El que conserva la cabeza, conserva su asiento en la mesa de póquer.
Lo que sirve solamente para demostrar que en lo tocante a ganar, perder o pedir carta,
el primer requisito, en el criminal juego de póquer, es tener valor.
Byron
Duquay estaba sentado solo frente a la mesa octogonal cubierta de
paño verde. A su derecha, una mesita sobre la que se amontonaban las
fichas de póquer: rojas, blancas y azules. A la izquierda, un
carrito cargado de whisky escocés, bourbon, una botella de soda, una
docena de vasos limpios, y un recipiente con cubitos de hielo.
Mientras
estaba sentado allí, solo, Byron Duquay jugaba con una de las
barajas. Sus dedos delgados, de manicura esmerada, mezclaron la
baraja, cortó y se dedicó a un jueguecito que parecía una rara
combinación de solitario y de buenaventura. El rostro fino, bien
parecido y ascético no cambiaba de expresión a medida que aparecían
las cartas. No se oía más ruido en la estancia, ni en todo el piso,
que el clic-clic de las cartas al ir pasando por las manos de Duquay.
Ningún
otro ruido, es decir ninguno, hasta que se percibió el metálico e
insignificante ruido de la puerta al abrirse. La puerta estaba un
poco arrinconada, fuera del radio de visión de Duquay, así que dijo
con voz amistosa:
—Entre,
entre, quienquiera que sea.
Estaba
esperando a un compañero de partida, pero el hombre que apareció
ante la vista de Duquay era obvio que no había venido a jugar a las
cartas. Era bajito, algo menos de metro sesenta, y muy delgado.
Vestía pantalones grises sucios, camisa blanca arrugada, con las
mangas arremangadas y abierta sobre el pecho.
Tenía
el pelo más bien largo y de color de arena sucio y enmarañado. Su
cara, pequeña y estrecha, parecía retorcida y en sus ojos pálidos
se leía la desesperación. En la mano derecha llevaba un cuchillo.
Byron
Duquay no intentó siquiera levantarse de la mesa. Pero dejó las
cartas.
—¿Qué
desea? —preguntó.
El
forastero no contestó a la pregunta. Por el contrario, después de
mirar con suspicacia a su alrededor, formuló la suya propia:
—¿Estamos
solos aquí?
Duquay,
quizás imprudentemente, asintió con la cabeza.
—Muy
bien —dijo el desconocido—. No me haga enfadar y no le haré
daño.
—¿Qué
es lo que quiere? —repitió Duquay.
Pero
esta vez su voz era algo más firme, más tranquila y la pregunta
menos maquinal.
Tampoco
esta vez contestó el joven. Volvió a mirar a su alrededor, quizá
tratando de decidir si allí había algo que quisiera. En esta nueva
inspección de la estancia vio las botellas junto a Duquay, y sus
ojos se iluminaron.
—Me
vendría bien una copa.
—Siéntese
—le dijo Duquay— y le serviré una.
Y
esperó a que su visitante se sentara. El joven, tal vez por pura
cautela, eligió el lugar que caía frente por frente a Duquay y,
también así, el punto más alejado de él. Mantuvo la mano derecha
sobre la mesa. La hoja, de unos dieciocho centímetros, resplandecía
sobre la superficie de paño verde como un diamante sobre un fondo de
terciopelo negro.
—¿Qué
prefiere beber, escocés o bourbon?
Casi
desconcertado por el hecho de que le dieran a elegir, el joven dudó,
por fin se decidió:
—Bourbon.
Un vaso grande, con mucho hielo.
Hubo
un silencio mientras Duquay servía la bebida tal como se la había
solicitado. Luego la empujó a través de la mesa. El joven la
recibió con la mano libre, con la izquierda, bebió un trago largo,
e hizo una ligera mueca.
—Quiero
dinero —dijo después— y las llaves de su coche; también quiero
saber dónde lo tienes aparcado.
Además
quiero ropa.
Duquay
no hizo ningún movimiento para proporcionarle nada de todo aquello.
—Esto
no me parece un atraco vulgar —comentó.
—Es
que no es un atraco vulgar. —El joven volvió a beber del vaso—.
Venga, ya ha oído lo que le he dicho.
Pero
Duquay cambió de tema:
—A
propósito, ¿quién es usted?
—¡Maldito!,
le importa, lo...
—Usted
debe de ser Rick Masden.
Una
ligera sonrisa de orgullo apareció en su rostro.
—Ya
veo que escucha las noticias por la radio y ve la televisión.
—Algunas
veces —afirmó Duquay.
—Está
bien, soy Rick Masden. Rajé a dos personas en un bar la semana
pasada. Mi novia y su nuevo amigo. Dos días después me cazaron,
pero ayer por la mañana me escapé. —Sonrió—. Porque me
encontré otro cuchillo.
—¿Le
importa si bebo con usted? —preguntó Duquay, y alargó la mano
para coger una de las botellas.
Pero
la mano izquierda de Masden, dejando su bebida sin terminar, golpeó
la mesa con fuerza, súbitamente.
—¡Déjese
de bebidas! —casi gritó—. Ya le he dicho lo que quiero, y lo
quiero ahora mismo.
Duquay
desistió de la preparación de su bebida, pero no se movió.
—Discutámoslo,
Masden —empezó.
La
mano derecha de Masden se separó unos centímetros de la superficie
de la mesa y el cuchillo se impacientó entre sus dedos.
—Mire
usted —dijo despacio—, o hace lo que le digo o le rajo lo mismo
que hice con los otros.
Pero
Duquay no se inmutó.
—No
se mueva, Masden —le espetó, y su voz tenía tal autoridad que
Masden, por lo menos de momento, obedeció—. Antes de decidirse a
rajarme, será mejor que escuche lo que tengo que decirle.
Masden
pareció presentir el peligro, el reto. Permaneció quieto. Incluso
el cuchillo se inmovilizó.
—Le
escucho —masculló al fin.
—Bien.
Vamos a analizar nuestra situación, Mr. Masden. Ocupamos sitios
opuestos en esta mesa, nos separa un metro de distancia. Usted tiene
un cuchillo y yo, de momento, no tengo ningún arma. Pero he estado
dándole vueltas, Mr. Masden, a lo que podría hacer si usted
decidiera ponerse violento. Ciertamente, trataría de defenderme.
¿Sabe lo que trataría de hacer? Pues, haría lo siguiente. Al más
ligero movimiento por su parte para levantarse de la silla, volcaría
la mesa encima de usted. Y estoy seguro de poder hacerlo. Puede que
usted sea algo más joven que yo, Masden, pero si se fija bien, le
doblo casi en tamaño. Así que ya tenemos la primera fase de nuestra
pequeña batalla. Al momento estaría en el suelo con la mesa encima,
o si no tuviera tanta suerte estaría, por lo menos, arrinconado
contra la pared y con la mesa entre los dos. ¿Me sigue?
Fascinado,
pese a su suspicacia y su rabia, el joven movió afirmativamente la
cabeza:
—Sí,
le sigo.
—Pasemos
entonces al segundo movimiento. Observe el mueble que hay detrás de
mí y a mi izquierda, Masden. Creo que desde donde está sentado
puede ver perfectamente el objeto al que me refiero. Lo utilizo como
abrecartas, pero es una daga turca, incrustada de joyas. La ve
perfectamente desde ahí, ¿verdad, Masden? Tan pronto como consiga
volcar la mesa sobre usted, agarraría la daga. Así estaríamos más
o menos equilibrados, ¿no es cierto, Masden?
El
joven miraba fijamente, pero cuando Duquay calló por un instante,
parpadeó repetidas veces y se pasó la lengua por los labios. Pero
no dijo nada.
—Esto,
en cuanto al segundo movimiento —prosiguió Duquay con suma
precisión en su forma de hablar —. La terminación del segundo
movimiento, podríamos decir que es el final de la preparación para
la batalla.
El
tercer movimiento sería el principio de la batalla propiamente
dicha. Ahora bien, ¿cuál sería nuestra situación, Masden?
De
nuevo volvió a repetirse el parpadeo y el humedecerse los labios,
pero tampoco hubo comentarios.
—Consideremos
las armas, Masden. ¿Qué tipo de cuchillo es el suyo?
—Un
cuchillo de cocina muy afilado —respondió Masden casi de mala
gana—. Un tío me lo pasó en la cárcel.
—Si
no le importa que se lo diga —expuso Duquay con una leve sonrisa—,
creo que, en cuanto a armas, yo tendría una ligera ventaja sobre
usted. Por lo menos, jamás cambiaría mi daga turca por su cuchillo
de cocina.
—Oiga,
señor...
Pero
Duquay siguió insistiendo:
—No
obstante, más importante que las armas, son los hombres involucrados
en esta batalla. ¿Cree que podemos compararnos, Masden? A propósito,
¿cuántos años tiene?
—Diecinueve.
—Yo
treinta y uno. Ahí tiene una ventaja. ¿Cuánto pesa?
—Sesenta.
—Yo
peso treinta más, Masden. Un tanto a mi favor. Bien, ¿cómo vamos a
comportarnos? Primero le diré mis méritos. Defensa en fútbol hace
diez años. Igualmente bueno como delantero en baloncesto. Más que
regular en tenis, natación, etc. Además, me mantengo en forma con
una hora de ejercicio diario. No he ganado ni medio kilo desde que
dejé la Universidad. Esto debería decirle algo, ¿no cree? Ahora
bien, ¿qué tal es usted como atleta, Masden?
El
joven sentado frente a él había palidecido y se había puesto
tenso. Volvió a humedecerse los labios.
Pareció
como si quisiera contestarle, pero no le salió ninguna palabra.
—Déjeme
que le analice tal como le veo, Masden. Usted padece una mala
nutrición, diría yo. No porque haya pasado hambre, sino más bien
porque creció sin control, y por tanto nunca comió lo apropiado.
Está usted anormalmente delgado, ¿sabe? Hay que añadir a esto
ciertos malos hábitos. Probablemente empezó a fumar cuando tenía
nueve o diez años. He notado las excesivas manchas de nicotina en
sus dedos. Sólo Dios sabe lo que fuma ahora, tal vez incluso algo
más fuerte que el tabaco. Y veo que también bebe. Apuesto a que
bebe mucho más que yo. Míreme, Masden, y mírese. Y dígame, ¿quién
cree que está en mejor forma física?
El
joven se había quedado boquiabierto. Sus espesas cejas estaban casi
juntas, y sus ojos miraban dura y fijamente a su anfitrión.
—Pero
aún no hemos discutido el factor más importante —prosiguió
Duquay—. Hablo del valor, de la voluntad de entablar pelea, de
aceptar los riesgos necesarios. Fue usted muy valiente, es cierto,
cuando entró en esta habitación. Y fue valiente porque llevaba un
cuchillo y presumió que yo no estaría armado. Pero, ¿cómo está
ahora? Adivino que no tan valiente como hace unos minutos. Pudo
entrar fanfarroneando y amenazando con rajarme, pero ahora que parece
presentarse una oportunidad de que sea su carne la que pueda cortarse
un poco, ya no parece tan atractivo, ¿verdad?
—¡Es
un farol! (1)
Rick
Masden había recuperado finalmente el habla y las tres palabras le
salieron como una pequeña explosión.
Duquay
sonrió un poco más y preguntó:
—¿Lo
cree así? Lo único que tiene que hacer para asegurarse es iniciar
un movimiento para abandonar su silla, Masden.
Siguió
otro silencio, más denso esta vez, más cargado de hostilidad y de
odio. Masden no se movió.
Pasado
un instante, Duquay continuó:
—Hay
una cosa más, naturalmente, que no debo pasar por alto. Se trata de
la motivación. Aunque no sea usted el hombre más valiente del
mundo, tiene un buen motivo para luchar. Si me mata, no pasa nada, y
consigue mi dinero, mi coche y lo que decida llevarse. Por el
contrario, si yo le mato, no estará peor de lo que estaba antes de
escapar.
Algo
parecido a la esperanza iluminó los pálidos ojos del joven. Quiso
saber:
—¿Qué
va a ganar peleando conmigo, señor? —dijo con tono cargado de
astucia.
—Esta
es una muy buena pregunta —admitió Duquay—. Supongo que podría
dejarle que se apropiara de lo que desea, y hacer más difícil el
trabajo de la Policía, retrasando un día o dos, o una semana o dos,
su captura.
Y
podría tener la esperanza de que permitiéndole que se quedara con
lo que quisiera, me dejara tranquilamente, sin hacer nada peor que
amarrarme, quizá. Pero ocurre que yo no confío en usted hasta ese
punto. Es un punk de mala clase, disfruta con la violencia, disfruta
dañando, lastimando a la gente. A lo mejor se daría por satisfecho
golpeándome un poco pero por otra parte..., con asesinatos ya en su
historial, me imagino que no vacilaría en matarme.
El
joven frunció el entrecejo, su expresión se ensombreció, sus ojos
reflejaron pura maldad.
—Además,
Masden, resulta que usted no me gusta nada. Es pura basura, nada más
que basura. No me importaría correr el riesgo de que me hiriera, o
incluso de que me matara, por el privilegio de poder atacarle.
Rick
Masden, aunque en realidad no hizo el menor movimiento, sí se
revolvió en su silla y su mano derecha pareció estremecerse.
Preguntó:
—Así
que usted y yo vamos a luchar con los cuchillos, ¿no es cierto?
—Con
toda seguridad si se levanta de la silla.
Masden
bebió un trago largo, vació el vaso, y acusó la quemadura del
alcohol. Miró a Duquay y luego barbotó:
—Ta
bien, empiece, papi. Venga, adelante, empiece algo.
—Yo
no he dicho que fuera a empezar nada —contestó Duquay—. Le he
estado diciendo solamente lo que me proponía hacer si usted empezaba
algo.
Ahora
el silencio se hizo profundo e interminable. Ambos se miraron, ambos
con las dos manos visibles sobre la mesa. En la derecha de Masden
seguía el cuchillo de cocina. Las dos manos de Duquay estaban
vacías. Pero la mirada de Masden se dirigió al mueble, vio la daga
allí, volvió de nuevo a la mesa. Pasaron minutos y segundos.
Entonces dijo Masden:
—¿Por
qué no me da ya lo que quiero? Unos cuantos dólares, un traje y las
llaves de su coche. Está asegurado. Así ninguno de los dos saldrá
perjudicado. ¿Por qué no lo hace?
—Porque
no quiero.
Masden
se mordió los labios, pensativo:
—¿Qué
va a pasar, papi? ¿Nos quedamos sentados sin más? Dijo que si me
movía volcaría la mesa y agarraría la daga. Después empezaría la
pelea. O sea que nos quedamos sentados o peleamos, ¿eh? Yo tengo que
irme... —De pronto una nueva luz brilló en los ojos grises del
fugitivo. Intentó levantarse, pero cambió de idea, aunque su cuerpo
vibró bajo la violencia de la amenaza del otro—. Ya lo entiendo,
ahora lo entiendo — dijo Masden entre dientes—. Está esperando a
unos tíos que vendrán a jugar a cartas, y trata de entretenerme
hasta que lleguen.
Duquay
no perdió la calma.
—Pues
lo estoy haciendo muy bien, ¿no le parece, Masden? —preguntó—.
Sí, les estoy esperando para dentro de unos minutos.
—Pues
no va a salirse con la suya.
—Todavía
puede elegir. Si deja la silla, vuelco la mesa y cojo la daga. Puede
probar su suerte de esta forma.
—Estaría
completamente loco si me quedara esperando...
El
cuerpo flaco tembló, indeciso.
—Por
supuesto que le queda aún otra alternativa, Masden.
—¿Qué
quiere decir?
En
la voz del fugitivo se notaba ahora algo de esperanza.
—Si
luchamos, yo también me arriesgo. Y no deseo correr el riesgo porque
sí. De modo que estoy dispuesto a negociar. Mi seguridad por su
huida. Su huida con las manos vacías, debo añadir.
Rick
Masden no se sentía ni tan confiado ni tan truculento como antes.
—Soy
todo oídos, papi.
—Veamos.
Yo me siento en peligro mientras tenga el cuchillo en las manos. Si
de pronto pega un salto, ¿cómo voy a saber si se propone atacarme o
huir? Así que, se proponga lo que se proponga, si salta me
defenderé. Así empezará la batalla, queramos o no. ¿Comprende lo
que quiero decir?
Masden
asintió.
—Creo
que sí.
—La
clave de toda la situación está en su cuchillo. Usted quiere huir.
Yo no quiero luchar contra usted, ni ayudarle, ni cooperar. Pero
mientras tenga el cuchillo en la mano, no puede moverse en ninguna
dirección sin empezar la pelea. Así que la única salida que veo
para usted es que tire el cuchillo al centro de la mesa.
—¿Qué?
—Eso
mismo. Así ninguno de los dos estará armado.
—¿Qué
me pasará luego? Es usted futbolista y puede...
—La
mesa sigue entre los dos. La ventaja es suya. Debería poder salir de
aquí antes de que le alcance.
—Pero
telefoneará a la Policía.
—Es
un chico listo, Masden —rió Duquay—. No se me había ocurrido
pero como soy un buen ciudadano, probablemente lo habría hecho. Está
bien, haré un trato con usted. Mi teléfono contra su cuchillo. ¿Qué
quiere decir?
—Mi
teléfono está aquí, al alcance de la mano, encima del mueble. Si
me permite, tiraré de él y arrancaré la conexión. Lo haré
primero. Arranco el teléfono y usted tira el cuchillo al centro de
la mesa y echa a correr.
¿Qué
me dice?
Las
cejas del joven se contrajeron. Pensaba furiosamente. De tanto en
tanto miraba a Duquay, calibrándole, midiendo la anchura de sus
hombros, su tenacidad de propósito.
—Está
bien —acabó diciendo—. Primero arranque el teléfono. Ahora. Yo
conservaré el cuchillo mientras lo hace. Y si intenta coger la daga
en lugar del teléfono...
—No
me pierda de vista, Masden.
Despacio,
sin hacer movimientos bruscos, y tratando de no perder de vista ni un
momento a su adversario, Duquay se había medio vuelto en su silla,
extendió su brazo izquierdo hacia atrás y a un lado, alcanzó el
teléfono, lo agarró y dio un fuerte tirón. Luego siguió tirando
con fuerza. Por fin, se oyó un chasquido y el cordón quedó
colgando.
—¿Convencido
de que está arrancado? —preguntó. Soltó el teléfono, que cayó
con un golpe sordo sobre la alfombra—. Ahora, su cuchillo, por
favor. En el centro de la mesa, donde ni uno ni otro pueda alcanzarlo
con facilidad.
Se
miraron de nuevo sin creer demasiado uno en el otro, desconfiando aún
mutuamente. Siguió una larga pausa en la que no se movieron.
—Venga,
Masden, mientras sostenga el cuchillo no puede dejar la silla.
En
silencio, con obvio pesar, de mala gana, el joven se resignó.
Girando la muñeca, envió el objeto al centro de la mesa. Hizo unas
piruetas sobre sí mismo y quedó quieto.
—No
deje su asiento, papi —anunció Masden—. Me voy.
—Lamento
no poder desearle buena suerte —dijo Duquay.
Se
despidieron en silencio. Y entonces, tanto el silencio como la
despedida fueron interrumpidos por un leve ruido. Ambos hombres,
sentados, lo oyeron.
Masden
no vaciló en reaccionar. Su silla voló tras él, al alejarse
corriendo de la mesa. Duquay no se movió, pero en cambio se agarró
a ambos brazos de la butaca y gritó con todas sus fuerzas:
—Sam,
detén a ese hombre, ¡es un criminal!
Se
oyeron gritos y ruidos de lucha y maldiciones, en la habitación
contigua. Byron Duquay ni se movió para participar o para mirar. Se
quedó sentado donde se hallaba, satisfecho con oír. Los ruidos
fueron in crescendo hasta que, finalmente, un único y tremendo
sonido lo terminó todo..., el golpe de un puño contra un hueso.
Duquay
se echó hacia atrás y se relajó. La brillante luz que iluminaba la
mesa de juego descubrió el sudor de su rostro.
El
capitán Sam Williams hizo su segunda aparición en la partida de
póquer de Byron Duquay unas dos horas más tarde. Le había llevado
todo este tiempo ocuparse de Rick Masden, devolverlo a la cárcel y
rellenar un informe completo dando detalles de su captura.
—Byron
—le dijo, moviendo la entrecana cabeza—, no sé si volveré a
atreverme a sentarme a jugar una partida de póquer contigo. Hombre,
jamás adiviné que tenías tal capacidad para echarte un farol.
—Me
halagas, Sam —declaró Duquay—, tuve suerte, nada más. Esta
tarde, antes de que Virginia se marchara, insistí en que me sacara
de la silla de ruedas y me sentara aquí. A veces prefiero recibiros
sentado en la butaca, ya sabes. Me siento menos inválido. De haber
estado en mi silla de ruedas no habría podido engañar a Masden ni
por un instante.
Sam
asintió, estaba de acuerdo. Su mirada buscó la puerta abierta del
dormitorio, donde en la semioscuridad se veían brillar un par de
ruedas plateadas. Rick Masden no las había visto. O si las vio, no
llegó a relacionarlas con el hombre sentado a la mesa.
(1) En el juego, envite falso hecho para desorientar o atemorizar.
C. B. Gilford