ABSUELTOS - Ángela Eastwood

Hasta que cantó el pájaro los días y las noches habían sido iguales. Y lo hizo alegre. Comenzó con una suerte de gorjeo afónico. Aclaró la garganta y lo intentó de nuevo. Salió más brillante y más continuo. Fortalecido y animado voló hasta una higuera y allí, orientando el pico hasta ese sol que nacía de nuevo, entonó una melodía fuerte y colosal.
Del árbol adormecido brotaron higos y flores y esas mismas flores brotaron en los demás y vinieron más pájaros y su canto consensuado alborotó las aguas del mar. Con la vibración del mar las ballenas despegáronse aturdidas del fondo abisal y subieron a la superficie, oteando la lejanía. No vieron ya arpones, ni gritos, ni garras, ni ojos dilatados de codicia. Y no viendo lo antes mencionado una se lo dijo a la otra y la otra a la de más allá y el mensaje llegó a los mares más lejanos, allá donde el mundo acaba.
Con el canto de los gigantes marinos se despertaron los borregos en la tierra, que yacían en silencio con el último bocado aún en la boca sin masticar. Pasó lo que pasó y no dio tiempo. Abrieron los ojos aletargados y oyeron distintos cantos enmarcados en un silencio nunca oído. Ya de pie vieron que no había pastor, ni senderos, ni garrote, ni pautas, ni sentencias y se regocijaron absueltos. Balaron libres y esta suerte de himno lo oyeron los caballos, sumidos en un estado de piedra. La piedra de los caballos se quebró seca y cayó cuarteada dejando a la vista los lomos marrones, lomos negros y lustrosos, blancos y espejeantes. Relincharon al unísono viendo que tenían para ellos las llanuras verdes con el mar de fondo. Un mar cobalto con barcos fantasmas. Nadie al timón. Nadie en los faros. Nadie esperando en la orilla.
En otro lugar, en otros lugares, en todos los lugares las televisiones hablaban sin un público que echarse a la boca. Los discursos rebotaban contra las paredes del silencio. Las sillas vacías. Los lechos deshechos. Los coches atravesados. Las tazas de las cafeterías sin lavar. La propina sin recoger.
Fue un caballo alazán el primero en galopar por la avenida ancha. Rojo, amarillo, verde. Siempre verde ya. Al sonido de sus cascos llegaron otros. Ese fue el primer día de todos en los que solo se escuchó, al amanecer, el canto de un jilguero.