CONVULSION - Luis María Albamonte

Era una luminosa mañana. La Fortaleza que servía de vivienda a los sabios que conducían el Imperio se elevaba con altas murallas brillantes, rodeada de incorruptibles guardianes. Había un extraño caballo negro, metálico, con una cola también metálica, pero que podía agitarse como un leve plumero. Un caballo que trotaba silenciosamente, infatigable, en torno de la Fortaleza, como otro centinela más pero enigmático. Animado por la genialidad de los sabios, nunca nadie le había escuchado decir una palabra, aunque comunicaba la idea de ser sensible.
La Fortaleza era inviolable desde afuera. En su interior, prisioneros de un equipo que gobernaba el Imperio, estaban los sabios. Su vida estaba dedicada al estudio. Se les daba lo que a los ciudadanos comunes se les prohibía: mujer, posibilidad de tener hijos o de neutralizarlos, gozar de las delicias de la pareja, comer según sus gustos, por otra parte reducidos a la síntesis de una alimentación constantemente purificadora del organismo. Pero no podían salir de la Fortaleza.
Aquel era un día excepcional. Se cumplía un milenio del Imperio y se festejaba la culminación de sus perfecciones, que comenzaban con la interdependencia de los sabios, cada uno como un eslabón de una cadena. Roto el eslabón abruptamente, sin la progresividad de un proceso que culminara en la ruptura, se rompía la cadena, la base de sustentación del orden imperante en cada lugar, de la perfección total de la vida organizada. Los gobernantes eran conscientes de la transcendencia de los sabios y, asimismo, de la importancia de cada uno. Se los halagaba y, teniéndolo todo, se los privaba de la libertad, porque fuera de la Fortaleza podían volverse contra ella, contra el orden, contra el gobierno, contra el mundo.
Eran dos los sabios sobresalientes. Los cerebros ordenadores. El milenio los sorprendía gratamente, colmándolos de honores. Desde altos ventanales enrejados observaban la ciudad.
Hombres y mujeres caminaban en calles sin aceras, casi mecánicamente, sin desviarse de la línea imaginaria que cubrían, sin rozarse siquiera entre ellos, deteniéndose al unísono en las bocacalles para dejar paso a quienes tenían más derecho de hacerlo primero.
En una esquina estaba el barbero Idanio. Miró el reloj. Eran los 10.30 en la peluquería y en toda la ciudad. Entró Silenio, un hombre entre otros muchos sin historia. Nadie tenía historia en el Imperio. Tenerla habría significado romper la uniformidad con una cima, con algo diferente. La historia estaba en la Fortaleza y de ella sólo se conocía el origen del orden y la perfección. Silenio quería un retoque en la barba. Idanio pasó una mano sobre ella, una mano apenas humedecida en un líquido que quitó exactamente lo que en la barba sobraba. Eran las 10.35. Y entró Perfio.
Y salió a las 10.40. Y así era en todas las peluquerías del Imperio.
No caía un helicóptero, porque los accidentes eran imposibles.
Las medidas de agua para beber eran exactas. Ni una gota las excedía.
Las prendas de vestir, simplísimas, un mameluco idéntico para ambos sexos, brillante como una seda metálica, permanecía en uso el tiempo preciso que se había calculado. Ni un día más. Ni un día menos.
Todo se ponía en movimiento en la misma décima de segundo, y lo que tenía que entrar en reposo lo hacía con una simultaneidad total.
Las enfermedades habían sido desterradas, y cualquier presíntoma era detectado al instante.
El orden cubría el Imperio y la perfección lo había convertido en una maravillosa máquina sin fallas, deslumbrante como jamás nadie habría podido imaginar un milenio antes.
A nadie la faltaba nada. A nadie le sobraba nada.
El caballo giraba en torno de la Fortaleza, sin cesar, y podía medirse el tiempo en que cubría cada vuelta: siempre era el mismo, sin la menor diferencia.
En donde no era perfecto el orden, esa sincronización perenne de movimientos, cosas, necesidades, era en la Fortaleza. Gobernantes y sabios hacían las cosas a su antojo. Conducían un reloj perfecto. Eso era todo. Pretorianos inflexibles custodiaban a los sabios sin necesidad de ningún rigor. Habían sido formados para esa vida aunque era diferente a la del reloj que marchaba en el Imperio.
Barzia era joven. El más sabio entre los sabios. Observaba la ciudad, desde lo alto. Dijo:
Sí, es maravilloso lo que se ha logrado.
Lo es —dijo alguien.
¿Esto es lo que se deseó lograr durante siglos, vanamente, y por esto murieron muchos hombres? —reflexionó Barzia en voz alta para sí mismo.
¡Podemos estar orgullosos! —dijo jubilosamente otro sabio.
Allá lejos, a donde no llega nuestra vista, están los pantanos...
Pero el mar está allí mismo. No son pantanos.
Barzia lo miró.
Claro que no son pantanos, pero éste es el término que define al mar para ensuciarlo...
¿Qué hay en los pantanos?
Supongo que no hay nada. Los microorganismos han sido aniquilados y el mar invita con su agua limpia...
El mar es de otros, Barzia.
¿De quién?
De los poetas, querido Barzia.
Te has puesto sentimental. . .
Tal vez... pero los poetas no caben en el orden. En la perfección. Tienen ritmo propio y medidas diferentes. Sin embargo, ellos son los dueños de todo...
¿Y en dónde están los poetas? Decímelo, Lovia...
Yo soy un poeta... ¡El mar es mío, porque lo imagino, lo traigo hasta aquí, lo acuno como a un hijo travieso y lo hago dormir bajo el resplandor silencioso de los astros!...
El mar no sería tuyo si los pretorianos supiesen que lo traes aquí...
¿Me matarían?
Te matarían, Lovia, pero no bruscamente. Prepararían tu relevo... Sos indispensable como yo... ¡Amo el mar, Lovia!
Tienes un hijo...
No es mi hijo, Lovia. Ya no es mío. Es como un juguete y yo no amo los juguetes. Mi hijo es de los pretorianos.
Te gusta el mar, como a mí. .. Yo lo traigo a la Fortaleza y lo hago caber en una copa, y veo sus barcos naufragados, sus navios veloces surcando las aguas, y las olas, levantadas como aletazos de mariposas bravías que se mueren al instante. Amo su color... Yo quiero volver al mar, de donde he surgido, alguna vez, hace millones de años. O quizá solamente mil...
Barzia volvió a mirar la calle. Las sombras puntuales. El vaivén del tiempo regular, monótono, sin novedad. Dijo: —Si uno rompiera el orden, esta perfección, surgiría lo insólito, lo inesperado. Tal vez una rosa gigantesca caería de una nube, quizás un agua celeste se nos volcaría encima desde una montaña... ¿Qué sabemos de todo ello? Yo también quiero regresar al mar...
El barbero Idanio se asomó a la calle. Se recostó en la pared y miró a lo alto, en donde estaban los sabios observando la calle. Idanio no los veía, pero sintió sus miradas como un aguijonazo en la frente. Entró en la peluquería.
Lovia, has dicho que los poetas no son del orden ni de la perfección. Pero decís que sos poeta... —argüyó Barzia.
¡Claro! Pero yo no soy el orden ni soy la perfección. ¡Los fabrico!
Sos coherente... Iremos al mar...
Tampoco el mar es el orden, ni la perfección... El mar es cambiante en cada fracción de segundo...
Iremos al mar afirmó Barzia—. ¡Iremos al mar!
El mar es mío y es tuyo, Barzia...
No... no. Nosotros somos del mar...
Las palabras sonaban como un extraño desafío, como espadas que chocaban en el silencio de la torre. Era un aire denso el que respiraban. Revoloteaban desconocidas imágenes, como pájaros invisibles, pero presentidos.
Algo va a salirnos mal —dijo Lovia.
Lo que salga mal es porque ha salido muy bien. La perfección está en la variedad, en lo diferente, en lo que cambia. Los antiguos tenían una vida empobrecida, miserable, pero incierta, y un hombre, de pronto, levantaba una piedra, y debajo de la piedra encontraba un tesoro en diamantes y esmeraldas. ¡Y la vida cambiaba! Aun muerto había triunfado. Lovia, alguien, en alguna parte, hace temblar una hierba, y tiembla el Universo. Nosotros hemos neutralizado ese milagro, esa verdad...
Una mujer, había una vez una mujer que me convertía en una hoja de hierba. Yo temblaba ante ella... ¡y era débil y pequeña! ¡Pero yo temblaba, feliz, y hubiera querido llorar de alegría!... Ahora yo hago temblar al Imperio, si lo deseo, pero ella no está conmigo...
El barbero volvió a asomarse a la calle. Barzia pensó: “En 30 segundos entrará en la peluquería el ingeniero Bartún. Es la hora”. Y Bartún entró 30 segundos después.
El caballo giraba en torno de la Fortaleza. Sin fatiga. Rítmicamente. Sin pausa. Era una manera de dar vueltas en sí mismo. Girar como un trompo, pero en una búsqueda desesperada. Quizá creyendo que había encontrado una salida y lo único que tardaba en llegar era el horizonte, un horizonte enigmático que no veía. No obstante, el caballo irradiaba seguridad, conformismo, serenidad. Podía imponer pavor con su estructura metálica, negra, reluciente, aunque no era ése su propósito.
Barzia lo vio trotar y esperó que apareciera otra vez. Sonrió cuando pasó bajo el alto ventanal, sin ruido, centinela sin sueño. Nadie reparaba en él.
El barbero Idanio se asomó otra vez a la calle. Como en los remotos relojes de los hombres primordiales, parecía el “cu-cú” respondiendo al mandato de una rígida puntualidad que no podía desobedecer.
Te irás solo —dijo Lovia, tristemente—. Aunque me quede, nos iremos todos...
Hay algo más allá, Lovia... Regresemos... Algo va a comenzar de nuevo...
Crecerá sobre nosotros. Y seremos olvidados...
¿Qué harán con vos?
Lo sabés. Ocurre que tenés necesidad de unirme a vos... Tenés un amor brotando violentamente, Barzia. Me regocijo. Buscarán, con angustia, el eslabón que te reemplace. Y no habrá tiempo para hacerlo...
Mataré al pretoriano...
No hay necesidad, Barzia... Lo dormiré. Esta noche. Nadie puede sospechar de nosotros. ¿Quién querría fugar? Más allá de estos límites se termina la vida. Esta noche...
El Cielo era negro. Los astros resplandecían como soles. El Cielo era reluciente, también, un lujoso trapo brillante, cuajado de astros inmensos. Eran los ojos de un gigante! Barzia caminaba sin prisa. Iba hacia los pantanos. Escuchó pasos que lo seguían. Giró la cabeza. Brillaba el metálico caballo, centinela de la Fortaleza. No estaba agresivo. Lo seguía mansamente. Eran los dos desvelados del Imperio.
Te destruirán si me sigues... —le advirtió Barzia.
Una voz lejana dijo:
Sos un sabio, pero ignorás muchas cosas, Barzia...
¿La voz llegaba desde lo alto de la Fortaleza en donde estaría Lovia viéndolo alejarse, o había surgido a dos metros de él?
Barzia apuró su andar. Transcurrió tiempo. El caballo iba detrás, como su sombra, desertor como el amo rebelde.
Llegó a la orilla del mar. ¿Qué astro le había tendido ese camino de plata en el océano? ¿Quién lo invitaba a transitarlo hacia una madriguera que estaba en el infinito? Era excitante. Junto a Barzia estaba el caballo. Ambos miraban el mar, a lo lejos. Pero la sombra del Cielo descendía, por allá, y se unía a la sombra del mar sin fin. No había nada. Sombras y luces. Barzia dio unos pasos y sintió que el agua le llegaba a las pantorrillas, a la cintura, al pecho desnudo. El caballo se había quedado en la orilla, mirándolo, mirándolo, mirándolo...
Barzia se detuvo para observarlo. Su brillo era apenas visible. El metal había desaparecido. ¿Estaba soñando? El caballo tenía pelo. Un pelo negro con una crin flamígera, con unas llamaradas vitales que crecían para coronarlo en una competición con un adversario invisible. Un caballo vencedor, inquieto, que había escapado al orden, a la perfección, porque ya no era rigurosamente rítmico, y se levantó sobre dos patas como para llamarlo o decirle adiós.
Barzia comenzó a bracear en el agua. Avanzaba lentamente, sin prisa. Su brazo izquierdo emergía del océano, y se posaba en él, adelante, a la altura de su cabeza, y en tanto se hundía sin brusquedad en el agua, surgía el brazo derecho para repetir el movimiento casi musical del izquierdo. La cabeza iba de un lado a otro en un movimiento pendular que recordaba el de una cuna milenaria, en la búsqueda de un sueño que no arribaba. El agua lo había recibido como sobre dos manos maternales, tibias, suaves, y algo de su cuerpo se reducía como si los siglos hubieran quitado a una piedra del río sus ángulos agresivos, y el transcurrir del agua la hiciera grata a los ojos y a las caricias.
Supo que se habían roto el orden y la perfección estrepitosamente en el Imperio. Que las personas corrían. Que las casas se atropellaban, como fieras enfurecidas.
Barzia estaba en la gran cuna, lentísima y gozosa flecha de la noche, convertido en cielo y agua, llevado por ella, más que nadándola, y ya no veía los astros. Solamente era una oscuridad impenetrable, llena de un calor acogedor y, todavía, podía jugar, zambullirse, desaparecer, y salir a flote, solamente la cabeza, como un anuncio que lo ubicara en donde había querido estar, en un regreso fabuloso que apenas intuía en una revelación casi incomprensible. Y supo que era pequeñísimo, apenas una célula microscópica.
Y que fuera de él, estaba el cielo, y había otras cosas que nunca había visto. Y quería volver a verlas. Y ya no era una célula. Eran dos células, y cuatro, y ocho...
En la costa el caballo, potente, vigoroso, dio un brinco triunfal, relinchó a sus anchas, echó su mirada hacia todas partes. A un lado el océano infinito y después la llanura sin nada. Sin nadie. Deshabitada. Sin ruinas. Con una hierba ruda y grandes flores silvestres.
Y vio, insinuándose, la cabeza de una yegua de madera, que no tenía crines, sino flores, para revitalizarla. Y el negro caballo corrió a su encuentro, y se oyó, a lo lejos, el galopar jubiloso de los dos, y los relinchos de una algarabía primigenia, despertando a la pradera inmensa...
Y la primera luciérnaga del mundo encendió por primera vez su luz misteriosa en la noche que se iba...