a Osvaldo Soriano
Era muy gordo: debía pesar cerca de doscientos kilos. Después de tanto tiempo al Sol y al viento la piel se le había puesto como cuero, casi como coraza, y era difícil imaginar que abajo hubiera carne, órganos digestivos. Hacía tanto que estaba junto al mar, sentado, que pocos recordaban la primera vez que lo habían visto a las afueras del balneario, donde terminaba la playa y comenzaban las rocas. Nunca se movía: cuando llovía bajaba un poco la cabeza y las cejas espesas desviaban el agua y la hacían caer en un fino chorrito al costado del ojo izquierdo o del derecho, según de qué lado inclinara la cabeza. Se alimentaba con los cangrejos que traía el mar hasta las rocas. En la marea alta el agua le llegaba a unos cinco centímetros de la cintura. Entonces elegía tranquilamente los ejemplares más gordos y jugosos, y a veces sumergía de pronto la mano, con una velocidad imprevisible en semejante cuerpo, y la sacaba con un pez plateado agitándose ya en la agonía. |
En el
balneario era una costumbre, como el faro, el Cerro o la capilla.
Una especie de monumento. Hasta los turistas se sentían aliviados
cuando volvían a verlo cada verano, como un fiel punto de
referencia. Al atardecer un grupo de niños venía a burlarse de
él. Le tiraban piedras, le cantaban estribillos monótonos,
insultantes. Así como él era una costumbre para el pueblo, la
bandada de niños era una costumbre para él. Para entretenerlos
un poco, gritaba, como queriendo asustarlos. Sólo los que venían
por primera vez salían disparados por las rocas. Los veteranos,
que llegaban para burlarse desde hacía años, los frenaban y les
explicaban que era inofensivo, que no podía moverse.
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Hablar
hablaba: pero sólo si empezaba otro. Así podía estar horas
explicando en qué momento del día se sacaban los mejores
cangrejos, o la época del año en que eran más sabrosos o más
gordos. Lo hacía con una voz un poco confusa, gruesa, que le
salía a duras penas de la garganta. Los ojos eran grises y opacos
y no permanecían inmóviles un instante: saltaban del que
escuchaba a las rocas, de allí al horizonte tenso y azul, volvían
al visitante, trepaban la barranca de roca roja y se quedaban
fijos un segundo en la Virgen blanca que la coronaba para luego
seguir su recorrido. Muchos se aburrían enseguida de oírlo.
Otros eran más curiosos y querían enterarse de cómo había
llegado, si tenía problemas con las autoridades y cómo era
posible vivir a la intemperie. Sobre lo primero era evasivo: vagas
referencias acerca de que hacía mucho que estaba allí (todos lo
sabían) o decía que "una vez me caí sentado y ya no pude
levantarme". Con las autoridades no tenía problemas. Lo
único que les preocupaba era que no diera un espectáculo
indecente: venían una vez al mes y le cambiaban dificultosamente
un pantalón de lona azul y fuerte, que resistía la corrosión
del agua. Le habían ofrecido también una campera, construirle
una carpa alrededor, pero rechazó la idea: se le había "curtido
el cuero" y era insensible a las temperaturas o los cambios
de tiempo. Uno de los curiosos le preguntó con tacto si la
humedad no le pudría "la parte de abajo, la que no daba al
Sol". Le explicó que no, que en la bajamar la roca se
calentaba tanto que era como tener otro Sol bajo el cuerpo, y que
la piel de esa zona estaba tan dura y caliente como el resto.
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Viniendo por
la rambla, se lo veía como una pirámide de rocas redondeada por
las aguas. Acercándose más se iba definiendo, el tronco, los
brazos gruesos (pero no exagerados la pesca y la recolección de
cangrejos los mantengan elásticos) y las piernas, encogidas o
estiradas, formando siempre un basamento grande, sólido. Se había
puesto de acuerdo con algunos pescadores para juntarles cangrejos.
Lo único que aceptaba como pago eran atados de cigarrillos, y, la
primera vez, una caja de lata con tapa, para impedir que la
lluvia, o la marea los mojaran.
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Con el tiempo
el grupo de niños cambiaba de integrantes. Pero siempre llegaban
á la misma hora, como una aguja de reloj: gritaban, se asustaban,
a veces hasta intercambiaban algunas palabras tranquilas con el
gordo, y se iban. A menudo lo saludaban levantando un brazo.
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Cuando
fumaba, un penacho de humo surgía de la punta de la pirámide,
largo y fino. Si el día era muy calmo, el humo flotaba un poco
alrededor de la cabeza, sobre el pelo color acero, que era
recortado periódicamente por una cuadrilla municipal.
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También
habían colocado una caja de madera, chata y amplia, con fondo de
alambre tejido, donde el mar desmenuzaba y tragaba los restos de
cangrejos y los esqueletos de pescado.
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Una vez había
creído ver una mancha sobre el mar y avisó al primer turista que
apareció. La mancha resultó ser un porteño que se había
construido un barco y había naufragado a un par de kilómetros de
la costa. Cuando se repuso vino a visitarlo. Le agradecía
infinitamente, alababa su capacidad visual y al fin le preguntaba
qué quería, porque estaba dispuesto a darle cualquier cosa,
incluso reintegrarlo a la civilización, emplearlo, "ubicarlo
nuevamente". "Qué tipo lamentable", pensó el
gordo, y le pidió varias cajas de cigarrillos importados, una
marca demasiado costosa para los pescadores. Le dijo que se las
dejara a ellos, que le irían entregando los paquetes
regularmente.
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Algunos de
los niños desaparecían con el paso del tiempo. Otros, muy pocos,
seguían visitándolo, generalmente con la excusa de pescar en las
rocas. Les ofrecía desinteresados consejos sobre los mejores
lugares, pero no resultaban provechosos. Y no sabían si era
simple idiotez del gordo o si se vengaba de las antiguas burlas.
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Cada tanto
las revistas de información le dedicaban una nota. Lo que decían
era tonto y sin sentido. Pero le gustaban las fotos, verse de
distintos ángulos y alturas y, a veces, en colores, proyectando
su silueta sobre un horizonte rojo o anaranjado. Arrancaba las
hojas ilustradas y regalaba o tiraba al mar el resto de la
revista.
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Se rascaba el
pelo continuamente, echándole agua de mar. Se le había puesto
duro, firme, bien aferrado al cráneo. Si le picaba mucho lo
rascaba con una concha vacía.
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En el
balneario había personas que no lo soportaban. Decían que era un
objeto sucio, dañino, rodeado de desperdicios y vicioso
incurable. Se trataba casi siempre de mujeres ancianas y pulcras,
que no odiaban solo al gordo sino a los cangrejos en general, y
sobre todo al mar que traía una especie de baba hasta la orilla y
en los días de tormenta ensuciaba el aire de paja, arena y
cascarones molidos.
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Imaginaban
tan inmóvil al gordo que cuando luego de una tormenta fuerte lo
encontraron a unos cien metros del lugar habitual, tranquilo y
fumando, no podían creerlo. Tampoco advirtieron el momento de la
noche en que volvió a arrastrarse hasta el sitio de costumbre.
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Una mañana
lo sorprendió la escasa cantidad de turistas. Eran mediados de
enero, la época crucial de la temporada, y sin embargo sólo
había visto una pareja de ingleses pelirrojos, con la piel como
hervida, que intentaron infructuosamente comunicarse con él en
una incomprensible mezcla de idiomas. La llegada de los niños al
atardecer lo tranquilizó un poco.
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Pero al día
siguiente no solo no vino nadie del pueblo, sino que los
pescadores, cuando llegaron a cambiar las cestas llenas por las
vacías, casi no le dirigieron la palabra, y hasta le explicaron
brevemente que se habían olvidado de traerle el paquete de
importados, algo que nunca había ocurrido.
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Al atardecer,
los niños no aparecieron.
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Se sentía
mal. Se dejó adormecer por el ruido de las olas mucho antes que
de costumbre.
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Al otro día
lo único que se movió a su alrededor fueron las gaviotas y un
coche deportivo negro y enorme, sin capota, que surgió a una
velocidad increíble, tomando las curvas en dos ruedas, en
dirección al pueblo. Dejó de verlo cuando giró alrededor de la
barranca roja. Luego oyó un estrépito formidable, sin poder
distinguir si era una frenada violenta o un choque.
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Cuando llegó
la marea alta, notó que la cantidad de cangrejos era notablemente
inferior a la de los días anteriores, y que el agua estaba
caliente como un caldo. Al atardecer tampoco vinieron los niños.
Esa noche no durmió en absoluto y al amanecer pudo ver que el Sol
nacía entre un cúmulo de nubes verdosas.
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No llegó
nadie en todo el día. No tuvo ganas de pescar y comió de las
cestas llenas, seguro ya de que los pescadores no irían a
retirarlas. La marea duró más que de costumbre y el culo no se
le secó del todo. A la noche estaba incómodo; por primera vez
sintió trastornos digestivos. También por primera vez trató de
recordar cómo era su vida antes de sentarse, sin conseguirlo.
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Se alzó el
Sol y nuevamente nadie vino ni pasó nada. Ahora la certeza era
aún más negra: los días se sucederían uno tras otro con él
sentado allí, comiendo cangrejos con desgano, haciendo saltar la
mirada del mar a las rocas, a la barranca, a la Virgen blanca que
la coronaba, y otra vez al mar, al horizonte tenso. Podría
subsistir indefinidamente, hasta que un día no se despertaría y
quedaría allí como dormido, con la cabeza inclinada sobre el
pecho. Llovería y el agua correría por las cejas y saldría
despedida como por una canaleta; habría Sol y su sombra se
proyectaría girando lentamente con el paso de las olas. Y se iría
corrompiendo porque, a pesar del grosor y la dureza de la piel,
era perecedero. Y no habría vuelto a fumar un cigarrillo
importado, ni a embromar con los niños, ni a conversar con los
pescadores, ni a ver su imagen repetida en una revista.
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Ya se había
resignado a ese futuro de piedra, de vegetal, de alga, y a la
noche durmió bien.
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A la mañana
siguiente, cuando el Sol estaba alto, el mar estrelló un gran
lobo marino contra las rocas, en el lugar donde la costa se hundía
a pico hasta unos veinte metros de profundidad. Era enorme y
brillante, con un bigote espeso. Trató de recordar a qué se
parecía. Al fin lo asoció con uno de los pescadores, que venía
muy rara vez pero que se destacaba justamente por parecerse a un
lobo marino.
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Un par de
horas después del mediodía ocurrió algo que lo sacudió. Estaba
haciendo girar la mirada una y otra vez, con una regularidad que
llegó a marearlo, cuando la Virgen, en una fracción de segundo y
en el preciso instante en que fijaba los ojos en ella, se
desmenuzó en innumerables fragmentos. Estaba allí, como siempre,
con el manto blanco rodeándola de pliegues rectos y fríos,
enmarcándole el rostro sonriente, una mano caída a un costado y
la otra levantada tenuemente hacia el mar, como invitando a
acercarse a la costa, cuando se partió de arriba abajo y hacia
los costados, convertida en un ridículo montón de trozos
blancos. Algunos, entre ellos una mano, rodaron por la barranca
roja hasta detenerse en una saliente o un manojo de hierba. Fue
tan repentino que sintió como si la mano blanca le retorciera con
fuerza el corazón.
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Y así
pasaron los días. Era como ser un objeto extraño al mar y a las
rocas que lo rodeaban. Porque ya no estaba la Virgen, y el
continuo embate de las olas había destrozado gran parte del
camino, y estaba seguro de que también el pequeño puerto de
pescadores (lo único anterior a sentarse que recordaba) estaría
deshecho tras la barranca, desmenuzado, comido por la sal y el
agua.
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Dormía,
comía, volvía a dormir. De vez en cuando pescaba, o se rascaba
el pelo cada vez más largo, o arrancaba los jirones del pantalón
que más le molestaban.
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Una madrugada
creyó oír el ruido de un carro que se aproximaba por la ruta, y
sacudió la cabeza, porque sólo podía ser una alucinación. Pero
después de mediodía volvió a oírlo y esta vez apareció: era
uno de los viejos carros de pescadores, con altas ruedas de madera
y un despintado cartel de "pescado fresco" en el
costado. Lo conducía una mujer muy vieja, pura arruga, vestida
con un chal de colores restallantes, envuelto cuidadosamente
alrededor del cuerpo pequeño.
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Cuando avistó
al gordo mirándola, comenzó a reírse a carcajadas. El gordo
también rió, muy suavemente, temiendo asustarla. La vieja había
detenido el caballo. a unos doscientos metros y no parecía
dispuesta a moverse.
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Diez minutos
después pensó que quizás estaba loca, porque seguía riéndose
con la misma intensidad, lo señalaba con el dedo, y solo se
interrumpía para gritar, con el mismo tono, que le habían
contado que había un gordo sentado junto al mar, más allá del
puerto, pero que nunca había creído que alguien podía ser tan
idiota, imbécil, e ignorante como para pasarse la vida comiendo
cangrejos y con el culo mojado. Pero ahora lo tenía enfrente
-seguía después de reírse un rato-, y veía que sí, que era
posible, pero que tampoco nunca había imaginado que sería un
tipo -qué un tipo: un animal- tan repugnante, obsceno y repelente
como lo que estaba mirando.
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Y así
continuó durante una hora, hilvanando series de insultos que
apenas se diferenciaban entre sí, unidos por risas histéricas,
sin bajar del carro ni moverlo un centímetro. Al fin el gordo se
sintió tan agotado que añoró la soledad anterior, terrible y
sin sentido, pero menos enloquecedora que el grito chirriante y
estriado de la vieja llenándole la cabeza. Se dio vuelta y abrió
un cangrejo con las uñas. Esto provocó un aumento considerable
de la voz y los insultos de la vieja. Lo tiró antes de que
llegara a la boca, y esperó. Cerca de media tarde la vieja hizo
dar una vuelta completa al caballo y se alejó, sin cesar de
reírse e insultar, parándose o sentándose con bruscos impulsos,
hasta que el sonido se perdió, mucho después que la imagen,
detrás de la piedra roja.
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Al mediodía
siguiente el carro reapareció con la vieja gritando aún antes de
girar por la barranca. El gordo adivinó que iba a ser un hecho
tan cotidiano y regular como el grupo de niños, y se dispuso a
soportarlo, con la esperanza de que a través de los días la
visita sufriera cambios suficientes como para convertirse en un
hecho vivo dentro de la sucesión idéntica y giratoria de las
mareas, los cangrejos y las gaviotas. En efecto: esta vez la vieja
intercaló en la serie de insultos una amenaza: iba a comer
delante de él manjares exquisitos, para que sufriera
horriblemente, ya que sabía que nadie en su sano juicio podía
conformarse con cangrejos y pescados.
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Cruzó detrás
suyo con una bolsa y se sentó en el esqueleto pelado del lobo
marino. Sacó un pollo asado y ensalada rusa. Levantó los dos
platos en el aire y largó una carcajada. El gordo se sentía
desorientado. Aquello le parecía absurdo. Estuvo a punto de
añorar otra vez la soledad, pero se dijo que aguantaría un poco
más. Dejó que la vieja comiera ostentosamente sus comidas, sin
inmutarse y aguantando las ganas de abrir un cangrejo para no
espantarla. Cuando terminó de comer, el rostro arrugado, pequeño,
donde apenas si se veían los ojos como un par de luces movedizas,
permaneció en silencio por primera vez, mirando fijamente al
gordo. Este ya iba a empezar a hablar, a preguntarle, cuando la
vieja estalló en una hilera tan alta e insoportable de insultos
que sintió dolor en las raíces de las muelas, en el fondo del
tímpano, directamente en el cerebro golpeado. ¿Así que
simulaba no importarle lo que ella comiera? ¿Así que
prefería aquellos repugnantes cangrejos? Bueno, maldito fuera y
por la puta que lo parió, ya vería lo que vendría a comer
mañana. Subió al carro, siguió gritando, se perdió gritando
tras la barranca, animada por movimientos espasmódicos, como si
la tabla de pronto se pusiera caliente, y tuviera que pararse, y
volver a sentarse hasta que el calor de la tabla la obligaba a
pararse otra vez, y así sucesivamente.
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El gordo
quedó tan exhausto que se durmió a pleno rayo de Sol. Cuando
despertó pensó que lo aguantaría mejor si pudiera fumar, pero
desde hacía quince días le quedaba un solo cigarrillo importado,
que utilizaría cuando llegara a sentirse cerca de la muerte, si
alcanzaba a darse cuenta de su cercanía. También pensó que no
conocía a la vieja, no podía decidir si era una loca que siempre
había estado encerrada en el pueblo y ahora andaba libre y sola,
o si se trataba de una anciana común trastornada por la soledad.
De todos modos la hubiera preferido muda. A la noche durmió
también profundamente.
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Al día
siguiente todo se repitió con exactitud, esta vez con carne asada
y tomates. Cuando la vieja ya estaba terminando le preguntó de
dónde sacaba la comida. Las arrugas se estiraron hacia atrás y
empezó a reírse a carcajadas. Nunca le diría, jamás. ¿Así
que al maldito le gustaría saber de dónde sacaba la comida?
¿Así que estaba harto de sus cangrejos y pescado? Bueno,
no sería ella la que le diría de qué heladera de qué bar
frente al mar retiraba la comida todos los días. Y continuó,
monótona, insistente, hasta recoger los restos, tirarlos al mar,
subirse al carro e irse gritando.
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Y así
durante dieciséis días, uno tras otro. Hubo un momento crítico
en que el gordo tomó una roca grande y afilada y calculó la
distancia, el viento, la forma de darle en un punto vital y
acallar para siempre aquel agujero chillón y devorante. Pero se
imaginó otra vez solo, sin posibilidades de que alguien viniese y
fijó una fecha límite, a dos o tres meses de distancia, sabiendo
de antemano que no la cumpliría.
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En el día
número diecisiete hubo algo extraño. Oyó sólo los ejes
desengrasados del carro, aproximándose despacio. La tensión de
oír el comienzo de los gritos y las carcajadas casi lo volvió
loco. Pero el carro giró alrededor de la barranca y se aproximó,
con la vieja encorvada y silenciosa sobre la tabla. Dejó el carro
más cerca que otras veces, bajó y se sentó en una roca, mirando
fijamente al mar.
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Se animó a
hablar.
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-Se acabó la
comida -le dijo a la vieja.
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La mujer
asintió moviendo la cabeza. Estuvo un rato sentada y el gordo
volvió a hablar.
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-Se murieron
todos -dijo.
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La vieja
volvió a asentir. Después se paró y fue hasta el carro. Demoró
mucho en subir y alejarse, sin dar el menor salto, sentada rígida
sobre la tabla.
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Temió que no
volviese, pero a la hora de siempre el chirrido de los ejes se
aproximó. La vieja se sentó en la misma roca y el gordo empezó
a hablarle obsesivamente de los cangrejos, las mareas, la forma en
que se había roto la Virgen, como si la hubiera matado con la
mirada, todo lo que pudo recordar, sin importarle, sin detenerse,
sin fijarse si la vieja lo atendía o no. Y al fin, cuando ya los
cangrejos y todo lo demás se habían convertido en una especie de
estribillo sin sentido, y la vieja se balanceaba al compás de la
voz hipnótica del gordo, éste hundió la mano en el agua
salobre, sacó un cangrejo gordo, lo abrió con las uñas y se lo
tendió delicadamente, rogándole que comiera porque si no se iba
a morir de hambre y él quería preguntarle muchas cosas.
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La vieja
sorbió la carne fresca y jugosa y empezó a contarle.
Elvio E. Gandolfo |
EN LAS ROCAS - Elvio E. Gandolfo
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