FRRITT-FLACC - Julio Verne

Frritt!… es el viento desencadenado.

¡Flacc!… es la lluvia que cae a torrentes.

Esa ráfaga mugiente curva los árboles de la ladera volsiniana y va a romperse contra el flanco de las montañas de Crimma. A lo largo del litoral, altas rocas son incesantemente roídas por las olas de ese vasto mar de la Megalócrida[1].

¡Frritt!… ¡Flacc!

En el fondo del puerto se oculta la pequeña población de Luktrop. Unos cuantos cientos de casas, con miradores verdosos que a duras penas las defienden de los vientos de alta mar. Cuatro o cinco calles empinadas, más barrancos que calles, pavimentadas con guijarros, sucias de las escorias que proyectan los conos eruptivos del fondo. El volcán no está lejos, el Vanglor. Durante el día, el impulso interior se expande en forma de vapores sulfurosos. Durante la noche, a cada minuto, grandes vómitos de llamas. Como un faro, con un alcance de ciento cincuenta kertses, el Vanglor señala el puerto de Luktrop a los barcos de cabotaje, felzanes, verliches o balanzes[2], cuya roda sierra las aguas de la Megalócrida.

Al otro lado de la villa se amontonan algunas ruinas de la época crimmeriana. Luego, en el arrabal de aspecto árabe, una alcazaba, de muros blancos, techos redondos y terrazas devoradas por el sol —montón de cubos de piedras arrojadas al azar—. Auténtico montón de dados cuyos puntos se habrían borrado bajo la pátina del tiempo.

Entre otros destaca el Seis-Cuatro, nombre dado a una extraña construcción que tiene seis aberturas en una cara, y cuatro en la otra.

Un campanario domina la villa, el campanario cuadrado de Sainte-Philfilène, con campanas suspendidas entre la separación de los muros de sostén, y que el huracán echa al vuelo algunas veces. Mala señal. Entonces en toda la región cunde el miedo.

Así es Luktrop. Además, viviendas dispersas en el campo, en medio de las retamas y los brezos, passim, como en Bretaña. Pero no estamos en Bretaña. ¿Estamos en Francia? No sé. ¿En Europa? Lo ignoro.

En cualquier caso, no busquéis Luktrop en el mapa, ni siquiera en el atlas de Stieler.

II

¡Froc!… Han dado un discreto golpe en la estrecha puerta del Seis-Cuatro, en la esquina izquierda de la calle Messaglière. Es una casa de las más confortables —si es que este término puede usarse en Luktrop—, una de las más ricas —si es que ganar un año con otro algunos miles de fretzers constituye riqueza—.

Al golpe ha respondido uno de esos ladridos salvajes, en los que hay mucho de aullido, que sería el ladrido de un lobo. Luego, una ventana se abre en la parte superior de la puerta del Seis-Cuatro.

—¡Al diablo con los importunos! —dijo una voz malhumorada.

Una joven tiritando bajo la lluvia, envuelta en una mala capa, pregunta si el doctor Trifulgas está en casa.

—Está o no está… ¡eso según!

—Vengo porque mi padre está muriéndose.

—¿Dónde está muriéndose?

—Por la parte del Val Karniou, a cuatro kertses de aquí.

—¿Y cómo se llama?…

—Vort Kartif.

—Vort Kartif… ¿el hornero?

—Sí, y si el doctor Trifulgas…

—¡El doctor Trifulgas no está!

Y la ventana se cerró brutalmente mientras los Frritts del viento y los Flaccs de la lluvia se confundían en un alboroto ensordecedor.

III

Un hombre duro el doctor Trifulgas. Poco compasivo, que solo curaba a cambio de dinero pagado por adelantado. Su viejo Hurzof —una mezcla de bulldog y podenco— habría tenido más corazón que él. La casa del Seis-Cuatro, inhospitalaria para los pobres, solo se abría para los ricos. Además, todo tenía su tarifa: tanto por una fiebre tifoidea, tanto por una congestión, tanto por una pericarditis y otras enfermedades que los médicos se inventan por docenas. Y el hornero Vort Kartif era un hombre pobre, de una familia miserable. ¿Por qué iba a molestarse el doctor Trifulgas, y en semejante noche?

—¡Solo el haberme hecho levantar —murmuró al acostarse— ya valía diez fretzers!

Apenas habían transcurrido veinte minutos cuando la aldaba volvió a golpear la puerta del Seis-Cuatro.

Gruñendo, el doctor abandonó su cama y asomándose a la ventana gritó:

—¿Quién va?

—Soy la mujer de Vort Kartif.

—¿El hornero del Val Karniou?

—Sí, y, si usted se niega a ir, él morirá.

—Bueno, se quedará usted viuda.

—Aquí tiene veinte fretzers

—¿Veinte fretzers por ir al Val Karniou, que está a cuatro kersters de aquí?

—¡Por favor!

—¡Al diablo!

Y la ventana volvió a cerrarse. ¡Veinte fretzers! ¡Vaya una ganancia! Arriesgarse a un catarro o a unas agujetas por veinte fretzers, sobre todo cuando, al día siguiente, a uno le esperan en Kiltreno, en casa del rico Edzignov, el gotoso, ¡cuya gota se explota a cincuenta fretzers la visita!

Con esta agradable perspectiva, el doctor Trifulgas volvió a dormirse con un sueño más profundo que antes.

IV

¡Frritt!… ¡Flacc!… Y luego, ¡froc!… ¡froc!… ¡froc!

A la ráfaga se han unido esta vez tres golpes de aldaba, dados con una mano más decidida. El doctor dormía. Se despertó, ¡pero de qué humor! Cuando abrió la ventana, el huracán entró como en una lluvia de metralla.

—Es por el hornero…

—¡Otra vez ese miserable!

—¡Soy su madre!

—¡Ojalá la madre, la mujer y la hija revienten con él!

—¡Ha tenido un ataque!…

—¡Pues que se defienda!

—Nos han dado algún dinero —prosiguió la abuela—, un adelanto por la casa que hemos vendido al comendador Dontup, de la calle Messaglière. ¡Si usted no va, mi nieta se quedará sin padre, mi hija se quedará sin marido, y yo sin hijo!…

Era lastimero y terrible oír la voz de aquella vieja, pensar que el viento le helaba la sangre en las venas y que la lluvia le calaba los huesos debajo de su escasa carne.

—¡Un ataque son doscientos fretzers! —respondió el despiadado Trifulgas.

—¡Solo tenemos ciento veinte!

—¡Buenas noches!

Y la ventana se cerró de nuevo. Pero, después de reflexionar, aquellos ciento veinte fretzers por hora y media de carrera, más media hora de visita, seguían siendo sesenta fretzers la hora —un fretzer por minuto—. Pequeño beneficio, aunque sin embargo nada desdeñable.

En lugar de acostarse de nuevo, el doctor se embutió en su traje de valvêtre, bajó con sus grandes botas de pantano, se metió en su hopalanda de lurtaine, y, con su surouët en la cabeza y sus manoplas en las manos, dejó la lámpara encendida cerca de su Códex, abierto en la página 197. Luego, empujando la puerta del Seis-Cuatro, se detuvo en el umbral.

¡Allí estaba la vieja, apoyada en su bastón, descarnada por sus ochenta años de miseria!

—¿Dónde están los ciento veinte fretzers?

—Aquí, ¡y que Dios se los devuelva centuplicados!

—¡Dios! ¡El dinero de Dios! ¿Ha visto alguna vez alguien de qué color es?

El doctor silbó a Hurzof, le puso una pequeña linterna en el hocico, y tomó el camino del mar.

La vieja lo seguía.

V

¡Qué tiempo de Frritts y de Flaccs! Las campanas de Sainte-Philfilène se han echado al vuelo bajo la borrasca. Mala señal. ¡Bah!, el doctor Trifulgas no es supersticioso. No cree en nada, ni siquiera en su ciencia —salvo por lo que esa ciencia le reporta—. ¡Qué tiempo, pero también qué camino! Guijarros y escorias —los guijarros, resbaladizos por las algas, las escorias, que crepitan como residuos de minerales ferrosos y de hulla—. Solo la luz de la linterna del perro Hurzof, vaga, vacilante. A veces, la erupción de llamas del Vanglor, en medio de las cuales parecen agitarse grandes siluetas borrosas. En realidad, no se sabe qué hay en el fondo de esos cráteres insondables. Quizá las almas del mundo subterráneo, que se volatilizan al salir.

El doctor y la vieja siguen el contorno de las pequeñas bahías del litoral. El mar está blanco, de un blanco lívido —un blanco de duelo—. Riela descrestándose en la línea fosforescente de la resaca, que parece verter ollas de gusanos de luz sobre la playa.

Ambos suben así hasta el recodo del camino, entre las dunas onduladas, cuyas retamas y juncos chocan entre sí con un ruido de bayonetas.

El perro se había acercado a su amo y parecía decirle:

—¡Eh! ¡Ciento veinte fretzers para meter en el arcón! ¡Así es como se hace fortuna! ¡Una fanega más en el cercado de la viña! ¡Un plato más en la cena! ¡Un plato de papas más para el fiel Hurzof! ¡Cuidemos a los ricos enfermos, y sangrémosles… la bolsa!

En ese punto la vieja se detiene. Con su dedo trémulo señala, en la sombra, una luz rojiza. Es la casa de Vort Kartif, el craquelinier[3].

—¿Allí? —dice el doctor.

—Sí —responde la vieja.

—¡Harrauah! —ladra el perro Hurzof.

De repente el Vanglor explota, sacudido hasta los contrafuertes de su base. Un chisporroteo de llamas fuliginosas sube hasta el cénit, agujereando las nubes. El doctor Trifulgas ha sido derribado de repente.

Blasfema como un cristiano, se levanta, mira.

La vieja ya no está detrás de él. ¿Ha desaparecido en alguna hendidura del suelo, o ha volado a través de las fluctuantes brumas?

En cuanto al perro, sigue allí, de pie sobre sus patas traseras, con las fauces abiertas y la linterna apagada.

—¡Sigamos! —murmura el doctor Trifulgas.

El honrado hombre ha recibido sus ciento veinte fretzers. Ahora tiene que ganárselos.

VI

Solo un punto luminoso, a medio kertse. Es la lámpara del moribundo —quizá del muerto—. Sí, es la casa del craquelinier. La abuela la ha señalado con el dedo. No hay error posible.

En medio de Frritts silbantes, de Flaccs crepitantes, en el tumulto de la tormenta, el doctor Trifulgas camina con paso presuroso.

A medida que avanza, la casa se dibuja mejor, ya que está aislada en medio de la landa.

Es extraordinario observar lo mucho que se parece a la del doctor, al Seis-Cuatro de Luktrop. La misma disposición de ventanas en la fachada, la misma puertecita arqueada.

El doctor Trifulgas se apresura con toda la rapidez que le permite la ráfaga. La puerta está entreabierta, basta con empujarla, la empuja, entra, y el viento vuelve a cerrarla a su espalda, de forma brutal. Fuera, el perro Hurzof aúlla, callándose a intervalos, como los chantres entre los versículos de un salmo de las Cuarenta Horas[4].

¡Qué extraño! Se diría que el doctor Trifulgas ha vuelto a su propia casa. Sin embargo, no se ha perdido. No ha dado ninguna vuelta. Está desde luego en el Val Karniou, no en Luktrop. Y sin embargo, el mismo corredor bajo y abovedado, la misma escalera de caracol de madera, de gruesa barandilla, gastada por el roce de las manos.

Sube. Llega al descansillo. Delante de la puerta, un débil resplandor se filtra por debajo, como en el Seis-Cuatro. ¿Es una alucinación? En la luz vaga reconoce su cuarto, el canapé amarillo a la derecha, el bargueño de viejo peral a la izquierda, el arcón reforzado donde pensaba depositar sus ciento veinte fretzers. Aquí su orejero de cuero, allí su mesa de patas retorcidas, y encima, junto a la moribunda lámpara, su Códex, abierto en la página 197.

—¿Qué me pasa? —murmura.

¿Qué le pasa? Tiene miedo. Sus pupilas se han dilatado. Su cuerpo está como contraído, debilitado. Un sudor helado enfría su piel, sobre la que siente correr rápidas horripilaciones.

¡Pero date prisa! Falta aceite, la lámpara va a apagarse, ¡el moribundo también!

Sí, la cama está ahí, su cama, de columnas, con baldaquino, tan larga como ancha, cerrada con cortinas de grandes rameados. ¿Es posible que eso sea el catre de un miserable craquelinier?

Con mano temblorosa, el doctor Trifulgas agarra las cortinas. Las abre, mira.

El moribundo, con la cabeza fuera de las mantas, permanece inmóvil, como a punto de soltar su último aliento. El doctor se inclina sobre él…

¡Ah!, qué grito, al que fuera responde un siniestro ladrido del perro.

El moribundo no es el craquelinier Vort Kartif… ¡Es el doctor Trifulgas!… Es a él a quien la congestión ha golpeado, ¡es él mismo! Una apoplejía cerebral, con repentina acumulación de serosidad en las cavidades del cerebro, con parálisis del cuerpo en el lado opuesto a aquel en el que se encuentra el punto de la lesión.

¡Sí!, es él, han venido a buscarle, ¡por él han pagado ciento veinte fretzers! ¡Él, que por dureza de corazón se negaba a ir a cuidar al craquelinier pobre! ¡Es él el que va a morir!

El doctor Trifulgas está como loco. Se siente perdido. Los accidentes aumentan de minuto en minuto. No solo todas las funciones de relación se suprimen en él, sino que los movimientos del corazón y de la respiración van a cesar. Y, sin embargo, ¡aún no ha perdido por completo la consciencia de sí mismo!

¿Qué hacer? ¿Disminuir la masa de la sangre mediante una emisión sanguínea? Si vacila, el doctor Trifulgas está muerto.

En aquel tiempo todavía se sangraba, y, como ahora, los médicos curaban la apoplejía a todos aquellos que no debían morir por ella.

El doctor Trifulgas coge su maletín, saca su lanceta, pincha la vena del brazo de su sosia. La sangre no llega al brazo. Le hace enérgicas fricciones en el pecho. El juego del suyo se detiene. Le quema los pies con piedras calientes. Los suyos se enfrían.

Entonces su sosia se levanta, se debate, lanza un supremo estertor…

Y el doctor Trifulgas, a pesar de todo lo que ha podido inspirarle la ciencia, se muere entre sus propias manos. ¡Frritt!… ¡Flacc!


VII

Por la mañana, en la casa del Seis-Cuatro, solo se encontró un cadáver, el del doctor Trifulgas. Lo metieron en un ataúd, y lo llevaron con gran pompa al cementerio de Luktrop, después de tantos otros a los que él había enviado allí, según la fórmula.

En cuanto al viejo Hurzof, se dice que, desde ese día, corre por la landa, con su linterna encendida de nuevo, aullando al perro «perdido».

No sé si esto es así, pero pasan tantas cosas extrañas en esa región de la Volsinia, ¡precisamente en los alrededores de Luktrop!

Por otra parte, lo repito, no busquen esa población en el mapa. Los mejores geógrafos no han podido ponerse todavía de acuerdo sobre su situación en latitud, ni siquiera en longitud.