EL ÁRBOL-GLOBO - Edward Page Mitchell

I

El coronel dijo:

Durante varias horas cabalgamos directamente desde la costa hacia el corazón de la isla. Cuando abandonamos la embarcación, el sol declinaba en el oeste. No habíamos sentido la más ligera brisa de aire, ni en el agua, ni en la tierra. El resplandor lo cubría todo. Sobre la baja cadena de las colinas que se alzaban a varias millas de distancia pendían unas cuantas nubes cobrizas. «El viento», dijo Briery, pero Kilooa sacudió la cabeza.

La variada vegetación exhibía los efectos de la prolongada y continua sequía. La vista vagaba sin alivio desde el enfermizo color bermejo de la maleza, tan seca en algunos sitios que las hojas y los tallos crujían bajo los cascos de los caballos, hasta el castaño amarillento de los árboles sedientos que bordeaban el camino de herradura por el que marchábamos. Nada era verde, salvo los cactus de punta de campana, adecuados para florecer en el cráter de un volcán en actividad.

Kilooa se inclinó sobre la montura y arrancó la copa de una de estas plantas, grande como una pera californiana y saturada de jugo. Aplastó la campana con el puño y, dándose vuelta, nos arrojó unas deliciosas gotas de agua a los rostros ardientes.

El guía comenzó entonces a hablar velozmente en su lengua de vocales y consonantes líquidas. Briery me hizo el bien de traducirlo.

El dios Lalala amaba a una mujer de la isla. Llegó bajo el aspecto del fuego. Ella, acostumbrada a la temperatura de ese clima, sólo sintió escalofríos ante sus avances. Luego, él la cortejó como un aguacero y conquistó su corazón. Kakal era una deidad mucho más poderosa que Lalala, pero muy maliciosa. Él también codiciaba a esta mujer, quien era muy hermosa. La porfía de Kakal fue en vano. Despechado, la convirtió en un cactus y la dejó arraigada a la tierra bajo el sol ardiente. El dios Lalala era impotente para impedir esta venganza, pero decidió vivir con la mujer-cactus, en forma de aguacero, y nunca la abandonó, ni siquiera en las estaciones más secas. Por esta razón, el cactus se ha convertido en un depósito infalible de agua fresca y pura.

Mucho después de la caída de la noche, llegamos al curso de un río sin agua; Kilooa nos condujo entonces varias millas a lo largo de su lecho seco. Cuando nuestra fatiga era extrema, el guía nos indicó que desmontáramos. Ató los animales jadeantes y luego corrió hacia lo más denso de la espesura sobre aquella ribera. Después de trepar trabajosamente un centenar de metros, llegamos a una miserable choza de techo de paja. El nativo alzó los brazos sobre su cabeza y emitió una nota de falsete, no muy diferente del yodel de los tiroleses. El llamado atrajo la atención de la ocupante de la vivienda, a quien Briery iluminó con su linterna. Era una vieja, más horrible que el producto de un sueño enfermizo.

—¡Omanana gelaal! —exclamó Kilooa.

—¡Salud, mujer sagrada! —tradujo Briery.

Se inició entonces un largo coloquio entre Kilooa y la santona, respetuoso por parte de aquél y sentencioso e impaciente por parte de ésta. Briery escuchaba con avidez. Varias veces tuvo que asirme el brazo, como si no pudiera dominar su ansiedad. La vieja parecía persuadida por los argumentos de Kilooa o conquistada por sus súplicas. Por último, señaló el sudoeste con la mano, al mismo tiempo que pronunciaba lentamente unas palabras que aparentemente satisficieron a mis camaradas.

La santona había señalado las colinas, pero veinte o treinta grados a la izquierda del rumbo que habíamos seguido desde que dejamos la costa.

—¡En marcha! ¡En marcha! —gritó Briery—. No podemos perder más tiempo.

II

Cabalgamos durante toda la noche. A la salida del sol hicimos un alto de diez minutos escasos, para tomar el frugal desayuno que proveían nuestras mochilas. Montamos nuevamente enseguida y empezamos a abrirnos paso a través de la espesura, que se hacía poco a poco más y más densa, bajo un sol a cada momento más intenso.

—Tal vez —observé por fin a mi taciturno compañero— no tengas inconveniente en decirme ahora por qué dos personas civilizadas y un amistoso salvaje están internándose en esta selva infernal, como si tuvieran una misión de vida o muerte.

—Sí —dijo—, es mejor que lo sepas.

Briery extrajo de un bolsillo interior una carta que parecía haber sido leída y releída hasta el punto en que los dobleces comienzan a ajarse.

—Es una carta —continuó— del Profesor Quakversuch, de la Universidad de Upsala. La recibí en Valparaíso.

Echando un vistazo cauteloso a su alrededor, como si temiera que cada helecho arborescente de aquella soledad tropical fuese un espía, o que las espatas parecidas a capuchas de los gigantescos caladios que pendían sobre nuestras cabezas fueran oídos ansiosos por absorber algún portentoso secreto de la ciencia, Briery leyó en voz muy baja la carta del gran botánico sueco:

"En estas islas tendrán una oportunidad única —escribía el profesor— de investigar ciertos relatos extraordinarios que años atrás me refiriera el misionero jesuita Buteaux con respecto al Árbol Migratorio, el cerens regrans, citado por Jansenia y otros fisiólogos especulativos.

"Spohr, el explorador, sostiene haberlo contemplado; pero sabe usted que existen fundadas razones para aceptar con cierta reticencia las afirmaciones de Spohr.

"No resulta lo mismo con las aseveraciones de mi valioso corresponsal, el ya fallecido misionero jesuita. El Padre Buteaux era un botánico erudito, un observador minucioso y uno de los hombres más piadosos y conscientes que he conocido. Él nunca vio al Árbol Migratorio; pero durante su largo período de trabajos en aquella región del mundo acumuló, de fuentes ampliamente diversas, una gran cantidad de testimonios de su existencia y sus costumbres.

«¿Es totalmente inconcebible, mi estimado Briery, que en los límites de una naturaleza exista una organización vegetal tan superior al repollo, en complejidad y potencialidad como el mono en relación con un pólipo? La naturaleza es un continuo. No encontramos en sus esquemas ni vacíos ni lagunas. Pueden existir eslabones perdidos en nuestros volúmenes, clasificaciones y gabinetes, pero no los hay en el mundo orgánico. ¿No es propio de todos los elementos inferiores de la naturaleza luchar para llegar al punto de auto-conciencia y volición? ¿Qué impediría que una planta alcance este punto en un proceso incesante de evolución, de diversificación y perfeccionamiento llegando así a sentir, a desear y a actuar, en pocas palabras, a poseer y ejercer las características del animal verdadero?».

La voz de Briery temblaba de entusiasmo mientras leía estas palabras.

"No me cabe duda alguna —continuaba el Profesor Quakversuch— que si tuviera usted la gran fortuna de encontrar un espécimen del Árbol Migratorio descrito por Buteaux, hallaría que posee un sistema de verdaderos nervios y ganglios perfectamente definidos, constituyentes, de hecho, de la sede de la inteligencia vegetal. Le encarezco el mayor de los cuidados en sus disecciones.

"Según las indicaciones que me suministró el jesuita, este árbol extraordinario debería pertenecer al orden de las Cactaceae. Se debería desarrollar sólo en condiciones de extremo calor y aridez. Sus raíces deberían ser poco más que rudimentarias, permitiéndole una precaria vinculación con la tierra. El árbol debería ser capaz de separarse de su vinculación a voluntad, elevándose en el espacio y trasladándose a otro lugar seleccionado por él mismo, tal como un pájaro muda su nido. Deduzco que estas migraciones se logran gracias a su propiedad de secretar gas hidrógeno con el cual, cuando así lo desea, infla un órgano de tejido altamente elástico parecido a una vejiga, remontándose del suelo y dirigiéndose a una nueva morada.

«Buteaux agregó que el Árbol Migratorio recibía invariablemente la adoración de los nativos, como si fuera un ser sobrenatural, y que el misterio con que los salvajes rodean su culto era el mayor obstáculo en el camino del investigador».

—¡Eso es todo! —exclamó Briery, doblando la carta del Profesor—. ¿No es esta una búsqueda que merezca arriesgar y aún sacrificar la vida misma? Aumentar los archivos de conocimientos de la morfología vegetal con la existencia comprobada de un árbol que se traslada de un lado a otro, un árbol que posee voluntad propia, un árbol, tal vez, que piensa… ¡esta es la gloria que se debe ganar a cualquier costo! El lamentado Decandolle de Ginebra…

—¡Al diablo con el lamentado Decandolle de Ginebra! —grité, cansado del excesivo calor y sintiendo que habíamos emprendido una búsqueda inútil.

III

Cerca de la puesta del sol del segundo de nuestro viaje, Kilooa, quien cabalgaba a varios metros delante de nosotros, lanzó un breve y repentino grito, saltó de la silla y se agachó en el suelo.

Briery estuvo a su lado en un instante. Yo los seguí con menos agilidad; mis articulaciones estaban entumecidas y no poseía entusiasmo científico para lubricarlas. Briery se agachó, examinando con ansiedad un lugar en el suelo que mostraba las señales de una reciente remoción. El salvaje estaba postrado, frotando el polvo con su frente, como si se encontrara en éxtasis religioso, y emitía el mismo falsete que habíamos oído en la choza de la santona.

—¿Descubrieron los rastros de alguna bestia? —demandé.

—No es el rastro de una bestia —contestó Briery, casi con enojo—. ¿Ves esta raspadura grande y redonda en el suelo? Aquí se ha depositado un gran peso. ¿Ves estos pequeños canales en la tierra fresca, que irradian del centro como las puntas de una estrella? Son las cicatrices dejadas por las finas raíces arrancadas de sus lechos. ¿Ves el histérico comportamiento de Kilooa? Te aseguro que estamos sobre la huella del Árbol Sagrado: Estuvo aquí, y no hace mucho tiempo.

Continuamos la caza a pie, de acuerdo con las excitadas instrucciones de Briery. Kilooa se dirigió hacia el este, yo hacia el oeste, y Briery tomó hacia el sur.

A fin de cubrir exhaustivamente el terreno, convenimos en avanzar en un zigzag que se ampliaba gradualmente, comunicándonos a intervalos regulares por medio de disparos de pistola.

El convenio no podía haber sido más tonto. En un cuarto de hora había perdido la calma y me encontraba extraviado en la espesura. Descargué repetidas veces mi pistola durante otro cuarto de hora, sin recibir respuesta alguna desde el este o el sur y pasé el resto del día intentando regresar al lugar donde estaban los caballos. Luego el sol se puso, dejándome súbitamente a oscuras y abandonado, en una desolación de cuya extensión y naturaleza no tenía la menor idea.

Les ahorraré la historia de mis sufrimientos durante toda esa noche y el día siguiente y la noche siguiente y el otro día. Cuando caía la noche vagaba sin rumbo y con ciega desesperación, deseando que volviera la luz del día, falto de valor para dormir o aun detenerme, permanentemente aterrorizado por los peligros desconocidos que me rodeaban. Durante el día añoraba la noche, pues el sol lograba atravesar la densa techumbre que conformaba el follaje exuberante, conduciéndome al borde de la demencia. Las provisiones de mi mochila se habían agotado. Mi cantimplora se encontraba en la montura y habría muerto de sed si no hubiera sido por los cactus acampanados que encontré en dos ocasiones. Pero ni la tortura del hambre y la sed, ni la tortura del calor, fueron en aquella horrible experiencia comparables al dolor de pensar que mi vida iba a ser sacrificada a la ilusión de un botánico loco que había soñado con lo imposible.

¿Lo imposible?

La segunda tarde, tambaleándome aún sin rumbo a través de la jungla, agoté las últimas energías que me quedaban y me desplomé en el suelo. Ya hacía mucho tiempo que la desesperación y la indiferencia habían dado lugar a un anhelante deseo de que todo terminara de una vez. Cerré los ojos con indescriptible alivio; el sol ardiente parecía placentero en el rostro mientras el sentido me abandonaba.

¿Acudió a mí una mujer hermosa y gentil mientras yacía inconsciente e hizo reposar acaso mi cabeza en su regazo? ¿Me rodeó con sus brazos y apretó su rostro contra el mío, rogándome que tuviera valor en un susurro? Esa fue la imagen que colmaba mi mente cuando trabajosamente volví a recuperar el sentido durante un instante; me aferré a los brazos cálidos y suaves y volví a desvanecerme.

No intercambien miradas ni sonrían, caballeros; en aquella cruel desolación, en mi estado de desesperanza, hallé piedad y una ternura benigna. Cuando recobré nuevamente el sentido, vi que algo se inclinaba sobre mí, algo majestuoso si no hermoso, humanitario si no humano, lleno de gracia si no femenino. Los brazos que me sostenían y me atraían estaban húmedos y latían con el pulso de la vida. Se podía percibir un aroma débil y dulce, semejante al del cabello perfumado de una mujer. Aquel contacto era una caricia y aquel gesto era un abrazo.

¿Puedo acaso describir su forma? No, no con la claridad que dejaría satisfecho a un Quakversuch o a un Briery. Noté que el tronco era macizo. Las ramas que me levantaban del suelo y sostenían con cuidado y gentileza eran flexibles y dispuestas de manera simétrica. Una guirnalda de llamativo follaje colgaba sobre mi cabeza y en su centro relucía una encandilante esfera escarlata. El globo color escarlata se agrandaba a medida que yo lo observaba, pero aquel esfuerzo rebasó mis posibilidades.

Tengan presente, por favor, que en aquel entonces el agotamiento físico y la tortura mental me habían llevado a un punto en el que transitaba de la conciencia a la inconsciencia con la misma facilidad y frecuencia con que una persona fluctúa entre el sueño ligero y tranquilo y el desvelo durante una noche de fiebre. Resultaba lo más natural del mundo que en mi extrema debilidad un cactus me amara y me cuidara. No traté de buscar una explicación de mi buena suerte ni intenté analizarla; la acepté, simplemente, como un hecho natural, como un niño acepta un regalo de un desconocido. La única idea que me dominaba era la de haber encontrado una amiga desconocida, animada de sentimientos femeninos e inconmensurablemente generosa.

Y cuando sobrevino la noche me pareció que el bulbo escarlata crecía enormemente, llegando casi a cubrir el cielo. ¿Me mecían suavemente brazos flexibles que me retenían? ¿Flotábamos juntos en el aire? Ni lo sabía ni me importaba. Me parecía imaginar en ese momento que estaba en mi litera a bordo del barco, acunado por el oleaje; compartía a veces el vuelo de un pájaro enorme o bien era transportado con prodigiosa rapidez a través de la oscuridad, por mi propia voluntad. La sensación de movimiento incesante afectaba todos mis sueños. Cada vez que me despertaba, sentía que una fresca brisa golpeaba constantemente contra mi rostro… la primera bocanada de aire desde que habíamos desembarcado. Caballeros, me sentía feliz sin saber por qué. Había cedido todas mis responsabilidades en cuanto a mi propia suerte. Había ganado la protección de un ser de poderes superiores.

IV

—¡Tráeme el frasco de coñac, Kilooa!

Era pleno día. Me encontraba acostado en el suelo y Briery me sostenía por los hombros. Había en su cara una expresión de asombro que jamás olvidaré.

—¡Dios mío! —exclamó—, ¿cómo llegó hasta aquí? Hace dos días que abandonamos la búsqueda.

El coñac me ayudó a recuperarme. Me puse de pie tambaleante y miré a mi alrededor. De un solo vistazo pude comprender la causa del asombro de Briery. Ya no estábamos en la selva, sino en la costa. Podía ver la bahía, y el barco anclado a medio kilómetro de distancia. Estaban arriando un bote para venir por nosotros.

Y hacia el sur se veía un brillante punto rojo en el horizonte, poco más grande que el lucero del alba… el Árbol-Globo que regresaba a las regiones agrestes. Yo lo vi, así como Briery y el salvaje Kilooa. Lo seguimos con la mirada hasta que desapareció. Distintas emociones nos embargaban: a Kilooa, la supersticiosa reverencia, a Briery el interés científico y una intensa desilusión, a mí una plenitud de admiración y gratitud.

Me tome la frente con las manos. Entonces, no era un sueño. El Árbol, las caricias, el abrazo, la pelota escarlata, el viaje nocturno por el aire, no eran creaciones y episodios del delirio. Llámenlo árbol, o animal-planta…, ¡pero allí estaba! Que los hombres de ciencia discutan la cuestión de su existencia en la naturaleza; pero yo sé esto: él me había encontrado moribundo y me había trasladado a una distancia de más de cien millas directamente hasta el barco donde debía estar. Enviado por la Providencia, señores, ese organismo vegetal dotado de conciencia e inteligencia me había salvado la vida.

En este punto el coronel se puso de pie y abandonó el club. Estaba visiblemente conmovido. Poco después, entró Briery, de prisa como siempre. Recogió un ejemplar nuevo de los «Viajes en la Tierra de Kerguellon» de Lord Bragmuch y se acomodó en una mecedora junto al fuego.

El joven Traddies se acercó tímidamente al veterano trotamundos.

—Disculpe, señor Briery —dijo—, pero me gustaría hacerle una pregunta acerca del Árbol-Globo. Existían razones científicas para creer que su sexo era…

—Ah —lo interrumpió Briery, con evidente aburrimiento—, ¿el coronel lo ha obsequiado con su extraordinario relato? ¿Me ha vuelto a honrar haciéndome participar en él? ¿Si? Bien, ¿cazamos a nuestra presa esta vez?

—Oh, no —dijo el joven—. La última vez que vio usted al Árbol, éste era un punto escarlata en el horizonte.

—¡Demonios, un nuevo error! —dijo Briery, severamente comenzando a cortar los bordes de las hojas de su libro.