ALEGORÍA - William T. Powers

El Centro de Gobierno de Investigación estaba siempre atareado al acercarse el día primero del mes, ya que entonces se calculaban y distribuían todas las asignaciones para fondos de investigación, y en los grandes computadores subterráneos se iniciaba la primera semana de operación de los cheques de Gobierno.
En la mañana de un lunes, el día tercero del mes, John Mark recibió una comunicación que repercutió considerablemente sobre su equilibrio durante unas dos semanas, aunque luego, por supuesto, no tuvo importancia.
Mark estaba sentado a su mesa en el despacho de Ingresos, clasificando peticiones para iniciar la investigación. Su tarea era puramente rutinaria y consistía en traducir los distintos tipos de peticiones a un idioma que los computadores pudieran entender; sólo una de cada cincuenta solicitudes requería una labor mental, y únicamente una de cada mil precisaba contactos personales. Su mente, cómodamente adaptada a un modelo suave y ordenado, no se veía turbada más que por hechos de naturaleza excepcional…
Abriendo los ojos al máximo, miró fijamente la solicitud que había retenido entre sus dedos sobre la clave de clasificación.
Nombre, Henry Norris. Dirección, WJCHNIOIIOOIIIOIOOI. Naturaleza de la investigación proyectada: Aplicación de ingenio antigravitatorio a diversos medios de transporte.
La confusión se agitó peligrosamente en el plexo solar de Mark. Su mente, bien entrenada para manejar tal sensación, buscó con rapidez todas las posibilidades y facilitó una contestación. Mark sonrió.
Con sumo cuidado subrayó en rojo dos palabras de la solicitud y añadió otras dos, de forma que podía leerse: «Invento de ingenio antigravitatorio para diversos medios de transporte». Luego estampó en el papel: «RECHAZADO: CIENCIA; Física», y «Datos no sujetos a investigación racional», y la devolvió por correo a WJCHNIOIIOOIIIOIOOI. Cuatro días después la recibió de nuevo, junto con una carta.
«Muy señor mío», decía la carta. «He recibido la solicitud que le incluyo, que me fue devuelta con las palabras cambiadas y el sello de rechazado. Naturalmente, por la manera en que se han alterado las palabras, comprendo el motivo del rechazo. Sin embargo, deseo solicitar el permiso para aplicar mi invento, no para desarrollarlo. Le envío, por consiguiente, otra solicitud convenientemente redactada, y espero que se considere esta vez con mayor precisión.»
Mark experimentó con sorpresa un escalofrío a lo largo de su espina dorsal. Por supuesto, no había nada de que preocuparse, pero…
En fin, eso era, no había nada de que preocuparse. Con un suspiro puso la solicitud en clave y la envió a Ciencias, Sección de Física. Cuando regresó del almuerzo, el impreso rechazado con la acostumbrada carta explicatoria estaba sobre su mesa. Rompiendo la costumbre la examinó detalladamente:
«Muy señor nuestro: Su petición ha sido rechazada por el Departamento de Ciencias Físicas por las razones siguientes:
1) No existe ningún ingenio antigravitatorio.
2) Las leyes reconocidas de la ciencia Física no admiten la existencia de ingenios antigravitatorios; debido a ciertos datos, demasiado complejos para consignarlos aquí, no podemos permitir computaciones para determinar la probabilidad de desarrollo de tal ingenio, que desbordaría los servicios de nuestro departamento de cálculos. Le sugerimos que se dirija a…»
A continuación seguía una larga lista de claves de biblioteca, enumerando libros y documentos sobre la ingravidez, con el consejo final que aprendiera más sobre las leyes de la ciencia Física.
Mark conocía aquella parte, así que se la saltó. Por mera fórmula, añadió una nota de su puño y letra a la carta excusándose por el descuido inicial, y envió el sobre con su contenido al correo.
Cuatro días más tarde, una carta de WJCHNIOIIOOIIIOIOOI descansaba sobre su mesa.
«Muy señor mío:
»He recibido el rechazo de mi solicitud. Ya que nadie en el C.G.I. parece capaz de leer, iré personalmente a su oficina una semana después de la fecha de envío de esta carta. Para evitar pérdidas de tiempo ulteriores con otros miembros de esta plantilla de analfabetos, llevaré un modelo en funcionamiento de mi aparato. Tal vez haciendo dibujos en color y poniendo mi vocabulario al nivel de un niño de ocho años, podré hacerles comprender que tengo un ingenio antigravitatorio, que pretendo aplicarlo a diversos medios de transporte, y que deseo que mi solicitud no sea cursada por chimpancés que sepan escribir a máquina. Si los computadores opinan que el ingenio no existe, están en su derecho, pero el dictamen de esas máquinas me parece que guarda muy poca relación con la realidad. Le veré el próximo martes a las dos; si no le es posible, lo haré a media tarde.
»Le saluda atentamente,
»H. Norris.»
Mark se vio invadido por un sentimiento de extrema incomodidad al leer la frase: «el dictamen de esas máquinas me parece que guarda muy poca relación con la realidad». Por un momento, pensó en llamar al departamento médico, pero cambió de idea pensando que aquel pobre individuo debía de sufrir una gran frustración, y su carta venía a ser una forma de catarsis. Quizá sería divertido, además, ver su aparato.
Al regresar a su casa aquella tarde, Mark contempló accidentalmente el reactor vespertino de Sydney atronando el espacio sobre su cabeza. Siempre pasaba, aproximadamente, a la hora en que él esperaba el 4:08:30, y era algo habitual en su camino de regreso. Pero ese día lo observó hasta perderlo de vista, removiendo pequeñas ideas que se agitaban en su cerebro. En el caso que el reactor hubiese pasado sin hacer su ruido habitual, sobre rayos antigravitatorios, ¿lo habría advertido? Estaba convencido que sí, como cualquier otra persona. Podía imaginarse el desasosiego de la multitud y sentir sus emociones agitadas.
Durante la cena, se mostró desacostumbradamente silencioso y, a la mañana siguiente, su mujer tuvo que visitar al siquiatra de la familia. Había significado para ella un grave contratiempo, ya que pensaba hablarle acerca de la carta de su hermana, que en sí constituía un acontecimiento inesperado y un tanto desagradable. Como que John había empleado sus tres cuartos de hora habituales leyendo el periódico, después de poner ella los platos en la lavadora, y había conectado la radio para escuchar las noticias, no pudo cumplir su propósito. John parecía un poco alterado por la mañana, pero no quiso acompañarla al siquiatra.
Cuando llegó el lunes, y luego el martes, John Mark había olvidado completamente que tendría un visitante. Su esposa se había recuperado por completo, ya que, por consejo del siquiatra, terminó con la inseguridad haciendo unas compras y repitiendo varias veces las cantidades 6-36-992 y -9973 antes de dormir. Otras veces había utilizado para ello algunos pasajes especiales del «Libro de Autocorrección», con idéntico éxito.
Hacia la hora de almorzar, aproximadamente, Mark recordó la frase: «el dictamen de esas máquinas me parece que guarda muy poca relación con la realidad». Empezó a sentirse confundido, preguntándose por qué diablos pensaba en tales cosas. Por fortuna tenía cerca una Máquina de Salud y, tras contemplar por unos minutos a su actriz favorita, se calmó de nuevo. Tomó el almuerzo y volvió tranquilamente a su mesa, donde reanudó el trabajo de clave.
A media tarde recordó que Norris aparecería en cualquier momento. Lo recordó precisamente porque Norris en persona apareció en la puerta de su despacho.
—¿Es usted Mark? —preguntó Norris. Traía una cartera de mano, sobre la que se posaron las miradas incontenibles de John.
—John Mark, en efecto… ¿Cómo está usted? —respondió Mark rápidamente. Recordando sus modales, ofreció una silla a su visitante—: Siéntese. Bien, señor, ¿existe alguna dificultad en la que pueda serle útil? (Vagamente recordó que en una ocasión el siquiatra le preguntó lo mismo.)
—No diga tonterías —repuso Norris—. Tiene tantos deseos de ayudarme como de cortarse la cabeza. He traído el modelo.
Norris nunca preguntó si Mark sabía quién era, ni a Mark se le ocurrió hacerlo.
—¿Dónde está? —preguntó Mark, con el corazón a punto de estallar y los ojos todavía clavados en la cartera.
Norris hizo una pausa y miró a Mark con momentánea conmiseración. Luego se encogió de hombros y lanzó la cartera hacia Mark.
Surcó silenciosamente el aire en línea recta hacia su cabeza. Aparentemente, no había nada que la sostuviera.
Mark miró fijamente, sin comprender, el rectángulo marrón que se le aproximaba. Su mente empezó a imaginar cartera tras cartera, todas partiendo de la suspendida en el aire y cayendo al suelo después de trazar una nítida parábola, pero la verdadera retenía su atención.
Algo bullía en su cerebro, aumentando su excitación:
«Para cada acto hay una reacción idéntica y contraria.»
«¡Caerá, caerá!»
«Sección 356, párrafo 9, subtítulo A: La gravedad es…»
«Juro defender los principios de Seguridad y Bienestar Social…»
«Recuerda, hijo, hay siempre un computador al que recurrir para…»
Después, completamente espontánea, surgió la frase: «El dictamen de esas máquinas me parece que guarda muy poca relación con la realidad».
Sus manos se levantaron involuntariamente para recibir la cartera, la asió por un momento y se desmayó.
Al abrir los ojos, oyó a Norris que decía:
—¿Va a desmayarse otra vez?
—No —contestó.
Se levantó de la silla de su visitante, donde, evidentemente, Norris le había colocado, y bebió un sorbo de agua que éste le acercó. Se sentía avergonzado, muy deprimido.
—¿Me cree ahora? —preguntó Norris.
—Salga, por favor —respondió Mark.
—¡Ni hablar! —cortó Norris—. Después de dieciocho años y dos semanas, voy a conseguir que su condenada máquina me permita aplicar mi modelo a diversos medios de transporte, o descubriré las razones de su negativa.
—Pero esto es completamente imposible —musitó Mark—. No puede usted construir un ingenio antigravitatorio. Las leyes de la Física.
—Mire, amigo —dijo Norris con algo más de paciencia—, ¿quién elaboró esas leyes?
—¿Por qué?… Nadie. Los computadores las han deducido de los hechos básicos del Universo.
—Y ¿quién ha dicho cuáles son los hechos básicos del Universo?
—¿Cómo?… ¡Eso es ridículo! —Mark agitó la cabeza en plena confusión—. Los hechos básicos son hechos básicos. No importa quién los descubrió. Siguen siendo básicos.
Norris señaló silenciosamente la cartera que flotaba a deriva entre la mesa y el pequeño depósito de agua, ligeramente agitada por la corriente que producía el aparato de aire acondicionado.
Mark la contempló sólo un instante, desviando la mirada en seguida.
—Eso es una ilusión muy molesta —dijo—. Y sabe que el ilusionismo es ilegal. Le exijo inmediatamente una explicación.
—No puede admitirlo, ¿verdad? —comentó Norris, relajándose—. ¿Cómo puedo convencerlo que no hay ningún truco, ninguna ilusión?
—¿Por qué tengo que dejarme convencer? —repuso Mark desesperadamente—. No hay motivo para ello. Esto no puede suceder, así que es inútil que trate de convencerme. No lo comprendo.
—¿Qué es lo que no comprende? —inquirió Norris, recuperando la cartera—. Puede verlo…, ¿qué es lo que hay que comprender?
—¡Pero yo sé lo que veo! —gritó Mark desesperado, casi a punto de llorar.
—Permítame exponerlo de la manera más sencilla posible —rogó Norris—. Esta cartera contiene un aparato que anula la atracción de la tierra. Ha sido ajustado de forma que compensa exactamente el peso de la cartera. Dentro de ella no hay otra cosa que el aparato, y nada más que la sostenga. Por consiguiente, esto es un ingenio antigravitatorio. Además, quiero sacar de él algún dinero, porque he venido fatigando mi pobre cabeza desde hace dieciocho años y dos semanas con esta bobada. Ya no me impresiona. Lo único que me preocupa ahora es hacerme rico, para no tener que privarme de nada mientras invento el campo de fuerzas. ¿Sabe a qué me refiero?
—¡Pero tampoco puede usted inventar un campo de fuerzas! —exclamó Mark, sintiéndose enfermo—. De acuerdo con las leyes físicas, no puede haber…
—Otra vez las leyes físicas —musitó Norris—. No voy a echar por la borda mis planes, sólo porque un anacrónico computador niegue lo que es evidente.
Mark sintió algo frío que recorría su pecho.
—Podría hacerle encarcelar por eso. No debe decir tales cosas. Las leyes físicas preservan nuestro juicio frente al Universo real. No existe otro modo de observar la realidad, evitando la sicosis, y usted lo sabe tan bien como yo. Es uno de los hechos básicos de la vida —murmuró.
—Supongo que los computadores le contaron también eso, ¿verdad? —dijo Norris—. ¿No le dijeron también que crea todo lo que le digan? ¡Tonterías!
Mark se agarró con ambas manos a su escritorio.
—Necesita una revisión médica. Y cuanto antes, pues su mente se halla en peligro. No siga, por favor. Está destrozando mi fe en todo lo que creo.
—¿Por qué tiene fe? —preguntó Norris—. ¿Porque le han dicho que la tenga? ¿Piensa alguna vez por su cuenta?
Mark tragó saliva.
—Está trastornado —dijo mientras buscaba el timbre de la mesa, pero Norris le sujetó la muñeca.
—No le serviría de nada. En cualquier «test» sicométrico puedo sacar la mejor puntuación. No estoy loco, ni usted tampoco. Lo que sucede es que ha aceptado una realidad muy limitada, y lo ha hecho por miedo. ¿Por qué le resulta tan penoso mirar esto? —señaló la cartera.
Mark respiró profundamente e intentó refugiarse en su vacilante sentido de la realidad. Con gran cuidado volvió al único punto confortable para él.
—La ley de gravedad no necesita demostración. Ha sido evidenciada miles de veces por autoridades competentes y se ha comprobado la exactitud de la información de los computadores…, la atracción mutua entre dos cuerpos cualesquiera.
Luego añadió:
—Podemos considerar que el tema de la ley de gravedad está agotado. Los computadores no necesitan ya más datos; en caso contrario, están diseñados para reclamarlos, a fin de mantener en equilibrio el sistema según el universo real.
Esta frase, con pequeñas variantes, aparecía en la mayor parte de los capítulos del «Libro del Omniconocimiento».
Mark leyó aquel libro hacía varios años, y sólo recordaba sus principios básicos, pero estaba convencido que el conocimiento y la lógica podrían demostrar a aquel hombre increíble con su absurdo juguete, que era un tramposo, un ilusionista, un demente. Si pudiese encontrar algo más… En medio de su confusión se le ocurrió una idea repentina.
—Mire —dijo de pronto, muy razonablemente—. Supongo que no está bien que yo dude de mis propios ojos. Pero puede haber algo en lo que usted no ha pensado. ¿Qué opinarán los demás departamentos? Después de todo, esto es un ingenio (le costó decir la palabra) bastante revolucionario, y hay que consultarles.
Como Mark sospechaba, Norris presentó objeciones inmediatamente.
—Pero este ingenio se relaciona exclusivamente con las leyes físicas y mecánicas, no tiene nada que ver con los demás departamentos. ¡Sabe muy bien que al pedir permiso para aplicar un invento nadie tiene que someterlo a la aprobación de todo el C.G.I.!
Mark sonrió.
—Acaba de decir que este ingenio no parece estar basado en los datos reconocidos por el departamento de Física. Puesto que es así, debemos investigar en todos ellos para llegar a la conclusión más adecuada posible.
—Está bien —admitió Norris—. Adelante. Pero recuerde que seguiré aquí para asegurarme de que les cuenta lo que ha visto. Que no cae.
Mark se acercó al intercomunicador y apretó el botón donde se leía «Sico». Dijo:
—Aquí tengo a un hombre que afirma haber inventado un ingenio antigravitatorio. No…, espere un momento…, ha traído una cartera de mano que flota en el aire. Sí. Sin soporte aparente. Muy interesante, pero no hay nada en las leyes físicas que lo justifique. No puedo echarle de aquí por ser dueño de esa cartera. ¿Cree que podemos autorizar su aplicación a diversos medios de transporte?
Norris se acercó para escuchar la respuesta.
—Absolutamente no. No hace falta ni consultar siquiera al computador.
Norris hizo una mueca de disgusto, mientras la voz continuaba:
—La ingravidez causaría una inseguridad muy extendida que arruinaría el sistema. No se puede ir destruyendo la realidad así como así, ¿sabe? Dígale a ese individuo que más vale que oculte ese cacharro y que lo olvide. Dígale que puede venir a charlar un poco conmigo, si lo desea. Ha debido ser bastante traumático para él inventar tal cosa. ¿Sigue ahí?
—¡Sí, sigo aquí! —replicó Norris al micrófono—. ¿Qué pretende decir con eso que ha debido de ser bastante traumático? Lo pasé estupendamente en todo momento. ¿Intenta explicarme que no puedo solicitar lo que deseo?
—Bueno, si así quiere llamarlo, señor… Esa es exactamente nuestra postura. Por supuesto, puede apelar contra esta decisión, con lo que suministraríamos los datos al computador. Sin embargo, puedo asegurarle que el computador de Ciencias Sicológicas está montado de forma que rechaza automáticamente cualquier cosa que interfiera las decisiones del computador de Ciencias Físicas. Creo que haría usted mejor en pasarse unas semanas con una Máquina de la Salud tridimensional, o concentre su talento en algo más productivo. Después de todo, existe un número prácticamente infinito de conexiones sin descubrir entre los datos del «Libro del Omniconocimiento». Sólo los computadores saben lo que puede encontrarse allí…, cosas fascinantes.
—Está bien, eso es todo —dijo Norris—. ¡Ah!…, si la Física cambiase de opinión sobre la ausencia de gravedad, ¿cambiaría usted la suya?
—Probablemente, pero tendríamos que consultar también con Ciencias Médicas. Después de todo, la salud física de nuestro pueblo es tan importante en estos días como la mental.
En la sección médica todo fue rápido y exacto; tuvieron la suerte de tomar contacto con un hombre de buena memoria.
—No, Mark, ya hemos tenido consultas parecidas. La decisión es automática. Parece ser que un tal doctor Summers colocó los datos en el computador hará unos cincuenta años, simplemente para ver que pasaba, y descubrió que ningún ser humano podría soportar las tensiones de un vuelo antigravitatorio. Trastorna el equilibrio endocrino, la presión sanguínea, el ritmo respiratorio, etcétera. Por otra parte, disponemos de muchos datos de la sección sicológica, que afirman que la introducción de un elemento antifísico similar provocaría inmediatamente una sicosis masiva. ¿Qué dice la sección comercial?
—Todavía no la he consultado —dijo Mark, sonriendo—. Bueno, gracias y hasta luego, Jim. —Apretó otro botón.
—Sí, aquí Ciencias Comerciales. ¿Qué desea?… ¡Menudo caso, me dan escalofríos sólo de pensarlo!… No, no creo que hayamos calculado alguna vez nada semejante; aguarde un instante. El canal que necesita queda libre ahora. Le contesto en seguida.
Después de esperar varios minutos, la voz agitada reapareció:
—Escuche, lo mejor será que confisque ese aparato. Si se implanta, todo el sistema se vendrá abajo con un índice de seguridad muy por debajo de cero. ¡Es dinamita! El computador no puede siquiera asimilar un nuevo medio de transporte, aunque admite capacidades de carga y combustible además de muchos otros factores. He introducido los datos considerando la ingravidez como un hecho, y las tarjetas han salido todas emborronadas. No marcha.
Norris no se molestó en contestarle.
Mark notó su silencio y le preguntó:
—¿Quiere que llame a Comunicaciones, o Transportes, o Leyes o Filosofía?
—No —contestó Norris con tristeza, mirando a su cartera flotante—. No ve nada absolutamente, ¿verdad?
—Está muy claro —repuso Mark—. Su aparato no pertenece a este mundo. Incluso si fuese real sería lo peor que podría pasar. ¿Se da cuenta de lo que está intentando hacer con el sistema, el orden natural?
—Lo sé —admitió Norris.
—Mire, no se lo tome así. Comprendo que estas cosas le parezcan ahora importantísimas, pero no tardará en olvidarlas. Existe una enorme demanda y quien es capaz de crear una ilusión tan convincente como la suya, no me cabe duda que podrá ganar todo el dinero que quiera si produce mecanismos autorizados por los computadores. Se ha dejado obsesionar por este asunto y lo que necesita ahora es liberarse de él. Al fin y al cabo, ¿qué son dieciocho años…?
—Sí, dieciocho años y dos semanas —sonrió Norris—. ¿Cree, realmente, que con sus palabras logrará que me sienta mejor?
—Norris, ha atacado la exigencia humana más importante, la necesidad de sentirse seguro, a salvo, protegido. Si elimina en la gente el deseo de seguridad, le quita toda razón de vivir. ¿No se da cuenta?
—¿Ha intentado alguna vez rechazar esa seguridad? —preguntó Norris.
—No sea ridículo —Mark empezó a sentirse incómodo otra vez—. ¿Por qué debería trastornarme deliberadamente?
—¿Cómo sabe que no lo está ya? —inquirió suavemente Norris.
Mark le miró con horror por unos instantes. Sabía que se trataba de un truco muy antiguo, pero así, de pronto, no podía recordar la respuesta lógica. Norris le observó con atención, suspiró y empezó de nuevo.
—¿Por qué cree en los computadores?
—Porque me proporcionan seguridad.
—¿Por qué necesita seguridad?
—La seguridad es una exigencia básica. No existe ningún «por qué» en ello —Mark empezó a mirar sin objeto a través de la ventana, sintiéndose extrañamente atrapado por algo, por una telaraña de pensamientos que Norris iba tejiendo.
—¿Cómo sabe que es básica?
—Los computadores lo dicen. Todos los computadores lo confirman.
—¿Quién decidió que las máquinas dijeran eso?
—Nadie. Es un hecho básico.
—¿Cómo sabe que lo es?
—Los computadores lo dicen.
—¿Quién ha decidido que lo digan?
—Nadie. Las máquinas. ¡No lo sé!
—¿Cómo puede averiguarlo?
—¡No quiero hacerlo!
—¿Por qué no?
—Las máquinas me dan una contestación si la necesito.
—¿Quién dijo que debe recurrir a los computadores? ¿Ellos mismos?
—Déjeme solo.
—¿Por qué he de dejarle solo?
Mark se detuvo un momento y gritó:
—¡Salga de aquí! ¡Pretende volverme loco!
—¿Qué entiende por loco?
—¡Está usted loco! ¡Intenta destruir la realidad de los computadores!
—¿Por qué no debería intentarlo?
—Todo está en el «Libro del Omniconocimiento», y no quiero contestar más preguntas.
—¿Quién escribió ese libro?
—¡Los computadores! ¡Los computadores! ¡Ya lo sabe! ¿Por qué insiste? ¡Por favor, salga de aquí!
—¿Por qué tiene miedo? ¿Es que empieza a pensar?
Mark se precipitó a la puerta y la abrió de par en par.
—Salga, por favor, o haré que le arrastren.
Norris se levantó y tomó la cartera. En el umbral se volvió hacia el aturdido y tembloroso Mark, diciendo muy claramente:
—Continuará pensando en ello.
Y se marchó.
Un segundo después, Mark se hundió materialmente en el asiento que había dejado libre.
Intentó pensar, pero todo lo que le venía a la cabeza era una serie de preguntas y respuestas, que torturaban su cerebro. «Es tan evidente, tan evidente».
Permaneció así toda la noche y todo el día siguiente con su noche. Alrededor de las dos de la mañana, después de esfuerzos sobrehumanos para dormirse, de pensar en riberas de lagos y en montañas, en la Máquina de la Salud, de intentar quedar inconsciente, incluso morir de una vez, empezó a llorar.
Una semana después le llevaron al manicomio. Estaba extrañamente tranquilo cuando le condujeron hacia la puerta de entrada. Observó en silencio cómo se llenaban docenas de impresos, de normas, todas las trivialidades formularias. Al acercarse al gran edificio gris empezó a sonreír y, cuando hacía antesala para el reconocimiento, tuvo que contener la risa. Fue caminando entre carcajadas a través de largas series de puertas cerradas y llenas de barrotes y, cuando el empleado hizo girar la llave de la última y más aparatosa de todas ellas, se llevó las manos a las caderas y profirió una especie de rugido. No tardó en calmarse, inspirando profundamente como el nadador que ha permanecido largo rato bajo el agua. Al abrirse la puerta del todo, suspiró.
Norris miró hacia arriba desde su puesto de trabajo, hizo un gesto indicando el enorme y reluciente laboratorio, los activos hombres vestidos de blanco, los paneles salpicados de válvulas y contadores, y dijo con una mueca:
—Bienvenido a la jaula de los necios.