LA CHICA QUE FUE AL BARRIO RICO - Rachel Pollack

Había una vez una viuda que vivía con sus seis hijas en el barrio más pobre de la ciudad. En el verano, las muchachas iban con los pies descalzos, y hasta en invierno se tenían que pasar a menudo un par de zapatos de una a otra cuando tenían que salir a la calle. A pesar de que la madre recibía cada mes un cheque del departamento de bienestar social, nunca tenía suficiente, aun cuando todas ellas comían lo menos posible. No habrían logrado sobrevivir si los supermercados no hubieran permitido que sus hijas acudieran, al final de la jornada, ante las puertas de descarga de mercancías, para recoger las verduras que se habían caído.

A veces, cuando ya no quedaba más dinero, la mujer le dejaba la pierna izquierda al tendero como prenda de crédito. Cuando recibía el cheque, o cuando una de sus hijas encontraba un poco de trabajo, recuperaba su pierna y podía caminar sin la muleta que su hija mayor le había confeccionado con una tabla astillada. Un día, sin embargo, tras haber pagado su cuenta, dio un traspiés. Cuando examinó su pierna descubrió que el tendero había guardado tantas piernas y brazos juntos en su gran armario de metal que su pie había quedado retorcido. Se sentó en la única silla que tenía y empezó a llorar, elevando los brazos sobre la cabeza.

Al ver que su madre se sentía tan desgraciada, la hija más joven, llamada Rose, entró en la habitación y le dijo:

—Por favor, no te preocupes. Iré al barrio rico. —Y como la madre seguía llorando, añadió—: Y hablaré con el alcalde. Conseguiré que nos ayude.

La viuda le sonrió y acarició el pelo de su hija.

«No me cree», pensó Rose, «quizá no me deje marchar. Será mejor que me marche sin que ella lo sepa». Y así, al día siguiente, cuando llegó el momento de acudir al supermercado, Rose cogió los zapatos que compartía con sus hermanas y se los escondió en el bolso de ir a la compra. No le gustaba hacerlo, pero necesitaría los zapatos para recorrer el largo camino que la separaba del barrio rico. Además, quizás el alcalde se negara a verla si acudía con los pies descalzos. Se dijo a sí misma que pronto traería zapatos para todos. En el supermercado, llenó el bolso con siete rábanos que habían caído del manojo, dos tiras de apio amarillento, y cuatro plátanos medio ennegrecidos. «Bueno, será mejor que inicie mi viaje», pensó.

En cuanto abandonó el barrio pobre Rose vio a unos chicos que empujaban y se burlaban de una vieja que trataba de cruzar la calle. «Qué cosa más despreciable», pensó la joven, y confió en que los chicos del barrio rico no fueran iguales. Encontró un trozo de tubería en la calle y los ahuyentó.

—Gracias —jadeó la vieja, que llevaba un vestido amarillo y tenía un pelo rubio y largo sin peinar.

La anciana se sentó en medio de la calle, mientras los coches pasaban a ambos lados. Rose le dijo:

—¿No deberíamos salir de la calzada? Podríamos sentarnos en la acera.

—No puedo —dijo la anciana—. Antes tengo que comer algo. ¿No tienes nada para comer?

Rose metió la mano en el bolso para darle a la vieja un rábano. Un instante después éste había desaparecido y la mujer extendió la mano pidiendo más. Rose le dio otro rábano, y a continuación otro, hasta que la anciana se los hubo comido todos.

—Ahora podemos irnos —dijo y se puso inmediatamente de pie, arrastrando a Rose a través de la calle.

Rose se dijo a sí misma que quizá no había necesitado aquel alimento. Miró el pavimento plateado, y después los edificios que se elevaban muy altos por encima de su cabeza y que hacían que la gente que estaba en las ventanas parecieran como muñecos.

—¿Es éste el barrio rico? —preguntó.

—De ninguna manera —contestó la mujer—. Tienes que recorrer un largo camino para llegar al barrio de los ricos. —Rose pensó entonces que debía llevar mucho cuidado con el resto de comida que aún le quedaba. La mujer añadió—: Pero si quieres llegar allí puedo darte algo que te ayudará. —Introdujo los dedos por entre el pelo rubio enmarañado y cuando los sacó sostenían una sucia moneda amarilla—. Esta ficha te permitirá entrar y salir del metro cuando quieras.

Qué idea tan extraña, pensó Rose. ¿Cómo podía utilizarse una ficha más de una vez? Y aunque pudiera, todo el mundo sabía que uno no necesita nada para salir del metro. No obstante, se guardó la ficha en el bolso y se lo agradeció a la anciana.

Caminó durante todo el día, y al caer la noche se acurrucó bajo una escalera de incendios, debajo de unos cartones. Tenía mucha hambre, pero pensó que sería mejor ahorrar el apio y los plátanos para el día siguiente. Se quedó durmiendo, tratando de no pensar en el cálido colchón que compartía con dos de sus hermanas.

A la mañana siguiente la despertó el ruido que hacía la gente que acudía a trabajar. Se desperezó, pensando lo bonitas que podían ser las calles plateadas, pero lo mal que servían como camas. Después se frotó el vientre y miró el apio. «Será mejor que empiece a caminar antes», se dijo. Pero cuando lo hizo notó dolor en los pies porque los zapatos de sus hermanas, demasiado grandes para ella, le habían levantado ampollas en la piel el día anterior.

Quizá pudiera tomar el metro. Quizá la ficha que le había entregado la anciana le sirviera al menos por una vez. Bajó la escalera de una estación de metro donde un vigilante con pistola caminaba de un lado a otro, a veces dando palmadas y otras dando patadas con los pies. Con toda la naturalidad que pudo, Rose se dirigió a la entrada y colocó la ficha en la ranura. «Espero que no me dispare», pensó. Pero la hoja de madera de la puerta se giró y ella pudo pasar.

Un momento después, cuando ya bajaba la escalera, escuchó un débil sonido metálico. Se volvió y vio que la ficha rodaba sobre su canto por el pasillo y bajaba la escalera, hasta que finalmente dio un salto y se metió dentro del bolso de la compra. Rose miró para ver si el guardián sacaba el arma, pero estaba muy ocupado mirando fijamente hacia la entrada.

Viajó por el metro durante todo el día, pero cada vez que trataba de leer los carteles no podía distinguir lo que decían bajo las enormes señales negras trazadas sobre ellos. Rose se preguntó si aquellas marcas formaban la magia que permitía que los trenes funcionaran. A veces había oído decir a la gente que, si no fuera por la magia, el metro se estropearía para siempre. Finalmente, decidió que ya debía de haber llegado al barrio rico. Salió del vagón, medio esperando tener que utilizar de nuevo su ficha. Pero la puerta de salida se abrió sin problemas y no tardó en encontrarse sobre un pavimento dorado, con edificios que se elevaban tan altos que la gente asomada a sus ventanas parecían aves que se movían en cuevas gigantescas.

Rose estaba a punto de preguntarle a alguien dónde estaba el despacho del alcalde, cuando vio a un policía que llevaba una máscara dorada sobre el rostro y que golpeaba a una anciana. Rose se ocultó bajo el umbral de una casa e hizo un ruido similar al de una sirena, un truco que había aprendido en el barrio pobre. El policía se alejó corriendo blandiendo su porra dorada.

—Gracias, gracias —le dijo la anciana, cuyo enmarañado pelo rojo le llegaba hasta los tobillos—. Ahora tengo tanta hambre. ¿No podrías darme algo de comer?

Tratando de contener las lágrimas, Rose entregó a la mujer primero uno de los trozos de apio y después el otro. A continuación preguntó:

—¿Es este el barrio rico?

—No, no, no —contestó la mujer echándose a reír—, pero si quieres llegar allí puedo darte algo que te ayudará. —Se introdujo los dedos por entre el pelo y sacó de él una pluma roja—. Si quieres alcanzar algo y no puedes, agita esta pluma.

Rose no pudo imaginar cómo una pluma puede ayudar a alguien a alcanzar algo, pero no quería ser descortés, de modo que se la guardó en el bolso.

Como ya era de noche y Rose sabía que a veces las bandas recorren las calles en la oscuridad, pensó que sería mejor encontrar un lugar donde dormir. Vio un montón de cajas de madera frente a una tienda y se metió bajo ellas, pensando tristemente que sería mucho mejor guardar los cuatro plátanos que le quedaban para el día siguiente.

A la mañana siguiente la despertó el sonido de las puertas de los coches que se abrían y cerraban. Se desperezó dolorosa-mente. Las calles doradas le habían hecho daño en la espalda, incluso más que las calles plateadas de la noche anterior. Echó un vistazo a sus plátanos, ahora ya completamente negros, se incorporó y regresó de nuevo al metro.

Viajó todo el día por el metro, pasando ante escaparates donde se exponían ropas que algún día se romperían, y ante muebles brillantes, y extrañas máquinas con hileras de botones negros. El aire se hizo muy dulce, pero espeso, como si alguien hubiera rociado los túneles con perfume. Finalmente, Rose decidió que ya no podía respirar y tenía que salir de allí.

Salió a una calle hecha toda ella de diamantes, y con unos edificios tan altos que no podía distinguir a nadie en las ventanas, únicamente fogonazos de colores. La gente que caminaba lo hacía a varios centímetros por encima del suelo, mientras que los coches se movían con tal suavidad sobre sus ruedas blancas que parecían nadadores flotando en una piscina.

Rose estaba a punto de preguntar dónde estaba el despacho del alcalde cuando vio a una anciana rodeada por unos perros muy bien cuidados, y unos gatos muy acicalados que sus dueños ricos habían dejado sueltos para que retozaran por la calle. Rose silbó tan alto que ni siquiera ella pudo oírlo, pero todos los animales se alejaron corriendo, seguramente creyendo que sus dueños les habían llamado para la cena.

—Muchas gracias —dijo la mujer quitándose el polvo de su largo vestido negro. Llevaba el pelo negro tan largo que lo arrastraba tras de sí por el suelo—. ¿Crees que podrías darme algo de comer?

Mordiéndose los labios para no llorar, Rose le entregó los cuatro plátanos. La mujer se echó a reír y dijo:

—Con uno tengo más que suficiente. Tú puedes comerte los otros.

Rose tuvo que hacer un gran esfuerzo para no comerse los tres plátanos de golpe. Y se alegró de no haberlo hecho, porque cada uno de ellos tenía el gusto a un alimento distinto, desde pollo hasta fresas. Levantó la mirada, extrañada.

—Y ahora-dijo la mujer—, supongo que querrás llegar al despacho del alcalde.

Con la boca abierta, Rose asintió con un gesto. La mujer le dijo que buscara una calle tan brillante que tendría que protegerse los ojos para caminar por ella. Y a continuación añadió:

—Si alguna vez encuentras el camino demasiado lleno de gente, sopla esto.

Se metió los dedos entre el pelo y sacó un silbato negro que tenía la forma de una paloma.

—Gracias —dijo la chica, aunque no creía que la gente se apartara de la calle simplemente por escuchar un silbato.

Una vez que la mujer se hubo marchado, Rose contempló la calle de diamantes. «Me rompería la espalda si durmiera aquí», pensó. Y decidió buscar el despacho del alcalde aquella misma noche. Deambuló por las calles, apartándose de vez en cuando de los coches con las ventanillas oscurecidas, o de hileras de niños vestidos con dinero y que se cogían de las manos al tiempo que corrían gritando por la calle.

En un punto, observó un gran brillo de luz y creyó haber encontrado la casa del alcalde, pero cuando se acercó más sólo vio una calzada vacía en la que brillaban unos deslumbrantes globos de luz sobre postes de platino, que iluminaban unas fuentes gigantes que lanzaban un líquido dorado al aire. Rose sacudió la cabeza y siguió caminando.

En varias ocasiones preguntó a la gente por la casa del alcalde, pero nadie pareció escucharla ni verla. A medida que se acercaba la noche, Rose pensó que al menos el barrio rico no sería demasiado frío; probablemente calentaban las calles. Pero en lugar de aire caliente percibió un soplido frío procedente del detestable pavimento. Los habitantes del barrio rico enfriaban las calles para poder utilizar los calefactores personales que llevaban incorporados en sus ropas.

Por primera vez, Rose pensó en abandonar. Resultaba todo tan extraño, ¿cómo podía haber imaginado que el alcalde se dignaría escucharla? Cuando estaba a punto de buscar una entrada de metro, vio un destello de luz a unas pocas manzanas de distancia y comenzó a caminar hacia él. Al llegar más cerca la luz se hizo tan brillante que automáticamente se protegió los ojos con un brazo, descubriendo entonces que podía ver tan bien como antes. Asustada ahora que había encontrado la casa del alcalde, se acercó más a los edificios.

La luz procedía de una pequeña estrella que el personal del alcalde había capturado y colocado en una jaula de plomo a gran altura sobre la calle. Se celebraba una fiesta, con la gente ataviada con toda clase de vestidos. Algunos parecían aves con picos en lugar de narices, y alas gigantescas y emplumadas que les salían de las espaldas; otros se habían convertido en lagartos, con las cabezas cubiertas de grandes escamas. En medio, sobre un gran sillón de piedra negra, estaba sentado el alcalde, con un aspecto muy pequeño y llevando un vestido de piel blanca. Unas largas uñas curvadas se doblaban como garfios sobre los extremos del sillón. A su alrededor, los consejeros flotaban en el aire sobre cojines deslizantes.

Durante un rato, Rose permaneció pegada a la pared, temerosa de moverse. Finalmente, se dijo a sí misma que si se quedaba allí podía morirse de hambre. Así que, tratando de no tambalearse, se adelantó y dijo:

—Disculpe.

Nadie le prestó la menor atención. Y no era nada extraño. Suspendido de un helicóptero un grupo musical tocaba unos cuernos y cajas muy peculiares.

—Disculpe —dijo Rose en voz más alta y finalmente lo gritó tal y como había aprendido a gritar en el barrio pobre cuando los animales procedentes de fuera de la ciudad atacaban a los niños.

Todo el mundo se detuvo. La música farfulló, los lagartos dejaron de tratar de arrebatar a los pájaros, quienes a su vez dejaron de arrojar «huevos» enjoyados sobre las cabezas de aquéllos. Dos policías echaron a correr. Unas máscaras como espejos suaves les cubrían las cabezas, para que la gente rica sólo pudiera verse a sí misma. Cogieron a Rose por los brazos, pero antes de que pudieran esposarla el alcalde rugió (su voz llegó a través de un micrófono injertado en la lengua):

—¿Quién eres tú? ¿Qué quieres? ¿Has venido para unirte a la fiesta?

Todos se echaron a reír. Incluso en el barrio de los ricos se debían esperar años antes de recibir una invitación a la fiesta del alcalde, y todos lo sabían.

—No, señor —contestó Rose—. He venido a pedir ayuda para el barrio pobre. Nadie tiene dinero para comprar comida y la gente tiene que dejar sus piernas y brazos en la tienda para conseguir algo. ¿Puede usted ayudarnos?

Las risas se convirtieron en un rugido. La gente gritaba cosas sobre cómo podía el alcalde ayudar al barrio pobre. Alguien sugirió enlatar a la pordiosera y enviarla a su barrio como cena de caridad. El alcalde levantó la mano y todo el mundo guardó silencio.

- Es posible que podamos ayudarte —dijo—. Pero antes tendrás que ser sometida a prueba. ¿Estás dispuesta?

Confundida, Rose asintió. No sabía a qué se refería. Se preguntó si necesitaría una tarjeta de beneficencia o cualquier otra identificación.

—Bien —dijo el alcalde—. Tenemos un pequeño problema aquí, y quizá puedas ayudarnos a resolverlo.

Movió una mano y una imagen apareció en el aire, enfrente de Rose. Vio un estrecho bastón de metal de unos treinta centímetros de longitud, con un mango negro en un extremo y un mango blanco en el otro. El alcalde le dijo a Rose que el bastón simbolizaba el poder que detentaba él mismo, pero que las brujas lo habían robado.

—¿Y por qué no envía a la policía para recuperarlo? —preguntó Rose.

Una vez más, el alcalde tuvo que levantar la mano para detener las risas. Le dijo a la joven que las brujas se habían llevado el bastón a su embajada cerca de las Naciones Unidas, donde la inmunidad diplomática impedía actuar a la policía local.

—¿Tengo que ir a la embajada de las brujas? —preguntó Rose—. Ni siquiera sé dónde está. ¿Cómo la encontraré?

Pero el alcalde no le prestó atención. La música empezó a sonar de nuevo y los pájaros y los lagartos volvieron a desafiarse entre sí.

Rose se alejaba caminando cuando una mujer pájaro se posó frente a ella.

—¿Quieres que te diga cómo llegar a la embajada de las brujas?

—Sí —contestó Rose—, por favor.

La mujer se inclinó a causa de las risas. Rose pensó que volvería a levantar el vuelo, pero no, entre risas le dijo exactamente cómo encontrar a las brujas. Después se alejó volando y batiendo las alas, riendo tan fuerte que tropezaba con los edificios cuando intentaba volar alto.

Utilizando su ficha de metro, Rose llegó a la embajada en sólo unos pocos minutos. La puerta de hierro era tan alta que ni siquiera podía alcanzar el timbre, de modo que rodeó el edificio en busca de la entrada de servicio. Escuchó entonces unos gritos procedentes de una ventana abierta. Avanzó ágatas cautelosamente.

Sin llevar nada sobre el cuerpo, excepto una especie de barro oleoso, las brujas bailaban delante de una pequeña hoguera. Todo el edificio de la embajada olía a musgo húmedo. Rose estaba a punto de alejarse cuando observó una mesa de madera cerca de la ventana. Encima de ella estaba el bastón del alcalde.

Se disponía a incorporarse sobre el alféizar, coger el bastón y echar a correr cuando se dio cuenta de unos pequeños hilos de alarma que corrían por la parte inferior de la ventana abierta. Cuidadosamente, extendió la mano por entre los hilos, en dirección a la mesa. Pero no llegaba. El bastón estaba unos quince centímetros fuera de su alcance.

Entonces recordó la imagen de la mujer vestida de rojo: «Si necesitas alcanzar algo y no puedes, agita esta pluma». Aunque seguía sin comprender cómo podía ayudarle aquello, sobre todo con algo tan pesado como el bastón, agitó la pluma en dirección a la mesa.

La mujer del pelo rojo apareció por detrás de donde se encontraban las brujas, que de todos modos no parecieron darse cuenta de su presencia.

—Soy el Viento del Este —dijo, y Rose vio que su debilidad había desaparecido por completo y que su rostro brillaba tanto como el pelo que ondulaba tras ella—. Porque me ayudaste y me diste tu comida cuando tenías tan poco, te daré lo que deseas.

Sopló sobre la mesa y un remolino de viento transportó el bastón por encima de los hilos hasta las manos de Rose.

La chica echó a correr con toda la velocidad que había aprendido a alcanzar cuando quería alejarse de problemas en el barrio pobre. Sin embargo, antes de haber podido recorrer media manzana, el bastón gritó:

—¡Señoritas! Esta pequeña me está robando.

En un santiamén las brujas se lanzaron en su persecución, gritando y moviendo los brazos al tiempo que corrían, dejando goterones de barro tras ellas. Pero Rose no tardó en llegar al metro donde su ficha le permitió entrar, mientras que las brujas, que no tenían dinero, y mucho menos fichas, no pudieron hacer otra cosa que permanecer al otro lado de la puerta, lanzando gritos contra ella.

Rose no pudo sentarse, de tan excitada como se sentía. El metro traqueteaba de un lado a otro, y sólo el estúpido lloriqueo del bastón en su bolso le permitió mantener el equilibrio. Ya se imaginaba la cara que pondría su madre cuando regresara a casa en el coche del alcalde, abarrotado tanto de dinero como de comida.

Rose se bajó del vagón, haciendo oscilar su bolso, en la parada de la casa del alcalde. Y allí, alineadas a lo largo de la salida, estaban las brujas. Seguían moviendo sus embarrados brazos y entonaban cánticos muy peculiares con voces agudas. El bastón gritó:

—Señoritas, me han encontrado.

Rose miró por encima del hombro hacia la estación de metro. Podía echar a correr, pero ¿y si la esperaban en el túnel? Y aún tenía que llegar a la casa del alcalde. De repente, se acordó de la anciana que le dijo que la ficha le permitiría entrar y salir del metro cuando quisiera. La cogió del bolso y la levantó.

La mujer vestida de amarillo apareció ante ella. —Soy el Viento del Sur —dijo—, y porque me ayudaste te ayudaré ahora.

Sopló suavemente sobre Rose y un viento tan acariciante como una vieja cama transportó a la joven por encima de las cabezas de las brujas, permitiéndole salir del metro a la calle.

Echó a correr con todas sus fuerzas hacia la casa del alcalde. Pero en cuanto volvió la esquina de la calle donde estaba la estrella capturada, se detuvo apretándose el bolso contra el pecho. El alcalde la estaba esperando, envuelto de pies a cabeza con un cilindro a prueba de balas, mientras que detrás de él, llenando toda la calle, había un gigantesco escuadrón de policía. Sus cabezas, protegidas por espejos, reflejaban la luz de la estrella hacia el cielo.

—Dame el bastón de las brujas —dijo el alcalde.

—¿De las brujas? Pero usted dijo...

—Eres una niña idiota. Ese bastón contiene la magia de las abuelas de las brujas.

Y a continuación empezó a desvariar, hablando de destrozar la casa de las brujas y de obligarlas a trabajar en las estaciones subterráneas de energía eléctrica del barrio rico. Rose trató de retroceder.

—Detenedla —ordenó el alcalde.

¿Qué le había dicho la anciana vestida de negro? «Si alguna vez encuentras la calzada demasiado atestada de gente, sopla en esto.» Rose cogió el silbato en forma de paloma y sopló tan fuerte como pudo. Apareció la mujer, con el pelo más amplio que todo el escuadrón de policía.

—Soy el Viento del Norte —le dijo a la joven, y quizá podía haber dicho más cosas, pero los policías avanzaban.

El Viento del Norte extendió los brazos y en lugar de un soplo de aire una enorme bandada de palomas negras salió volando de su vestido para agarrar al alcalde y a todos los policías. Batiendo ferozmente las alas, las palomas los transportaron directamente sobre la pared que daba a la Sección Norte, donde fueron capturados por ladrones, y nunca más volvió a saberse de ellos.

—Gracias —dijo Rose, pero la anciana ya se había marchado. Con un suspiro, Rose sacó del bolso el bastón de las brujas—. Lo siento —se disculpó—. Sólo quería ayudar al barrio pobre.

—¿Puedo irme a casa contigo? —preguntó el bastón con sarcasmo.

Pero antes de que la joven pudiera contestar, el bastón saltó de entre sus manos y se marchó volando por el aire, de regreso a la embajada de las brujas.

Rose se encontró cojeando a lo largo de la orilla del río, preguntándose qué les diría a su madre y a sus hermanas. «¿Por qué no ayudé al Viento del Oeste?», se preguntó. «Quizá podía haber hecho algo por mí.»

Y entonces, una mujer toda vestida de plata apareció sobre las aguas. Su pelo plateado le caía por la espalda hasta introducirse en el río.

—No necesito probarte para saber tu bondad —le dijo.

Sopló sobre el río y una enorme ola se levantó y mojó a la sorprendida joven.

Pero cuando Rose se sacudió el agua descubrió que cada gota se había convertido en una joya. Había piedras rojas, azules, púrpuras, verdes, de todas las formas y colores, zafiros en forma de mariposas, ópalos con rostros dormidos tallados en el centro, y todos ellos cubrían los pies de Rose hasta los tobillos. Ella no se detuvo a mirarlos. Los recogió a manos llenas, depositándolos en el bolso, y después en los zapatos. «De prisa», se dijo a sí misma. Sabía que no importaba de cuántos policías podía desembarazarse, porque siempre habría más. ¿Y acaso la gente rica no insistiría en que aquellas joyas les pertenecían?

Llena de tantas joyas que apenas si podía correr, Rose se dirigió hacia la entrada del metro. Sólo cuando llegó allí se dio cuenta de que las calles habían perdido su pavimento de diamantes. A su alrededor, la gente rica se tambaleaba y caía sobre el desigual cemento gris del suelo. Algunos de ellos habían empezado a gritar o a arrastrarse por el suelo a cuatro patas, palpando el suelo como ciegos al borde de un precipicio. Una mujer se había quitado todas las ropas, sus pieles, sedas y lazos y los esparcía sobre el suelo para ocultar su fealdad.

Fascinada, Rose retrocedió un paso hacia la calle. Se preguntó qué le habría ocurrido a la estrella aprisionada en su jaula por encima de la casa del alcalde. Pero entonces recordó cómo su madre había dado un traspiés cuando el tendero le entregó un pie todo retorcido. Echó a correr escalera abajo dispuesta a utilizar su ficha mágica por última vez.

Aunque el vagón del metro estaba atestado, Rose encontró un asiento en un rincón donde pudo inclinarse sobre sus tesoros para ocultarlos a la vista de cualquier mirada sospechosa. «¿Qué aspecto podrá tener un recaudador de impuestos?», se preguntó.

Cuando las ruedas oxidadas del tren chirriaron al tiempo que pasaban por el barrio dorado y el plateado, Rose se preguntó si volvería a ver alguna vez a las ancianas. Suspiró, henchida de felicidad. Eso ya no importaba. Ahora regresaba a casa, junto a su madre y sus hermanas y todos sus amigos que vivían en el barrio pobre.