LOS NUEVE BILLONES DE NOMBRES DE DIOS - Arthur C. Clarke

—Es un pedido que se sale de lo corriente —dijo el Dr. Wagner, procurando disimular su desconcierto—. Que yo sepa, es la primera vez que alguien encarga una Computadora Automática para un monasterio tibetano. No quisiera parecer curioso, pero nunca se me hubiese ocurrido que su… ejem… establecimiento podía utilizar una máquina semejante. ¿Podría explicarme lo que pretenden hacer con ella?
—Con mucho gusto —respondió el Lama, alisando su bata de seda y apartando cuidadosamente la regla deslizante que había estado utilizando para calcular unas equivalencias monetarias—. Su Computadora Mark V puede realizar cualquier operación matemática rutinaria con cifras de hasta diez dígitos. Sin embargo para nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Por eso deseamos que modifique usted los circuitos, de modo que la máquina imprima palabras, en vez de columnas de cifras.
—No acabo de comprender…
—Este es un proyecto en el cual hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos: desde que se fundó el monasterio, en realidad. Es algo ajeno a su mentalidad, de modo que confío en que me escuchará poniendo en juego toda su capacidad de comprensión.
—Naturalmente.
—Se trata de algo muy sencillo. Hemos estado compilando una lista que debe contener todos los nombres posibles de Dios.
—Disculpe, pero…
—Tenemos motivos para creer —continuó el Lama inperturbablemente— que todos esos nombres pueden ser escritos con un máximo de nueve letras en un alfabeto que hemos ideado.
—¿Y han estado haciendo eso durante tres siglos?
—Sí. Pensábamos que tardaríamos unos mil quinientos años en completar la tarea.
—¡Oh! —El desconcierto del doctor Wagner iba en aumento—. Ahora comprendo por qué desean alquilar una de nuestras máquinas. Pero, ¿cuál es el objetivo concreto de ese proyecto?
El Lama vaciló por espacio de una fracción de segundo, y Wagner se preguntó si le había ofendido. De ser así, no hubo rastro de enojo en la respuesta.
—Llámele un rito, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestra creencia. Todos los nombres del Ser Supremo —Dios, Jehová, Alá, etc.— son únicamente etiquetas ideadas por el hombre. Existe un problema filosófico algo complicado en esto, que no me propongo discutir ahora, pero en alguna parte, entre todas las combinaciones posibles de letras que pueden producirse, se encuentran los que podríamos llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una sistemática permutación de letras, hemos estado tratando de anotarlos todos.
—Comprendo. Han empezado por AAAAAAAAA… y han continuado hasta ZZZZZZZZZ.
—Exactamente, aunque nosotros utilizamos un alfabeto propio. Modificar las máquinas de escribir electromáticas para tratar con esto es un juego de niños, desde luego. Un problema más interesante es el de idear unos circuitos apropiados para eliminar combinaciones absurdas. Por ejemplo, ninguna letra puede repetirse más de tres veces consecutivas.
—¿Tres? Seguramente quiere decir dos.
—Tres —repitió el Lama—. Creo que sería demasiado largo de explicar, aunque usted comprendiera nuestro idioma.
—Desde luego —se apresuró a decir Wagner—. Continúe.
—Afortunadamente, resultará muy sencillo adaptar su Computadora Automática para esta tarea, puesto que una vez haya sido programada adecuadamente, permutará cada una de las letras en sucesión e imprimirá el resultado. Un trabajo en el que pensábamos invertir mil quinientos años, podrá quedar terminado en un centenar de días.
El doctor Wagner apenas tenía consciencia de los sonidos que llegaban débilmente de las calles de Manhattan, amortiguados por una distancia de treinta pisos. Estaba en un mundo distinto, un mundo de cumbres naturales en las que no había intervenido la mano del hombre. En aquellas remotas alturas, los monjes habían trabajado pacientemente, generación tras generación, compilando sus listas de vocablos desprovistos de significado. ¿Existía algún límite a las locuras del género humano? Sin embargo, no debía dejar traslucir lo que estaba pensando. El cliente siempre tiene razón…
—No cabe duda —dijo el doctor— que podemos modificar el Mark V para imprimir listas de esa naturaleza. Me preocupa mucho más el problema de instalación y mantenimiento. Llegar al Tibet, en esta época, no va a resultar fácil.
—Nosotros podemos arreglar eso. Los componentes son lo bastante pequeños como para ser transportados por vía aérea: ese es uno de los motivos por los cuales hemos escogido su máquina. Si ustedes pueden situarlos en la India, nosotros proporcionaremos los medios de transporte desde allí.
—¿Y desea usted contratar a dos de nuestros ingenieros?
—Sí, para los tres meses que invertiremos en el proyecto.
—Creo que la sección de Personal podrá solucionar eso. —El doctor Wagner garabateó una nota en una cuartilla—. Hay otros dos extremos…
Antes de que pudiera terminar la frase el Lama había sacado una pequeña tira de papel.
—Este es el extracto de mi cuenta en el Banco Asiático.
—Gracias. Parece… ejem… correcto. El otro extremo a que me refería es tan insignificante, que casi no me atrevo a mencionarlo… aunque resulta sorprendente la frecuencia con que se pasa por alto lo evidente. ¿Qué fuente de energía eléctrica tienen ustedes?
—Un generador diesel, que proporciona 50 kilovatios a 110 voltios. Fue instalado hace cinco años, y puede confiarse en él. Ha hecho mucho más cómoda la vida en el monasterio, aunque en realidad fue instalado para proporcionar energía a los motores que mueven las ruedas de las plegarias.
—Claro —murmuró el doctor Wagner—. No se me había ocurrido.
La vista desde el parapeto producía vértigo, pero con el tiempo se acostumbra uno a todo. Después de tres meses, a George Hanley no le impresionaban ya los dos mil pies de vacío que se abrían sobre el tablero de ajedrez de los campos, allá abajo en el valle. Estaba apoyado contra la muralla de roca y contemplaba distraídamente las lejanas montañas cuyos nombres no se había molestado en descubrir.
Esto, pensó George, era la cosa más absurda que le había ocurrido nunca. Alguien de la empresa lo había bautizado con el nombre de «Proyecto Shangri-La». Durante semanas enteras el Mark V había estado llenando kilómetros de papel con un guirigay de palabras. Pacientemente, inexorablemente, la computadora había estado ordenando letras en todas sus combinaciones posibles; y a medida que la cinta de papel surgía de las máquinas de escribir electromáticas, los monjes las habían recortado cuidadosamente para pegarlas en unos enormes libros. Dentro de otra semana, gracias a Dios, terminarían su trabajo. George ignoraba qué obscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no debían molestarse en buscar palabras de diez, veinte o cien letras. Una de sus continuas pesadillas era que se producía un cambio de plan, y que el Gran Lama (al cual ellos llamaban Sam Jaffe, aunque no tenía el menor parecido con este personaje) anunciaba repentinamente que el proyecto se prolongaría hasta el año 2060. Aquellos monjes eran capaces de todo.
George oyó cerrarse de golpe la pesada puerta de madera y vio a Chuck que se acercaba al parapeto. Como de costumbre, Chuck estaba fumando uno de los cigarros que le habían hecho tan popular entre los monjes, los cuales, al parecer, estaban dispuestos a gozar de todos los menores y de la mayor parte de los mayores placeres de la vida. Esto era algo que hablaba en su favor: podían estar locos, pero no eran puritanos. Aquellos frecuentes viajes que realizaban al pueblo más próximo, por ejemplo…
—Escucha, George —dijo Chuck nerviosamente—. Me he enterado de algo que no me gusta.
—¿Qué pasa? ¿No funciona la máquina?
Esta era la peor contingencia que George podía imaginar. Demoraría su regreso, que era lo más horrible que podía sucederles. En su actual estado de ánimo, incluso el ver un anuncio de la televisión le parecía maná celestial. Al menos representaría una especie de lazo de unión con el hogar.
—No, nada de eso —Chuck se sentó en el parapeto, algo anormal en él, ya que el abismo solía inspirarle pavor—. Acabo de descubrir qué hay detrás de todo esto.
—¿De veras? Creí que ya lo sabíamos…
—Desde luego. Sabíamos lo que los monjes tratan de hacer. Pero ignorábamos el porqué. Es la cosa más absurda…
—Eso ya lo sabía —gruñó George.
—Pero el viejo Sam acaba de sincerarse conmigo. Ya sabes que cada tarde entra a echar un vistazo. Bueno, esta tarde parecía estar un poco excitado. Cuando le dije que estábamos en el último ciclo, me preguntó si me había interrogado alguna vez a mí mismo acerca de lo que trataban de hacer. Yo dije: «Desde luego». Y él me lo contó.
—¿Qué te contó?
—Bueno, ellos creen que cuando hayan anotado todos los nombres de Dios —y admiten que existen unos nueve billones—, el objetivo divino se habrá cumplido. La raza humana habrá terminado de hacer aquello para lo cual fue creada, y no tendrá ningún motivo para continuar existiendo.
—Entonces, ¿qué esperan que hagamos? ¿Suicidarnos?
—No será necesario. Cuando la lista esté terminada, Dios intervendrá y ¡zás!
—¡Oh! Comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo, se producirá el fin del mundo.
Chuck rió nerviosamente.
—Eso es precisamente lo que le he dicho a Sam. Y, ¿sabes lo que ha ocurrido? Me ha mirado de un modo muy raro, como si yo fuera el tonto de la clase, y me ha dicho: «No es nada tan vulgar como eso
George meditó unos instantes.
—Eso es lo que yo llamo Alteza de Miras —dijo finalmente—. Pero, en lo que respecta a nosotros, el resultado será el mismo. A fin de cuentas, ya sabemos que están chiflados.
—Sí, pero, ¿no te das cuenta de lo que puede ocurrir? Cuando la lista esté terminada y no suenen las trompetas del Juicio Final, pueden culparnos a nosotros. Han estado utilizando nuestra máquina. La situación no me gusta un pelo.
—Comprendo —dijo George lentamente—. Tienes razón. Pero no es la primera vez que pasa una cosa de estas, ¿sabes? Cuando yo era un niño, teníamos un predicador en Louisiana que estaba chiflado y anunció que al domingo siguiente se produciría el fin del mundo. Centenares de personas le creyeron: incluso vendieron sus casas. Pero cuando pasó el domingo y no ocurrió nada, no se mostraron furiosos como cabía esperar. Se limitaron a decir que el predicador se había equivocado en sus cálculos, y continuaron creyendo. Supongo que algunos de ellos siguen haciéndolo.
—Bueno, esto no es Louisiana, por si no te habías dado cuenta. Nosotros somos dos, y hay centenares de monjes. Me son simpáticos, pero preferiría encontrarme a muchos millas de aquí.
—Hace muchas semanas que lo estoy deseando. Pero no podemos hacer nada hasta que termine el contrato y llegue el avión que ha de recogernos.
—Desde luego —dijo Chuck pensativamente—, siempre podemos recurrir al sabotaje.
—¡Ni pensarlo! Eso empeoraría las cosas.
—No me has comprendido… Verás, la máquina terminará su tarea dentro de cuatro días, trabajando como ahora sin interrupción. El avión llegará dentro de una semana. Lo único que tenemos que hacer es encontrar algo que retrase el trabajo un par de días. ¿Entiendes? Si hacemos bien las cosas, podemos estar en el campo de aviación cuando el último nombre salga de la computadora. Entonces no podrán atraparnos.
—No me gusta la idea —dijo George—. Será la primera vez que no he cumplido escrupulosamente con mi trabajo. Además, pueden entrar en sospechas. No. No pienso hacer nada y aceptaré lo que venga.
—Continúa sin gustarme la idea —dijo George, siete días más tarde, mientras los pequeños y resistentes mulos les conducían montaña abajo—. Y no creas que me marcho porque tengo miedo. Lo que pasa es que esos pobres monjes me inspiran lástima, y no quiero estar allí cuando descubran lo tontos que han sido. Me pregunto cómo se tomará la cosa el viejo Sam…
—Es curioso —dijo Chuck—, pero cuando me he separado de él, me ha dado la impresión de que sabía que íbamos a marcharnos, y de que no le importaba, porque sabía que la máquina estaba funcionando normalmente y que la tarea tocaba a su fin. Después de eso… Bueno, para él no hay ningún Después de Eso, desde luego…
George se volvió en su silla y su mirada ascendió por el sendero montañoso. Aquel era el último lugar desde el cual podía divisarse el monasterio. Los achaparrados y angulares edificios se silueteaban contra los arreboles del ocaso. Aquí y allá, brillaban unas luces como portañolas en los costados de un transatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que el Mark V. ¿Por cuanto tiempo lo compartirían?, se preguntó George. ¿Destrozarían los monjes la computadora, en su rabia y decepción? ¿O se limitarían a sentarse en silencio y a empezar de nuevo todos sus cálculos?
Sabía exactamente lo que estaba sucediendo en lo alto de la montaña en aquel preciso instante. El Gran Lama y sus ayudantes estarían sentados, envueltos en sus batas de seda, inspeccionando las hojas de papel a medida que los monjes más jóvenes las sacaban de las máquinas de escribir electromáticas para pegarlas en los grandes volúmenes. Nadie diría nada. El único sonido sería el incesante golpear de las teclas sobre el papel, ya que la Mark V era una máquina completamente silenciosa. Tres meses en el monasterio eran suficientes para que el hombre más ecuánime acabara trepando por las paredes.
—¡Allí está! —gritó Chuck de pronto, señalando hacia el valle—. ¿No es maravilloso?
Lo era, desde luego, pensó, George. El anticuado DC3 estaba posado en el suelo, semejante a una diminuta cruz de plata. Dentro de dos horas estaría conduciéndoles hacia la libertad y la cordura. Era un pensamiento que valía la pena saborear, como un fino licor. George lo saboreó, mientras la mula descendía pacientemente por la ladera.
La rápida noche de los altos Himalayas estaba ahora casi encima de ellos. Afortunadamente, el camino era muy bueno, como todos los caminos de aquella región, y los dos viajeros llevaban antorchas. No había el menor peligro, sólo la molestia causada por el intensísimo frío. Encima de sus cabezas, el cielo estaba completamente despejado y brillaban en él las familiares y amistosas estrellas. No existía el riesgo de que el piloto no pudiera despegar a causa de las condiciones atmosféricas, pensó George, sintiéndose liberado de su última preocupación.
Empezó a cantar, pero se interrumpió al cabo de unos instantes. Aquel vasto anfiteatro de montañas, resplandeciendo como albos fantasmas por todos lados, no estimulaban tales expansiones. De pronto, George consultó su reloj.
—Llegaremos allí dentro de una hora —le dijo a Chuck por encima del hombro. Luego añadió—: ¿Habrá terminado su tarea la computadora?
Chuck no respondió, de modo que George se volvió en su silla. Pudo ver solamente el rostro de Chuck, un óvalo blanco levantado hacia el cielo.
—Mira —susurró Chuck, y George alzó a su vez los ojos. Siempre hay una última vez para todas las cosas.
Encima de sus cabezas, silenciosamente, las estrellas se estaban apagando.