EL BLANCO Y EL NEGRO - Voltaire (François-Marie Arouet)

Todos en la provincia de Candahar conocían la aventura del joven Rustán. Era hijo único de un mirza del lugar, que viene a ser como marqués entre los franceses o barón entre los alemanes. El mirza, su señor padre, poseía un bien ganado caudal. Debía casarse el joven Rustán con una doncella o mirzesa de su condición. Ambas familias lo deseaban ardientemente. Debía procurar el consuelo de sus padres, hacer feliz a su mujer y serlo con ella.

Pero para su desgracia había visto a la princesa de Cachemira en la feria de Kabul, que es la más considerable feria del mundo, incomparablemente más concurrida que las de Rasora y Astracán. Y he aquí por qué el anciano príncipe de Cachemira había acudido a la feria con su hija. Había perdido las dos piezas más raras de su tesoro: una era un diamante grande como el pulgar, en el que estaba grabado el retrato de su hija mediante un arte que los indios dominaban entonces y luego se perdió; la otra era un venablo que iba por sí mismo adonde uno quería, lo cual no es cosa muy extraordinaria entre nosotros, pero que lo era en Cachemira.

Un faquir de Su Alteza le robó aquellas dos alhajas, se las llevó a la princesa y le dijo: «Guardad con sumo cuidado estas dos piezas, vuestro destino depende de ellas.» Marchóse al punto y nunca más lo vieron. El duque de Cachemira, decidió en último extremo acudir a la feria de Kabul, por si de entre los mercaderes que allí se daban cita procedentes de todos los rincones del mundo no habría alguno que tuviera su diamante y su arma. Llevaba consigo a su hija en todos sus viajes. Traía ésta su diamante bien oculto en el cinturón, pero el venablo, como no podía ocultarlo, lo había dejado en Cachemira bien cerrado en su gran cofre de China.

Rustán y la princesa se vieron en Kabul y se enamoraron con toda la ingenuidad de su edad y toda la ternura de su país. La princesa, en prenda de su amor, le dio su diamante y Rustán le prometió al marcharse que iría a verla en secreto a Cachemira.

El joven mirza tenía dos favoritos que le servían de secretarios, escuderos, maestresalas y ayudas de cámara. Uno se llamaba Topacio: era hermoso, de gran prestancia, blanco como una circasiana, dulce y servicial como un armenio, prudente como un guebro. El otro tenía por nombre Ébano: era un negro muy bonito, más diligente, más ingenioso que Topacio, y que nada hallaba difícil. Les comunicó el proyecto de su viaje. Topacio intentó disuadirlo con el celo circunspecto de un criado que no quiere contrariar a su señor. Le hizo ver cuánto arriesgaba. ¿Cómo iba a dejar a dos familias sumidas en la desesperación? ¿Cómo iba a hundir un puñal en el corazón de sus padres? Hizo titubear a Rustán, pero Ébano le dio nuevas fuerzas y disipó todos sus escrúpulos.

El mozo carecía de dinero para un viaje tan largo. El discreto Topacio no iba a pedir prestado para él; Ébano halló la solución. Sustrajo con destreza el diamante de su amo, hizo hacer una copia idéntica, que dejó en su lugar, y dio el verdadero en prenda a un armenio por varios miles de rupias.

Cuando el marqués tuvo sus rupias se preparó enseguida el viaje. Cargaron un elefante con su equipaje y montaron a caballo.

Dijo Topacio a su amo: «Me he tomado la libertad de haceros amonestaciones sobre vuestra empresa. Pero, tras haberos amonestado, debo obedecer. Os pertenezco, os quiero, os seguiré hasta el fin del mundo. Pero de camino consultemos el oráculo que está a dos parasangas de aquí.» Rustán consintió en ello. El oráculo respondió: Si vas hacia oriente estarás en occidente. Rustán no comprendió en absoluto aquella respuesta. Topacio sostuvo que no contenía nada bueno. Ébano, siempre complaciente, le convenció de que era muy favorable.

Había otro oráculo en Kabul y fueron allí.

El oráculo de Kabul contestó con estas palabras: Si posees, no poseerás; si resultas vencedor, no vencerás; si eres Rustán no lo serás. Aquel oráculo pareció más indescifrable aunque el otro. «Tened mucho cuidado», decía Topacio. «Nada temáis», decía Ébano, y este ministro, como es fácil de adivinar, tenía siempre razón para su amo, cuya pasión y esperanza fomentaba.

Al salir de Kabul cruzaron un extenso bosque, se sentaron a comer en la hierba y dejaron pacer a los caballos. Iban a descargar el elefante que traía el almuerzo y el servicio cuando advirtieron que Topacio y Ébano no se hallaban con la caravana. Los llaman, resuenan en el bosque los nombres de Ébano y Topacio. Los criados los buscan por todas partes y llenan el bosque con sus gritos. Vuelven sin haber visto nada, sin que nadie les haya respondido. «Sólo hemos encontrado un buitre que luchaba con un águila y le arrancaba todas las plumas», dijeron a Rustán. El relato de aquel combate picó la curiosidad de Rustán. Fue a pie hasta el lugar, pero no vio buitre ni águila, sólo a su elefante, cargado aún con el equipaje, que era atacado por un rinoceronte.

Uno golpeaba con su cuerno y el otro con su trompa. El rinoceronte abandonó a su presa al ver a Rustán. Se llevaron al elefante pero no hallaron los caballos. «¡Qué extrañas cosas ocurren en los bosques cuando se viaja!», exclamó Rustán. Los criados estaban consternados y su dueño presa de desesperación por haber perdido al mismo tiempo a sus caballos, a su querido negro y al discreto Topacio.

La esperanza de hallarse pronto a los pies de la bella princesa de Cachemira lo consolaba, cuando encontró un gran asno rayado, al que daba de palos un patán fornido y terrible. No hay nada tan hermoso, tan raro y tan ligero en la carretera como los asnos de esta especie. Éste respondía a los repetidos golpes del villano con coces que hubiesen podido arrancar un roble de raíz. El joven mirza, como es lógico, tomó el partido del asno, que era una criatura encantadora.

El patán huyó diciendo al asno: «Ya me las pagarás.» El asno dio las gracias a su liberador en su lengua, se acercó, se dejó acariciar y acarició. Rustán montó en él después de almorzar y tomó el camino de Cachemira con sus criados, que le seguían a pie o montados en el elefante.

Pero apenas estuvo sobre el asno, el animal volvió grupas hacia Kabul en lugar de seguir el camino de Cachemira. Por más que su amo girara la brida, diera tirones, apretara las rodillas, picara espuelas, soltara la brida, tirara hacia sí, azotara a diestra y siniestra, el tozudo animal seguía corriendo hacia Kabul.

Rustán sudaba, se debatía y se desesperaba cuando encontró a un camellero que le dijo: «Mi señor, tenéis un asno muy malicioso que os lleva adonde no deseáis ir; si queréis cedérmelo os daré a cambio los cuatro camellos que elijáis.» Rustán agradeció a la Providencia el haberle deparado tan buen negocio. «Cuánto se había equivocado Topacio al decirme que mi viaje sería desgraciado», decía. Montó el camello más hermoso y los otros tres le siguieron, se reunió con su caravana y se puso de nuevo en camino de su felicidad.

No bien había recorrido cuatro parasangas cuando lo detuvo un torrente profundo, ancho e impetuoso, que arrastraba peñascos cubiertos de espuma. Sus dos orillas eran horribles precipicios que asombraban la mirada y helaban el corazón. No había medio alguno para pasar, ni por la izquierda ni por la derecha. «Empiezo a temer, dijo Rustán, que Topacio tuviera razón al censurar mi viaje, y que yo me equivoqué al emprenderlo, y si todavía estuviera aquí podría darme buenos consejos. Si tuviera a Ébano me consolaría y encontraría algún recurso, pero todo me falta.» Su confusión aumentaba con la consternación de su gente. La noche era muy oscura y la pasaron en lamentaciones. El cansancio y el abatimiento terminaron por vencer al enamorado viajero. Se despertó al amanecer y vio un magnífico puente de mármol construido sobre el torrente de una a otra orilla.

Todo fueron exclamaciones, gritos de asombro y de júbilo. ¿Será posible? ¿Es un sueño? ¡Qué prodigio! ¡Qué encantamiento! ¿Nos atreveremos a pasar? Todo el cortejo se hincaba de rodillas, se levantaba, iba hasta el puente, besaba el suelo, miraba al cielo, extendía los brazos, apoyaba el pie temblando, iba y venía, estaba en éxtasis. Y Rustán decía: «Con esto el cielo me favorece. Topacio no sabía lo que decía. Los oráculos me son favorables. Ébano llevaba razón. Pero ¿por qué no estará aquí?»

No bien estuvo la comitiva al otro lado del torrente el puente se vino abajo con espantoso estruendo. «¡Tanto mejor, tanto mejor!, exclamó Rustán. ¡Alabado sea Dios, bendito sea el cielo! No quiere que regrese a mi país, donde no habría pasado de simple hidalgo. Quiere que me case con la que adoro. Seré príncipe de Cachemira y así, al poseer a mi amada no poseeré mi pequeño marquesado de Candahar. Seré Rustán y no lo seré, pues me convertiré en un gran príncipe: ya está una gran parte del oráculo explicada a mi favor, el resto se explicará del mismo modo. ¡Qué dichoso soy! Pero ¿por qué no está Ébano junto a mí? Lo echo de menos mil veces más que a Topacio.»

Avanzó todavía algunas parasangas con la mayor alegría. Pero, al caer la tarde, una muralla de montañas más empinadas que una contraescarpa y más altas de lo que habría sido la torre de Babel, si se hubiera terminado, cortaron totalmente el paso a la caravana, presa de temor.

Todos exclamaron: «Dios quiere que perezcamos aquí, ha roto el puente para privarnos de todo medio de avanzar. ¡Oh Rustán! ¡Oh marqués desdichado! Nunca veremos Cachemira ni regresaremos a la tierra de Candahar.»

El más intenso dolor, el abatimiento más abrumador sucedían en el ánimo de Rustán a la inmoderada alegría que había sentido, a las esperanzas con que se había embriagado. Bien lejos estaba de interpretar las profecías a su favor. «¡Oh cielo! ¡Oh Dios paternal! ¡Haber tenido que perder a mi amigo Topacio!»

Mientras pronunciaba aquellas palabras, acompañadas de profundos suspiros y abundantes lágrimas, entre sus desesperados criados, he aquí que el pie de la montaña se abre y una larga galería abovedada, iluminada con cien mil antorchas se presenta ante sus asombrados ojos. Y hete aquí a Rustán exclamándose y a su gente hincándose de rodillas y cayendo de espaldas de asombro y gritando «¡Milagro!» y diciendo: «Rustán es el favorito de Visnú, el amado de Brahma: será el dueño del mundo.» Rustán lo creía, estaba fuera de sí, como elevado por encima de sí mismo. «¡Ah, Ébano, querido Ébano! ¿Dónde estáis? ¿Por qué no sois testigos de todas estas maravillas? ¿Cómo os he perdido? Hermosa princesa de Cachemira, ¿cuándo volveré a ver vuestros encantos?»

Avanza con sus criados, su elefante y sus camellos bajo la bóveda de la montaña, al final de la cual entra en un prado esmaltado de flores y rodeado de arroyos; y al final del prado alamedas sin fin, y más allá de las alamedas un río, en cuyas orillas se hallan mil quintas de recreo con deliciosos jardines. Oye por doquier conciertos de voces e instrumentos, ve que hay bailes. Se apresura a cruzar uno de los puentes del río y pregunta al primer hombre que encuentra: «¿Cuál es este hermoso país?»

Su interlocutor le contestó: «Os halláis en la provincia de Cachemira, veis a sus habitantes entregados a la alegría y a los placeres pues celebramos los desposorios de nuestra bella princesa que va casarse con el señor Barbabú, a quien su padre la ha prometido. ¡Que Dios haga perpetua su felicidad!» Al oír aquellas palabras Rustán cayó desvanecido y el señor cachemiro creyó que sufría ataques de epilepsia. Hizo que lo llevaran a su casa, donde permaneció largo rato sin sentido. Fueron a llamar a los dos médicos más diestros de la comarca. Tomaron el pulso al enfermo el cual, volviendo algo en sí, prorrumpía en sollozos, ponía los ojos en blanco y exclamaba de vez en cuando: «¡Topacio, Topacio, cuánta razón teníais!»

Uno de los médicos dijo al ser cachemiro: «Veo por su acento que es un mozo de Candahar a quien sientan mal los aires de nuestro país. Hay que mandarlo a su tierra. Veo por sus ojos que se ha vuelto loco, confiádmelo, lo llevaré a su patria y lo curaré.» El otro médico aseguró que sólo estaba enfermo de pesar, que había que llevarlo a la boda de la princesa y hacer que bailara.

Mientras deliberaban el enfermo recobró sus fuerzas. Despidieron a los dos médicos y Rustán se quedó a solas con su anfitrión. «Señor, le dijo, os pido perdón por haberme desvanecido ante vos, ya sé que no resulta muy cortés. Os suplico que aceptéis mi elefante como agradecimiento por las bondades con las que me habéis honrado.» Luego le contó todas sus aventuras, guardándose mucho de hablarle del motivo de su viaje.

«Pero, en nombre de Visnú y de Brahma, le dijo, decidme quién es ese afortunado Barbabú que desposa a la princesa de Cachemira, por qué su padre lo ha elegido como yerno y por qué la princesa lo ha aceptado como esposo. —Señor, díjole el cachemiro, la princesa no ha aceptado en absoluto a Barbabú, antes bien, está sumida en llanto mientras toda la provincia celebra su boda con alegría. Se ha encerrado en la torre de su palacio y no quiere presenciar ninguno de los festejos que se celebran en su honor.» Rustán, al oír aquellas palabras, se sintió renacer. El brillo de sus colores, que el dolor había apagado, reapareció de nuevo en su rostro. «Decidme, os lo ruego, por qué el príncipe de Cachemira se obstina en dar a su hija a ese Barbabú con el que no quiere saber nada.

—Esto es lo que ha sucedido, respondió el cachemiro. ¿Sabéis que nuestro augusto príncipe había perdido un gran diamante y un venablo que tenía en sumo aprecio?

—Muy bien lo sé, dijo Rustán. —Sabed, pues, dijo el anfitrión, que nuestro príncipe, desesperado al no tener noticias de sus dos alhajas, tras haberlas hecho buscar por toda la tierra, prometió su hija a quien le trajera una de las dos. Ha llegado un tal señor Barbabú provisto de un diamante y mañana se casa con la princesa.»

Rustán palideció, tartamudeó un cumplido, se despidió de su anfitrión y corrió en su dromedario a la capital donde debía celebrarse la ceremonia. Llega al palacio del príncipe, dice que tiene algo importante que comunicarle, solicita una audiencia, pero le responden que el príncipe está ocupado con los preparativos de la boda. «De eso precisamente vengo a hablarle», dice. Tanto insiste que al final lo dejan entrar: «Señor, dice, que Dios corone vuestros días de gloria y magnificencia. Vuestro yerno es un bellaco.

—¡Cómo un bellaco! ¿Cómo os atrevéis? ¿Así se habla a un duque de Cachemira del yerno que ha elegido? —Sí, un bellaco, repuso Rustán, y para probarlo a Vuestra Alteza aquí os traigo vuestro diamante.»

El duque, asombrado, confrontó ambos diamantes, pero como no entendía del asunto, no pudo decir cuál era el verdadero.

«Hay dos diamantes y sólo tengo una hija, dijo: ¡en qué apuro me veo!» Hizo llamar a Barbabú y le preguntó si lo había engañado. Barbabú juró que había comprado el diamante a un armenio, el otro no decía de dónde procedía el suyo. Propuso una solución: que Su Alteza se dignara hacerle luchar al punto con su rival. «No basta con que vuestro yerno dé un diamante, dijo, debe también dar pruebas de valor. ¿No os parece bien que el que dé muerte al otro se case con la princesa? —De primera, respondió el príncipe, será un bonito espectáculo para la corte. Batíos enseguida, el vencedor tomará las armas del vencido, según la costumbre de Cachemira, y se casará con mi hija.»

Ambos pretendientes bajan al instante al patio. En la escalera había una urraca y un cuervo. El cuervo gritaba: «Batíos, batíos.» y la urraca: «No os batáis.» Aquello hizo sonreír al príncipe y los rivales apenas lo tomaron en cuenta. El combate comenzó, todos los cortesanos se dispusieron en círculo a su alrededor. La princesa, que continuaba encerrada en su torre, no quiso asistir al espectáculo; no podía ni siquiera imaginar que su amado estuviera en Cachemira y sentía tanta repugnancia por Barbabú que no quería ver nada. El combate transcurrió de maravilla: Barbabú cayó muerto y el pueblo quedó encantado, porque era feo y Rustán muy guapo. Eso es lo que muy a menudo decide el favor del público.

El vencedor se enfundó la cota de malla, la banda y el casco del vencido y se dirigió, seguido de toda la corte y a los sones de una marcha, a las ventanas de su amada.

Todos gritaban: «Bella princesa, venid a ver a vuestro apuesto marido que ha dado muerte a su rival.» Sus doncellas repetían las mismas palabras. La princesa se asomó a la ventana para su desgracia y, al ver la armadura de un hombre al que detestaba, corrió desesperada a su cofre de China y arrojó el venablo fatal que fue a atravesar a su querido Rustán, que estaba sin coraza. Dio un tremendo grito y por aquel grito la princesa creyó reconocer la voz de su desdichado amante.

Baja desmelenada, con la muerte en los ojos y el corazón. Rustán yacía ensangrentado en brazos de su padre. Lo ve. ¡Qué instante, que horror, qué reconocimiento cuyo dolor, ternura y espanto no pueden expresarse! Se arroja sobre él, lo besa, «Recibes, le dice, los primeros y últimos besos de tu amada y de tu asesina.» Retira el dardo de la herida, se lo clava en el corazón y muere sobre el amante que adora. El padre, despavorido, fuera de sí, a punto de morir como ella, intenta en vano devolverla a la vida, pero ya no existía. Maldice el dardo fatal, lo hace mil pedazos, arroja lejos de sí los diamantes funestos. Y mientras preparan los funerales de su hija en lugar de su boda, ordena llevar a palacio al ensangrentado Rustán que conservaba todavía un soplo de vida.

Lo llevan a una cama. Lo primero que ve a ambos lados de su lecho de muerte es a Topacio y a Ébano. Su sorpresa le devolvió algunas fuerzas. «¡Ah, crueles!, ¿por qué me habéis abandonado? Tal vez la princesa viviera aún si hubieseis estado junto al desdichado Rustán. —No os he abandonado ni un solo instante, dijo Topacio. —He estado siempre junto a vos, añadió Ébano.»

«Pero ¿qué decís? ¿Por qué os burláis en mis últimos momentos?, preguntó Rustán con voz lánguida. —Podéis creerme, dijo Topacio. Ya sabéis que nunca aprobé ese viaje fatal cuyas horribles consecuencias preveía. Yo era el águila que luchaba con el buitre y era desplumada, yo era el elefante que se llevaba el equipaje para obligaros a volver a vuestra patria, yo el asno rayado que os llevaba contra vuestra voluntad junto a vuestro padre, yo he dispersado a vuestros caballos, yo he formado el torrente que os impedía el paso, yo he levantado la montaña que os cerraba un camino tan funesto, yo era el médico que os aconsejaba el aire natal, yo la urraca que os gritaba que no luchaseis. —Y yo, dijo Ébano, yo era el buitre que desplumaba al águila, el rinoceronte que daba cien cornadas al elefante, el villano que golpeaba al asno rayado, el mercader que os daba camellos para correr hacia vuestra perdición; yo he construido el puente por el que habéis pasado, yo he horadado el túnel por el que habéis cruzado, yo era el médico que os daba ánimo para avanzar, el cuervo que os gritaba que os batierais.»

«¡Ay!, acuérdate de los oráculos, dijo Topacio: Si vas a oriente estarás en occidente.

—Sí, dijo Ébano, aquí entierran a los muertos con el rostro vuelto a occidente: el oráculo estaba claro, ¿no lo has comprendido? Has poseído y no poseías, pues tenías el diamante, pero era falso y tú lo ignorabas. Eres vencedor y mueres, eres Rustán y dejas de serlo: todo se ha cumplido.»

Mientras así hablaba, cuatro alas blancas cubrieron el cuerpo de Topacio y cuatro alas negras el de Ébano. «¿Qué veo?», exclamó Rustán. Topacio y Ébano respondieron a un tiempo: «Ves a tus dos genios.

—Pero, caballeros, ¿por qué os teníais que meter?, les dijo el desdichado Rustán, ¿y por qué dos genios para un pobre hombre?

—Es la ley, dijo Topacio, cada hombre tiene sus dos genios. Platón fue el primero en decirlo y otros lo han repetido luego. Ya ves que no hay nada más cierto: yo soy tu genio bueno y mi misión era velar por ti hasta el último instante de tu vida; lo he cumplido fielmente. —Pero, dijo el moribundo, si tu empleo era el de servirme, soy de una naturaleza muy superior a la tuya. Y, además, ¿cómo te atreves a decirme que eres mi genio bueno cuando has dejado que me equivocara en todo cuanto emprendía y me dejas morir, y a mi amada, de la manera más miserable? —¡Ay!, era tu destino, dijo Topacio. —Si el destino lo hace todo, dijo el moribundo, ¿para qué sirve un genio? Y tú, Ébano, con tus cuatro alas negras, serás sin duda mi genio malo. —Vos lo habéis dicho, respondió Ébano. —¿Y tú eras también el genio malo de mi princesa? —No, ella tenía el suyo, y lo he secundado perfectamente. —¡Ah, maldito Ébano! Si eres maligno no pertenecerás al mismo dueño que Topacio. ¿Habéis sido formados ambos por dos principios distintos, uno bueno y otro malo por naturaleza? —No es una consecuencia, dijo Ébano, aunque es una gran dificultad. —No es posible, repuso el agonizante, que un ser benéfico haya engendrado un ser tan funesto. —Posible o no, replicó Ébano, las cosas son como te las digo.

—¡Ay!, dijo Topacio, pobre amigo mío, ¿no ves que ese bribón tiene aún la malicia de hacerte discutir para encender tu sangre y precipitar la hora de tu muerte? —Déjame, no estoy mucho más contento de ti que de él, dijo el triste Rustán: por lo menos confiesa que ha querido hacerme daño, mientras que tú, que pretendías defenderme, no me has servido de nada. —De eso me quejo, dijo el genio bueno. —Y yo también, dijo el moribundo. Hay algo en toda esta historia que no comprendo. —Ni yo tampoco, dijo el pobre del genio bueno. —Lo voy a saber dentro de muy poco, dijo Rustán. —Eso está por ver», dijo Topacio. Entonces todo desapareció. Rustán volvió a hallarse en casa de su padre, de donde no había salido, y en su lecho, donde había dormido una hora.

Se despierta sobresaltado, bañado en sudor, desconcertado. Se palpa, llama, grita, toca la campanilla. Su ayuda de cámara Topacio acude en gorro de dormir y bostezando. «¿Estoy muerto, estoy con vida?, exclamó Rustán. ¿Se salvará la hermosa princesa de Cachemira?… —El señor está soñando, respondió fríamente Topacio.

—¡Ay!, exclama Rustán, ¿qué ha sido de ese bárbaro de Ébano con sus cuatro alas negras? A él le debo esta muerte tan cruel.

—Lo he dejado arriba roncando, señor, ¿queréis que le ordene que baje? —¡Desalmado! Seis meses hace que me persigue, él me llevó a la feria de Kabul, él me birló el diamante que me había dado la princesa, es el único causante de mi viaje, de la muerte de mi princesa y del flechazo del que muero en la flor de mi edad.

—Tranquilizaos, le dijo Topacio, no habéis estado nunca en Kabul, no existe ninguna princesa de Cachemira, su padre sólo tuvo dos chicos que están ahora en el colegio. Nunca habéis tenido diamantes, la princesa no puede haber muerto porque no ha nacido y vos estáis de maravilla.

—¡Cómo! ¿No es cierto que me asistías en el momento de mi muerte en el lecho del príncipe de Cachemira? ¿No me has confesado que, para preservarme de tantos peligros, habías sido águila, elefante, asno rayado, médico y urraca? —Señor, todo eso lo habéis soñado: nuestras ideas no dependen más de nosotros en el sueño que en la vigilia. Dios ha querido que esa sarta de ideas os haya pasado por la imaginación para daros, a lo que parece, alguna instrucción que pueda resultaros provechosa.

—Te burlas de mí, repuso Rustán. ¿Cuánto tiempo he dormido? —No habéis dormido más de un hora, señor. —Pues bien, maldito parlanchín, ¿cómo quieres que en una hora haya estado en la feria de Kabul de hace seis meses, haya vuelto, haya hecho el viaje de Cachemira y hayamos muerto Barbabú, la princesa y yo? —Señor, nada hay más sencillo ni más común, y habríais podido dar la vuelta al mundo y correr muchas más aventuras en mucho menos tiempo. ¿No es cierto que podéis leer en una hora el compendio de la historia de los persas escrita por Zoroastro? Sin embargo, este compendio abarca ochocientos mil años. Todos esos acontecimientos desfilan ante vuestros ojos uno tras otro en una hora. Convendréis en que le resulta tan fácil a Brahma condensarlos todos en el espacio de una hora que esparcirlos en el espacio de ochocientos mil años: viene a ser lo mismo. Figuraos que el tiempo gira sobre una rueda cuyo diámetro es infinito. Bajo esa rueda inmensa se hallan multitud de otras ruedas, unas dentro de otras. La del centro es imperceptible y da una infinidad de vueltas en el tiempo en que la grande termina de dar una sola. Está claro que todos los acontecimientos, desde los inicios del mundo hasta su fin, pueden ocurrir sucesivamente en mucho menor tiempo que la cienmilésima parte de un segundo. E incluso puede decirse que así ocurre.

—No entiendo nada, dijo Rustán. —Si queréis, dijo Topacio, tengo un loro que os lo hará entender fácilmente. Nació algún tiempo antes del diluvio, estuvo en el arca, ha visto muchas cosas, y sin embargo sólo tiene un año y medio: os contará su historia, que es muy interesante.

—Id a buscar aprisa vuestro loro, dijo Rustán. Me distraerá hasta que pueda volver a dormirme. —Lo tiene mi hermana la monja, dijo Topacio. Voy a por él, quedaréis contento. Su memoria es muy fiel, cuenta con sencillez, sin intentar dar muestras de ingenio a cada paso y sin hacer frases. —Mucho mejor, dijo Rustán, así me gustan los cuentos.» Le llevaron el loro, el cual habló de esta manera.

N. B. La señorita Catherine Vade no ha podido encontrar la historia del loro en el cartapacio de su difunto primo Antoine Vade, autor de este cuento. Es una verdadera lástima, visto el tiempo en que el loro vivía.


Voltaire