PUNTO DE INFLEXIÓN - Arthur Porges

Sucedió durante aquel tiempo desgraciado en que la Tierra era gobernada por el Imperio de las Ratas.

De Polo a Polo, la palabra de la Rata Emperador era ley que no podía ser discutida ni eludida por ninguna otra rata ni por ningún hombre.

A lo largo de toda la historia anterior de la humanidad, las ratas, junto con los insectos, habían sido los principales rivales del hombre en la lucha por el dominio del planeta.

No tenían ni la inteligencia de los animales más próximos al hombre, como los primates superiores, ni la avasalladora fertilidad de los insectos, pero poseían ambas cualidades en cierta proporción. Sus patas delanteras no eran tan hábiles como los dedos de un mono, pero sin duda mucho más que los cascos o las pezuñas de otros animales. Y sus camadas, aunque no pudieran compararse con las puestas de huevos de los mosquitos, por ejemplo, eran numerosas y constantes en todo el globo.

Pequeñas en un principio, de dos a cuatro centímetros en el caso de los ratones y de más de treinta en algunas de sus especies tropicales, como las ratas de caña, y aún mayores en otras de sus variantes como el capibara, las ratas se han aprovechado siempre de la misma combatividad del hombre y de sus actitudes implacables. Y de su ciencia pervertida.

La guerra atómica iniciada en 1992 acabó prácticamente con el noventa por ciento de la vida existente en la superficie terrestre. La humanidad volvió a sus primitivos comienzos, organizándose en pequeñas tribus bárbaras desparramadas que buscaban su supervivencia en los rincones más perdidos del globo.

Los insectos salieron mejor librados numéricamente, pero no tenían la fuerza genética suficiente para sacar provecho de su temporal situación de privilegio.

Las ratas, diezmadas pero mucho más resistentes que el hombre a la radiactividad, fueron favorecidas por la naturaleza, siempre inescrutable y caprichosa en sus avatares.

Los roedores sufrieron una gran mutación, desarrollándose no sólo en tamaño, sino también mentalmente, hasta alcanzar un gran poder de abstracción mental. Fue entonces cuando una rata genial llegó a comprender la relación existente entre dos madrigueras y la idea del par. El relato en que se explicaba este acontecimiento estaba escrito en las paredes para cualquiera que quisiese leerlo. Pero quedaban ya pocos profetas entre los restos de la civilización humana que pudieran interpretar el presagio.

Con sus frecuentes camadas y sus generaciones enteras que llegaban y desaparecían por centenares antes de que un hombre se hiciese viejo, las ratas mantuvieron su delantera vital. Antes de que pasase mucho tiempo eran ya capaces de leer, y utilizaban los mismos escritos de los hombres, una buena proporción de los cuales se había salvado de la destrucción de la guerra.

Las escasas comunidades humanas que aún conservaban unos cuantos conocimientos técnicos lucharon duro por defenderse, valiéndose de rifles, veneno, llamas y gases; pero fueron vencidas por el enemigo, que estaba dispuesto a morir por millares con tal de matar o capturar a un solo ser humano.

La situación resultante no estuvo exenta de una cierta ironía. Las ratas, a causa de sus recuerdos raciales sobre el hombre, experimentaban hacia él sentimientos ambivalentes. Por una parte, recordaban con furia las trampas, los cepos y los productos exterminadores del pasado. Por otra, también recordaban, de una extraña manera sentimental, que ninguna rata parda había conseguido nunca vivir feliz en la espesura lejos de la proximidad del hombre. Y esto no era sólo una cuestión de refugio y alimento, sino que a las ratas pardas les gustaba en realidad tener seres humanos cerca. Incluso cuando el hombre se convirtió en su subordinado, en una raza animal conquistada, las ratas siguieron sintiendo lo mismo.

Como es natural, los humanos no mostraban la misma tolerancia. Siempre habían odiado y temido a las ratas; y no habían cambiado en esto. Otra ironía más de la situación era el tratamiento relativamente piadoso que el Imperio de las Ratas daba a los hombres. Se les permitía vivir en sus propias comunidades, con tal de que las ratas tuviesen acceso libre a ellas en cualquier momento.

También mantenían una estrecha vigilancia para estar seguras de que el hombre no inventaba o reconstruía ningún arma peligrosa. Y sobre todo se controlaba estrictamente la reproducción: el número de la población humana había sido fijado de manera absoluta e irrevocable en diez mil individuos.

Las ratas sabían muy bien que si se permitía al hombre multiplicarse libremente, volvería a recuperar con su bravura y su inteligencia la hegemonía que había perdido con la guerra atómica.

Y gracias a las enseñanzas de sus libros de historia, las ratas habían incluso creado una válvula de, seguridad para anular determinadas presiones sociales que pudieran provocar la aparición de humanos fanáticos e inteligentes, como los Garrison, los Hitler, los Toussaint o los Gandhi de otro tiempo.

Cualquiera que lo desease podía emigrar más allá de los límites del control del Emperador. Había un lugar en la Tierra, una región de Sudamérica, en la que ninguna rata podía sobrevivir. En esos miles de kilómetros cuadrados de selva llena de vapores se había desarrollado un virus maligno mortal para cualquier rata, pero sin ningún efecto sobre el hombre. Es posible que con tiempo y esfuerzo suficientes y tal vez con la dudosa ayuda de algunos científicos humanos, que a veces eran necesarios a la tecnología de las ratas y por ello disfrutaban de ventajas y mimos, las ratas hubiesen llegado a resolver el problema y a conseguir que esta región fuese habitable. Pero de momento no tenían necesidad de ello; disponían de espacio más que suficiente, ya que la Tierra estaba comenzando de nuevo desde cero, por decirlo así.

Su tolerancia, pues, en lo que se refiere a estos problemas sociales, era notable. En vez de matar a los descontentos, como hubiesen hecho muchos tiranos humanos, de manera poco sabia como la historia había demostrado, las ratas les permitían emigrar a la región del Amazonas. Pero, a pesar de todo, los roedores no eran estúpidos. Todo el que quisiera partir tenía que someterse a la esterilización; así no podría producirse una explosión demográfica oculta en la selva. Puesto que no podía reproducirse, la colonia de humanos que vivía allí no representaba ningún peligro para el Imperio.

La esterilización se llevaba a cabo por medios de rayos X y drogas, y se tenía gran cuidado en asegurarse de que era irreversible por medio de la cirugía. No se trataba solamente de cortar algunos conductos en el macho, sino de una operación concienzuda justo en el límite por debajo de la castración, hecha naturalmente en un hospital y bajo las condiciones mejores, más asépticas y menos dolorosas.

En el caso de las mujeres se les extirpaban los ovarios. A veces se utilizaba un cirujano humano, bajo la supervisión de una rata, igualmente bien capacitada, pero algo menos hábil manualmente, como las dos especies sabían.

Debemos señalar aquí que las ratas, a pesar de la mutación sufrida, no eran tan grandes como los hombres, aunque erguidas sobre sus patas traseras alcanzaban con facilidad una estatura de un metro veinte; sus patas delanteras habían sufrido una gran evolución y eran casi como manos, aunque no tan prensiles, puesto que les faltaba el pulgar en oposición a los otros dedos.

La comunicación entre las dos especies, por extraño que parezca, se realizaba en inglés, con mezcla de algunas otras lenguas humanas. Las ratas, después de todo, habían aprendido a leer y a escribir partiendo de los libros, documentos, memorias y películas de su antiguo enemigo, el hombre. Sus voces eran todavía chillonas, pero no mucho menos claras que la de una soprano excitada y un poco ronca, por ejemplo. Y la gente pronto aprendió a captar las diversas inflexiones de una conversación… o de una orden.

Las familias de las ratas han vivido siempre agrupadas de una manera comunal. A los roedores les gustaba vivir en núcleos y responder fácilmente a la llamada de cualquier otro miembro del grupo que se encontrase en dificultades. Así que se hizo natural para las ratas vivir en inmensas ciudades ratunas construidas de acuerdo con sus propias necesidades, pero encima del suelo y más bien parecidas a las aglomeraciones urbanas de los humanos, destruidas desde hacía tiempo por el fuego nuclear.

Aunque esto era algo desconocido para las ratas, ya que de otra manera no podía haber sucedido, el punto de inflexión se produjo el 20 de agosto del año 2067. Un científico joven y su mujer habían pedido un permiso de emigración. A las ratas no les gustaba ver que humanos especializados escapasen a su control, pero la política del Emperador estaba claramente establecida en este punto. Lo más aconsejable era permitir que los descontentos abandonasen la comunidad y se marchasen cuanto más lejos mejor, con tal de que antes se les esterilizase por completo.

El delegado rata para la emigración, el cual tenía que firmar los papeles finales, era un roedor de color gris pardo, de talla un poco mayor que la de la mayoría, con ojillos brillantes muy agudos, aunque bastante pequeños para el gran tamaño de su frente. Llevaba limpiamente recortados los bigotes duros y blancos e iba completamente desnudo, ya que no pertenecía a aquella minoría antisocial que procuraba imitar el estilo humano y que hablaba del primitivismo de la desnudez. Contaba, en su puesto, con guardias armados, pero más bien por una cuestión de honor y de prestigio que de necesidad. La raza humana no tenía armas de fuego y tampoco podía recibirlas de contrabando desde la colonia establecida en Sudamérica. Había demasiadas ratas de guardia, con unos sentidos mucho más agudos que los del hombre y capaces de ver, oler y sentir con sus bigotes, incluso en las peores condiciones de luz. Además, en su inmensa burocracia, establecida a imitación de la de los hombres, se guardaban fichas de los movimientos de todo el mundo, impresos que había que rellenar y números de serie de todos los artefactos que podían ser utilizados contra el Emperador. Tan pronto como un viejo revólver era transportado de una casa a otra, el hecho era instantáneamente conocido y evaluado por una computadora.

Las ratas sabían que un estricto control era su única posibilidad, de no ser exterminado el hombre, de mantenerse en el poder. Puede decirse en su favor que nunca consideraron seriamente la idea de practicar el genocidio en masa.

—Walter Nolan —chilló el delegado— y su mujer Gloria, nacida Gloria Bandini. Díganme: ¿Desean ustedes marcharse?

—Está todo escrito ahí —fue la fría respuesta del humano—. ¿Para qué hacérmelo repetir?

—Aquí dice que se siente usted asfixiado —comentó la rata—. ¿Tan duros hemos sido? Fue usted a una buena universidad, llegó a convertirse en un buen ingeniero. Le hemos concedido gran cantidad de privilegios, tanto en su paga como en otros niveles.

—Quiero ser libre —dijo Nolan, con obstinación—. Usted no puede comprender eso.

—Me temo que no —respondió el delegado, con un tono de sincera pena en su voz. Sus ojillos parpadearon al hablar—: Usted sabe que mis antepasados eran esclavos, o por lo menos no eran libres. No teníamos ni la inteligencia, ni la capacidad de entendimiento necesarias para saberlo. Moríamos por el gas, por el veneno, los perros y otros muchos horrores sin realmente comprender por qué.

—No doy ninguna clase de excusa —dijo el hombre—. Las ratas, es decir, las ratas en su primer estado primitivo, si he aprendido los hechos correctamente, constituían una grave amenaza para mi propia especie. Destruyeron más comida de la que en realidad necesitaban; transmitieron enfermedades peligrosas e incluso mordieron y mataron a muchos niños.

—En cuanto a esto último —fue la seca respuesta—, sus propios señores de los suburbios y sus políticos ladrones son mucho más culpables que los miembros de mi propia especie, que no sabían bien lo que hacían, en el estado de brutos insensibles en que se encontraban en ese período de su evolución. —Dejó escapar un suspiro—. Sin embargo, veo que su decisión está tomada. Pero déjeme que le diga que estamos perfectamente enterados de lo que esperan muchos de ustedes. Piensan que una vez que se encuentren fuera de nuestro control pueden organizar con éxito una revolución contra el Imperio. Comprendemos que un grupo de hombres inteligentes y dedicados, es decir, fanáticos, serían capaces de organizar un núcleo de ejército equipado con excelentes armas. Pero como no pueden multiplicarse y la emigración está, además, restringida a un cupo razonable, siempre serían derrotados en cuanto saliesen de su propio territorio. Y es realmente el suyo. Nunca intervendremos en él.

—Porque no pueden hacerlo y seguir viviendo.

—Eso es cierto. Pero si quisiésemos podríamos organizar una o dos escuadras suicidas que penetrasen en la selva y nos transmitieran informes antes de morir a causa del virus. De todos modos, nuestro sistema de controles hace inútil tal sacrificio. Incluso estando cada uno de ustedes en posesión de un arma nueva y potente, un millón de ratas con armas automáticas, artillería e incluso tanques, los aplastaría fácilmente. Esto es obvio.

—Pero no tienen aeroplanos —dijo Nolan.

—Admito que nosotras, las ratas, sentimos una aversión instintiva a volar, quizá por un miedo ancestral a las lechuzas y los halcones. Pero tampoco ustedes pueden construir aeroplanos en sus aldeas de la selva. Al menos en el presente. Y si un día pueden, unos pocos centenares de hombres no pueden pilotar los aparatos necesarios para destruir miles de nuestras comunidades, Aparte de esto, no nos cogería por sorpresa. Sus fronteras están siempre vigiladas, como ya comprobará si aún no lo sabe.

Recogió una carpeta.

—Sus papeles están en orden. Su mujer ha sufrido una ovariotomía y usted ha sido convertido en un ser completamente estéril. Al menos es lo que dice aquí, Pero —añadió, observándolos atentamente— nunca nos guiamos sólo por papeles. Llamaré al hospital para asegurarme consultando al cirujano jefe.

Apretó un botón de su intercomunicador y pronto obtuvo línea con el hospital indicado en el expediente. Después de pedir una confirmación, se quedó escuchando unos momentos la voz chillona que venía del otro extremo.

—Ya comprendo —dijo—. Había abortado unos pocos días antes. Luego, usted la operó. Sí, ya comprendo.

Cerró el intercomunicador y se volvió a mirar a la pareja.

—El cirujano me dice que su esposa sufrió un aborto uno o dos días antes de presentarse para la debida operación.

—Si quiere usted saberlo —dijo Nolan, con voz dura— perdió nuestro bebé porque no quería que creciese como un esclavo de las ratas. Fue idea mía tenerlo, de todas formas. Ahora queremos marcharnos lejos, donde si no hay niños, por lo menos existe la posibilidad de ser libre de las ratas.

—Está bien —dijo el delegado—. Créame que lo siento, lo del niño.

Puso su sello en el pasaporte, se lo alargó a Nolan y dijo:

—Ya conoce la rutina. Usted y su esposa serán escoltados hasta los límites de la colonia y entregados a uno de los hombres de su futura comunidad. Buena suerte y si alguna vez desea regresar…

—Si lo hago —dijo Nolan, con aspereza— no será como obediente vasallo del Emperador, puedo asegurárselo, sino como un invasor armado. Le prevengo sinceramente. Pueden ustedes registrar mi equipaje y esterilizarme, pero nadie puede hacer lo mismo con esto —concluyó, dándose un golpe en la frente.

El delegado le observó con aire grave durante unos segundos, con los bigotes erizados. Pero cuando habló, su voz era tranquila:

—Adiós a los dos —dijo—. El caso siguiente, por favor.

Una vez estuvieron fuera de la oficina, Gloria miró ansiosamente hacia los guardas encargados de darles escolta hasta el autobús, pero estaban lo bastante alejados como para no poder oírlos.

—¿Por qué tan combativo, por el Dios del cielo? —le preguntó a su marido—. ¿Estabas intentando ponerle furioso adrede? ¿No viste sus bigotes? Podía haber cancelado nuestro pasaporte, ya lo sabes, y entonces, ¿qué hubiese pasado?

—Te aseguro que tenía mucho miedo, cuando hizo aquella llamada al hospital. Sabía que iban a investigar y por un momento hasta pensé que nos habían cogido. Por esto adopté la actitud de un amargado, del descontento, pero sin planes. Un tipo que se desahoga con amenazas generales. Y según parece, dio resultado; por lo menos no investigó los detalles del aborto.

—Eso no les interesa. Lo que les importa es que no llevo un niño dentro de mí; y que no puedo tener ninguno más. —Luego añadió, con un ligero temblor en la voz—: Y que tú nunca podrás ser padre.

Una vez traspasadas las fronteras del territorio libre, se dirigieron hacia la mayor de las comunidades, en el corazón de la selva a la que habían llamado Voltaire.

Nolan se apresuró entonces a tranquilizar a su guía:

—Dio resultado —dijo, lleno de excitación—. Conseguimos engañarlos. Gloria, pobre muchacha, no tiene ovarios. Y yo soy tan estéril como una mula vieja. Pero nuestro hijo está vivo y a salvo. No en un frasquito, eso no funcionó y de todas formas examinan el equipaje muy minuciosamente; incluso con rayos X, lo que podría ser fatal. No, lo que hizo el doctor Soburu fue implantar el óvulo fértil en mi propio peritoneo, donde estará perfectamente, durante varios días por lo menos. Tan pronto como lleguemos a Voltaire, uno de vuestros cirujanos puede implantarlo de nuevo en la matriz de Gloria.

—Perfecto —dijo el guía—. Tiene que dar resultado. Y si es así, vosotros dos sois sólo los primeros. Otros vendrán pronto, y aunque las ratas corten más tarde toda la emigración sólo necesitamos unos pocos niños. ¡Ellos no serán estériles! Bastó con Adán y Eva para darnos millones de personas, no lo olvides. ¡Estamos volviendo a empezar!

En el palacio real, el Emperador de las ratas se agitó, nervioso, en su sueño. Había motivo para ello.


Arthur Porges