EL PESQUISA - Luis María Albamonte
Fue
una fría ceremonia fúnebre. Belda estaba en una caja plástica, transparente.
Conservaba su buzo gris reluc¡ente, como de un fino metal flexible y suave como
la seda, ajustado a su cuerpo esbelto. Un liviano casco rojo, del mismo
material, le cubría la cabeza, destrozada por un desprendimiento sólido, que
había caído desde lo alto. Así había muerto.
El
recinto era brillante, con alfombras lisas que absorbían los ruidos, y paredes
con anchos ventanales. Se veían, a través de ellos, las viviendas de la ciudad
de Berián, uniformes, como soldados inmóviles ante aceras que iban de un lado a
otro de las calles sin calzada. El tránsito era aéreo, en pequeños helicópteros
individuales o en grandes naves espaciales. El aire era levemente rosado. Algo
fundamental había cambiado la fisiología del ser humano, quien, en los remotos
tiempos, necesitaba del color azul, generosamente expuesto por el cielo, y del
verde, que los árboles y las praderas ponían de manifiesto pródigamente para
que el hombre se sintiera bien. Allí, y en el año 3346, el color vital, alegre,
símbolo del orden y del bienestar, era el rosado.
El
recinto, en cambio, contenía un aire violeta, propio de la perturbación, por
pequeña que fuera, que aquel accidente había provocado. Había pocas personas.
Asistían a un acto burocrático. Hombres y mujeres estaban serios, pero no
angustiados. Quien más próximo estaba a la caja era Borzo. Joven. Rubio. Ojos
negros. Alto. Estilizado. Como todos, vestía un buzo gris metálico brillante
que se prolongaba en un casquete más pequeño que el de Belda, porque éste tenía
que cubrir una feroz herida.
En un
momento dado se apagaron todas las luces y un potente rayo color rojo partió
del techo y, cuando retornó la luz, el rayo rojo no estaba y tampoco estaban la
caja transparente ni Belda.
Nadie
dijo nada. Y comenzaron a abandonar la sala.
En la
calle, Borzo miró el cielo. Un pájaro cruzó el espacio, presa del terror, entre
los helicópteros.
¡Qué
extraño! —dijo—. ¡Un pájaro!
Caminó
con prisa. Iba al trabajo interrumpido por la breve ceremonia.
Una
voz lo detuvo:
—¡Un
raro accidente!
—Es
verdad —dijo Borzo—, Ocurre uno cada 200 años. Incomprensible, Tazio.
Borzo
advirtió que Tazio estaba observando con insistente curiosidad una caja, como
un libro, que llevaba en las manos. Rápidamente unió sus brazos atrás, casi en
las caderas.
Tazio
fue burlado. Pero sintió una leve alegría de haber precipitado aquel gesto de
Borzo.
—No
nos vemos nunca, Borzo...
Nos
separan la distancia y trabajos diferentes. ¿Siempre en la biblioteca?
Sí,
siempre en los arcaísmos...
-Claro,
ahora no se escribe, Tazio...
—Se
hacen números, no letras...
—Algunas
letras se hacen.
—Sí,
algunas, Borzo. Y vos, ¿dónde trabajás?
Borzo
se iba, saludando, serio, con una mano. En la otra, sobre el pecho, la caja,
hurtada a la mirada de Tazio.
En
Berián los sentimientos no sólo estaban prohibidos sino desarraigados del ser
humano. “El amor hace débil al hombre. El dolor lo destruye”. “Amar la vida es
impulsar los avances tecnológicos”. Esas y muchas otras advertencias se
inculcaban a niños y jóvenes.
No
eran robots. Eran seres humanos necesarios a la etapa histórica que vivían. Una
ecuación y su resultado no los emocionaba. Tampoco una muerte. Cada uno cumplía
rígidamente con su deber en la comunidad. Las iniciativas y las innovaciones
estaban limitadas a un reducido y privilegiado número de personas.
Tazio
siguió con la mirada el andar de Borzo, rítmico, parejo, hasta que giró en una
esquina y desapareció.
Tazio
pensó: “Esa caja... sí, Belda la llevaba siempre con ella”. Y recomenzó su
marcha en sentido contrario al de Borzo. Poco después entró en la Biblioteca de
los Tiempos Primordiales. Llamó a una empleada. Le preguntó:
—¿Conocés
a Borzo? ¿Sabés a qué se dedica?
—No
lo conozco. Y si cumple bien con su deber en un trabajo delicado no se lo dirá
a nadie.
Tazio
vaciló. Al fin dijo, temerariamente:
—¿Puede
ese Borzo enamorarse de una mujer?
Con
los ojos presas del asombro respondió:
¡Tazio!
¿Cómo podés hacer semejante pregunta? ¡Ni él ni nadie!
—¿Vos
tampoco?
—¡Tazio!
La
empleada lo abandonó, casi aterrorizada. Tazio entró en su oficina privada.
Secreta. Estaba frente a una consola. Los botones estaban iluminados con
diferentes colores. Según el botón que apretara, los libros arcaicos escritos
en diferentes idiomas reflejarían sus páginas en la pantalla en el idioma que
Tazio eligiera. Buscó “Don Quijote de la Mancha”. Pensó: “Fue escrito en
castellano. Quiero releerlo en su idioma original”.
Y en
castellano apareció en la pantalla la primera página que Tazio haría girar
apretando otro botón. Tenía que puntualizar las debilidades de las razas
extinguidas o rezagadas para evitarlas en el presente y asegurar su fortaleza.
En realidad era una manera de tomarle examen periódicamente porque esos
análisis se estaban haciendo desde tiempo inmemorial.
No
podía dejar de pensar en Borzo. Se le aparecían las actitudes sospechosas. Y la
caja... Esa caja había pertenecido a Belda... Una vez había visto a Borzo y a
Belda en actitudes no muy claras...
Tazio
había mentido cuando dijo: “No nos vemos nunca, Borzo”. ¡Se habían visto, casi
a hurtadillas! Porque Tazio sospechaba. Y Borzo se sintió tranquilizado
creyendo que Tazio no lo había visto. Eso pensaba Tazio, pero tenía que
trabajar.
Después
de leer rápidamente páginas y páginas escribió, en la máquina electrónica, que
le permitía ver en otra pantalla lo que estaba escribiendo:
“La
caballería fue una realidad romántica de un tiempo, caótico que disfrazó de
caballeros a muchos truhanes. Lógica consecuencia fue el descreimiento.
¡Debilitó la entereza moral del hombre, dio origen a la cobardía nacida en la
certeza de acometer riesgos por espejismos, frustró a las mujeres que se creían
protegidas por quienes, en realidad, eran excrecencias sociales! Cervantes
quiso reivindicar al, caballero y creó un sueño. Y lo hizo cuando era imposible
la supervivencia de la caballerosidad. Abrió al hombre caminos sin salida. ¡Y
cuántos hombres quisieron transitarlos! ¡Lo acorraló! La civilización se nutrió
en falsos valores que fueron entronizados durante siglos como si se hubiera
planificado sabiamente el exterminio de la virilidad de la especie humana. Las
heladeras, los lavarropas, los televisores, fueron después las máximas
aspiraciones de la comunidad humana. ¡Raza de mediocres! Los grandes ideales,
habían sido sepultados bajo una lápida de bastardas distorsiones. Y Dante, que
conoció su mundo, en cambio dio los premios y los castigos en otra vida que
solamente existía en su imaginación. Entre estas dos colosales aberraciones
vivieron aprisionados y condenados a sucumbir nuestros padres remotos,
debilitados unas veces, engañados otras. ¡No tuvieron escapatoria! Hasta su
solar nativo fue inhabitable y fue necesario emigrar!”.
Dejó
de escribir. Pensó: “Nadie sabe, tampoco, cuál es mi otra actividad secreta”.
Sonrió. La caja, la caja, la caja...
Abandonó
el edificio de la biblioteca. Caminó entre hombres y mujeres que sonreían como
muñecos. Fue al bosque, pequeño, poco visitado. No había flores. Se sentó en un
banco. Sintió la presencia del color rosado entre los árboles, independiente
del color verde. Miraba las hojas como a través de una transparente cortina
rosada. El Sol de la mañana era tibio, con una temperatura invariable,
controlada desde la torre del Señor de la Sabiduría. Corrió el cierre relámpago
de su buzo gris. Se le vio el pecho. A menor superficie artificial menor
posibilidad de ser captado en el lugar en que estaba y en sus pensamientos. No
ponían los jerarcas mucha atención en él: era persona de segunda categoría
aunque sus funciones fueran importantes.
La
caja, la caja, la caja...
Se
decidió a realizar un análisis a fondo del enigma que ya creía descifrado. Se
dijo: “Belda tenía siempre esa caja con ella. ¿Por qué? Allí guardaba viejos
recuerdos. Las fotografías de los padres, rescatadas de los Residuos
Arcaicos... Quizá la de su vivienda primordial. Alguna joya... Belda no había podido
desprenderse del pasado. Conservaba toda su sensible humanidad. ¡Claro! ¡Eso
era!... Y Borzo era otro débil. Ambos se entendían. Ella y él. ¿Borzo amó a
Belda?...”.
Alzó
la vista. Las hojas de los árboles estaban inmóviles. Parecía un bosque
artificial. Extrañamente temible.
Volvió
a sus pensamientos: “¿Borzo amó a Belda? Eso hubiera sido una traición a la
raza. Su total frustración. Una burla a siglos de formación paciente, costosa,
las penalidades . .. pero, ¡Borzo amó a Belda! Aquella vez se besaban .. .'
como los antiguos, desterrados novios... un romance.. . y encontraban placer en
ello. ¡Te he descubierto, Borzo! La caja la heredaste de Belda. Evitaste que
cayera en manos extrañas, peligrosas. Yo sé lo que esa caja contiene. Hay
cartas de amor... Has desafiado a un sistema milenario y querés demostrar que
no se puede vivir sin amar, sin piedad, sin odiar, sin esperar nada... ¡Estás
vencido y hoy te meteré preso! ¡Te he descubierto!”.
Se
había excitado. Tenía que ir en búsqueda de Borzo y apresarlo.
Comenzaba
a salir del bosque cuando se encontró de frente con Borzo. Sonreía:
—¡Tazio!
¿Qué hacés aquí?
Llevaba
la caja en una mano. No quería disimularla.
La
exhibía, casi, con un intolerable desparpajo.
—La
caja —dijo Tazio alegremente, señalándola.
Había
querido entonar la voz de tal manera que Borzo pensara: “Este tipo me ha
descubierto y mi fin está cercano”. No sabía si lo había logrado.
—Sí,
la caja —dijo Borzo, sin inmutarse.
La
reacción de Borzo lo desconcertó. Vaciló. Borzo agregó:
—¿Has
corrido?
—Me
notas excitado... es que me corre la verdad...
—¿Todavía
no la posees? La verdad es esto que vemos. Esto que se nos da. Nos movemos
dentro de ella sin buscarla, sin provocarla, sin distorsionarla. Solamente
tenemos que vivir. Dejarnos vivir por la vida...
“Borzo
es todo lo que yo sé de él, y, además, es un cínico”, pensó Tazio.
¡Qué
casualidad encontrarte por aquí! —continuó Borzo—. Quería caminar.
Entraron
en un salón, brillante como todo lo que era presente en la ciudad, hecho con un
material distintivo de los edificios en su interior. Había surtidores
minúsculos. Eran bebidas de colores. Se sirvieron en vasos descartables.
Permanecieron
de pie. Tazio dijo:
Belda
era una hermosa muchacha...
La
belleza es de apreciación subjetiva. Yo soy totalmente objetivo. ¡Todos
nosotros lo somos!
“¡Se
defiende! ¡Se defiende porque sospecha que estoy desenmascarándolo, y se
protege!”, pensó alborozado Tazio. Replicó:
—Yo
también me atengo a lo que veo y a lo que palpo, pero Belda era hermosa. Hay
una unidad de medida para la belleza, aunque sea indefinible. Un árbol es
erguido, alto recto como una lanza de platino, o está encorvado irregularmente.
Uno es más bello que el otro.
—¿Cuál
da mejor sombra? —preguntó Borzo, terco, arguyendo lúcidamente por más que
Tazio quisiera acorralarlo.
No se
trata de la mejor sombra sino de la sombra que uno necesita.
—¿Belda
era tu sombra, Tazio? —dijo dulcemente Borzo, pero como si le hubiera arrojado
sorpresivamente una piedra al rostro.
Y
Tazio sangraba en alguna víscera imprecisable. Se decía: Es habilísimo. Me
devuelve los golpes que yo quiero asestarle. Se me adelanta”. Preguntó:
—Son
curiosas las fotografías antiguas. ¿No tenés algunas?
Tazio
se había lanzado al ataque frontalmente.
—No.
¿Para qué? La antigüedad es un cementerio primitivo, demasiado silencioso y
puede despertar fantasmas inútiles y prohibidos...
“Esquiva
mi pregunta. La soslaya para responder sutilmente... ”
—¿Y
fotos actuales, Borzo?
—Son
innecesarias. Una fotografía cualquiera aviva un sentimiento nostálgico que te
quita lucidez mental, claridad para la concepción y para la percepción de lo
que te rodea. Otros conciben, no nosotros. Y ellos jamás han pensado poseer una
fotografía como un recuerdo. Las hay de maquinarias, no de personas. De piezas
de maquinarias, pero son secretas. Yo prefiero la realidad viva o muerta, pero
viva o muerta en su propia realidad.
“¡Cómo
se defiende! Hace filosofía. No quiere ir al grano. Si no fuera culpable no se
esmeraría en esgrimir tantos argumentos. Lo veo rodeado de escudos protectores,
pero yo estoy por encima de ellos... Borzo, has caído en mis manos, pobre
Borzo...”
—¿Y
cartas, Borzo?
—¿Cartas?
¿Qué es lo que nosotros decimos si no es verbalmente o en las pantallas de
televisión? Solamente los sabios escriben, Tazio, y no escriben cartas...
“¡Tus
cartas a Belda, miserable, tus cartas de amor, como hacían los antiguos, esas
que tenés guardadas en la caja!”, eso quería gritarle Tazio.
—¿Te
sentís mal, Tazio?
Hizo
una pausa esperando que Tazio la llenara. Todo era silencio.
—Vamos,
Tazio, caminemos... El aire rosado nos hará bien.
¡Claro,
no soporta su inmovilidad frente a mí porque se siente un prisionero!”, pensó.
Y dijo:
—Vamos.
Caminaban.
A lo lejos se oía una música, siempre metálica. No despertaba ningún
sentimiento. La mente se sentía estimulada y divisaba horizontes en sombras
impenetrables, tímidamente asomados, pero invitando a ser alcanzados, túneles
infinitos con un brillo acerado, invitando, invitando, invitando. Sin despertar
el deseo de emigrar o de cambiar de lugar. Sólo llamando a ser identificados
como ecuaciones desconocidas, todavía no planteadas. Una música como un
carcelero hechizante, girando en torno de un hombre con un silbido de pájaro
misterioso...
“¡No
se me escapará, no!”, pensaba Tazio.
¿Entramos?
—invitó Borzo sin que Tazio tuviera noción del tiempo que habían caminado. Su
investigación había terminado. Miró la caja.
—¿No
te desprenderás de la caja? —preguntó burlón, Tazio.
—¡Jamás!
—fue la ruda respuesta.
—¡Yo
sé lo que llevás ahí! Está llena de... ¡Y justamente aquí has entrado!
Comprendo. Estabas perdido...
Había
hombres de mirada ofídica, indefinida, fría. Dijo como si hubiera estado dando
una orden inapelable:
—¡Deténganlo!
En esa caja...
No
pudo resistir a la tentación. Dio un paso adelante, le arrebató a Borzo la
caja, y la abrió.
—¡Oh!
—alcanzó a exclamar Tazio, arrasado por el asombro.
Vio
en todos los hombres una sonrisa apenas insinuada, maligna. ¡La caja estaba
vacía!
—Te
he vigilado pacientemente —dijo Borzo—. Con los medios más sofisticados. Te he
seguido días y noches...
No
mataron a Tazio. Lo regresaron a la Tierra, en donde los hombres inferiores
todavía seguían poniendo cosas que les eran gratas precisamente en donde no las
había.
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