Lo primero que recuerdo es el frío. Comenzó en la nuca, que me dolía tremendamente, y se extendió con rapidez por todo el cuerpo, como una corriente eléctrica. Intenté moverme, pero mi cuerpo de alguna forma se encontraba atrapado. Algo me sujetaba de las muñecas y los tobillos, impidiéndome ponerme de pie y salir de aquel lugar gélido. Se escuchaba un pitido insistente, irritante. Abrí los ojos, casi sin aliento, ya que la temperatura de mi cuerpo no dejaba de descender.
Estaba en el interior de una habitación aparentemente vacía, únicamente ocupada por el aparato que emitía los pitidos —un monitor cardíaco, creo— y la especie de bañera enorme donde me encontraba, el cuerpo sumergido hasta el cuello en el agua llena de hielo. De los laterales colgaban las correas que mantenían sujetas mis extremidades, impidiéndome escapar. El ritmo que marcaba el monitor comenzó a aumentar a medida que el miedo me invadía y mi respiración se aceleraba. Iba a morir allí mismo de una hipotermia fatal. Un momento, ¿no había yo…?
La puerta se abrió, interrumpiendo mis pensamientos. Un hombre joven, con bata blanca, apareció en el umbral. Se quedó mirándome con expresión de asombro mientras yo trataba en vano de articular una petición de ayuda. Comenzó a gritar algo que no entendí. Me revolví en mi posición, tratando de liberarme, aunque los músculos apenas me respondían. Entonces llegaron unos cuantos más, hombres y mujeres, gritando entusiasmados y observándome con la boca abierta.
Finalmente, uno de ellos se acercó y comenzó a desabrochar las correas que me sujetaban. Me ayudaron a salir de la bañera helada, sujetándome entre varios, ya que era totalmente incapaz de mantenerme en pie. Me envolvieron en toallas y mantas. Yo temblaba violentamente, pero al menos iba recuperando la sensibilidad en mis extremidades agarrotadas. Quería hablar, preguntarles dónde estaba, cómo había llegado allí, pero no podía articular una palabra. Ni siquiera entendía las preguntas que me estaban haciendo…
Rápidamente, todos se enfrascaron en una actividad frenética. Uno de ellos se puso a examinar la herida de mi tobillo. Parecía limpia y bastante cicatrizada. No estaba así la última vez que la vi, entonces no se parecía en nada a… Oh, Dios.
En aquel momento recordé. Escuché el monitor reproduciendo mi pulso descontrolado mientras llegaban a mi memoria las imágenes más terribles que puedo recordar. Todo sucedió tan rápido que evocar aquellos instantes fue como ver una película a toda velocidad, un borrón terrorífico pasando ante mis ojos que encadenaba uno tras otro los acontecimientos de aquella noche fatídica. La barricada cayendo, la gente gritando, el olor a sangre y el miedo casi tangible que se respiraba, las manos heladas agarrándome de la ropa y del pelo, los golpes, las heridas, los dientes hundiéndose en mi carne, el dolor… La muerte. Casi un alivio, después de haber vivido durante meses con el miedo instalado en el cuerpo igual que un parásito. Pero no podía haber muerto: estaba allí, temblando de frío en la sala con aquella especie de médico examinando una herida casi curada.
Además, recordaba algo después de aquellas terribles horas de agonía. Una existencia vacía, guiada por un único impulso, en la que el tiempo no existía. Los tipos con los trajes de seguridad, que llegaron envueltos en el estruendo de un enorme vehículo y me introdujeron en su interior. Me rompieron algunos huesos al inmovilizarme y arrastrarme hasta la bañera de hielo, aunque yo no sentía ningún dolor. Y luego recordé que había alguien a mi espalda, alguien que tenía miedo de estar allí. El mismo que minutos después me inyectaba una sustancia fría directamente en la médula.
Y de repente, allí estaba de nuevo el impulso incontrolable, haciéndome volver bruscamente al presente. Los de las batas blancas se encontraban sumidos en una incansable actividad registrando variables y hablando a voz en grito de «la cura». El médico que atendía mi herida parecía no percatarse de la lucha que se estaba librando en mi interior, aunque se trataba de una batalla perdida de antemano. Probablemente, él pensaba que yo era otra vez como antes. Celebraba, junto a los demás, el gran hallazgo de haberme devuelto a la vida, porque volvía a respirar, mi cuerpo funcionaba, mis heridas se curaban, y al parecer todos creían que eso era suficiente. Y aunque era consciente del dolor que iba a causarle a aquel pobre incauto, no era capaz de actuar de otro modo. Liberando la profunda tensión que sentía, me lancé sobre él, directamente al cuello. No lo solté a pesar de los gritos y los golpes. El sabor de la sangre y la carne humana me enloquecía, exactamente del mismo modo que antes de que me «curaran». La única y crucial diferencia es que ahora puedo correr. Y pensar. Y no voy a permitir que nadie acabe con mi diversión…