UN METROPOLITANO LLAMADO MOBIUS - Armin J. Deutsch

 

Partiendo de un foco central en Park Street, el metropolitano se había extendido a través de un complicado e ingenioso sistema ferroviario. Un desvío conectaba la línea de Lechmere con la de Ashmont para los trenes que se dirigían al sur, y con la línea de Forest Hills para los que se dirigían al norte. Harward y Brookline habían sido enlazadas con un túnel que pasaba a través de Kenmore Under, y durante las horas punta todos los otros trenes eran desviados a través del ramal de Kenmore hacia Egleston. El ramal de Kenmore enlazaba con el túnel Maverick cerca de Fields Comer. Ascendía un centenar de pies en dos manzanas para enlazar Copley Over con Scollay Square, y luego descendía de nuevo para unirse a la línea Cambridge en Boylston. La lanzadera de Boylston había unido finalmente las siete líneas principales a cuatro niveles distintos. Entró en servicio el 2 de marzo. A partir de entonces, un tren podía viajar desde una estación cualquiera a cualquier otra estación en todo el sistema.

Todos los días de la semana circulaban doscientos veintisiete trenes, y transportaban un millón y medio de pasajeros, aproximadamente. El tren Cambridge-Dorchester que desapareció el 4 de marzo era el número 86. Al principio, nadie le echó de menos. A última hora de la tarde, la línea estuvo un poco más cargada que de costumbre. Pero una multitud es una multitud. Los postes indicadores de los andenes de Forest Hills marcaron el Número 86 alrededor de las 7,30, pero ninguno de ellos mencionó su ausencia hasta tres días después. El interventor del cruce de la Milk Street pidió al inspector de la Harvard un tren suplementario aquella noche, con motivo de celebrarse un partido de hockey, y el inspector de la Harvard transmitió la petición. La central envió el 87, que había sido puesto fuera de servicio a las diez, como de costumbre. Nadie se dio cuenta de que faltaba el 86.

A la mañana siguiente, cuando la afluencia de pasajeros era más intensa, Jack O'Brien, del control de Park Street, llamó a Warren Sweeney, de Forest Hills, y le dijo que pusiera otro tren en la línea de Cambridge. Sweeney no disponía de ninguno, de modo que se dirigió al tablero y buscó en él algún tren disponible. Entonces, por primera vez, observó que Gallagher no había marcado su tarjeta la noche anterior. Sweeney dejó la tarjeta a la vista, con una nota. Gallagher tenía que entrar de servicio a las diez. A las diez y media, Sweeney se dirigió de nuevo al tablero, y comprobó que la tarjeta de Gallagher continuaba en el mismo sitio, con la nota que él había dejado. Acudió al inspector y le preguntó si Gallagher había llegado tarde. El inspector le dijo que no había visto a Gallagher aquella mañana. Entonces, Sweeney quiso saber quién conducía el 86.

Eran las 11,30 cuando se enteró, finalmente, de que había perdido un tren.

Sweeney pasó la siguiente hora y media en el teléfono, interrogando a todos los interventores e inspectores del sistema. Después de almorzar, a la 1,30, repitió las llamadas. A las 4,40, poco antes de que terminara su jornada laboral, informó del asunto a la Central de Tráfico. Los teléfonos zumbaron a través de los túneles y talleres hasta casi medianoche, antes de que el Director General recibiera finalmente la noticia en su casa.

El encargado del cambio de agujas principal fue el primero en asociar, a última hora de la mañana del día 6, el tren que faltaba con los artículos de los periódicos acerca de la súbita desaparición de numerosas personas. Llamó al Transcript, y aquella misma tarde tres periódicos publicaron números extraordinarios. Así se hizo pública la historia.

Kelvin Whyte, el Director General, pasó una buena parte de aquella tarde con la policía. Interrogaron a la esposa de Gallagher. El conductor del 86 no se había presentado en casa desde la mañana del día 4. A media tarde, la policía había comprobado que unos trescientos cincuenta bostonianos, aproximadamente, habían desaparecido con el tren. El Sistema se cerró, y Whyte casi enfermó de rabia. Pero el tren no fue encontrado.

Roger Tupelo, el matemático de Harvard, entró en escena la noche del día 6. Telefoneó a Whyte, muy tarde, a su casa, y le dijo que tenía algunas ideas acerca del tren desaparecido. Luego se dirigió a casa de Whyte en Newton, y sostuvo con él la primera de numerosas conversaciones acerca del número 86.

Whyte era un hombre inteligente, un buen organizador, y no carecía de imaginación.

—¡Pero no sé de qué está usted hablando! —exclamó.

Tupelo estaba dispuesto a mostrarse paciente.

—Esto es algo muy difícil de comprender para cualquiera, Mr. Whyte —dijo—. No me extraña que esté intrigado. Pero es la única explicación. Ha desaparecido el tren, y las personas que iban en él. Pero el Sistema está cerrado. Los otros trenes continúan allí. ¡Está en alguna parte del Sistema!

Whyte replicó, levantando de nuevo la voz:

—¡Y yo le digo a usted, doctor Tupelo, que el tren no está en el Sistema! ¡No está! Un tren de siete vagones con cuatrocientos pasajeros no puede pasarse por alto. El Sistema ha sido registrado de arriba a abajo. ¿Piensa usted que estoy tratando de ocultar el tren?

—Desde luego que no. Seamos razonables, Mr. Whyte.

Sabemos que el tren estaba en camino hacia Cambridge a las 8,40 de la mañana del día 4. Al menos veinte de las personas desaparecidas subieron al tren unos minutos antes, en Washington, y cuarenta más en Park Street. Unas cuantas se apearon en ambas estaciones. Y esto es todo. Las que iban a Kendall, a Central, a Harvard… no llegaron allí. El tren no llegó a Cambridge.

—Sé todo eso, doctor Tupelo —dijo Whyte bruscamente—. En el túnel, debajo del río, el tren se convirtió en un barco. Abandonó el túnel y empezó a navegar hacia África.

—No, Mr. Whyte. Estoy tratando de explicárselo. Chocó con un nódulo.

Whyte estaba lívido.

—¡Qué nódulo ni qué ocho cuartos! —estalló—. El Sistema mantiene las vías limpias. Nuestros servicios no dejan ningún nódulo…

—Sigue usted sin comprender. Un nódulo no es una obstrucción. Es una singularidad. Un polo de orden superior.

Las explicaciones de Tupelo en el curso de aquella primera conversación no contribuyeron a aclarar la situación para Kelvin Whyte. Pero a las dos de la mañana, el director general otorgó a Tupelo el privilegio de examinar los mapas principales del Sistema.

Tupelo se dirigió, pues, a la Central de Tráfico y estudió los mapas hasta que se hizo de día. Después de desayunar, se presentó en la oficina de Whyte.

Encontró al director general pegado al teléfono. Estaba dando órdenes para que se llevara a cabo una inspección más minuciosa del túnel Cambridge-Dorchester debajo del río Charles. Cuando terminó de hablar, Whyte colgó el receptor y miró a Tupelo.

—Creo que la causa de la desaparición está en la nueva lanzadera —dijo el matemático.

Whyte se agarró al borde de su escritorio rebuscó silenciosamente en su vocabulario hasta encontrar algunas palabras comedidas.

—Doctor Tupelo —dijo—, he estado despierto toda la noche pensando en su teoría. No la entiendo. No sé qué tiene que ver con todo esto la lanzadera de Boylston.

—¿Recuerda lo que le dije acerca de las propiedades conectivas de los retículos? —preguntó Tupelo—. ¿Recuerda la cinta Mobius que hicimos… la superficie con una cara y un borde? ¿Recuerda esto? —y sacó de su bolsillo un pequeño frasco de cristal Klein y lo depositó sobre el escritorio.

Whyte se echó atrás en su asiento y contempló en silencio al matemático. Tres emociones se reflejaron en su rostro en rápida sucesión: rabia, desconcierto y absoluto desdén.

Tupelo continuó:

—Mr. Whyte, el Sistema es una red de sorprendente complejidad topológica. Ya era complicada antes de que se instalara la lanzadera de Boylston, y de un alto grado de conectividad. Pero esa lanzadera ha hecho que la red sea absolutamente única. No lo comprendo del todo, pero la situación parece ser ésta: la lanzadera ha elevado hasta tal punto la conectividad del Sistema, que no sé cómo calcularlo. Sospecho que la conectividad se ha convertido en infinita.

El director general escuchaba como a través de una niebla. Mantenía sus ojos pegados al pequeño frasco Klein.

—La cinta Mobius —continuó Tupelo— posee unas propiedades desusadas debido a que tiene una singularidad. El fraseo Klein, con dos singularidades, consigue permanecer dentro de sí mismo. Los topólogos conocen superficies de hasta un millar de singularidades, las cuales poseen propiedades que hacen que la cinta Mobius y el frasco Klein parezcan sencillos. Pero una red con una conectividad infinita debe tener un número infinito de singularidades. ¿Puede usted imaginar cuáles podrían ser las propiedades de esa red?

Después de una larga pausa, Tupelo añadió:

—Yo tampoco puedo imaginarlo. A decir verdad, la estructura del Sistema, con la lanzadera de Boylston, supera por completo mis posibilidades de comprensión. Sólo puedo hacer conjeturas.

Whyte apartó sus ojos del escritorio en un momento en que la rabia era el sentimiento que predominaba en su interior.

—¡Y se dice usted matemático, Profesor Tupelo! —exclamó.

Tupelo se echó a reír. Lo absurdo de la situación no le hizo perder la calma.

—No soy topólogo, Mr. Whyte —dijo—. En realidad, soy un aprendiz en la materia. Sé de ella poco más que usted. Las matemáticas son un campo muy amplio. Y da la casualidad de que soy un algebrista.

Su sinceridad ablandó un poco a Whyte.

—Bueno —sugirió—, si usted no lo comprende, tal vez deberíamos llamar a un topólogo. ¿Hay alguno en Boston?

—Sí y no —respondió Tupelo—. El mejor del mundo está en Tech.

Whyte alargó la mano hacia el receptor telefónico.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—Merritt Turnbull. Pero no hay modo de localizarle. Lo he intentado desde hace tres días.

—¿Está fuera de la ciudad? —inquirió Whyte—. Le enviaremos a buscar. Diremos que se trata de una emergencia.

—No lo sé. El Profesor Turnbull es soltero. Vive solo en el Brattle Club. No le han visto desde la mañana del día 4.

Whyte captó inmediatamente las posibilidades de aquella afirmación.

—¿Iba en el tren? —preguntó.

—No lo sé —respondí el matemático—. ¿Qué opina usted?

Se produjo un largo silencio. Whyte miró alternativamente a Tupelo y al objeto de cristal depositado sobre el escritorio.

—No lo entiendo —dijo finalmente—. Hemos revisado todo el Sistema. No existe ningún medio para que el tren se saliera de él.

—El tren no se ha salido de él. Está todavía en el Sistema —dijo Tupelo.

—¿Dónde?

Tupelo se encogió de hombros.

—El tren no tiene ningún «dónde» real. No hay ningún «dónde» real en todo el Sistema. Tiene una doble entidad, como mínimo.

—¿Cómo podemos encontrarlo?

—No creo que podamos —dijo Tupelo.

Se produjo otro largo silencio. Whyte lo rompió profiriendo una exclamación en voz alta. Se puso en pie súbitamente y envió el frasco Klein volando a través de la habitación.

—¡Está usted loco, Profesor! —gritó—. Entre la medianoche de hoy y las 6 de la mañana, sacaremos todos los trenes de los túneles. Enviaré trescientos hombres para que revisen pulgada a pulgada las ciento ochenta y tres millas del tendido. ¡Encontraremos el tren! Ahora, discúlpeme, por favor.

Tupelo salió de la oficina. Se sentía agotado. Maquinalmente, echó a andar a lo largo de la Washington Street, hacia la Estación de Essex. Cuando bajaba la escalera se detuvo bruscamente y miró a su alrededor. Luego subió otra vez a la calle y paró un taxi. Una vez en su casa se sirvió un whisky doble y se acostó.

A las 3,30 de la tarde acudió a dar su clase de Álgebra. Después de una cena rápida en el Crimson Spa, regresó a su apartamento y pasó la velada intentando analizar, por segunda vez, las propiedades conectivas del Sistema. La tentativa resultó inútil, pero el matemático llegó a unas cuantas conclusiones importantes. A las once de la noche telefoneó a Whyte a la Central de Tráfico.

—Pensé que tal vez le gustaría consultarme durante la búsqueda de esta noche —le dijo—. ¿Puedo ir ahí?

Al director general no pareció entusiasmarle el ofrecimiento de Tupelo. Señaló que el Sistema resolvería su pequeño problema sin la ayuda de profesores chiflados que creían que todos los trenes metropolitanos podían saltar a la cuarta dimensión. Tupelo encajó sin pestañear el exabrupto de Whyte y se acostó. Alrededor de las cuatro de la mañana, el timbre del teléfono le despertó. El que llamaba era un contrito Kelvin Whyte.

—Anoche me mostré demasiado brusco —tartamudeó—. Tal vez pueda usted ayudarnos, después de todo. ¿Podría venir al enlace de Milk Street?

Tupelo asintió de buena gana. No experimentaba la satisfacción que había previsto. Llamó un taxi, y en menos de media hora se presentó en la estación señalada. Al pie de la escalera, en el piso superior, vio que el túnel estaba brillantemente iluminado, como cuando el Sistema funcionaba normalmente. Pero los andenes estaban desiertos, a excepción de un grupo de siete hombres que se encontraban en su extremo más alejado de la entrada. Mientras caminaba hacia el grupo, observó que dos de los hombres eran agentes de policía uniformados. Observó un tren de un solo vagón parado en la vía, junto al andén. La puerta delantera estaba abierta, el vagón brillantemente iluminado, y vacío. Whyte salió a su encuentro con aire compungido.

—Gracias por haber venido, Profesor —dijo, alargando su mano—. Caballeros, les presento al doctor Tupelo, de Harvard. Doctor Tupelo, Mr. Kennedy, nuestro ingeniero jefe; Mr. Wilson, representante del alcalde; doctor Gannot, del Hospital Mercy…

Whyte no se molestó en presentar al conductor del tren y a los dos agentes de policía.

—Encantado, caballeros —dijo Tupelo—. ¿Alguna novedad, Mr. Whyte?

El director general intercambió unas miradas indecisas con sus compañeros.

—Bueno…, sí, doctor Tupelo —dijo finalmente—. Creo que hemos conseguido algo.

—¿Ha sido visto el tren?

—Sí —dijo Whyte—. Es decir, prácticamente visto. Al menos, sabemos que se encuentra en alguna parte de los túneles.

Los otros seis asintieron.

A Tupelo no le sorprendió saber que el tren estaba aún en el Sistema. Después de todo, el Sistema estaba cerrado.

—¿Le importaría contarme lo que ha sucedido? —insistió Tupelo.

—Me topé con una señal roja —intervino el conductor—. A la salida del empalme de Copley.

—Todos los trenes han sido sacados del tendido —explicó Whyte—, excepto éste. Lo hemos hecho circular por todo el Sistema por espacio de cuatro horas. Cuando Edmunds, el conductor, se topó con una señal roja en el empalme de Copley se paró, desde luego. Yo pensé que la luz estaba averiada, y le dije que continuara. Pero en aquel momento oímos a otro tren que pasaba por el empalme.

—¿Lo vieron ustedes? —preguntó Tupelo.

—No podíamos verlo. La luz está situada detrás de una curva. Pero todos lo oímos. No cabe duda de que el tren pasó por el empalme. Y tiene que ser el Número 86, porque nuestro vagón era el único que circulaba por el tendido.

—¿Qué pasó después?

—Bueno, la luz roja se trocó en amarilla, y Edmunds siguió adelante.

—¿Detrás del otro tren?

—No podíamos arriesgarnos a seguirlo, puesto que ignorábamos la dirección que había tomado.

—¿Cuánto hace que ocurrió eso?

—A la 1,38, la primera vez…

—¡Oh! —dijo Tupelo—. Entonces, ¿volvió a suceder más tarde?

—Sí. Aunque no en el mismo sitio, desde luego. Encontramos otra señal roja cerca de la Estación Sur, a las 2,15. Y luego, a las 3,28…

Tupelo interrumpió al director general:

—¿Vieron ustedes el tren a las 2,15?

—Ni siquiera lo oímos. Edmunds trató de localizarlo, pero por lo visto había cruzado ya la lanzadera de Boylston.

—¿Qué pasó a las 3,28?

—Otra luz roja. Cerca de Park Street. Oímos el tren delante de nosotros.

—¿Pero no lo vieron?

—No. Más allá de la luz hay una leve pendiente. Pero todos lo oímos. Lo único que no comprendo, doctor Tupelo, es que ese tren pueda recorrer el tendido por espacio de cinco días sin que nadie lo vea…

Whyte se interrumpió bruscamente y levantó una mano con aire imperativo, reclamando silencio. A lo lejos, el metálico estruendo de un tren rodando a toda marcha fue hinchándose hasta convertirse en un rugido. El andén vibró de un modo perceptible mientras pasaba el tren.

—¡Ahora lo tenemos! —exclamó Whyte—. ¡Acaba de pasar por el andén inferior!

Echó a correr hacia la escalera que conducía al piso inferior. Todos los otros le siguieron, excepto Tupelo, el cual creía saber lo que iba a pasar En efecto, antes de que Whyte llegara a la escalera, asomó por ella un agente de policía uniformado.

—¿Los han visto ustedes? —gritó el policía.

Whyte se paró en seco, y los otros con él.

—¿Han visto ustedes el tren? —preguntó de nuevo el agente, mientras aparecían otros dos hombres procedentes del piso inferior.

—¿Qué ha pasado? —quiso saber Wilson.

—¿Lo han visto ustedes! —aulló Kennedy.

—Desde luego que no —respondió el agente—. Ha pasado por aquí arriba.

—¡Ni hablar! —rugió Whyte—. ¡Ha pasado por abajo!

Los seis hombres que acompañaban a Whyte se enfrentaron con expresión desafiante a los tres hombres procedentes del piso inferior. Tupelo se acercó al director general y le dijo, en voz baja:

—El tren no puede ser visto, Mr. Whyte.

Whyte le miró con aire de incredulidad.

—Usted mismo lo ha oído. Ha pasado por el piso de abajo…

—¿Podemos ir al vagón, Mr. Whyte? —inquirió Tupelo—. Creo que tendríamos que hablar un poco.

Whyte asintió de mala gana. Luego se volvió hacia el agente de policía y los otros dos hombres que habían estado vigilando en el andén inferior.

—¿De veras no lo han visto? —insistió.

—Lo hemos oído —respondió el agente—. Y nos ha parecido que pasaba por aquí…

—Vuelvan abajo, Maloney —ordenó uno de los agentes que acompañaban a Whyte.

Maloney se rascó la cabeza, dio media vuelta y desapareció por la escalera. Los otros dos hombres le siguieron. Tupelo condujo al grupo hacia el vagón estacionado junto al andén. Entraron en él y tomaron asiento, en silencio. Luego, todos miraron al matemático y esperaron.

—Supongo que no me ha hecho venir aquí solo para decirme que había encontrado el tren desaparecido —empezó Tupelo, dirigiéndose a Whyte—. ¿Había ocurrido ya algo como esto?

Whyte se removió en su asiento e intercambió una mirada con el ingeniero jefe.

—No exactamente igual —dijo, en tono evasivo—, pero han sucedido algunas cosas raras.

—¿Por ejemplo? —insistió Tupelo.

—Bueno, lo de las luces rojas. Los vigilantes apostados cerca de Kendall descubrieron una luz roja al mismo tiempo que nosotros encontrábamos otra cerca de la Estación Sur.

—¿Qué más?

—Mr. Sweeney me llamó desde Forest Hills. Había oído el tren dos minutos después de que lo oyéramos nosotros en el empalme de Copley. A veintiocho millas de distancia.

—En realidad, doctor Tupelo —intervino Wilson—, varias docenas de hombres han visto luces rojas, o han oído el tren, o las dos cosas, durante las últimas cuatro horas. La cosa actúa como si pudiera estar en varios lugares al mismo tiempo.

—Puede —dijo Tupelo.

—Hemos estado recibiendo informes de vigilantes que veían la cosa —añadió el ingeniero—. Bueno, viéndola no, exactamente… A veces en dos e incluso en tres lugares, muy apartados entre sí, al mismo tiempo. Seguro que se encuentra en el tendido. Tal vez los vagones están desenganchados.

—¿Está usted realmente seguro de que se encuentra en el tendido, Mr. Kennedy? —preguntó Tupelo.

—Absolutamente —dijo el ingeniero—. El dinamómetro, en la central eléctrica, señala un consumo de energía. El consumo era continuo. De modo que a las 3,30 cerramos los circuitos. Cortamos la corriente.

—¿Y qué pasó?

—Nada —respondió Whyte—. Absolutamente nada. La corriente estuvo cortada por espacio de veinte minutos. Durante ese tiempo, ninguno de los doscientos cincuenta hombres apostados en los túneles vio una luz roja ni oyó un tren. Pero, cinco minutos después de haber vuelto a dar la corriente, nos habían llegado otros dos informes: uno de Arlington, otro de Egleston.

Cuando Whyte terminó de hablar se produjo un largo silencio. En el túnel inferior, un hombre le gritó algo a otro. Tupelo consultó su reloj. Eran las 5,20.

—En resumen, doctor Tupelo —dijo finalmente el director general—, nos vemos obligados a admitir que puede haber algo de cierto en su teoría.

Los otros asintieron.

—Gracias, caballeros —dijo Tupelo.

El médico se aclaró la garganta.

—En lo que respecta a los pasajeros —dijo—, ¿tiene usted idea de lo que…?

—Ninguna —le interrumpió Tupelo.

—¿Qué hemos de hacer? —preguntó el representante del Alcalde.

—No lo sé. ¿Qué puede hacer usted?

—Si no he comprendido mal las explicaciones de Mister Whyte —dijo Wilson—, el tren ha… bueno, ha saltado a otra dimensión. No se encuentra ya en el Sistema. Se ha marchado de él. ¿Es verdad eso?

—Es una forma de decirlo.

—¿Y esta… ejem… conducta singular se ha derivado de ciertas propiedades matemáticas asociadas con la nueva lanzadera de Boylston?

—Desde luego.

—¿Y no hay nada que podamos hacer para traer de nuevo al tren a… hum… esta dimensión?

—Que yo sepa, no.

Wilson agarró la ocasión por los pelos.

—En tal caso, caballeros —dijo—, la cosa está clara. En primer lugar, tenemos que cerrar la nueva lanzadera, para que no pueda volver a ocurrir algo tan fantástico. Después, dado que el tren desaparecido se encuentra en otra dimensión, a pesar de todas esas luces rojas y de todos esos ruidos, podemos restablecer el funcionamiento normal del Sistema. Al menos no existirá el peligro de una colisión, que era lo que más preocupaba a Mr. Whyte. En cuanto al tren desaparecido y a las personas que viajaban en él… —Wilson los remitió al infinito con un gesto—. ¿Está usted de acuerdo, doctor Tupelo? —le preguntó al matemático.

Tupelo sacudió la cabeza lentamente.

—No del todo, Mr. Wilson —respondió—. Les ruego que no pierdan de vista que no he comprendido en sus términos exactos lo que ha sucedido. Es una pena que no puedan encontrar ustedes a alguien capaz de dar una explicación satisfactoria de los hechos. El único hombre que podía haberla dado es el Profesor Turnbull, de Tech, y era uno de los pasajeros del tren. Pero, de todos modos, ustedes querrán contrastar mis conclusiones con las de algunos eminentes topólogos. Puedo ponerles en contacto con varios de ellos.

«Ahora bien, en lo que respecta a la recuperación del tren desaparecido, puedo decir que en mi opinión no se ha perdido toda esperanza. Existe una probabilidad finita, tal como yo lo veo, de que el tren pase eventualmente desde la parte no-espacial de la red, que ahora ocupa, a la parte espacial. Dado que la parte espacial es completamente inaccesible, no hay nada que podamos hacer, por desgracia, para contribuir a esa transición, ni siquiera para predecir cómo o cuándo se producirá. Pero la posibilidad de la transición se desvanecerá si se cierra la lanzadera de Boylston. Ese sector del tendido es precisamente el que da a la red sus singularidades fundamentales. Si las singularidades son eliminadas, el tren no podrá reaparecer nunca. ¿Está claro?

No estaba claro, desde luego, pero los siete hombres que le escuchaban asintieron en silencio.

Tupelo continuó:

—En cuanto a lo de restablecer el funcionamiento del Sistema mientras el tren desaparecido se encuentra en la parte no-espacial de la red, sólo puedo enumerarles los hechos, tal como yo los veo, y dejar a su criterio el extraer las pertinentes conclusiones. La transición de regreso a la parte espacial es impredecible, como ya les he dicho. No hay modo de saber cuándo se producirá, ni dónde. En especial, hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que, cuando reaparezca el tren, discurra por una vía que no le corresponde. Entonces se producirá una colisión, desde luego.

El ingeniero preguntó:

—Para eliminar esa posibilidad doctor Tupelo, ¿no podríamos dejar abierta la lanzadera de Boylston, pero sin enviar ningún tren a través de ella? De este modo, cuando el tren desaparecido vuelva a presentarse, no podrá chocar con otro tren.

—Esa precaución sería ineficaz, Mr. Kennedy —respondió Tupelo—. Verá, el tren puede reaparecer en cualquier parte del Sistema. Es cierto que el Sistema debe su complejidad topológica a la nueva lanzadera. Pero, con la lanzadera en el Sistema, ahora es todo el Sistema el que posee una conectividad infinita. En otras palabras, la pertinente propiedad topológica es una propiedad derivada de la lanzadera, pero perteneciente a todo el Sistema. Recuerde que el tren efectuó su primera transición en un punto situado entre Park y Kendall, a más de tres millas de distancia de la lanzadera.

»Hay otra pregunta que ustedes querrán ver contestada. Si deciden ustedes restablecer el funcionamiento del Sistema, dejando abierta la lanzadera hasta que el tren reaparezca, ¿puede volver a ocurrir lo mismo con otro tren? No estoy seguro de la respuesta, pero creo que es negativa. Opino que en este caso existe un principio de exclusión, en virtud del cual el no-espacio de la red sólo puede ser ocupado por un tren. El médico se puso en pie».

—Doctor Tupelo —inquirió, tímidamente—, cuando el tren reaparezca, ¿estarán los pasajeros…?

—No sé nada acerca de los ocupantes del tren —le interrumpió Tupelo—. La teoría topológica no tiene en cuenta esos aspectos. —Su mirada recorrió rápidamente los siete cansados rostros que le rodeaban—. Lo siento, caballeros —añadió, en tono más amable—. No lo sé, sencillamente. —Dirigiéndose a Whyte añadió—: Creo que esta noche no puedo serle útil en nada más. Ya sabe dónde encontrarme.

Dando media vuelta, salió del vagón y se encaminó a la escalera.

Al salir a la calle, las primeras claridades del alba empezaban a disolver las sombras de la noche.

Ningún periódico informó de aquella improvisada conferencia en un solitario vagón del metropolitano. Ni de los resultados de la vigilancia nocturna en los oscuros túneles. Durante la semana que siguió, Tupelo tomó parte en otras cuatro conferencias con Kelvin Whyte y algunos funcionarios de la municipalidad. En dos de ellas estuvieron presentes otros topólogos: Orstein, de Filadelfia, Kashta, de Chicago, y Michaelis, de Los Ángeles. Los matemáticos no lograron ponerse de acuerdo. Ninguno de los tres quiso aceptar como buenas las conclusiones de Tupelo, aunque Kashta admitió que podía haber algo de cierto en ellas. Orstein insistió en que una red finita no podía poseer una conectividad infinita, pero no pudo demostrar este aserto, y ni siquiera fue capaz de calcular la conectividad del Sistema. Michaelis expresó su opinión de que el asunto no tenía nada que ver con la topología del Sistema. Insistió en que si el tren no podía ser localizado en el Sistema, éste debía abrirse.

Pero, cuanto más a fondo analizaba Tupelo el problema, más convencido estaba de lo correcto de sus primeras conclusiones. Desde el punto de vista de la topología, el Sistema sugería inmediatamente la existencia de familias enteras de redes de entidad múltiple, cada una de ellas con un número infinito de discontinuidades infinitas. Pero Tupelo se substraía a un examen concreto de aquellas nuevas redes hiperespaciales. Dedicó toda su atención al tema por espacio de una semana. Luego, sus ocupaciones le obligaron a dejar el análisis a un lado. Decidió enfrentarse de nuevo con el problema más tarde, en primavera, cuando terminara el curso escolar.

Entretanto, el Sistema volvía a funcionar como si nada hubiese ocurrido. El director general y el representante del alcalde habían conseguido olvidar la noche del 6 de marzo, o al menos habían vuelto a interpretar a su manera lo que vieron y no vieron. Los periódicos y el público hacían las más descabelladas suposiciones, y continuaban presionando a Whyte. Muchas personas que habían perdido algún pariente presentaron demandas contra el Sistema. El Estado intervino en el asunto e investigaba por su cuenta. El caso llegó hasta el Congreso. Una versión resumida de la teoría de Tupelo fue ampliamente difundida por la prensa. Tupelo la ignoró, y no tardó en ser olvidada.

Transcurrieron varias semanas. La investigación estatal se dio por conclusa. Los periódicos trasladaron el caso de la primera a la segunda plana; luego lo pasaron a la veintitrés; y después dejaron de ocuparse de él. Las personas desaparecidas no regresaron. A la larga, nadie las echó de menos.

Un día, a mediados de abril, Tupelo viajaba en el metropolitano, desde Charles Street a Harvard. Iba sentado en la parte delantera del primer vagón y contemplaba las vías y las grises paredes de los túneles salir al encuentro del tren. Se detuvieron en dos ocasiones ante una luz roja, y Tupelo se preguntó súbitamente si el otro tren estaba allí, delante de ellos, o más allá del espacio. Bastó aquello para que el viaje resultara excitante.

Otra vez, en mayo, tomó el tren en Beacon Hill. Pero en esta ocasión se instaló en un asiento lateral y se dedicó a leer el periódico. De pronto, experimentó una extraña sensación. Miró al hombre sentado a su lado, con la cesta del almuerzo sobre las rodillas. Los otros asientos estaban ocupados, y había una docena de pasajeros que viajaban de pie. Un jovencito fumaba un cigarrillo, violando el reglamento. Detrás de él, dos muchachas hablaban de una fiesta a la que pensaban asistir. En el asiento de en frente, una joven madre reñía a su hijo. A su lado, un hombre leía el periódico. Lo mantenía abierto por las páginas centrales, y la mirada de Tupelo resbaló inconscientemente por la primera plana. Los titulares le sonaron a cosa olvidada. La mirada de Tupelo continuó subiendo, hasta llegar a la fecha: ¡era un periódico del mes de marzo!

Los ojos de Tupelo se volvieron hacia el hombre sentado a su lado. Debajo de su cesta del almuerzo había un periódico. Del día. Miró detrás de él. Un joven leía el Transcript, manteniéndolo abierto por las páginas deportivas. La fecha era 4 de marzo. Los ojos de Tupelo recorrieron el pasillo. Una docena de pasajeros llevaban periódicos con fecha de 4 de marzo.

Tupelo se levantó de un salto. El hombre del pasillo se quejó en voz alta mientras Tupelo le apartaba a un lado sin miramientos para precipitarse hacia el aparato de alarma. Tiró de la palanca con todas sus fuerzas. Chirriaron los frenos y el tren se detuvo. Los intrigados pasajeros contemplaban a Tupelo con ojos hostiles. En la parte trasera del vagón se abrió la puerta de paso y un hombre alto y delgado, uniformado de azul, la cruzó apresuradamente.

Tupelo corrió a su encuentro.

—¿Mr. Gallagher? —inquirió.

—¿Qué pasa? —preguntó a su vez el hombre, sorprendido.

Tupelo ignoró la pregunta.

—¿Dónde ha estado usted? —quiso saber.

—En el vagón contiguo, pero…

Tupelo no le dejó terminar. Consultando su reloj, les gritó a los pasajeros:

—¡Faltan diez minutos para las nueve de la mañana del día 17 de mayo!

Aquellas palabras acallaron por un momento el creciente clamor. Los pasajeros intercambiaron miradas desconcertadas.

—¡Miren sus periódicos! —gritó Tupelo—. ¡Sus periódicos!

Los pasajeros empezaron a cuchichear. A medida que consultaban las fechas de sus periódicos, las voces subían de tono. Tupelo cogió a Gallagher del brazo y le arrastró hacia la parte trasera del vagón.

—¿Qué hora es? —le preguntó.

—Las 8,21 —dijo Gallagher, consultando su reloj.

—Abra la puerta —dijo Tupelo—. Déjeme salir. ¿Dónde está el teléfono?

Gallagher siguió las instrucciones de Tupelo. Señaló un hueco en la pared del túnel, a un centenar de metros de distancia. Tupelo se apeó del vagón y echó a correr por el estrecho pasillo que discurría entre los vagones y la pared del túnel.

—¡Póngame con la Central de Tráfico! —le gritó al telefonista. Esperó unos segundos y vio que un tren se había parado ante la señal roja detrás del que él acababa de abandonar. Cuando la Central de Tráfico contestó, Tupelo gritó—: ¡Póngame con Whyte! ¡Es muy urgente!

Al otro extremo del hilo una voz de hombre dijo:

—Mr. Whyte está ocupado. Dígame lo que sea.

—El Número 86 ha vuelto —dijo Tupelo—. Ahora se encuentra entre la Estación Central y Harvard. Ignoro cuando efectuó el salto. Yo lo tomé en Charles Street, hace diez minutos, y no me he dado cuenta hasta hace un minuto.

Al otro extremo del hilo, el hombre que atendía la llamada tragó saliva audiblemente.

—¿Y los pasajeros? —tartamudeó.

—Están perfectamente… los que quedan en el tren. Algunos deben de haberse apeado en Kendall y en la Estación Central.

—¿Dónde han estado?

Tupelo dejó caer el receptor de su oído y lo contempló fijamente, con la boca abierta. Luego lo colgó y echó a correr hacia la puerta abierta del vagón.

Eventualmente, el orden quedó restablecido y al cabo de media hora el tren llegó a Harvard. En la estación, la policía tomó a los pasajeros bajo su custodia. Whyte había llegado a Harvard antes que el tren. Tupelo le encontró en el andén.

Whyte hizo un gesto en dirección a los pasajeros.

—¿Están realmente bien? —inquirió.

—Perfectamente —respondió Tupelo—. No saben dónde han estado.

—¿Alguna señal del Profesor Turnbull? —preguntó el director general.

—No le he visto. Probablemente se apeó en Kendall, como de costumbre.

—¡Lástima! —dijo Whyte—. Me gustaría verle.

—También a mí —declaró Tupelo—. A propósito, ahora es el momento de cerrar la lanzadera de Boylston.

—Demasiado tarde —dijo Whyte—. El tren 143 desapareció hace veinticinco minutos, entre Egleston y Dorchester.

Tupelo no dijo nada.

—Tenemos que encontrar a Turnbull —continuó Whyte.

Tupelo miró al director general y sonrió débilmente.

—¿Cree usted de veras que Turnbull se apeó de este tren en Kendall? —preguntó.

—¡Desde luego! —respondió Whyte—. ¿En qué otra parte, si no?