ASESINATO - Dion Henderson

En otros tiempos, un hombre podía echar un discurso en público sin arriesgar ni el pelo de la ropa, ni la propia vida. El público, en realidad, solía sufrir bastante más que el orador. Ahora que vivimos en una época en que todo se ha mejorado, un mal gobernante en un mal discurso, debe disponer de buenos guardaespaldas.
En el interior del auditórium el Primer Ministro estaba largando el discurso final de su visita de buena voluntad. Fuera, en el espacio restringido, detrás de la puerta del escenario, estaba la Policía: la Policía de la ciudad, la Policía del Estado, la Policía del auditórium y dos miembros de la propia Policía del premier custodiando el equipaje. Todos se giraron al unísono, como la torreta de un complicado tanque, cuando el taxi frenó brusca y peligrosamente ante la barricada que protegía los coches de la comitiva.
Un hombre alto, canoso, con un traje azul, cruzado, y una cartera negra en la mano, salió precipitadamente del taxi. Un policía uniformado y sudoroso le cerró el paso.
Lo siento. Aquí sólo pueden estar las personas autorizadas.
¿Está usted al mando? —preguntó el hombre de pelo cano.
Estoy al mando —declaró el sargento, desolado—, y lo estoy porque el hombre del Servicio Secreto no está aquí en este momento.
Lo sé —se excusó el hombre—. Siento mucho haberme retrasado. Nos salimos de la carretera y el chófer quedó herido. Tuve que conseguir un taxi.
Sacó de un bolsillo interior un carnet de piel, muy sobado.
Mr. Smith —suspiró, aliviado, el sargento, leyendo el nombre en la tarjeta de identificación del Departamento de Estado—. No sabe cuánto me alegro de verle.
El alivio era patente. Se comunicó al resto de los policías. Se oyó claramente el suspiro de todos al relajarse; todos excepto los dos policías de seguridad del país del Primer Ministro. Ellos no se relajaban nunca. Se habían vuelto como los demás cuando llegó Smith, pero permanecían tensos, alerta.
Smith y el sargento pasaron ante ellos, camino de la puerta del escenario. Desde allí podía oírse el vozarrón del Primer Ministro, luego el relativo murmullo mientras el intérprete traducía y algún que otro discreto aplauso.
Me alegro de que no haya habido heridos en el accidente —exclamó el sargento.
No fue realmente un accidente —aclaró Smith. Estudió el corredor desierto que conducía al escenario.
Dos oficiales apostados allí. Volvió sobre sus pasos y comprobó el área restringida..., los coches alineados y más policías, pero todo con movimiento rápido, limpio y profesional, como si no hiciera nada—. En realidad, se reventó un neumático y mi chófer se salió de la carretera. Aparté el coche en un camino secundario.
Cuando Su Señoría se vaya envíen un coche radio a recogerle.
Por supuesto —aseguró el sargento—, ¿le parece bien todo esto?
Perfecto —contestó Smith—. Lo ha hecho muy bien, casi no me necesitaban. Aunque, ¿no cree que sería una buena idea apostar a un hombre allí, a la vuelta del bulevar?
¿Dónde, señor? Smith carraspeó, le molestaba la cartera y la dejó junto al equipaje. Casi hablando para sí, dijo a los dos policías de seguridad del país del premier:
Vigílenla, ¿quieren?
Los de seguridad le miraron impertérritos, con los brazos cruzados. No dijeron ni palabra.
Smith se volvió al sargento y señaló a la calle.
Buen campo de tiro, ahí, si uno quisiera. Claro que no lo quiere nadie, porque sería un incidente muy feo.
Sí, señor —contestó el sargento, convencido—. No me echaría a llorar si alguien se cargara al tío ese, pero no van a hacerlo en mi ciudad.
Efectivamente —sonrió tranquilo Smith—. Y yo tengo bastante más terreno que cubrir. No puedo permitir que lo hagan en mi país.
Sí —confirmó el sargento asintiendo.
Dio unas órdenes y una moto salió rugiendo.
Habrá revisado esto más de una vez y habrá recorrido el camino al aeropuerto y demás.
Sí, señor. Hicimos un recorrido completo la semana pasada con uno de sus hombres. Los del Condado y la Policía de las líneas aéreas se ocupan del aeropuerto.
Estoy seguro de que lo harán perfectamente —afirmó Smith—. Pero me pregunto si no sería mejor que fuéramos para allá unos minutos antes de que llegue la comitiva oficial para echar un último vistazo.
Muy bien. Y será mejor que nos apresuremos —añadió el sargento—. Las cosas están terminando en el auditórium.
Muy bien. Vámonos —decidió Smith.
Ocuparon un coche policía sin distintivo alguno, conducido por uno de la patrulla. El trayecto previsto para la comitiva llevaba directamente al aeropuerto. No sería nada vistoso. Los anteriores desfiles en que había participado el premier en otras ciudades desaconsejaban los recorridos lentos y largos. Permitía a los miembros de la comitiva leer las frases burlonas de las pancartas, en las aceras e, incluso, oír y comprender alguno de los gritos de los espectadores. Pero éste iba a ser el último desfile y sería muy rápido. Había pocos espectadores a lo largo del camino. Sólo una pancarta que decía: «¡Adiós, y gracias a Dios que te vas!».
Smith frunció el ceño y el sargento preguntó:
¿Cree que deberíamos pedir a los muchachos que la retiren?
No —respondió Smith—. Libertad de expresión y todo eso. Además, es buena señal. Cuando piensan en escribir frases, no piensan en apostar un tío con un rifle.
Al llegar a la terminal, traspasaron la puerta principal y se detuvieron en un área de servicio guardada por dos subordinados del sheriff. La carretera de servicio daba un amplio rodeo por las cercanías de la terminal y acababa entre las dos alas principales del edificio del aeropuerto. Había guardias y una barricada en la misma entrada donde giraron para pasar al área de carga del avión. Los policías levantaron la barrera para dejarles pasar y el sargento les advirtió, desde la ventanilla.
Diez minutos más.
Llegaron hasta las pistas y experimentaron la súbita sensación de que la ciudad desaparecía al penetrar en la amplia extensión señalada para los aterrizajes. Las pistas habían sido despejadas de cualquier aparato menos el del Primer Ministro, que aparecía completamente aislado en el área, desconocido y ominoso a la caída de la tarde.
Abandonaron el coche patrulla en un ángulo de los edificios. Por encima se alzaba la torre de control, con sus radares girando incesantemente y a ambos lados se extendían las largas alas de la terminal como penínsulas adentrándose en un mar tranquilo. Mientras tanto, las ventanas superiores, detrás de las terrazas, iban iluminándose a medida que avanzaba el crepúsculo.
Smith se detuvo un momento, haciendo la misma rápida inspección que había hecho en el auditórium, mientras el sargento hablaba con el capitán de los hombres del sheriff encargado del destacamento de Policía del Condado.
Sólo debemos revisar un área —dijo Smith, y la señaló—: aquella terraza; sobre todo, la parte que da al campo.
Bien, señor —contestó el capitán—. Los coches oficiales llegarán hasta allí y la terraza da directamente sobre la escalerilla.
Bien, ¿vamos hasta allá? —sugirió Smith, sonriendo.
Subieron y dieron una vuelta por las terrazas. Había poca gente. Al final, los tres hombres se detuvieron.
Parece que todo está tranquilo —comentó el sargento.
Sí —dijo Smith—, pero sospecho de la muchacha, ya se lo habrán figurado, claro. Me pregunto —se dirigió al capitán que realmente no la había visto— si podría pedirle un hombre por un ratito.
El capitán hizo una señal y se encontraron con un subordinado al final de la escalera mecánica. Luego, anduvieron por la terraza, indiferentes, y Smith se acercó a la baranda y se apoyó junto a la muchacha.
Llevaba zapatos de tacón alto. Pero en lo que se fijaba uno no era en los zapatos, sino en los pendientes dorados.
Smith no miró a la muchacha, mientras le hablaba en voz baja:
Le ruego me disculpe, señorita. Pero no puede quedarse aquí, ¿sabe? Si no le importa entre ahora y quédese tras los cristales con ese oficial hasta que el avión despegue; no le causaremos ninguna molestia.
La muchacha no se volvió. La única indicación de que había comprendido fue la crispación de sus manos sobre la bolsa que llevaba.
Venga conmigo —insistió Smith, sin levantar la voz.
La muchacha se echó a llorar, pero le siguió. El sargento insinuó:
Deberíamos echar un vistazo a la bolsa.
No lo haga —replicó Smith.
A lo mejor lleva un arma escondida —objetó el sargento.
Seguro que sí —asintió Smith, sin dejar de sonreír—, pero si la encontráramos tendríamos que detenerla.
Y aparecería en los periódicos y crearía un espantoso escándalo internacional.
¡Oh! —exclamó el capitán, comprendiendo de pronto, y se dirigió a su subordinado para decirle—: No se mueva de su lado; aparente amabilidad, pero no la deje salir.
Muy bien. No es mal servicio.
Y no lo era. Era preciosa, incluso con lágrimas en los ojos. Pero no había abierto la boca; tampoco ahora dijo nada. En el campo, entraba ahora el primero de los coches oficiales. Era el de avanzadilla y venía con el equipaje. Frenó junto al avión del premier y la tripulación abrió la escotilla de carga. Trabajaron de prisa.
¡Maldita sea! —exclamó Smith de pronto—. Esa gente se lleva mi cartera. La había dejado junto al equipaje, en el auditórium.
Vamos a recuperarla —se ofreció el sargento—. Si no vamos ahora, esos bestias son capaces de llevársela.
Bien —contestó el capitán.
Se dirigieron los tres a la escalera mecánica. No querían perder el tiempo. Una vez abajo, fueron rápidamente al avión donde la tripulación estaba ya cargando las maletas. Cuando estaban llegando, uno de los tripulantes tenía la cartera en la mano, la miró y la metió dentro.
Oiga —protestó Smith—, eso es mío, ¿sabe? Dos miembros de Seguridad del Primer Ministro aparecieron de pronto saliendo de un área en sombras debajo del avión. Se plantaron con los brazos cruzados, sin expresión. Smith dijo a uno de ellos:
Coronel, tenga la bondad de decir a uno de sus hombres que me devuelva mi cartera.
El hombre a quien se había dirigido sonrió con sarcasmo y respondió:
No he visto ninguna identificación.
Era la primera vez que uno de los guardias de seguridad del Primer Ministro hablaba.
Pues tráiganla —insistió Smith, fastidiado— y se la mostraré.
Lo siento de veras —dijo el coronel de Seguridad del premier con acentuado sarcasmo—. Tenemos el horario muy apretado. No disponemos de tiempo para corregir los errores cometidos por otras personas.
No sea mal educado —insistió Smith sin perder la calma—. Entregúeme la cartera, como un buen autómata.
El coronel no pareció entender la palabra. Satisfecho de sí, dijo:
Cuando lleguemos a la capital y revisemos el equipaje, si encontramos algo que parezca pertenecer al gran Departamento de Estado de su país, lo devolveremos a su Embajada.
Después de fotografiarlo todo, incluso las bisagras —masculló Smith.
El coronel de Seguridad permaneció con los brazos cruzados, riéndose. El capitán murmuró algo al oído de Smith.
No, no debemos hacerlo —contestó Smith—. No merece la pena. Si no hubiera insistido, me figuro que esos tíos me hubieran tirado la cartera, rabiosos, desde arriba. —Se encogió de hombros y sonrió de pronto al capitán—. La verdad es que significa, sobre todo, que tendré que comprarme otra navaja y jabón de afeitar.
Al oírle, tanto el capitán como el sargento de Policía, se sonrieron felices.
Esperen hasta que analicen mi loción after shave —comentó Smith—. Eso distraerá mucho a sus muchachos bioquímicos.
Se alejaron del avión. Se oyeron, lejanas, una sirenas. Era la comitiva del premier. Las sirenas se hicieron cada vez más estridentes y a los pocos minutos llegaron los largos coches negros hasta la pista, apagándose el silbido de las sirenas al detenerse. Smith se alejó del avión y se quedó de espaldas a él, de espaldas al grupo oficial que subía a bordo, vigilando las ventanas y las terrazas. Tras los cristales aparecía la muchacha con el policía. No hablaban. Detrás de Smith el grupo oficial seguía subiendo a bordo. Hubo un destello de flash y el coronel de seguridad protestó, furioso. No hubo más destellos. A los pocos minutos, se cerraron las puertas y escotillas con los motores ya en marcha.
Sólo entonces Smith se giró y echó un vistazo a su reloj.
Un minuto más —dijo al capitán y al sargento de Policía— y habrán terminado.
Me alegro de verles marchar —comentó el capitán—, Y me alegro de que esté usted aquí.
Ustedes lo han organizado todo perfectamente —les felicitó Smith—. Lo único que he tenido que hacer es pasearme un poco. Siempre hay que hacerlo así. Somos pocos.
Y no hubiéramos visto a la muchacha —comentó el sargento—. Desde allá arriba, pudo haber sacado un arma y ¡bum!, y nos hubiéramos metido en una guerra o algo así.
¡Bah!, no tanto —le tranquilizó Smith—. El blanco estaba demasiado lejos para hacer impacto. Pero, desde luego, el incidente habría sido gordo.
¿Qué vamos a hacer con ella? —preguntó el sargento—. ¿La encerramos ahora?
De ninguna manera —contestó Smith—. Incluso si la detuviera por algo tan tonto como pisar el césped, se las ingeniaría para hablar con un reportero. Si a ustedes no les importa, me la llevaré y veré si intercambiamos alguna palabra.
Bien, señor, como usted diga —accedió, agradecido, el capitán—. Así, oficialmente, todo habrá salido bien.
¿Quiere que le lleve un coche patrulla, señor? —preguntó el sargento.
No, gracias. Tengo que ir al casco antiguo, escribir un informe y luego regresar a la división central.
Probablemente haya algo más que hacer. Pero, por favor, no se olviden de mi coche, está aparcado junto a la carretera. El chófer debe de sentirse muy solo.
Ha sido un placer —dijo el sargento—. Vuelva a vernos cuando disponga de tiempo. La pesca aquí es muy buena.
Me encantaría —contestó Smith sonriendo.
Ahora llegaba la muchacha acompañada del policía. Todos se estrecharon las manos, menos la muchacha, que esperaba tranquilamente, a un lado. Fuera, en la penumbra, los motores del avión del premier atronaron, callaron un momento, luego el aparato avanzó, adquirió velocidad y de pronto subió por encima de la ciudad, para recorrer kilómetros sobre el país salpicado de ciudades resplandecientes, y luego el océano, y otro mundo, el mundo del Primer Ministro.
Smith y la joven cruzaron el vestíbulo de la terminal. Él la llevaba del brazo, salieron fuera y se metieron en un taxi.
Una vez dentro, la muchacha dijo a media voz, amargamente, decepcionada:
¿Por qué no me dejó hacerlo? El mundo habría estado mucho mejor sin él.
Posiblemente —la tranquilizó Smith—. Pero no hubiera hecho un buen trabajo. La gente emotiva no suele hacerlo bien, ¿sabe?
No puedo evitar la emoción. Mi padre murió en uno de sus campos de trabajo. —Luego añadió—:
¿Cómo ha podido reconocerme, si no hizo más que pasar?
Uno reconoce a los suyos —observó Smith, desde el asiento trasero del taxi—. Yo les disfruté durante siete años. Tuve la suerte de sobrevivir, aunque en aquellos momentos no me pareció una suerte.
Y ahora está en el Departamento de Estado americano.
La muchacha no quería creer en su mala suerte.
Sólo por un día —respondió Smith—. Tuve la suerte de ocupar un sitio de chófer provisional. El tipo del Servicio Secreto, el auténtico, estaba impresionado conmigo.
Cambiando el tono de voz, la joven preguntó:
Es que le ha...
De ningún modo. Aquel policía tan amable encontrará el coche, y a mi jefe temporal encerrado en el portaequipajes. Apenas habrá sufrido un rasguño.
Para entonces habían llegado al centro de la ciudad. En uno de los semáforos, Smith golpeó el cristal de separación y dijo al taxista que se detuviera. Salió del coche y le dijo:
Lleve a la señorita a donde quiera ir.
Espere —rogó la muchacha—. Si ha hecho lo que me ha dicho, ¿por qué me detuvo? ¿Por qué les dejó que se fueran?
No debemos poner a nuestros amigos en apuros —explicó Smith—. Nada de incidentes internacionales, nada de asesinatos emocionales, nada de alborotos. Nada de nada. Perdóneme por parecerle crítico, pero uno no prepara semejante plan en pocos días. Ni..., en pocos años.
Pero...
La cartera que insistieron tanto en llevarse —dijo Smith—. Es característico en ellos aprovecharse de una oportunidad tan trivial ¡para demostrar así su superioridad!
La muchacha le miró, con el asombro todavía reflejado en el rostro. Smith prosiguió:
De modo que tuvieron que demostrar lo que son y llevarse mi cartera. Y ahora, arriba, en pleno océano, no habrá incidentes internacionales, ni habrá asesinatos emocionales, no habrá nada. Nada.
En un murmullo, preguntó:
¿Y si no se hubieran llevado la cartera?
La sonrisa de Smith fue muy tierna.
Entonces, no habrían sido lo que sabemos que son, ¿no cree?
Y al decirlo, cerró la puerta del taxi.