cursiva. Añádele los signos de admiración. Constrúyele un castillo de fuegos artificiales. Haz que las nubes desaparezcan. Busca un poco de adrenalina. El toque de retreta, a las tres de la madrugada. El dormir, hasta mediodía.

Ella se llamaba Beth. Él se llamaba Charles.

No tenían apellidos. Ni siquiera empleaban sus nombres para hablarse entre ellos. Todos los días se inventaban nombres nuevos, algunos de los cuales sólo usaban de noche, y en única y mutua compañía, cuando su estado de ánimo tenía una ternura especial, y se encontraban escandalosamente desnudos.

En cualquier caso, cada noche era Fiesta Nacional; cada amanecer el día de Año Nuevo. Era la victoria del equipo local y la afición en el estadio. Era un trineo que se deslizaba ladera abajo, mientras todo el esplendor helado quedaba atrás, y dos seres humanos, abrazados y llenos de ardor, gritaban de júbilo.

Entonces, algo sucedió.

Llevaban casi un año de celebración cuando, una mañana, Beth dijo en voz baja:

—«Te pillé».

Él alzó la mirada.

—¿Cómo? —preguntó.

—«Te pillé» —repitió ella—. Es un juego. ¿No lo conoces?

—Jamás lo he oído nombrar.

—¡Ah! Pues yo llevo años jugando a eso.

—¿Lo compraste en unos almacenes? —preguntó él.

—No es de ésos. Se trata de un juego que yo he inventado…, bueno, casi. Está sacado de un antiguo cuento de fantasmas, o de terror, no me acuerdo. ¿Te gustaría que jugáramos?

—Depende —respondió él, mientras rebañaba los restos de los huevos fritos con tocino.

—Quizá podamos jugar esta noche… Sería divertido… Mejor dicho, queda decidido —continuó ella, con un gesto afirmativo, al tiempo que volvía a su desayuno—. Jugaremos esta noche. Te va a gustar, amor.

—Me gusta todo lo que hacemos —replicó él.

—Te vas a ensuciar los calzoncillos de miedo.

—¿Cómo dices que se llama?

—«Te pillé».

—Es la primera noticia que…

Ambos se echaron a reír, aunque la risa de ella era más fuerte.

Fue una jornada larga y deliciosa, durante la cual se dijeron muchos nombres, formaron raros revoltijos y dieron cuenta de una buena cena regada con excelentes vinos. Más tarde, leyeron un poco, hasta casi la medianoche. Entonces, él se volvió para mirarla.

—¿No se nos olvida algo? —preguntó.

—¿A qué te refieres?

—«Te pillé».

—¡Ah! ¡Hum! Sí —rió ella—. Estaba esperando que sonaran las doce campanadas.

Lo que sucedió en ese instante. Ella contó hasta doce, y suspiró alegre.

—Bien —anunció—. Hay que apagar casi todas las luces… Deja sólo la lámpara de la mesita de noche. Mira.

Y se puso a correr de un lado a otro del dormitorio para apagar todas las demás. Después, regresó, le ahuecó la almohada y le pidió que se situara en el centro de la cama.

—Ahora, tú te quedas aquí. No te muevas, ¿eh? Tú sólo… espera, y ya verás lo que ocurre. ¿Lo harás?

—Muy bien —convino él, con una sonrisa de indulgencia. En ocasiones así, ella se comportaba como una exploradora de diez años que llevase bombones envenenados a una gran fiesta. Y, a lo que parecía, él siempre estaba dispuesto a comérselos—. Adelante.

—Tú permanece quieto ahora —dijo ella—. No pronuncies una sola palabra. Yo hablaré cuando haga falta, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Allá vamos —susurró ella, y desapareció.

Lo que significa que cayó a los pies de la cama y se fundió como la bruja del cuento. Sus huesos se desplomaron con suavidad; la cabeza y los cabellos siguieron el camino del cuerpo, que se había plegado como un farolillo de papel chino, pliegue a pliegue, hasta que se hizo el vacío y no hubo más que aire a los pies de la cama.

—¡Muy bien! —exclamó él.

—A ti no te toca hablar. ¡Calla!

—Me considero callado.

Silencio. Pasó un minuto. Nada.

Él esperaba, con una sonrisa de oreja a oreja.

Otro minuto más. Silencio. Él continuaba sin saber dónde se encontraba Beth.

—¿Estás aún a los pies de la cama? —preguntó—. ¡Oh! Lo siento. No debo hablar.

Se impuso silencio a sí mismo.

Pasaron cinco minutos. Parecía que cada vez había menos claridad en la habitación. Se incorporó un poco y ahuecó la almohada. La sonrisa empezaba a convertirse en rictus. Miró a su alrededor. La luz del cuarto de baño se proyectaba sobre la pared de enfrente.

En la esquina más alejada se oyó un ligero ruido, como el producido por un ratón. Miró hacia allí, pero no pudo ver nada.

Transcurrió otro minuto. Él carraspeó.

Un susurro procedente de la puerta del cuarto de baño, a ras del suelo, llegó a sus oídos.

Miró en aquella dirección y sonrió, expectante. Nada.

Después, le pareció que algo se arrastraba para luego meterse debajo de la cama. La sensación pasó. Tragó saliva y parpadeó.

En la habitación apenas reinaba la claridad de una vela. Pese a sus ciento cincuenta vatios, la luz de la bombilla hacía el efecto de no alcanzar los cincuenta.

Hubo un correteo por el suelo, como si una gran araña hubiese pasado, pero fue algo que no pudo ver. Al cabo de un largo rato, escuchó la voz de ella, que le hablaba en un murmullo, parecido al producido por el eco. Tan pronto le llegaba desde una esquina como lo hacía desde la opuesta de aquella habitación, sumida en la penumbra.

—¿Te va gustando por ahora?

—Yo…

—No hables —susurró ella.

Y desapareció de nuevo durante dos minutos más. Él notaba que el pulso empezaba a golpear con fuerza en sus muñecas. Contempló la pared de la izquierda; luego, la de la derecha; después, el techo.

De pronto, vio una araña blanca que avanzaba por los pies de la cama. Era la mano de ella, por supuesto, que imitaba a una araña. Fue algo visto y no visto.

—¡Ja! —rió él.

—¡Sssh! —hizo el susurro.

Hubo un rumor de carrera hacia el cuarto de baño, y la luz de éste se apagó de pronto. Silencio. La única claridad que había en la habitación era la que emitía la débil lámpara de la mesita de noche. La frente del hombre se cubrió de un velo de sudor, mientras se preguntaba las razones para dedicarse a aquello.

Una garra surgió por la esquina izquierda de la cama, gesticuló y desapareció. Pudo oír el tictac del reloj de pulsera.

Transcurrieron unos cinco minutos. Su respiración era pesada, incluso algo dolorosa, aunque no sabía el porqué. Una arruga profunda se dibujaba en su entrecejo, y ya no se borró. Sus dedos se deslizaban hacia el borde de la manta en un movimiento inconsciente, como si quisieran esconderse de él.

Al lado derecho apareció una garra. ¡O no, quizá no estaba allí! ¿O tal vez sí?

Hubo un rebullir dentro del armario, al fondo de la habitación. La puerta de aquél se abrió poco a poco y reveló una oscuridad bostezante. Nunca supo si, en ese momento, algo entró o salió del mueble. La puerta se abría sobre un abismo tan insondable como el espacio estelar. Dentro se adivinaban unos bultos de ropa de abrigo colgados, como cuerpos insepultos.

Hubo ruido de pasos en el cuarto de baño.

También el roce de pisadas de gato en la ventana.

Él se incorporó, y se pasó la lengua por los labios resecos. Estuvo a punto de decir algo, pero, luego, meneó la cabeza. Habían pasado veinte minutos bien cronometrados.

Se oyó un débil gemido seguido de una carcajada distante, y rápidamente ahogada. Después, otro gemido…, ¿dónde?, ¿dentro de la ducha?

—¿Beth? —llamó por fin.

No hubo respuesta. De pronto, un grifo empezó a gotear, despacio, muy de tarde en tarde. Alguien lo había abierto.

—¿Beth? —volvió a llamar.

Tenía la voz tan destemplada, que apenas la reconoció como suya.

Una ventana se abrió en alguna parte, y un viento frío hizo volar por el aire el fantasma de una cortina.

—Beth —exclamó en un susurro.

Silencio.

—No me gusta esto —dijo.

Silencio.

Ningún movimiento. Ningún susurro. Ninguna araña. Nada.

—¡Beth! —repitió un poco más fuerte.

Ni el soplo de un aliento en parte alguna.

—No me gusta este juego.

Silencio.

—¿Me oyes, Beth?

Goteo del grifo en el plato de la ducha.

—Vamos a dejarlo, Beth.

Corriente de aire de la ventana.

—¿Beth? —llamó de nuevo—. Contesta. ¿Dónde estás?

Silencio.

—¿Te ocurre algo?

La alfombra en el suelo. La luz de la lámpara, cada vez más tenue. Un polvillo invisible se agitaba en el aire.

—¿Estás bien, Beth?

Silencio.

—¿Beth?

Nada.

—¡Beth!

—¡Ooooooh! ¡Aaaaaaaah!

Oyó el aullido, el lamento, el grito.

Una sombra se alzó de pronto. Una mancha de oscuridad saltó sobre la cama, a cuatro patas.

—¡Aaaah! —gemía aquello.

—¡Beth! —gritó él.

—¡Oooooh! —aullaba el horrible ser.

Otro salto, y el negro bicho aterrizó sobre su pecho. Unas manos heladas le atenazaron la garganta. Un rostro lívido se inclinó sobre el suyo. La boca se abrió de par en par.

—«Te pillé» —aulló.

—¡Beth! —casi sollozó él.

Y agitó los brazos, mientras se retorcía y trataba de darse la vuelta, pero la criatura no sólo no se despegaba de él, sino que lo inmovilizaba debajo de sí, sin dejar de mirarlo, con los ojos saliéndosele de las órbitas y las fosas nasales dilatadas. Entonces, la gran mata de cabello negro que flotaba alrededor cayó sobre él, como agitada por una tempestad. Las manos seguían engarfiadas sobre su cuello; el aliento que salía de la boca y de la nariz era más frío que un viento polar. El peso de la criatura sobre su pecho, aunque no muy grande, sí era asfixiante, como un fardo de paja, aunque pesado como un yunque. Él peleaba por soltarse, mas tenía los brazos clavados a la cama por las frágiles rodillas y el rostro que se inclinaba sobre él lo miraba lleno de un regocijo malévolo, con tal carga de perversidad, tan ajeno a este mundo y como procedente de otro muy lejano, muy diferente, nunca visto antes, que no pudo evitar un grito:

—¡No! ¡No! ¡Basta, basta!

—«¡Te pillé!» —chillaba aquella boca.

Y era algo jamás visto. Una mujer de alguna época futura en que la edad y las cosas hubiesen cambiado; en que la noche se encontrase más cerca; que todo estuviese envenenado por el tedio y las palabras hubiesen herido de muerte; como si el alma sólo fuera hielo y esterilidad, y no quedara nada que guardara el menor residuo de amor. Sólo el odio, sólo la muerte.

—¡Oh, no! ¡Dios mío! ¡Basta!

Estalló en sollozos, y rompió a llorar.

Ella se detuvo.

Sus frías manos se apartaron y retornaron cálidas, acariciantes, para tocarle y darle consuelo.

Era Beth.

—¡Ay, Dios, Dios! —sollozaba él—. ¡No, no, no!

—¡Oh, Charles! ¡Charlie! —exclamó ella, arrepentida—. Lo siento, de veras…

—¡Lo has hecho! ¡Ay, Dios! ¡Lo has hecho!

La pena del hombre era incontenible.

—No, no. ¡Oh, Charlie! —dijo Beth, y ella también se echó a llorar.

Entonces saltó de la cama y se puso a correr por todas partes para encender las lámparas. Sin embargo, ninguna alumbraba lo suficiente. Él sollozaba muy quedo ahora. Beth regresó, se acostó junto a él y apoyó la llorosa cabeza masculina contra su propio pecho. Así lo abrazó, le dio palmadas, le cubrió la frente de besos y le dejó llorar para que se desahogara.

—Lo siento, Charlie. Escucha. Yo no quería…

—¡Lo has hecho!

—¡No ha sido más que un juego!

—¡Un juego! ¡Un juego! ¡Dices que no ha sido más que un juego! —lloriqueó él, y continuó sollozando.

Al fin dejó de llorar y se tendió junto a Beth, y ella le abrazó y le trató con cariño. Volvió a ser madre, hermana, amiga y amante para él. Los latidos del corazón, que había estado a punto de quebrarse, retornaron casi a la normalidad. Su pulso dejó de vibrar, y la opresión cedió un poco en su pecho.

—¡Oh, Beth, Beth! —se quejó en voz baja.

—Charlie.

Hubo un tono de disculpa cuando le habló, con los ojos cerrados.

—No lo hagas nunca más.

—No lo haré.

—Prométemelo —rogó él, entre hipos.

—Te lo prometo. Te lo juro.

—Tú no estabas, Beth; ¡ésa no eras tú!

—Te lo prometo, Charlie, te lo juro.

—Bueno.

—¿Me perdonas, Charlie?

Él permaneció largo rato en silencio, hasta que, por fin, asintió con la cabeza, como si hubiera tenido que meditarlo mucho.

—Perdonada.

—Lo siento, Charlie. Vamos a dormir un poco. ¿Apago la luz?

Silencio.

—¿Puedo apagar la luz, Charlie?

—No…, no…

—Hay que apagarla para poder dormir, Charlie.

—Deja algo de luz durante un rato —contestó él, con los ojos cerrados.

—Muy bien —concedió ella abrazándole—. Un ratito.

Él suspiró, sobrecogido, y un estremecimiento recorrió su cuerpo. El temblor y los escalofríos le duraron unos cinco minutos más, hasta que los abrazos, los besos y las caricias de ella consiguieron ponerles fin.

Una hora más tarde, y en la creencia de que estaba dormido, ella se levantó para apagar todas las luces, excepto la del cuarto de baño, por si él despertaba, para que hallase al menos una encendida. Cuando regresó a la cama, Charles se rebulló un poco.

—¡Oh, Beth! ¡Te quería tanto! —murmuró con débil voz plañidera, casi infantil.

Ella meditó sus palabras.

—Rectifica lo que has dicho: «te quiero» tanto.

—Te quiero tanto.

Hasta una hora más tarde Beth no logró conciliar el sueño. Permaneció todo el tiempo con la mirada fija en el techo.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, él la miró con atención al tiempo que extendía mantequilla sobre una tostada. Ella devoraba su ración de tocino con toda tranquilidad cuando sorprendió la mirada de él. Entonces le correspondió con una sonrisa.

—Beth —dijo él.

—¿Sí? —preguntó ella.

¿Cómo decírselo? Sentía una gran frialdad en su alma. El dormitorio, incluso en esos momentos en que la luz del sol lo bañaba, le parecía más pequeño y oscuro. El tocino estaba pasado. La tostada, quemada. El café tenía un extraño y desagradable aroma. Ella estaba muy pálida, y Charles notó que su propio corazón, encogido en un puño dentro del pecho, batía contra una puerta cerrada en algún ignoto lugar.

—Yo…, nosotros… —empezó.

¿Cómo decirle, así de pronto, que tenía miedo? De súbito, comprendió que era el principio del fin. Y que, después del fin, no tendrían adonde ir…, ni encontrarían refugio alguno en ningún lugar del mundo.

—Nada —concluyó.

Cinco minutos más tarde, ella bajó la mirada hacia los huevos resecos que había en su plato.

—¿Querrás jugar esta noche, Charles? —preguntó—. Esta vez me toca a mí quedarme en la cama, y tú serás quien se esconda y salga de pronto para decir: «Te pillé».

Él tardó en contestar. Se había quedado sin respiración.

—¡No!

Nada más lejos de sus deseos que trabar conocimiento con aquella parte de sí mismo.

Los ojos se le inundaron de lágrimas.

—No, no —repitió.