Suele haber en ellas una puertecilla de entrada y un escaparate mal iluminado que ostenta el letrero LIBROS DE OCASION escrito con caracteres confusos. Casi siempre hay una mesa junto a la entrada, presidida por un cartel que reza A ELEGIR - 10 c. Es inevitable que en este mostrador se hallen seis títulos sempiternos: Tres semanas, El sombrero verde, Los niños de Elena, La vaca negra, Cuando llegue el invierno, y Hablando de operaciones.
Nadie los compra, ni siquiera por diez centavos, y tampoco parece que nadie pague alguna vez los precios exorbitantes que ostentan los ejemplares de Fantazius Mallare, El asno de oro o Tertium Organum que se encuentran en el interior de la tienda. Cabe sospechar que el propietario hace condiciones especiales a ciertos bibliófilos; es posible que ávidos estudiantes de geografía adquieran el Trópico de Cáncer de Henry Miller, o que algún visitante perspicaz detecte los picantes aromas de El jardín perfumado, pero aun así las ventas han de ser muy escasas. Y entonces es cuando uno vuelve a preguntarse cómo se las arreglan estos libreros para vivir años y más años.
Ante una tienda de esta clase se detuvo un joven, a primera hora de la tarde. Se llamaba Abel, y nada había de particular en su persona, excepto un cierto aire furtivo cuando bajó los peldaños y penetró en la oscura tienda.
Al cruzar el umbral frunció el ceño, como si le extrañase todo lo que le rodeaba. Fue como si el vulgar aspecto del establecimiento le confundiera o le decepcionase. Y cuando el propietario apareció detrás de un polvoriento mostrador que había al fondo, la expresión del joven míster Abel pareció indicar que allí había algún error.
El propio librero tenía todo el aspecto de una edición popular, ligeramente maltratada por el tiempo. Daba la impresión de haber sido hojeado, desdeñado y vuelto a colocar en un estante para almacenar polvo a medida que pasaran los años. Era bajo y algo encorvado, como la mayoría de ellos; sus cabellos hirsutos y su mal cuidado bigote no tenían ningún color definido y, a través de los lentes, sus ojos recordaban dos canicas de mármol blanco.
Cuando la exhibió, su voz resultó ser un murmullo desprovisto de tonalidades.
—¿En qué puedo servirle?
El joven míster Abel titubeó. Volvió a fruncir el ceño y por un momento pareció como si optase entre las tres alternativas: pedir un ejemplar de Jurgen, contestar con la clásica frase de «sólo estoy dando un vistazo, muchas gracias», o limitarse a dar media vuelta y abandonar la tienda.
Pero sin duda había algo más que extrañeza en aquel fruncimiento de ceño, y después de una pausa habló con determinación.
—Vengo en busca de instrucciones —dijo—. Se trata de un cursillo muy especial y necesito unos libros también especiales.
Las dos canicas se movieron detrás de las gafas y el propietario de la tienda inclinó la cabeza.
—¿Sus títulos?
—Hay tres —fue la respuesta—. El primero es Introducción al asesinato. El segundo es Muerte a plazos, y el tercero es El precio adecuado.
El librero levantó la vista. Las canicas blancas se habían convertido en un par de ojos negros y penetrantes.
—Un surtido poco corriente —murmuró—. Pero tal vez pueda complacerle. A propósito, ¿quién le ha recomendado mi tienda?
—Una persona que me dijo que usted me haría esa pregunta, aconsejándome al propio tiempo que yo no contestase.
El librero asintió con un gesto de la cabeza.
—Será mejor que pasemos a la trastienda. Espere un momento; voy a cerrar.
Hurgó en la cerradura de la puerta y después apagó la luz del escaparate. El joven le siguió a través de un oscuro corredor, hasta que llegaron a la habitación que servía de trastienda.
Era una sala confortable y bien iluminada, así como regiamente amueblada.
—Siéntese —dijo el librero—. ¿Quiere decirme su nombre?
—Abel. Charles Abel.
—¿Abel, de verdad? ¡Extraordinario! —El anciano se echó a reír—. En este caso, creo que puede llamarme míster Caín.
El ceño del joven desapareció.
—¡Entonces, éste es el lugar! —exclamó—. ¡Y usted es el hombre que yo busco!
Míster Caín se encogió de hombros.
—¿Tiene el dinero? —inquirió.
—Aquí está. Mil en metálico, todo en billetes pequeños.
Míster Caín aceptó la suma y la contó con cuidado. Después levantó la vista y asintió.
—Soy el hombre que usted busca —murmuró—. Y ahora hablemos de esas instrucciones que está buscando. ¿A quién desea matar?
Había pasado casi una semana desde la primera visita de Abel a la librería de lance. Había vuelto a ella cada noche, presentándose siempre a las nueve en punto. No había problemas con la puntualidad, pues era un alumno meticuloso y aprovechado. Y también había mucho que aprender.
Descubrió satisfecho que míster Caín era un maestro capacitado, y así se lo dijo creyendo hacerle un cumplido, pero el anciano se limitó a hacer una mueca de timidez.
—Ya sabe lo que suele decirse —comentó—. El que no puede, enseña.
—¿Quiere decir que usted nunca ha asesinado a nadie?
Míster Caín adoptó una expresión de embarazo.
—Padezco de hemofobia. Es una desdicha. La visión de la sangre me altera tanto que ni siquiera puedo tender trampas a los ratones que infestan esta tienda. Se me están comiendo todos mis beneficios.
—Pero en realidad esta tienda no es más que una fachada. Su verdadero negocio es éste, ¿no es así?
—Sí, soy profesor, ésta es mi carrera.
El joven míster Abel sonrió.
—Lo siento, pero no puedo evitarlo. Me causa risa pensar en usted, sentado aquí y planeando el crimen perfecto.
—¿Y por qué le divierte tanto, joven? —El librero se levantó—. Si supiera lo mal que andan los negocios en nuestra especialidad, lo comprendería. Todo hombre tiene que ganarse la vida.
—Ha hablado usted de la «especialidad». ¿Es que acaso no es usted el único? ¿Tal vez otros libreros de lance…?
—Esto no le importa —replicó apresuradamente míster Caín—. Aquí yo soy el único que hace preguntas. Y me gustaría obtener mayor número de respuestas. Lleva usted una semana estudiando y todavía no me ha dicho cuándo pretende realizar el asesinato. Creo que ya es hora de que vayamos al grano. Soy un hombre muy ocupado y tengo otros clientes que necesitan mi ayuda.
El joven sacudió la cabeza con aire consternado.
—Pienso decírselo cuando esté convencido de veras —se disculpó—. Pero debo estar seguro de que usted puede enseñarme cómo cometer el crimen perfecto.
—¿El crimen perfecto? No veo ningún problema en ello —replicó míster Caín—. Ya le he dicho que yo nunca he matado a nadie, y no le engaño, pero he sido centenares de veces lo que usted llamaría un cómplice. Y puedo asegurarle que cada caso fue un éxito rotundo. ¿Conoce usted las estadísticas sobre el asesinato? El cincuenta y cinco por ciento de todos los asesinatos queda por resolver. ¡El cincuenta y cinco por ciento, piense en lo que esto significa! ¡Ni un juicio, ni siquiera un sospechoso, en más de la mitad de los crímenes que se cometen cada año! Ello no se debe a la casualidad. Son muchos los asesinos que reciben ayuda. Una instrucción de manos expertas. Lo que yo le estoy ofreciendo. ¿Recuerda aquel caso de la Dalia Negra, en la costa occidental?
—¿Usted planeó aquello?
—Sí, para uno de mis discípulos —afirmó con discreto orgullo míster Caín—. No es más que un ejemplo de lo que yo puedo lograr cuando obtengo un poco de cooperación por parte de un estudiante deseoso de aprender.
El joven Abel encendió un cigarrillo.
—¿Cómo voy a saber que no me está enseñando naderías? El crimen que me ha mencionadose me antojó carente de todo sentido.
Míster Caín se mordió el labio.
—Ahí está el detalle —insistió—. ¿No ha prestado atención a lo que le he estado repitiendo durante toda la semana? Vamos a repasarlo otra vez, brevemente. ¿Cuáles son los motivos del asesinato? Conteste, rápido.
—Pues son tres, según dice usted. Primero, la necesidad.
—Ejemplos.
—Pues los asesinatos por compasión, y casos en los que hay cuestión de dinero, o bien cuando alguien quiere desembarazarse de su cónyuge, pero tiene escrúpulos con respecto al divorcio.
—Bien. ¿Y el segundo motivo?
—Ira. Celos. Rivalidad. Todo viene a ser lo mismo.
—¿Y el tercero?
—Pues cuando uno está mal de la azotea. Cuando se trata de buscar una emoción fuerte, puramente por esto.
—Impuramente —corrigióle míster Caín—. En lo que a mí respecta, la tercera categoría no existe. Jamás aceptaría a un psicópata como alumno. En primer lugar, nadie puede confiar en que siga las instrucciones.
—Pero el caso de la Dalia Negra pareció ser obra de un psicópata.
—Ahora es cuando empieza a comprender —aseguróles míster Caín—. Claro que sí. Yo lo planeé expresamente.
—¿Planeó?
—Ya le he dicho antes que la mitad de los asesinatos en ese país nunca llegan a ser resueltos. ¿Por qué? Porque las pistas que conducen a las autoridades hasta la mayoría de asesinos no tienen nada que ver con el auténtico modus operandi de los crímenes. Hará unos veinte años, hubo una verdadera obsesión por las novelas detectivescas que narraban métodos destructivos complicados y rebuscados. Puedo asegurárselo, pues las estanterías superiores aún están llenas de ellas. Asesinatos fantásticos. Gente que utilizaba dardos emponzoñados, dagas improvisadas con carámbanos de hielo, muertes misteriosas en habitaciones herméticamente cerradas, reproducciones fonográficas que servían de coartadas… Todo esto es ridículo. Si emplea su sentido común y no le ve nadie que después pueda recurrir a la policía como informador o testigo, no tiene nada de particular escapar impune de un asesinato. Desde luego, siempre y cuando adopte sus precauciones en cuanto a huellas digitales, manchas de sangre y otras niñerías por el estilo.
—Hoy en día, la policía no captura al asesino a causa de sus métodos. Lo que les lleva hasta el culpable son los motivos de éste. Y esto es, precisamente, lo que el desdichado cuarenta y cinco por ciento formado por los que son aprehendidos suele olvidar. En casos de necesidad, la ley siempre está al acecho en busca del que se beneficie de la muerte; un heredero, un cónyuge infeliz, un rival en negocios. En casos de ira o celos, también es fácil localizar al culpable. —Hizo una pausa—. Permítame asegurarle que en todos los asesinatos que yo he ayudado a planear, ha habido siempre un auténtico motivo. Pero siempre los he planeado de modo que no hubiese ni una apariencia de motivo. En una palabra, cada muerte parece ser obra de un demente.
—¿De modo que éste es el secreto?
—¿Acaso no se lo insinuó la persona que le envió? —inquirió míster Caín—. ¿No está enterado de los detalles de su afortunado crimen?
—Lo hizo —admitió el joven Abel—. Y conozco los detalles. Me ensalzó sus clases. Pero antes, me parecía como si la cosa no tuviera sentido.
—¿Y ahora sí? ¡Magnífico! Bien, pues entonces, ¿no cree que ya es hora de que confíe en mí? Dígame, ¿qué piensa hacer?
Míster Abel no titubeó por más tiempo.
—Quiero matar al hombre que me recomendó a usted.
—¿A uno de mis antiguos alumnos? Mi querido muchacho, esto no resulta muy ético que digamos…
—Puede tranquilizar su conciencia. Yo no le diré su nombre. Usted nunca lo sabrá y de este modo no le asaltarán los remordimientos.
—¿Acaso tiene algún rencor personal contra él? ¿Se trata de esto?
—Sí. Pero le repito que no hay necesidad de que le abrume a usted con detalles. Lo único que debe saber es que él no sospecha que yo le odio. Por lo tanto, según su propia definición, contamos con un punto de partida perfecto. Nadie me relacionaría jamás con el crimen, pues aparentemente no tengo ningún motivo. Todo cuanto necesito de usted es un método. Algo que convierta el asesinato en algo parecido a la obra de un psicópata criminal.
—¡Hum! —Míster Caín se levantó y empezó a pasear por la habitación—. Si me está diciendo la verdad, la cosa parece sencilla.
—Le doy mi palabra de honor.
—Bien, si lo enfoca de ese modo… —Míster Caín hizo una pausa—. Supongo que sería demasiado sencillo que usted le acorralase a solas en cualquier rincón, lo estrangulase, y después se alejara de allí. Hay veces en que la misma sencillez de una muerte confunde a todos. Un lugar oscuro, un buen golpe en la cabeza y ya tenemos a la policía sin saber por dónde empezar.
—Por favor, caballero —dijo míster Abel con voz suave—. No creo que este consejo valga mil dólares en metálico y libres de impuestos.
—Podría proporcionarle algún veneno, pero…
—¿Qué tiene de psicopático un veneno? Si he de serle franco, después de tanta preparación esperaba algo más original.
—¿Original, eh? —Míster Caín hizo una pausa y sus ojos se iluminaron—. Hay uno que le gustará, muchacho. Es un poco anticuado, desde luego, pero hace años que no se ha utilizado. Yo le llamo «el correo macabro».
—¿Cómo?
—El correo macabro —repitió míster Caín, sonriendo a su discípulo—. Para llevarlo a cabo es preciso asegurarse concienzudamente de tres condiciones.
—¿Cuáles son?
—Primera, que el asesino pueda atraer a su víctima a un lugar solitario y allí disponer de él. A pesar de sus objeciones, debo recomendarle otra vez un golpe en la cabeza o la estrangulación. Desde luego, hay que tener en cuenta la necesidad de eliminar las usuales pruebas del crimen y hacer desaparecer el arma homicida, si la hubiere. ¿Cree poder desempeñar esta fase de su labor?
—Con toda facilidad.
—Espléndido. La segunda condición consiste en que el asesino debe disponer de un automóvil.
—Poseo un automóvil.
—La tercera y la más importante. El asesino no debe estar sujeto a una vigilancia regular. Me refiero a que debe poder trasladarse de un lado a otro con toda facilidad, tal vez abandonando la ciudad durante varios días sin que nadie se inquiete por su ausencia.
—Vivo solo y la semana próxima empiezo mis vacaciones.
—¡Perfecto! En este caso, creo que podremos planear el perfecto crimen psicopático. El correo macabro tiene como objeto desviar a la policía de toda pista. Les interesa tanto el método que la cuestión del motivo queda relegada al olvido.
—Pero ¿qué es lo que debo hacer?
—¿Aún no lo adivina? Mata a su víctima por un medio sencillo, tal como lo he sugerido. Después, con la ayuda de un cuchillo de carnicero o un trinchante, descuartiza el cadáver. Yo le recomendaría la división natural, basada en mis anteriores experiencias en tales menesteres, comprendiendo piernas, muslos, pelvis partida en dos, torso también partido, brazos, antebrazos y cabeza. En total, trece piezas. Es un número antipático, pero quiero esperar que no será usted supersticioso.
—No. Sólo curioso. ¿Y qué hago con los… fragmentos?
—Pues envolverlos, claro está. En trece paquetes separados. Necesitará un poco de esa tela de plástico que se utiliza en los frigoríficos, papel recio de embalaje y cordel como el que emplean los carniceros. ¡Asegúrese de que no le falte el cordel! Una vez listos sus paquetes, sólo tiene que escribir direcciones en ellos, pegar los sellos y meterlos en los buzones destinados a paquetes postales.
—Pero trece paquetes tan pesados…
—Por esto le he preguntado si tenía coche y unos cuantos días de que poder disponer libremente. No debe mandarlos todos desde una misma localidad. Tiene que trasladarse a una docena de ciudades distintas. Procúrese un mapa y estudie hasta donde puede llegar en, digamos, unos cuatro días. Es mejor elegir localidades aparentemente sin relación alguna, para que la policía no pueda deducir un itinerario con punto de partida. Más tarde, le ayudaré a planear todos estos detalles. Forma parte de mis servicios, ya sabe. Otra cosa; debe comprar los sellos con bastante anterioridad. Un rollo de sellos de tres centavos, para que nadie les preste atención.
—¿Y a quién debo mandar los paquetes?
—Elija los nombres al azar en los listines telefónicos de las ciudades que visite. O bien, y no deja de ser un detalle, mándelos a trece empresarios de pompas fúnebres, uno de cada localidad. Esto puede despistar por completo a la policía. Empezarán a buscar personas que estén enemistadas con los enterradores, o darán caza a los necrófilos. Sea como fuere, estarán seguros de que el crimen ha sido obra de un psicópata. Cuando se enteren los periódicos y aireen la historia, puede estar seguro de que la pista se perderá en un laberinto de sórdido sensacionalismo. Dementes, maniáticos, y toda la gama. —Míster Cain inclinó la cabeza—. ¿Qué le parece mi plan? ¿Resulta bastante original para su paladar?
—Sí. Pero ¿está seguro de que no quedará ninguna pista?
—No, si lo planeamos todo cuidadosamente. Desde luego, usted debe asegurarse de tomar las precauciones elementales, como por ejemplo la de atraer a su víctima al lugar más a propósito. Y tendrá que ocuparse de la desaparición de sus, ejem, utensilios. Será mejor que los robe cuanto antes, en algún almacén de artículos domésticos, por ejemplo. Después, se desprende de ellos en algún puente, lejos ya de la ciudad. Pero podremos cuidar estos detalles a medida que se vayan presentando. Ante todo, debemos librarnos de las huellas dactilares. ¿Quiere hacerlo ahora o prefiere esperar a que hayan empezado sus vacaciones? Bien mirado, hoy es viernes. Si no trabaja los sábados, podríamos hacerlo ahora mismo. El fin de semana bastará para cicatrizar los dedos.
—¿De qué me está hablando?
—Ácido, muchacho. Un pequeño preparado propio. Elimina las ondas de modo que nadie puede tomar las huellas. Desde luego, también arranca parte de la piel, pero esto no puede evitarse. Y siento decirle que no tengo a mano ningún anestésico. Sin embargo, esta habitación es a prueba de ruidos, y si grita un poco nadie le oirá.
—¿Ácido? ¿Gritos? Oiga, esto no me…
El joven Abel se echó atrás, pero míster Caín hizo como si no lo viera y, abriendo un armario, sacó una botella, una palangana y una copa graduada. Trabajó con ello durante un rato y finalmente miró benévolo a su alumno a través de una nube de humo que despedía un olor acre.
—Venga —murmuró—. Le dolerá un poquitín, pero le prometo que no es nada si lo comparamos con las angustias de la electrocución. Le aseguro que la silla eléctrica da más cosquilleo, y disculpe mi chiste malo…
Pasó más de una semana desde el momento en que míster Abel salió de la librería con los dedos vendados y enguantados, hasta su brusca reaparición una tarde a última hora.
Había oscurecido ya y tuvo que golpear la puerta de la tienda durante un buen rato antes de que míster Caín fuese a abrirle.
Hizo pasar al joven a la trastienda, contemplando con curiosidad la bolsa de mano que éste llevaba, pero sin decir palabra hasta que ambos estuvieron sentados en la tranquila habitación posterior.
Entonces, el anhelo de saber lo sucedido se apoderó del librero.
—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó—. No volvió para recibir las últimas instrucciones. Estaba inquieto…
El joven Abel sonrió.
—No tenía por qué preocuparse. Sepa que sus sugerencias fueron perfectamente adecuadas para mis fines. El asunto ha sido un éxito rotundo.
—¿De modo que… que lo hizo? Pero ¿cuándo? No he visto ninguna noticia en los periódicos, nada…
—Volví a reflexionar sobre toda la cuestión. Su primera sugerencia, limitarme a estrangular a la víctima, me pareció más eficaz. Claro que aún tenía los dedos un poco doloridos, pero no se presentaron complicaciones. El asesinato en un callejón oscuro fue atribuído a cualquier maniático. Apenas mereció un par de líneas en la Prensa; no me extraña que le pasara inadvertido. Tenga, léalo.
Abel le entregó un recorte, y el anciano lo leyó con rapidez. Después levantó la vista, asintiendo.
—¿Conque el joven Driscoll, eh? Pero usted me había dicho que no me diría su nombre…
—Poco importa, ¿no cree? Él fue quien me envió aquí, y era un ex alumno suyo.
—Sí. Fue un caso de celos. Un rival le había quitado la novia. Aunque parezca extraño, no odiaba al hombre, quería matar a la chica. Ella vivía con su rival, y nos costó bastante ocultar su motivo para el asesinato. Finalmente, elaboramos un plan para que la muerte pareciera la obra de una personalidad psicópata. Empleamos el sistema del «bombardeo loco», como yo lo llamo, pero optamos por un autobús en vez de un avión. El truco consistió en colocar la bomba, no en su equipaje, cosa que habría podido inducir a una investigación de motivos, sino en la maleta de un soldado que regresaba al campamento después de gozar de un permiso. Localizamos a ese hombre en un momento oportuno y realizamos la faena. No le molestaré con detalles, pero todo funcionó a la perfección.
Abel asintió.
—Sí. Cuatro muertos y tres heridos. La chica murió, desde luego.
—Tiene usted una memoria excelente. Esto ocurrió hace más de dos años. —Míster Caín hizo una pausa—. ¿Acaso se lo contó él mismo?
—Él no me contó nada. Fueron suposiciones mías. Usted comprenderá que, al fin y al cabo, yo era su rival. La chica que él mató era mi chica.
—¡Oh, ya comprendo! No me extraña que deseara eliminarlo. Pues bien, ya está vengado.
—Sí.
—Y todo marcha bien cuando las cosas terminan bien.
—Pero es que no han terminado.
—¿No?
Míster Abel abrió su bolsa.
—Como usted mismo me explicó, usted fue el cómplice. Ayudó a montar el asesinato. Y por lo tanto…
Sacó a relucir un largo cuchillo y una media luna de carnicero.
—¡Oiga, espere! —gimoteó míster Caín—. ¡No puede hacer semejante cosa!
—Usted dijo que esta habitación es a prueba de ruidos. Nadie oirá los gritos, sobre todo si como primera providencia le golpeo en la cabeza.
Abel bloqueó la puerta y probó la media luna, que silbó en el aire de un modo satisfactorio.
—¡Pero es que yo apelo a usted, no como presunta víctima, sino como su profesor, su superior en experiencia! El plan que le di no puede tener éxito en mi caso.
—¿Por qué no? Dispongo de tiempo suficiente para efectuar el viaje. Es que le mentí, ¿sabe? Tengo dos semanas de vacaciones, no una.
—A pesar de ello, le descubrirán. En cualquier parte debe de haber alguien enterado de que usted me ha estado visitando cada noche. Y cuando yo desaparezca…
—Usted no desaparecerá. Por lo menos, no para siempre. Si alguien desea enterarse, usted estará de vacaciones durante una semana más o menos. Yo soy el que va a desaparecer.
—¿Dónde se ocultará?
—Aquí, en esta librería de lance. Desapareceré mediante un teñido de cabellos, un caminar vacilante, un bigote mal recortado y unas gafas.
—¿Ocupará usted mi lugar? ¿Para siempre?
—¿Por qué no? Puedo aprender a imitar su voz, a copiar su escritura. Con el tiempo, captaré sus demás características. Así podré atender a sus futuros clientes. Debe admitir que el autor de semejante plan tiene talento para hacer de instructor. Además, como voy a demostrarle dentro de un momento, tengo una ventaja práctica sobre usted. A mí no me asusta la visión de la sangre.
—No, no puede… ¡Es usted un psicópata!
—Todos los asesinos deben serlo. Y los profesores también.
—Pero…
La media luna interrumpió brutalmente sus palabras.
Fue una lástima que el ex profesor de míster Abel no pudiese sentir el orgullo pedagógico de ver cómo su alumno desempeñaba todas las etapas de su plan. Puesto que parte del mismo consistía en la transformación de míster Abel en míster Caín, el joven llegó hasta el punto de adoptar todas las pequeñas manías de su maestro, incluso la de sentir afición por los chistes macabros. Dentro de cada paquete preparado para ser echado al correo, metió la cubierta de un libro. Entre los títulos se contaban La anatomía de la melancolía, Los desnudos y los muertos y Un corazón solitario. Para el desmembrado torso reservó la portada de un libro de chistes titulado Sin pies ni cabeza.
Comprendió, desde luego, que existía un cierto riesgo, pero hasta un psicópata tiene derecho a hacer gala de un poquitín de humor inofensivo. Sobre todo cuando pretende, como pretendía el nuevo míster Caín, desarrollar el resto de su programa con toda sobriedad y regresar después para iniciar la sacrificada vida del pedagogo.
Y como era de esperar, así transcurrió todo. Una vez terminada su misión, regresó a la tienda y se escondió tras las gafas y el pelo teñido. Al cabo de breve tiempo, dominó los detalles de su existencia. Y pasadas unas semanas más, llegaron nuevos alumnos y la librería de lance reanudó sus negocios.
Se las puede ver en callejones de toda gran ciudad, y uno se pregunta a veces cómo se las arreglan sus propietarios para ganarse la vida.