LA MUERTE ES DULCE COMO LA MIEL - Alfonso Alvarez Villar

Adolfo miró con tristeza ios macarrones que humeaban sobre la fuente. Acababa de vomitar y le dolía el vientre.
La abuela, senil, sonreía satisfecha.
—Aquí tienes lo que me pediste.
Sirvió una buena ración al niño.
—¡ Abuela! ¡ Dame a mí lo mismo que a Adolfito! —terció la hermanita de bucles de oro.
Pero no. No entraban los macarrones en su estómago aunque fuese su plato favorito. Una prensa le cerraba la garganta.
—No tengo ganas. Perdóname, abuela.
La anciana le puso la mano sobre la frente. Calló. Luego, después de revolver en una gaveta de la habitación de los padres, sacó un tubito de cristal con el termómetro.
Adolfo sintió la fría columna de mercurio escalar como un alpinista y su risa de plata quebrada zumbar en el pequeño ataúd de vidrio.
—Tienes fiebre. ¡Anda! ¡A la cama!
Adolfo oía como en sordina el chasquido del dial del teléfono, los pasos de la criada y de la abuela. Yen la penumbra de la habitación brillaba, de vez en cuando, el vestido blanco de la hermana que se acercaba de puntillas al lecho.
—¿Te duele? —le oyó decir.
Después llegaron, precipitadamente, los padres, metiendo bulla como siempre. Olía ya la casa a perfume francés de la madre.
—No es nada. Ya sabes que a los niños cualquier cosa les da fiebre —oyó decir al padre, subiendo la escalera.
Se abrió la puerta y fulgieron como cocuyos los brillantes de la madre de Adolfo, que se abrazó a su hijo.
—¡Dios mío! ¡Este hijo siempre está enfermo!
El padre acarició los rizos del pequeño.
—¡No es nada muchacho! ¡Dentro de un mes a la playa!
Media hora después, llegó el médico. Daba escalofríos su fonendoscopio. Le hizo sacar la lengua, le miró la garganta con una espátula y le exploró los reflejos.
—¡Te pondrás bueno! —y le dio una palmadita en la espalda.
Oyó cuchicheando la palabra «salmonelosis» y el niño protestó tácitamente pensando que no había comido salmón.
Aquella noche la diarrea y los vómitos se repitieron frecuentemente. La presencia del practicante se hacía insoportable.
Luego, se adormeció. Y empezaron las pesadillas.
Soñaba que estaba condenado a viajar durante toda la eternidad en línea recta. Abrió los ojos y vio en una de las paredes de la habitación una línea luminosa de una rectitud terriblemente exacta. Era la carretera que había de recorrer. De vez en cuando, se oía un chasquido y la recta se quebraba, pero, al cabo de una fracción de segundo, se enderezaba y la trayectoria volvía a ser espantosamente monótona.
Un pujo abdominal rompió la pesadilla. Acudió la madre y le alargó un vaso de agua con un líquido dentro, que sabía muy mal.
Volvió a reír la columna de mercurio del termómetro. Oyó un cuchicheo «Dios mío! ¡Si pasa de los cuarenta grados!»
Perdió el conocimiento. Percibía únicamente el traqueteo de un coche y el ulular, intensísimo, de la sirena. Poco después, sintió los pinchazos en el brazo y su vista quedó empapada por una claridad azulosa que salía del techo.
Pequeñas burbujas estallaban en un frasco de cristal, por encima de su cabeza. Volvió a sentir el frío del fonendo y un rumor de voces, llantos de niños por doquier y un ruido como de sombras que se escurrían por los pasillos furtivamente.
Abrió plenamente los ojos. Se sentía mejor. Una tranquilidad dorada envolvía como una pecera su cerebro infantil.     
—Estoy muerto —pensó.
Y al ocurrírsele esa frase, percibió sentada en los pies de la cama una mujer vestida de negro, que le daba la espalda.
Sentía los ojos de la mujer clavados en él aunque estuviese vuelta. Era una sensación rarísima que Adolfo dejaba flotar en una nube de vivencias y corazonadas.
Tuvo un escalofrío: presentía la cara de aquella mujer. Una cara sin rasgos, una cara todavía más triste que la misma tristeza, un agujero en el Cosmos.
La mujer del traje oscuro le hablaba. Pero a su mente
—Te voy a llevar a un lugar bonito, en donde hay muchos juguetes.
—No, no quiero ir contigo. Estoy muy a gusto con mis papás.
—Te llevaré quieras o no. Mira a tu hermanito muerto, él te acompañará.
Giró la cabeza hacia la derecha. Allí se erguía inmóvil un niño mayor que él. Un aura glacial le rodeaba. Sus facciones eran blancas como el mármol. Y había en sus ojos como un terror lejano.
—Soy tu hermano, el que murió cuando apenas había nacido.
Y lo curioso es que sus labios no se movían, ni sus párpados se cerraban una sola vez.
Adolfo bajó de la cama. O mejor dicho, una parte de él se desprendió. Era como una mariposa que brotara de su capullo. Allá abajo quedaba un cuerpo atravesado por agujas hipodérmicas y que respiraba fatigosamente.          .
El niño de tez blanquísima le cogió de la mano. Su contacto dolía como el de una barra de hielo.
Delante de ellos surgía como un remolino de mar visto de plano. Sus aguas eran la boca de un pulpo, los sépalos de una planta carnívora, la rueda giratoria de una feria.
—Tírate conmigo. No tengas miedo.
—¡No! ¡No!
Oyó un grito agudísimo y miró hacia atrás: Vio a su cuerpo, a su otro cuerpo, que se aferraba desesperadamente a las sábanas.
Ahora sentía sus dedos agarrotados, prendidos como en una escarpia, en aquellas piezas de tela que eran su única esperanza contra el Gran Abismo.
Un médico acudió rápidamente en compañía de una enfermera y le inyectaron un líquido que hizo que su corazón se disparara al galope.
Quedó de nuevo transido. Pero sin pesadillas. Tres días después le daban el alta.
* * *
Adolfo era ya un joven recién ingresado en la Facultad de Derecho. Recordaba, con un cierto escalofrío, aquella experiencia infantil que le había transformado en una persona solitaria y reflexiva.
—¿ Quién era aquella mujer de negro? —se había preguntado con frecuencia.
Un día consiguió los álbumes de los familiares del padre y de la madre. Ninguna de las tías, abuelas o bisabuelas, en fotos ya amarillentas, en daguerrotipos casi arruinados, se parecía a aquella mujer de luto.
—Visita a madame Lyotard. Es una médium excelente —le aconsejó su hermana Luisa.
Fue recibido, diez días después en compañía de Luisa.
Subieron por una húmeda escalera que arrancaba de un desconchado portal del Madrid de los Austrias. Olía a orín de gato y a fritangas.
Les abrió una viejecita de gruesos anteojos. Descorrió una cortina de terciopelo ajado y les condujo a un enorme salón cargado de tapices y a medio iluminar por una gigantesca araña en la que lucía una única bombilla eléctrica.
Los tapices eran rojos como llamas. Reptaban en ellos ofidios de amenazadoras facciones que se enfrentaban con falanges de animales mitológicos.
Se abrió una puertecilla y apareció una señora alta de pelo rubio teñido y vestida con una túnica azul turquesa.
—¿Madame Lyotard?
—Sí. Pasen.
El gabinete era, también, enorme. Se veía en el fondo una cama con dosel, puffs y cojines a la manera morisca o persa, sofás algo desvencijados y arquetas antiguas recamadas en marfil o en madreperla.
Sobre un velador descansaba una bola de cristal.
—Tomen asiento, por favor.
Se sentaron en torno al velador con los ojos hipnotizados por la claridad lechosa de la bola.
La médium se concentraba. Se habían apagado las luces. Sólo aquella claridad trazaba perfiles infernales sobre los muebles de la estancia. Los rasgos de madame Lyotard parecían rígidos cordones o alambres tensos.
—¡Espíritu de la Nada! ¡Dinos quién eres! —se oía repetir a la médium monótonamente como el rezo colectivo de un santuario budista.
Pasaba el tiempo como un río. Un sopor de láudano comenzaba a cerrar los ojos de Adolfo y de su hermana.
De repente, sintieron la Fuerza que subía desde el suelo por las patas del velador y hacía vibrar la madera.
La bola lucía con una intensa claridad anaranjada. Una niebla espesa fluía de ella, cubriendo el tablero y derramándose hacia abajo.
Habló la médium con voz gangosa. Era como si un licor gangoso se arrastrase por su tráquea.
—¡Mortal inoportuno! ¡Te escapaste una vez pero yo volveré a atraparte!
—¿Quién eres? —Era ahora la voz auténtica de madame Lyotard con su acento francés, la que se oía, aunque sus labios apenas se movieran. Todas sus facciones revelaban un gran esfuerzo, una agonía espantosa.
—Mis restos yacen en el panteón de la familia del padre de él. Y en ese mismo pueblo está mi retrato... Y, ahora, déjame en libertad.
Sintieron un estremecimiento. Los muebles parecieron tiritar y todas las luces del gabinete se encendieron de golpe Madame Lyotard parecía muerta.
—Está reposando del trance —había entrado la viejecita de los anteojos—. ¿Adonde les paso a ustedes la nota?
* * *
La tarde norteña se mojaba de orbayu. Gruesas lágrimas caían de los ojos de los ángeles de mármol o de caliza.
Chirrió la puerta del panteón familiar. Una corona de vizconde sobre un león rampante en campo de gules dejó escapar una lluvia de arena.
Ardía una lámpara de aceite en el altar.
—¿Podemos bajar a la cripta? —preguntó al guardián del cementerio.
Este se encogió de hombros y tirando de una argolla dejó al descubierto una escalerilla que conducía al subterráneo.
Bajaron iluminándose con la linterna del guardián.
La cripta era muy pequeña. Consistía sólo en una estrecha estancia de apenas dos por cuatro metros.
Leyeron los epitafios. Todos llevaban fechas del siglo XX o de la segunda mitad del XIX.
—No, no está aquí lo que busco.
—Quizá esté debajo. Mi abuelo que era enterrador como yo, me decía que este panteón había sido construido sobre otro más antiguo, también de la familia de ustedes.
—Bueno, volvamos arriba. No tengo autorización ni dinero para hacer arqueología.
Salieron a la tarde plomiza. Los castaños, lloraban también, fuera de los muros del cementerio. Allí le aguardaba su amigo Julián tras el volante del automóvil.
—¿Encontraste lo que buscabas?
—No. Debe hallarse debajo. Ya te lo dije: Según lo que yo recuerdo de los detalles del traje debe ser la primera vizcondesa de Ribas, que murió el año 1814. Iremos a la casa solariega a ver si encontramos su retrato.
El auto jadeó en una cuesta cubierta de pedruscos y alfombrada de lodo. Cacareaban las gallinas y mugían las vacas, a derecha e izquierda. Los manzanos abofeteaban con sus ramas los costados del vehículo.
Julián metió la primera marcha y así llegaron a una explanada sobre la que se erguía un caserón antiguo.
El edificio era de piedra labrada berroqueña. Se distinguían, bajo el balcón, las armas del fundador de la casa. Se abrió el portón de madera y apareció un anciano con unas llaves en la mano. Se dirigió a la pareja de amigos.
—Hagan ustedes lo que quieran pero aquí van a pasar muy mala noche. Mejor sería que fueran al hotel.
Les condujo a la habitación principal en donde los guardeses habían instalado provisionalmente dos camastros. El suelo del vestíbulo estaba lleno de excrementos de gallinas. La escalera principal conservaba algo de la pintura de los buenos tiempos.
—¿Queda algún cuadro en alguna parte de la casa?
—No —el viejo se inmovilizó sorprendido—. Ya sabe usted que se han repartido desde que esta casa está deshabitada.
—Creo que la médium te ha tomado el pelo —le musitó a Adolfo su amigo Julián.
—No. Estoy plenamente convencido de que todo fue real.
—Bien. De todas maneras, esta aventura me agrada. Siempre he soñado con pasar la noche en una casa de fantasmas.
El agua seguía deslizándose como en una ducha por los cristales. Luego el orbayu se detuvo y salió un gajo de luna de detrás de una nube. Se fueron encendiendo las luciérnagas de los campos y de los cielos, enviándose extraños mensajes siderales. Las gallinas se acurrucaban dormidas.
Adolfo apagó la lámpara de butano y en ese instante, una claridad azul se coló de rondón en el cuarto haciendo más desnudas sus desnudeces y revelando en las paredes las sombras de los cuadros ausentes.
Adolfo salió al balcón... Se sacudían sus cabelleras de las gotas de lluvia los castaños y las hayas, los manzanos y las higueras. Allá a lo lejos se percibía una débil cinta como de fósforo. Era el mar.
Muy cerca se oía deslizarse un arroyo. Olía a heléchos, a maizal maduro, a manzanas fermentadas, a bosta de vaca.
«Aquí murió y vivió María Encarna, la primera vizcondesa de Ribas. Desde este mismo balcón veía todas las noches el mismo paisaje, la misma banda brillante del mar, con barruntos de navios de vela en el horizonte», meditaba Adolfo.
Y se estremeció. Una garra de nieve le estaba atenazando el corazón. ¿Sería posible que se estuviese enamorando de una mujer que había muerto hacía casi dos siglos?
Miró hacia la alcoba en donde ya se escuchaban los primeros ronquidos de Julián, y vio mentalmente a María Encarna, bordando pañuelos en un bastidor de madera de cerezo.
Un joven oficial francés la contemplaba arrobado.
Hablaba, no de las victorias de Napoleón, sino de lo mucho que la quería. Su idioma francés se derretía en un azucarillo de ternura y de sexualidad.
Ella rompía a llorar.
—Pero mi marido vendrá a reunirse conmigo cuando salgan los primeros rayos de la aurora.
Luego, Adolfo la veía tendida sobre el lecho conyugal. Una daga con empuñadura de plata brillaba sobre su pecho inmóvil.
Salió de su letargo. Ya sólo quedaban atrás las sombras de la noche. Y sobre la piel el frescor húmedo de la ría del Sella.
Cayó profundamente dormido, sin reparar en las incomodidades del jergón.
Le despertó el ruido de unos pasos en el piso de arriba.     '
Golpeó el brazo de Julián que pegó un brinco.
—¿No oyes pasos encima de nosotros? —le cuchicheó, tanteando al mechero de gas.
—¡Carajo! ¡Ya tenemos aquí a los fantasmas! —exclamó Julián, cuando la lámpara de butano hacía resplandecer las paredes.
Los golpes tenían que proceder, necesariamente, de unos pies calzados con zapatos de tacón alto.
—¡Será el cabrón del guardés que ha mandado a su hija para asustarnos y que nos larguemos al hotel! —comentó Julián.
— Vamos a saberlo dentro de poco.
Cogieron la linterna. Julián empuñó, además, un Magnus que pertenecía a su padre. Se adelantó a Adolfo.
La escalera que conducía a las alcobas de arriba y al desván se hallaban en muy malas condiciones, como todo el edificio. Gemían los tablones, bailaban los pasamanos.
Se oyó un alarido y seis disparos que sonaron como cañonazos.
Julián pasó al lado de Adolfo como una exhalación, tropezando en la barandilla como un beodo. Gritaba:
—¡ Un cadáver! ¡ Un cadáver que anda!
Trastabilló en el último peldaño y en la puerta principal que abrió de una patada. Se seguían oyendo sus alaridos en la noche azulada.
Los pasos misteriosos prosiguieron, tras unos segundos de silencio, en el rellano de la escalera. Adolfo apretó la linterna y el haz dorado incidió sobre una puerta que se abría lentamente dejando escapar un vaho de hojas secas.
Pasó la puerta. La linterna dio vida a una estancia completamente desnuda de muebles. La luz de la luna se filtraba por un desgarrón de la pared.
Sobre el suelo se destacaba un bulto negro. Adolfo lo enfocó: era el cadáver de un húsar francés de la época de Waterloo. De su corazón brotaba un chorro de alquitrán.
Dio un paso con una pierna que parecía paralizada por el terror. Y entonces se precipitó todo.
Las tablas del suelo se rompieron con un alucinante crujido. Y él se sintió catapultado hacia el vacío. Caía, sabe Dios hacia dónde.
Sintió un terrible mordisco en el vientre. Flotaba en torno de él una oscuridad que se iba transformando en una luz cegadora.
Miró hacia abajo y gimió: un tridente de madera, de los que usan los campesinos, se había clavado en sus entrañas. Goteaba la sangre entre las asas de los intestinos ai descubierto.
Un trozo de pared, sacudida por el impacto, se estaba descascarillando detrás de él. Salía a la luz un óleo hasta entonces oculto: el del retrato de María Encarna que vestía un traje negro, de talle alto y muy generosamente escotado, al estilo de los últimos años del siglo XVIII y principios del XIX.
Sus labios sonreían maliciosos. Sus ojos negros eran profundos como el Amor y la Lujuria.
Ahora, no era su retrato sino la misma María Encarna la que acariciaba las mejillas del moribundo.
—Algún día tendrías que ser mío. ¿A que ahora no sientes miedo?...
Y no. Adolfo no sentía ya terror. La vida era para él solo una agonía.
Unos minutos después encontraron en las caballerizas su cuerpo ensartado. Sus labios se apretaban a los de una mujer retratada en un lienzo.
—Ambos parecen muy felices —comentó Julián a sus acompañantes.

Alfonso Alvarez Villar