FILMANDO EL PASADO - Dudley Dell
Hasta
un endurecido periodista como Wellman Zatz, escritor de
suplementos dominicales, estaba impresionado por la importancia del
acontecimiento que debía relatar: la inauguración del Instituto
Biofilm.
Arlington
Prescott, obrero de una fábrica de lentes de contacto, había
inventado, mientras buscaba una “máquina
del tiempo”, la Cámara Biotempo. Parecida a una cámara de cine
común, sin sonido, por supuesto, proyectaba una onda temporal, la
reacumulaba y la enfocaba sobre una película sensibilizada a la luz
temporal. Cuando descubrió que debía conformarse simplemente con
fotografiar el pasado, sin poderlo visitar físicamente, Prescott
abandonó sus inventos y se dedicó a dirigir un jardín de infantes.
Y,
sin embargo, explicaba Zatz a sus lectores, dictando sus notas por
persfono a un impresor de voz de la oficina de telenoticias, el
Instituto Biofilm se basaba en el repudiado invento de Prescott. Mil
cámaras Biotempo habían sido instaladas en un edificio inmenso,
macizo, casi todo bajo tierra, estilo siglo XXIII, donación de
Humboldt Maxwell, el riquísimo fabricante de las Píldoras Banquete.
Había mil equipos de historiadores, biógrafos, analistas militares,
etc., para el primer intento de registrar la historia tal como había
ocurrido en la realidad, prestando especial atención, según había
exigido Maxwell, a los pretéritos genios de la industria, la
política, la ciencia y las artes, en el orden mencionado.
Al
recorrer el Instituto Biofilm, Wellman Zatz sólo consiguió
entrevistas cortas y de mala gana con los Bioequipos; la tarea de
pescar incidentes o personajes en el tiempo los ponía nerviosos y no
querían interrupciones.
Por
fin se quedó con un grupo que parecía algo menos hostil. Estaban
observando en la pantalla monitora lo que parecía una escena de la
Inglaterra isabelina.
—Sir
Isaac Newton —gruñó Kelvin Burns, el biógrafo de hombres de
ciencia, en respuesta a la pregunta de Zatz—. Gran hombre. Queremos
averiguar por qué se volvió loco.
Zatz
estaba enterado, por supuesto.
Durante
siglos los escritores baratos habían usado el caso de Sir Isaac como
argumento en favor de ciertas teorías sobre los fenómenos
psíquicos. Después de hacer sus asombrosos descubrimientos a la
edad de 25 años, el gran dentista del siglo XVII había empleado el
resto de su larga vida buscando la precognición, la piedra filosofal
y otras chucherías del misticismo.
—Mi
diagnóstico —dijo Mowbray Glass, el psiquiatra— es paranoia
causada por un sentimiento de soledad en su niñez.
Pero
la pantalla mostraba un chico feliz, en lo que parecía ser un hogar
normal del siglo XVII, y una escuela adecuada. Glass se fue
intrigando cada vez más, a medida que Sir Isaac iba encontrando su
teorema del binomio, el cálculo diferencial e integral y se ponía a
trabajar en la teoría de la gravitación, sin mostrar el menor
síntoma de desequilibrio emocional.
—Tiene
la mayor capacidad deductiva y demostrativa que he visto — comentó
Pinero Schmidt, el integrador científico—. No puedo creer que un
hombre así se haya vuelto místico.
—Pero
así fue —dijo Glass, y al mismo tiempo cambió de color—.
¡Miren!
Solo,
en su estudio amueblado con exceso, el hombre de la pantalla levantó
de pronto la vista. Miró directamente a la onda temporal por un
instante, y luego desvió la vista a las sombras del cuarto. Aferró
un candelabro de plata y, sosteniéndolo como un arma, comenzó a
registrar los rincones.
—Está
murmurando algo —informó González Carson, el lector de labios—.
¡Espías!
Cree que alguien quiere robarle sus descubrimientos.
Burns
parecía desorientado.
—Es
la primera señal de enfermedad que vemos. Pero ¿por qué ocurrió?
—Maldito
sea si me doy cuenta — admitió Glass.
—¿Herencia?
—sugirió Zatz.
—No
—dijo Glas con firmeza—. Ya se ha investigado.
El
Bioequipo pasó horas escrutando la vida del sabio. Al llegar a los
treinta años ya era una costumbre mirar hacia arriba y sonreír
secretamente. En su lecho de muerte, cuarenta años después, movió
sus labios alegremente, ya sin miedo.
—Mi
ángel guardián —leyó en ellos Carson en voz alta—, me has
vigilado con sumo cuidado y delicadeza durante toda mi vida. Estoy
contento de encontrarte ahora.
Glass
se atoró. Fue a recorrer los demás Bioequipos, uno tras otro,
haciéndoles una concisa pregunta. Al volver, estaba temblando.
—¿Qué
pasó, doctor? —preguntó ansiosamente Zatz. —No
podemos volver a usar la Cámara Biotempo nunca más —dijo Glass, y
parecía enfermo—. Mis colegas han estado investigando las psicosis
de Robert Schumann, Marcel Proust y otros que tuvieron delirio de
persecución…
—Pero
¿por qué? —insistió Zatz.
—Porque
todos ellos creían que alguien los estaba espiando. Y tenían razón.
¡Éramos nosotros!
Etiquetas:
Ciencia Ficcion,
Cuentos cortos,
Dell,
Fantastico