Catherine Wells
EL FANTASMA - Catherine Wells
Una
niña de catorce años estaba sentada en una vieja cama, recostada
sobre unos almohadones y tosiendo de tanto en tanto a causa del
resfrío y la fiebre que la obligaban a permanecer allí. Ya no
quería seguir leyendo a la luz de la lámpara y permanecía
reclinada, escuchando lo poco que podía oír y observando el fuego
de la chimenea. Desde abajo, más allá del ancho y oscuro pasillo,
cubierto de paneles de roble y en el que colgaban cuadros antiguos
con llameantes batallas navales pintadas en sus telas, desde más
allá de la amplia escalera de piedra que daba a una pesada puerta
chirriante, le llegaban, por momentos, los tenues sonidos de la
música de baile. Primos, primos y más primos se hallaban allí
abajo, y el tío Timothy, como anfitrión, animaba la velada. Muchos
de ellos habían entrado alegremente en su cuarto durante el día, le
decían que su enfermedad era «una verdadera lástima», que patinar
en el parque era «demasiado divertido», y luego se iban a bailar
otra vez. El tío Timothy se comportó con mucha amabilidad. Pero…
allí abajo se escapaba para siempre toda la felicidad que la niña
había deseado durante más de un mes.
Contempló
cómo caían parpadeando las llamas del gran fuego de leños en el
hogar. Por momentos tenía que apretarse las manos para detener las
lágrimas. Había descubierto —pronto empezaba a conocer los
pequeños secretos de la feminidad— que si tragaba con fuerza y
rápidamente cuando las lágrimas se juntaban, podía evitar que se
le inundaran los ojos. Deseó que alguien fuera a verla. Tenía una
campana a su alcance, pero no se le ocurría ninguna excusa para
hacerla sonar. Deseó también que hubiera más luz en el cuarto. El
fuego la iluminaba vivamente cuando los leños llameaban hacia
arriba; pero, cuando apenas brillaban, las sombras oscuras bajaban
desde el techo y se juntaban en los rincones, contra las paredes.
Puso su atención en el tenue resplandor que proyectaba la lámpara
sobre el agradable desorden de la mesa de luz: la mermelada de
grosellas y la cuchara, las uvas, la limonada, el pequeño montón de
libros, todo parecía cálido y acogedor. Tal vez la señora Bunting,
el ama de llaves de su tío, regresara pronto a conversar con ella.
La
señora Bunting muy probablemente estaría más ocupada que de
costumbre esa noche. Se habían agregado varios invitados nuevos: los
participantes de otra fiesta que llegaron en coche, acompañados de
una conocida figura romántica, nada menos que el famoso actor
Percival East. La entereza de la niña se había quebrado esa tarde,
cuando el tío Timothy le contó que East estaba en la casa. El tío
estaba sorprendido: sólo otra niña podría haber entendido
perfectamente lo que significaba que un simple resfrío le impidiera
conocer en persona a ese mítico héroe del teatro; otra niña que se
hubiera desbordado de alegría ante su audacia, llorado ante sus
nobles gestos de renuncia, sentido felicidad —y un poco de envidia—
ante el abrazo final con la mujer amada.
—¡Bueno,
bueno, querida sobrina! —le había dicho el tío Timothy,
palmeándola suavemente en el hombro, con gran pena—. No te
preocupes. Si no puedes levantarte, le pediré que suba a verte. Te
lo prometo. ¡Qué increíble atracción que tienen sobre las niñas
estos personajes! —dijo como para sí mismo.
El
revestimiento de madera crujió, como suele pasar en las casas
viejas. La niña era de esa clase de personas temerosas que no creen
en fantasmas, y, sin embargo, desean con toda su alma no cruzarse
nunca con uno. ¡Y hacía tanto tiempo que nadie la visitaba!
Pasarían muchas horas, se dijo, antes de que la niña que dormía en
la habitación de al lado se acostase; las dos piezas estaban
comunicadas por una puerta, lo que le daba tranquilidad. Si hacía
sonar la campana, pasarían un par de minutos antes de que alguien
llegara desde los cuartos de la servidumbre, que se hallaban bastante
lejos. Una de las mucamas pronto debería cruzar el pasillo, pensó,
para arreglar los cuartos y agregar carbón al fuego de las
chimeneas. Todo eso iría acompañado de una serie de ruidos que
serían una distracción. ¡Cómo se aburría una en la cama! ¡Qué
horrible, que insoportablemente horrible era estar atada a la cama,
perdiéndose toda la alegre diversión de allá abajo! Ante este
pensamiento, tuvo que tragarse una vez más las lágrimas.
Con
un ruido inesperado, una explosión de risas y aplausos, la puerta al
pie de la escalera se abrió y cerró. La niña oyó unos pasos que
subían y unas voces que se acercaban. Era el tío Timothy, quien
golpeaba la puerta entreabierta.
—Pasen
—gritó, contenta.
Junto
al tío se hallaba un hombre de mediana edad, de expresión tranquila
y cabello gris. ¡Al fin el tío había traído un médico!
—Aquí
tiene a otra de sus pequeñas admiradoras, señor East —dijo el tío
Timothy.
¡El
señor East! De pronto comprendió que había esperado verlo llegar
envuelto en una capa, con el cabello empolvado y finos ropajes. Su
tío sonrió ante su cara de sorpresa.
—No
lo reconoce, señor East —señaló.
—Por
supuesto que lo reconozco —dijo valientemente la niña y se
incorporó, sonrojada por la excitación y la fiebre, los ojos
brillosos y el cabello revuelto.
En
efecto, empezó a ver cómo el renombrado héroe del escenario y el
hombre de rostro bondadoso se unían como en un mismo retrato. Allí
estaba el suave movimiento de la cabeza, la barbilla… ¡Claro! Y
los ojos, ahora que los veía con detenimiento.
—¿Por
qué lo estaban aplaudiendo? —preguntó.
—Porque
les prometí que les daría un susto mortal —respondió el señor
East.
—¡Oh!
¿Cómo?
—El
señor East —aclaró el tío Timothy— se va a disfrazar como
nuestro viejo fantasma ya desaparecido y nos va a proporcionar un
rato verdaderamente escalofriante, allá abajo.
—¿De
verdad? —exclamó la jovencita, con la ansiedad que sólo puede
contenerse en la voz de una niña—. ¡Ay! ¿Por qué me enfermé,
tío Timothy? No estoy enferma. ¿No se nota que ya estoy mejor? Me
he pasado el día en cama. Estoy perfectamente bien. ¿Puedo bajar,
querido tío…, por favor?
Ya
casi había salido de la cama, por el entusiasmo.
—¡Bueno,
bueno, pequeña! —la tranquilizó el tío, alisando las sábanas
con rapidez y tratando de cubrirla.
—Pero
¿puedo?
—Por
supuesto, si quieres que te asuste en serio, te aseguro que te daré
un susto tremendo —empezó a decir Percival East.
—Oh,
sí, claro que quiero —gritó la niña, saltando en la cama.
—Volveré
para que me veas cuando esté disfrazado, antes de bajar.
—¡Ay,
por favor, por favor! —exclamó, radiante, la pequeña.
¡Una
representación privada, sólo para ella!
—¿Estará
de veras horrible? —preguntó riendo.
—Todo
lo que pueda —el señor East sonrió y siguió al tío Timothy, que
ya salía del cuarto—. ¿Sabes? —dijo, volviéndose antes de
cerrar la puerta y mirándola con burlona seriedad—. Creo que
estaré bastante espantoso. ¿Estás segura de que no te importará?
—¿Importarme?…
¿Tratándose de usted? —rió la niña.
El
señor East salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
—Tralalá,
tralalá —tarareó contenta la pequeña y volvió a meterse entre
las sábanas, las estiró sobre su pecho y se puso a esperar.
Permaneció
muy tranquila durante un buen rato, sonriente, pensando en Percival
East, y en sus distintos papeles dramáticos. Lo admiraba mucho.
Recordó detalladamente la última obra en que lo había visto.
¡Estaba tan espléndido al batirse a duelo! No podía imaginárselo
con aspecto horrible, pensó. ¿Qué haría para lograrlo?
Hiciera
lo que hiciera, ella no se iba a asustar. Él no podría decir que la
había asustado a ella. El tío Timothy también estaría allí,
supuso. ¿O no?
Oyó
pasos frente a la puerta, a lo largo del pasillo, que luego se
perdieron. La puerta al pie de la escalera se abrió y luego se cerró
con un golpe.
El
tío Timothy había bajado.
La
niña siguió esperando.
Un
tronco, quemado y rojo, se partió súbitamente en dos y los pedazos
cayeron de repente en el fondo de la chimenea. La pequeña se
sobresaltó con el ruido. ¡Todo estaba tan silencioso! Se preguntó
cuánto más tardaría el señor East. Hacía falta atizar el fuego,
pues los pedazos de tronco se habían juntado. ¿Debía llamar? Pero
el señor East podría entrar justo en el momento en que la sirvienta
estuviera avivando el fuego, y eso arruinaría su entrada. El fuego
podía esperar…
La
habitación estaba silenciosa y, a causa de la tenue luz del fuego,
más oscura. Ya no le llegaba ningún ruido desde abajo, porque la
puerta estaba cerrada. Había estado abierta durante todo el día,
pero ahora se había roto el último y frágil vínculo que la unía
a los demás.
La
llama de la lámpara dio un repentino salto. ¿Por qué? ¿Estaría a
punto de apagarse? ¿Se apagaría?… No.
Esperaba
que el señor East no se le apareciera de golpe. Por supuesto que no
lo haría. De todas maneras, hiciera lo que hiciera, ella no se
asustaría…, no verdaderamente. Hombre prevenido vale por dos.
¿Hubo
un ruido? La niña se levantó, con la mirada clavada en la puerta.
¡Nada!
Pero,
sin duda, la puerta se había entreabierto, ¡ya no encajaba tan
perfectamente en el marco! Tal vez, la puerta… tenía la seguridad
de que se había movido. Sí, se había movido…, se había abierto
unos dos centímetros, y, poco a poco, mientras observaba, vio un
hilo de luz entre el filo de la puerta y el marco, que crecía
despacio y se detenía.
No
era posible que entrara por allí. Se había entreabierto por sí
sola. El corazón de la niña empezó a latir con más fuerza. Sólo
podía ver la parte superior de la puerta: el pie de la cama le
ocultaba el resto.
Su
atención se hizo más aguda. De pronto, tan repentinamente como un
disparo, descubrió una pequeña figura, como un enano, cerca de la
pared, entre la puerta y la chimenea. Era una pequeña figura con
capa, no más alta que la mesa. ¿Cómo lo hacía? Se movía
despacio, muy despacio, hacia el fuego, como si no se diera cuenta de
la presencia de la niña, envuelto en una capa que arrastraba por el
suelo, con un sombrero en la cabeza inclinada sobre los hombros. La
pequeña se aferró a las sábanas: era algo tan raro, tan
inesperado; soltó una risita nerviosa para romper la tensión del
silencio…, para demostrarle su aprecio.
El
enano se detuvo en seco al oír el ruido y giró hacia ella.
¡Ay!
¡Pero qué miedo sentía! La cara del enano era de un tono blanco
cadavérico, tenía un rostro largo y afilado, hundido entre los
hombros. ¡No había color en los ojos que la observaban! ¿Cómo lo
hacía? ¿Cómo lo hacía? Era demasiado bueno. Se volvió a reír
nerviosamente; y con un estremecimiento de terror que no pudo
dominar, vio cómo la figura salía de las sombras y avanzaba hacia
ella. Se armó de valor; no debía asustarse por una simple
representación… Se acercaba, era horrible, horrible…, estaba
llegando a su cama…
Escondió
de golpe la cabeza entre las sábanas. Nunca supo si gritó o no…
Alguien
tocaba a la puerta, hablando alegremente. La niña sacó la cabeza de
las sábanas, avergonzada por su temor. ¡La horrible criatura había
desaparecido! El señor East hablaba desde la puerta. ¿Qué era lo
que decía? ¿Qué?
—Ya
estoy listo —dijo—. ¿Quieres que entre y empiece?
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