DESMADRE EN EL SUPERMERCADO - Kris Dikeman

Alargo la mano para coger un paquete de galletas con trocitos de chocolate.
—Grasas parcialmente hidrogenadas —dicen las galletas—. Incluso aceite de palma. Acabarías antes apuñalándote en el corazón. Porque encima llevamos en esta estantería… ocho meses como poco.
Echo el paquete en el carro y continúo hacia el pasillo de los productos lácteos, donde agarro una garrafa de leche semidesnatada.
—¿No eres un poco mayorcita para esto? —me pregunta la leche—. Que ya no tienes enzimas. Y además el envase es de plástico, como puedes ver. Me habrá contaminado con todos esos mortíferos PVC que libera. Aunque… es posible que la hormona de crecimiento bovina los neutralice.
Vuelvo a dejar la garrafa y hago ademán de ir a coger un cartón de leche de soja con sabor a chocolate.
—En realidad no soy leche —murmura el cartón en tono avergonzado—. Soy licuado, y ¿a quién se le ocurriría beber licuado con sabor a chocolate? Hasta a mí me suena asqueroso.
—Bonitas tetas —comentan lascivamente las pechugas de pollo cuando me inclino sobre la nevera de la carne. Al menos ahora sé que son muy frescas.
—¿Cómo te encuentras? —me preguntan las alas—. ¿No tendrás un resfriado o la gripe? Porque estamos atiborradas de antibióticos que te vendrán estupendamente para todos tus males.
Cuando sigo adelante, la carne picada de pavo me susurra una advertencia:
—Ten cuidado con la ternera. Está loca, de remate.
—¡No estamos locas! —gritan todas las hamburguesas al unísono—. ¡Pero si ni siquiera somos de ternera!
—Soy una jirafa —me confía un solomillo.
—Soy el rey de Suecia —dice una bandeja de costillas.
—¡Somos babuinos! —se desgañita un chuletón.
—Sí, eso, ¡babuinooos! —se unen al clamor el resto de los filetes—. ¡Uh, uh, uh!
—Yo no estoy loca —dice un kilo de carne picada de ternera que está colocada un poco apartada del resto—. Tengo certificación ecológica y de trato humanitario. Soy de una vaca que se llamaba Eloise, que retozó por praderas bañadas por el sol, y que durante toda su vida tan solo comió tréboles frescos y dulce hierba. Un quinteto de cuerda tocó «La mañana», de Peer Gynt, mientras entraba en el matadero y se dirigía a la sala de sacrificio, donde primero fue aturdida. Todo con mucho gusto, como yo.
Me acerco.
—Puedo ser tuya por tan solo cuarenta dólares el kilo —dice.
Sigo adelante.
—¿Qué estás haciendo? —me pregunta un paquete de beicon—. Aléjate de mí. Tengo demasiado sodio, por no hablar de los nitratos que son cancerígenos.
Con el carro avanzando entre bamboleos, recorro el resto del pasillo, los gritos histéricos de los perritos calientes clavándoseme en los oídos.
Desde un expositor de sopas enlatadas llegan unos tímidos golpecitos.
—Hola, ¿hay alguien ahí? ¿En qué año estamos? Hola…
Che tragedia! —exclama la salsa para espaguetis—. Sono pieno di sciroppo di mais.
—Entre el sirope de maíz de la salsa, y mis propios azúcares y harinas excesivamente procesados, billete directo a Villa Diabetes —señala la caja de macarrones con buena intención.
En el pasillo del café está teniendo lugar un debate político-socioeconómico.
—¡Piensa en los recolectores! —grita un paquete de descafeinado.
No me entretengo y continúo sin pararme hasta la sección de frutas y verduras.
Alargo la mano hacia una bolsa de espinacas. Está callada. Demasiado callada. La cojo y me la acerco al oído.
—A… a veces —me susurra— en la planta de procesamiento… pues… pues que no siempre se lavan las manos.
Vuelvo a dejarla. Las naranjas ecológicas se ríen entre dientes groseramente, hasta que una piña les amarga la diversión.
—No son verdaderamente ecológicas —asegura.
Se desata un coro de protestas airadas. Una de las naranjas más pequeñas, cubierta de manchas marrones, habla en representación del grupo:
—¡Por supuesto que somos ecológicas! ¡Mira lo enanas que somos y la mala pinta que tenemos!
—¿Cuánto combustible fósil se ha necesitado para traeros desde Chile? —pregunta la piña.
Las naranjas enmudecen.
—Si bien es cierto —reconoce la piña— que dado que a lo largo de la historia las empresas frutícolas han causado estragos en el Tercer Mundo, yo misma también podría estar manchada de sangre.
Echo una mirada al carro. Hasta el momento, solo el paquete de galletas. Lo devuelvo a la estantería.
—Sabia decisión —dicen—. Van a ser más bien doce meses los que llevamos aquí. Y, como vieras el almacén, se te iban a poner los pelos de punta.
Vuelvo a colocar el carro en su sitio y salgo del comercio. Las cajas de manzanas y peras de una tiendecita de comestibles que hay en la esquina me silban y se mofan de mí cuando paso por delante.
Me suenan las tripas. En casa todavía me quedan unos cuantos paquetes de ramen. Los tallarines gritan algo justo antes de sumergirse en el agua hirviendo, pero al menos es en japonés.



Kris Dikeman