LAS PALABRAS DE GURU - C. M. Kornbluth

Ayer, cuando iba a reunirme con Guru en el bosque, un hombre me detuvo y me dijo:

—Chico, ¿qué haces aquí a la una de la madrugada? ¿Sabe tu madre dónde estás? ¿Qué edad tienes para andar por ahí tan tarde?

Le miré y vi que tenía el pelo blanco, así que me eché a reír. Los viejos nunca ven; en realidad, los hombres nunca ven nada. A veces las mujeres jóvenes ven algo, pero los hombres casi nunca.

—Voy a cumplir doce años —le dije. Y a continuación, como no quería que viviera para que se lo contara a nadie, añadí—: Y estoy en la calle tan tarde porque voy a ver a Guru.

—¿Guru? —preguntó él—. ¿Quién es Guru? ¿Algún extranjero? Mal asunto enredarse con extranjeros, jovencito. ¿Quién es Guru?

Así que le dije quién era Guru, y justo cuando empezaba a hablar de revistas baratas y cuentos de hadas dije una de las palabras que me había enseñado Guru y dejó de hablar. Como era viejo y sus articulaciones estaban rígidas no se desmoronó, sino que se cayó de una pieza, golpeándose la cabeza contra una piedra. Luego seguí mi camino.

A pesar de que voy a cumplir doce años, sé muchas cosas que los mayores no saben. Y recuerdo cosas que no pueden recordar los otros niños. Recuerdo haber nacido de la oscuridad, y los ruidos que la gente hacía a mi alrededor. Luego, cuando cumplí dos meses, empezé a comprender que los ruidos significaban cosas como las que había en el interior de mi cabeza. Descubrí que también podía hacer aquellos ruidos, y todo el mundo se quedó muy sorprendido.

—¡Habla! —dijeron, una y otra vez—. ¡Y tan joven! Clara, ¿de dónde lo has sacado?

Clara era mi madre.

—Desde luego que no lo sé —solía decir—. Nunca ha habido ningún genio en mi familia, y seguro que tampoco en la de Joe.

Joe era mi padre.

Un día Clara me mostró a un hombre al que nunca había visto antes y me dijo que era periodista, que escribía cosas en los periódicos. El periodista intentó hablarme como si fuera un bebé corriente; ni siquiera le contesté, pero seguí mirándole a los ojos hasta que tuvo que apartar la vista y marcharse. Más tarde Clara me leyó un artículo del periódico, que se suponía era gracioso, sobre el periodista haciéndome preguntas muy complicadas y yo contestándole con ruidos de bebé. No era cierto, por supuesto. No le dije una sola palabra, y él tampoco me hizo ni una sola pregunta.

La oí leer el artículo, pero mientras la escuchaba me distraje mirando el bicho que reptaba por la pared. Cuando Clara terminó, le pregunté:

—¿Qué es esa cosa gris?

Ella miró a donde yo señalaba, pero no pudo ver nada.

—¿Qué cosa gris, Peter? —preguntó. La obligaba a llamarme por mi nombre completo, Peter, en vez de tonterías como Petey y similares—. ¿Qué cosa gris?

—Tiene el tamaño de tu mano. Clara, pero es blanda. No creo que tenga huesos. Está reptando, pero no veo que tenga cabeza en la parte superior. Y tampoco tiene patas.

Creo que se preocupó, pero intentó contentarme colocando la mano en la pared y tratando de encontrar dónde estaba. Yo le fui diciendo si estaba a la derecha o la izquierda de la cosa. Por fin, puso la mano justo encima. Y entonces me di cuenta de que no podía verla realmente, y que no creía que estuviera allí. Dejé de hablar sobre el tema y sólo le pregunté unos cuantos días más tarde:

—Clara, ¿cómo llamas a algo que una persona puede ver y otra no?

—Una ilusión, Peter —respondió—. Si te refieres a eso.

No dije nada, pero dejé que me llevara a la cama como de costumbre, y cuando apagó la luz y se marchó esperé un poco y llamé en voz baja.

—¡Ilusión! ¡Ilusión!

Guru apareció inmediatamente por primera vez. Se inclinó, como ha hecho desde entonces, y dijo:

—He estado esperando.

—No sabía que ésa era la manera de llamarte.

—Estaré dispuesto cada vez que me requieras. Te enseñaré, Peter…, si quieres aprender. ¿Sabes qué te enseñaré?

—Si me enseñas sobre la cosa gris de la pared, escucharé. Y si me enseñas sobre las cosas reales y las irreales, también.

—Muy pocos desean aprender esas cosas —dijo él, pensativo—. Y hay algunas que nadie desea aprender nunca. Y otras que no te enseñaré jamás.

Entonces yo dije:

—Aprenderé las cosas que nadie ha querido aprender nunca. Y también aprenderé las cosas que no quieres enseñarme.

Él sonrió burlonamente.

—Ha llegado un amo —dijo, medio en broma—. Un amo de Guru.

Fue así como aprendí su nombre. Y esa noche me enseñó una palabra que podía hacer unas cuantas cosas, como estropear la comida.

Desde aquel día hasta anoche, en que le vi por última vez, no ha cambiado nada, aunque ahora soy casi tan alto como él. Su piel sigue siendo tan seca y brillante como siempre, y su cara es aún huesuda, coronada por una cabeza de pelo negro y muy basto.

Cuando tenía diez años, me fui a la cama sólo el tiempo suficiente para hacer que Joe y Clara supusieran que me había quedado dormido. Dejé en mi lugar algo que aparece cuando digo una de las palabras de Guru y bajé por la tubería que está al lado de mi ventana. Siempre, desde que tenía ocho años, me ha resultado fácil subir y bajar por ella.

Me reuní con Guru en el parque de Inwood Hill.

—Llegas tarde —dijo.

—No demasiado —respondí yo—. Sé que nunca es demasiado tarde para una de estas cosas.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó bruscamente—. Es tu primera vez.

—Y puede que sea la última —repliqué—. No me gusta la idea. Si no aprendo nada nuevo la segunda vez, no vendré más.

—No sabes cómo es —dijo él—. Las voces, y los cuerpos resbaladizos de ungüento, saltando las llamas; ¡el ritual de la mente! No podrás tener idea hasta que hayas formado parte.

—Ya veremos —dije—. ¿Podemos marcharnos de aquí?

—Sí —contestó.

Entonces me enseñó la palabra que necesitaba saber y los dos la pronunciamos juntos.

El lugar donde aparecimos a continuación estaba lleno de luces rojas, y creo que las paredes eran de roca. Aunque, por supuesto, no se veía nada, y por eso las luces sólo parecían rojas y no era roca auténtica.

Mientras nos acercábamos al fuego, una de ellas nos detuvo.

—¿Quién viene contigo? —preguntó, llamando a Guru por otro nombre. No sabía que también era la persona que llevaba ese nombre, pues era muy poderoso.

Él me miró de reojo y entonces dijo:

—Éste es Peter, del que tanto os he hablado.

Ella me miró y sonrió, estirando sus brazos aceitosos.

—¡Ah! —dijo en voz baja, como los gatos cuando me hablan de noche—. ¡Ah, éste es Peter! ¿Vendrás a mí cuando te llame, Peter? ¿Y me llamarás a veces, en la oscuridad, cuando estés solo?

—¡No hagas eso! —dijo Guru, empujándola bruscamente—. Es muy joven…, podrías echarlo a perder.

Ella chilló a nuestras espaldas:

—Guru y su pupilo… ¡bonita pareja! Chico, no es más real que yo… ¡Tú eres lo único que hay real aquí!

—No la escuches —dijo Guru—. Está furiosa. Siempre se vuelven irritables cuando llega esta época.

Entonces nos acercamos al fuego y nos sentamos sobre las rocas. Estaban matando animales y pájaros y hacían extrañas cosas con sus cuerpos. La sangre era recogida en un cuenco de piedra, que pasaba a través de la multitud. La que estaba a mi izquierda me lo tendió.

—Bebe —dijo, sonriéndome y mostrándome sus finos dientes blancos.

Bebí dos sorbos y se lo pasé a Guru.

Cuando el cuenco dio toda la vuelta, nos quitamos la ropa. Algunos, como Guru, no llevaban, pero muchos otros sí. La que estaba sentada a mi izquierda se acercó más, jadeando pesadamente en mi cara. Me aparté.

—Dile que pare, Guru —dije—. Sé que esto no forma parte del ritual.

Guru le habló bruscamente en su propia lengua, y ella cambió de asiento, gruñendo.

Entonces todos empezamos a cantar, batiendo palmas y golpeándonos en los muslos. Una de ellas se levantó muy despacio y se puso a dar vueltas en torno al fuego, haciendo girar los ojos salvajemente. Abría la boca y cruzaba los brazos con tanta brusquedad que podía oír cómo le crujían los codos. Aun arrastrando los pies contra el suelo de roca, arqueó el cuerpo hacia atrás. Los músculos de su vientre eran bandas que casi se salían de la piel, y el aceite chorreaba por su cuerpo y sus piernas. Cuando tocó el suelo con las palmas de las manos, se derrumbó y comenzó a gemir débilmente contra el firme canto y las palmas que los demás seguíamos dando. Otra hizo lo mismo, y cantamos más fuerte para ella y aún más fuerte para la tercera. Entonces, mientras aún golpeábamos nuestras manos y muslos, una de ellas alzó a la tercera, la colocó sobre el altar y la despachó con un cuchillo de piedra. La luz del fuego resplandeció en el borde dentado de obsidiana. A medida que la sangre chorreaba por el canal, como una tubería en la roca del altar, detuvimos nuestro canto y los fuegos se apagaron.

Pero aún pudimos seguir viendo qué sucedía, porque estas cosas, por supuesto, no estaban sucediendo. En realidad, sólo parecían suceder, puesto que toda la gente y las cosas que allí había sólo parecían ser lo que eran. Únicamente yo era real. Por eso me deseaban tanto.

Cuando el último de los fuegos se extinguió, Guru susurró con excitación:

—¡La Presencia! —Estaba profundamente conmovido.

La Presencia surgió de la piscina de sangre producida por el cuerpo de la tercera bailarina. Era más alto que nadie, y cuando habló su voz fue más profunda, y cuando dio sus órdenes, éstas fueron obedecidas.

—¡Que haya sangre! —ordenó, y nos arañamos con piedras.

La Presencia sonrió y mostró unos dientes más grandes, más afilados y más blancos que los de ningún otro.

—¡Haced agua! —ordenó, y todos nos escupimos mutuamente.

La Presencia aleteó e hizo girar los ojos, que eran más rojos y más grandes que los de ningún otro.

—¡Pasad la llama! —ordenó, y respiramos humo y fuego.

La Presencia se puso en pie y dejó que llamas azules surgieran de su boca, y fueron más grandes y más salvajes que las de ningún otro.

Entonces regresó a la piscina de sangre y encendimos los fuegos de nuevo. Guru le miraba fijamente; le agarré del brazo. Se inclinó hacia mí como si nos viéramos por primera vez esa noche.

—¿En qué estás pensando? —le pregunté—. Tenemos que irnos ahora.

—Sí —dijo él pesadamente—. Ahora nos vamos —y pronunció la palabra que nos trajo aquí.

El primer hombre al que maté fue al hermano Paul, en el colegio a donde iba a aprender las cosas que no me enseñaba Guru.

Fue hace menos de un año, pero me parece que sucedió hace mucho tiempo. He matado a tantos desde entonces…

—Eres un chico brillante, Peter —dijo el hermano.

—Gracias, hermano.

—Pero hay cosas en ti que no comprendo. Normalmente se lo preguntaría a tus padres, pero… creo que ellos tampoco lo comprenden. Fuiste un niño prodigio, ¿verdad?

—Sí, hermano.

—No hay nada de raro en esto…, cuestión de glándulas, según tengo entendido. ¿Sabes lo que son?

Entonces me alarmé. Había oído hablar de ellas, pero no estaba seguro de si eran los hombrecillos verdes que sólo llevaban metal o las cosas con muchas patas con las que hablaba en los bosques.

—¿Cómo lo ha averiguado? —le pregunté.

—¡Pero Peter! ¡Pareces terriblemente asustado, muchacho! No sé mucho sobre el tema, pero el padre Frederick sí. Tiene un montón de libros sobre ellas, aunque a veces dudo que él mismo los crea.

—No son libros buenos, hermano —dije—. Deberían ser quemados.

—Eso es una salvajada, hijo mío. Pero volviendo a tu problema…

No pude dejar que siguiera sabiendo lo que sabía sobre mí. Dije una de las palabras que Guru me había enseñado y al principio pareció sorprenderse mucho y luego sufrir un gran dolor. Se derrumbó sobre la mesa y le tomé el pulso para asegurarme, porque no había empleado la palabra antes. Pero estaba muerto.

Escuché pasos fuera y me hice invisible. Entró el corpulento padre Frederick y estuve a punto de matarle con la palabra, pero sabía que aquello iba a resultar muy raro. Decidí esperar, y crucé la puerta mientras el padre Frederick se inclinaba sobre el monje muerto. Pensaba que estaba dormido.

Recorrí el pasillo hasta el despacho lleno de libros del robusto sacerdote y, trabajando rápidamente, apilé todos sus libros en el centro de la habitación y los encendí con mi aliento. Luego bajé al patio y volví a hacerme visible cuando no miraba nadie. Fue muy fácil. Al día siguiente, maté a un hombre cuando pasé junto a él por la calle.

Había una niña llamada Mary que vivía cerca de nosotros. Entonces tenía catorce años, y la deseaba, como las de la Caverna, fuera del tiempo y el espacio, me habían deseado a mí.

Así que, cuando vi a Guru y éste se hubo inclinado ante mí, se lo conté, y él me miró con gran sorpresa.

—Estás creciendo, Peter.

—Sí, Guru. Y llegará el momento en que tus palabras no sean suficientemente fuertes para mí.

Él se echó a reír.

—Vamos, Peter —dijo—. Sígueme si quieres. Hay algo por hacer —se lamió los labios delgados y púrpura y dijo—: Ya te he dicho cómo será.

—Iré —respondí—. Enséñame la palabra.

Así, él me enseñó la palabra y la pronunciamos juntos.

El lugar al que fuimos a continuación no se parecía a ninguno de los otros lugares a los que Guru me había llevado antes. Era un No-lugar. Antes siempre había habido el pasaje parecido de tiempo y materia, pero aquí no había ni siquiera eso. Aquí Guru y los otros se despojaron de sus formas y fueron lo que eran. El No-lugar era el único sitio donde podían hacer esto.

No era como la Caverna, pues la Caverna había estado fuera del tiempo y el espacio, y este lugar no tenía espacio suficiente ni siquiera para eso. Era el No-lugar.

No merece la pena contar lo que sucedió allí, pero me presentaron a algunos que nunca salían de allí. Todo les llegaba mientras existían. No tenían color ni apariencia de color, ni aspecto de forma.

Allí aprendí que eventualmente me uniría a ellos; que había sido seleccionado como el único de mi planeta que podía habitar en el No-lugar sin estar en él eternamente.

Guru y yo, tras decir la palabra, nos marchamos.

—¿Bien? —preguntó Guru mirándome a los ojos.

—Estoy deseando —dije—. Pero ahora enséñame la palabra.

—¡Ah! —sonrió él—. ¿La chica?

—Sí. La palabra que significará tanto para ella.

Todavía sonriendo, me enseñó la palabra.

Mary, que tenía catorce años, tiene ahora quince y dicen que está incurablemente loca.

Anoche volví a ver a Guru por última vez. Se inclinó mientras me acercaba a él.

—Peter —dijo cálidamente.

—Enséñame la palabra.

—No, es demasiado tarde.

—Enséname la palabra.

—Puedes retirarte… Con lo que sabes, puedes ser amo de este mundo. ¡Oro sin cuento, riquezas y gemas, Peter! ¡Rico terciopelo…, alfombras repujadas!

—Enséñame la palabra.

—Piensa, Peter, en la casa que podrías construir. Podría ser de mármol blanco, y cada losa centrada por un brillante rubí. Su puerta podría ser de oro forjado y podrías construirla en torno a una torre de mármol que se alzara en el cielo milla tras milla. Podrías ver las nubes flotar bajo tus ojos.

—Enséñame la palabra.

—Tu lengua podría saborear las uvas que saben como plata fundida. Podrías oír siempre la canción del ruiseñor y la alondra que suena como la estrella del amanecer convertida en música. El perfume de los nardos que florecerán dentro de mil años podría estar siempre en tu olfato. Tus manos podrían acariciar el plumón de los cisnes púrpura del Himalaya, que es más suave que una nube a la puesta del sol.

—Enséñame la palabra.

—Podrías poseer mujeres cuya piel fuera de negro ébano o de blanca nieve. Mujeres que fueran duras como piedras o suaves como nubes.

—Enséñame la palabra.

Guru hizo una mueca y dijo la palabra.

Ahora no sé si diré la palabra, la última que me enseñó Guru, hoy o mañana o dentro de un año.

Es una palabra que hará estallar este planeta como un cartucho de dinamita en una manzana podrida.