EL HOMBRE QUE SE SALIO CON LA SUYA - Lawrence Treat

Todo eso de que un criminal vuelve siempre a la escena del crimen habría que discutirlo. Pero, de cualquier forma, las compañías de transportes continuarán encantadas con los criminales inquietos. En nuestro relato, es obvio que el regreso a la escena del crimen se hizo por ese espíritu de arrogancia que realmente distingue al hombre de las otras formas de vida inferiores.

Cuando revisó el montón de demandas de pagos de seguros que su secretaria le había dejado sobre la mesa, se detuvo en la mayor... 100.000 dólares. Se quedó lo menos medio minuto contemplando la cantidad, pensando que con aquel dinero alguien sería rico. Después, sin dejar de reflexionar, miró el nombre del beneficiario y se sobresaltó. Mrs. Marvin Seeley.
Fran. 
Giró el sillón y contempló su imagen en la puerta de cristales de la librería. Vio un hombre corpulento, entrecano, de rostro carnoso, con una nariz corta y ancha y un cuidado bigotito. No había la menor relación entre este individuo, Hugh Bannerman, jefe de la sección de reclamaciones, y aquel contable de Banco buscado por estafa y asesinato. Después de veinticinco años, ¿cómo podía haberla? Sin embargo...
Volver a verla, arriesgarse y contemplarla. ¿Se atrevería? Sintió un cosquilleo en la espalda y su sangre corrió, excitada, en las venas.
Era un torbellino de mujer, esbelta, joven, preciosa, con una dote que la hacía aún más encantadora. Pero para conseguir dinero hace falta dinero, así que la cortejó con los fondos del Banco. En su mundo secreto, de enamorados, él era Blinky y ella Winky, y puede decirse que ya la tenía en el bote. Suponía que, una vez casados, después de confesar lo que había hecho por su amor, ella repondría hasta el último centavo. El plan era perfecto, ya que los Bancos no acusan cuando se les restituye, y él disponía de todo un año antes de que los auditores le cazaran. Ciertamente sus planes se hubieran cumplido, de no ser por Mike, el hermano de ella, que lo descubrió. Mike era ayudante de cajero, y se la tenía jurada desde siempre.
Bannerman tuvo una expresión hosca al recordar aquella noche en que Mike le acusó..., haciendo gala de extrema honradez cuando en realidad lo que quería era guerra.
—Veinte mil dólares —dijo Mike—. He pensado que sería mejor decírtelo aquí, delante de Fran, antes de informar al Banco, por si tienes alguna explicación.
Bannerman acarició el arma que llevaba en el bolsillo. En aquellos días la llevaba siempre por si acaso y le dio valor para hacerle frente.
—¿Qué son veinte mil dólares para ti y para Fran? Los tenéis. Podéis sacarme de esto. Por amistad, por amor...
Fran exclamó:
—¿Cómo te atreves?
Y Mike añadió, despectivo:
—¡Tramposo de pacotilla!
Fue entonces cuando empuñó la pistola y encañonó a Mike.
—Repite eso —le advirtió fríamente— si tienes valor.
Fran gritó:
—¡No..., no lo hagas!
Trató de agarrarle la pistola y esto le sirvió a él de excusa para disparar. ¿Qué derecho tenía Mike a seguir viviendo, después de semejante faena?
El contable desapareció inmediatamente después de disparar y no dejó rastro. Con un poco de suerte, y un poco de torpeza de la Policía, un hombre listo no se deja coger. Cirugía plástica, cambio cuidadoso de voz y de gestos, y he ahí la nueva personalidad de Hugh Bannerman.
Sonriendo, hizo dos montones con los papeles que tenía delante, uno a cada lado de su mesa. Seguía todavía dubitativo al dejar la ficha de Seeley en el centro. Luego llamó a su secretaria y señalándole los montones le dijo:
—Puede dar éstos a Perkins, los demás son para Davis.
—¿Y ésta?
Contempló de nuevo la demanda de Seeley y sus palabras parecieron salir de otros labios:
—Cien mil dólares es mucho dinero. Creo que yo mismo me ocuparé de ésta.
Hizo un gesto distraído, levantó el teléfono y la llamó. No era sino una demanda más que había que solucionar, una visita rutinaria más, en la que persuadir al beneficiario de que dejara su dinero en la compañía, a determinado interés.
Oyó la llamada al otro lado del hilo telefónico y contestó su voz. La reconoció al momento, aquella vocecita de falsete excitada, como si esperara que surgiera algo maravilloso en cualquier instante. No, la voz de ella no había cambiado. Pero la suya sí, con mucha práctica, claro.
Concertó la entrevista para la mañana siguiente, a las diez, en su casa.
No sentía ningún temor. En los últimos cinco años, desde que tenía este empleo, se había tropezado casualmente con antiguos amigos: No le reconocieron. Ni sospecharon nada cuando hizo que la conversación recayera en Fran. Le dieron su nombre de casada y comentaron la vieja historia del contable de Banco, que disparó contra su hermano y lo mató, y habría muerto, probablemente.
El trabajo de Bannerman también le había puesto en contacto con la Policía. Había entrado y salido de Comisarías e incluso había estado sentado con un inspector. Así que sabía que su identidad no corría peligro.
Todo el día estuvo pensando en ella. Cuando la viera le diría: «Tenemos amigos comunes. Me han hablado mucho de usted. Es como si la conociera».
Se mostraría afable, le diría: «Es usted una mujer valiente, Mrs. Seeley, ha sabido rehacer su vida después de la tragedia». A continuación sonreiría y añadiría pensativo: «Porque debe de estarse preguntando a cada paso si su hermano seguiría con vida, de no haber cometido la tontería de agarrar la pistola».
Sería un toque delicado volver a plantear la duda en su conciencia, hacerla sentirse culpable. Y para él sería una protección adicional. Empezó a esperar la entrevista. Era el destino; era la aventura. Contaba sólo cuarenta y siete años y le quedaban muchos por delante. Podía ocurrir cualquier cosa.
Aquella noche durmió muy bien. No soñó y despertó en perfecta forma. Se desayunó como siempre en el drugstore, luego fue a la oficina y guardó el coche en el aparcamiento de la compañía. Revisó su correo, lo seleccionó y dictó unas cartas rutinarias. Luego bajó y se dirigió en coche hasta las afueras para su primera entrevista: Con Mrs. Marvin Seeley.
Calculó que la casa valdría unos cincuenta mil dólares. Reflejaba buen gusto, como tenía que ser tratándose de Fran. Las puertas del garaje, un garaje para tres coches, estaban abiertas y dentro había un descapotable.
«Rica —se dijo—, pero sin alardes. Probablemente una persona de servicio y una doncella por horas.»
A lo mejor la propia Fran abriría la puerta. También se había preparado para ello.
Vería a una viuda llenita, de edad intermedia, y ella vería a un desconocido, Hugh Bannerman, de la
compañía de seguros.
Tiró de la campanilla y esperó, excitado. Oyó unos pasos rápidos y ligeros, y la puerta se abrió. Como en un sueño, la vio joven, preciosa, sin acusar cambio alguno. Sus ojos azules seguían fascinando ante las maravillas del mundo; su cabello rubio brillaba destellante y su cuerpo seguía igual de joven y esbelto. Por un momento se quedó asombrado, incapaz de creer en el milagro de su juventud.
—¡Winky! —exclamó.
La joven le miró estupefacta. Luego, burlona, disfrutando con el juego, volvió la cabeza y dijo con aquella voz tan familiar:
—Mamá, preguntan por Winky. ¿Quién puede ser?
Nervioso, dio un paso atrás, su pie no encontró el peldaño y se torció el tobillo. Sintió una punzada de dolor, dobló el cuerpo y se cayó de bruces.
Quedó unos segundos inconsciente, pero mantuvo los ojos cerrados, tratando de pensar, diciéndose que su metedura de pata no era fatal, que podría arreglarse de algún modo.
Oyó pasos procedentes del interior y alguien se inclinó a su lado, pero aún no miró a Fran Seeley. En un momento de inspiración decidió que pretendería que la muchacha no le había comprendido. Después se marcharía y dejaría que Perkins fuera mañana y arreglara lo del seguro.
Winky..., Seeley..., dos nombres parecidos. Y naturalmente, trataría con un par de mujeres que estarían trastornadas por el accidente. Ya le había ocurrido lo mismo varias veces en el curso de su trabajo.
Confiado, orgulloso de su agilidad mental y soberanamente seguro de sí mismo, abrió los ojos.
Fran había envejecido. Estaba algo más gruesa, su rostro todavía bello y sereno en su madurez, reflejaba compasión, como si hubiera sufrido mucho. Sus ojos reflejaban ternura y simpatía y lo único que evidentemente la preocupaba era su sufrimiento..., que, en cuanto a él, era beneficioso. El tropiezo obraba en su favor.
—Me temo que me he torcido el tobillo —comentó con voz temblorosa.
—¡Cuánto lo siento! ¿Cree que podrá tenerse en pie? Si se apoya en nosotras, entre Ethel y yo le ayudaremos a entrar.
—Lo intentaré.
Se incorporó torpemente y descansó su peso en los hombros de las dos mujeres. Jadeando por el esfuerzo, entró en la casa a la pata coja hasta dejarse caer pesadamente sobre los almohadones de un sofá cercano a la chimenea. Su tobillo le dio otra punzada, y la estancia cálida y suntuosa giró ante sus ojos. 
—Lamento molestarla —murmuró—, pero si llamara a un médico, me vendaría el tobillo y podría valerme por mí mismo.
—Lo que necesita ahora —dijo Fran con energía— es un trago de whisky. Está blanco como una sábana. 
—Se volvió y mostró su claro y perfecto perfil—. ¿Quieres traer la botella, Ethel? Y un vaso de la cocina.
—Claro, mamá.
La muchacha se fue y Fran se inclinó hacia delante. Parecía sostener una lucha interna, mientras le estudiaba con extasiada concentración.
Se apartó bruscamente, vivamente consciente de que ésta era la primera vez que alguien tenía un motivo para observarle de cerca. Nunca, hasta aquel momento, se había puesto a prueba su disfraz.
—Confío —observó simulando estar divertido— que su hija no se equivocará en la bebida como lo hizo con el nombre.
Fran no replicó.
Si solamente pudiera levantarse, echar a correr, apartarla de un empujón y huir..., cualquier cosa, excepto seguir sentado, esperando, expuesto a su intenso escrutinio.
Levantó las manos hasta la cara, para cubrirla. Se frotó las mejillas vivamente y dejó caer las manos, abrumado.
No debía haber hecho aquello. No con su viejo gesto, que para ella resultaba tan familiar.
—¡Esa bebida! —exclamó, cada vez más asustado—. La necesito. ¿Por qué tarda tanto?
Entonces, finalmente, ella dijo:
—¡Blinky!
Y lo pronunció lentamente, como con asco.

Lawrence Treat