Cuento incluído en Crónicas Marcianas
LOS HOMBRES DE LA TIERRA - Ray Bradbury (incluído en Crónicas Marcianas)
Quienquiera
que fuese el que golpeaba la puerta, no se cansaba de hacerlo. La
señora Ttt abrió la puerta de par en par. -¿Y bien? -¡Habla usted
inglés!-
El
hombre, de pie en el umbral, estaba asombrado.
-Hablo
lo que hablo-dijo ella.
-¡Un
inglés admirable!
El
hombre vestía uniforme. Había otros tres con él, excitados, muy
sonrientes y muy sucios.
-¿Qué
desean?-preguntó la señora Ttt.
-Usted
es marciana.-El hombre sonrió.-Esta palabra no le es familiar,
ciertamente.
Es
una expresión terrestre.-Con un movimiento de cabeza señaló a sus
compañeros.-Venimos de la Tierra. Yo soy el capitán Williams. Hemos
llegado a Marte no hace más de una hora, y aquí estamos, ¡la
Segunda Expedición! Hubo una Primera Expedición, pero ignoramos qué
les pasó. En fin, ¡henos aquí! Y el primer habitante de Marte que
encontramos ¡es usted!
-¿Marte?
-preguntó la mujer arqueando las cejas.
-Quiero
decir que usted vive en el cuarto planeta a partir del Sol. ¿No es
verdad?
-Elemental-replicó
ella secamente, examinándolos de arriba abajo.
-Y
nosotros-dijo el capitán señalándose a sí mismo con un pulgar
sonrosado- somos de la Tierra. ¿No es así, muchachos?
-¡Así
es, capitán!-exclamaron los otros a coro.
-Este
es el planeta Tyrr-dijo la mujer-, si quieren llamarlo por su
verdadero nombre.
-Tyrr,
Tyrr. -El capitán rió a carcajadas.- ¡Qué nombre tan lindo! Pero,
oiga buena mujer, ¿cómo habla usted un inglés tan perfecto?
-No
estoy hablando, estoy pensando-dijo ella- ¡Telepatía! ¡Buenos
días!-y dio un portazo.
Casi
en seguida volvieron a llamar. Ese hombre espantoso, pensó la señora
Ttt.
Abrió
la puerta bruscamente.
-¿Y
ahora qué?-preguntó.
El
hombre estaba todavía en el umbral, desconcertado, tratando de
sonreír.
Extendió
las manos.
-Creo
que usted no comprende...
-¿Qué?
El
hombre la miró sorprendido:
-¡Venimos
de la Tierral!
-No
tengo tiempo -dijo la mujer-. Hay mucho que cocinar, y coser, y
limpiar...
Ustedes,
probablemente, querrán ver al señor Ttt. Está arriba, en su
despacho.
-Sí-dijo
el terrestre, parpadeando confuso-. Permítame ver al señor Ttt, por
favor.
-Está
ocupado.
La
señora Ttt cerró nuevamente la puerta.
Esta
vez los golpes fueron de una ruidosa impertinencia.
-¡Oiga!-gritó
el hombre cuando la puerta volvió a abrirse-. ¡Este no es modo de
tratar a las visitas! -Y entró de un salto en la casa, como si
quisiera sorprender a la mujer.
-¡Mis
pisos limpios! -gritó ella-. ¡Barro! ¡Fuera! ¡Antes de entrar,
límpiese las botas!
El
hombre se miró apesadumbrado las botas embarradas.
-No
es hora de preocuparse por tonterías -dijo luego-. Creo que ante
todo debiéramos celebrar el acontecimiento.-Y miró fijamente a la
mujer, como si esa mirada pudiera aclarar la situación. -¡Si se me
han quemado las tortas de cristal-gritó ella-, lo echaré de aquí a
bastonazos!
La
mujer atisbó unos instantes el interior de un horno encendido y
regresó con la cara roja y transpirada. Era delgada y ágil, como un
insecto. Tenía ojos amarillos y penetrantes, tez morena, y una voz
metálica y aguda.
-Espere
un momento. Trataré de que el señor Ttt los reciba. ¿Qué asunto
los trae?
El
hombre lanzó un terrible juramento, como si la mujer le hubiese
martillado una mano.
-¡Digale
que venimos de la Tierra! ¡Que nadie vino antes de allá!
-¿Que
nadie vino de dónde? Bueno, no importa -dijo la mujer alzando una
mano-.
En
seguida vuelvo.
El
ruido de sus pasos tembló ligeramente en la casa de piedra.
Afuera,
brillaba el inmenso cielo azul de Marte, caluroso y tranquilo como
las aguas cálidas y profundas de un océano. El desierto marciano se
tostaba como una prehistórica vasija de barro. El calor crecía en
temblorosas oleadas. Un cohete pequeño yacía en la cima de una
colina próxima y las huellas de unas pisadas unían la puerta del
cohete con la casa de piedra. De pronto se oyeron unas voces que
discutían en el piso superior de la casa. Los hombres se miraron, se
movieron inquietos, apoyándose ya en un pie, ya en otro, y con los
pulgares en el cinturón tamborilearon nerviosamente sobre el cuero.
Arriba gritaba un hombre. Una voz de mujer le replicaba en el mismo
tono. Pasó un cuarto de hora. Los hombres se pasearon de un lado a
otro, sin saber qué hacer.
-¿Alguien
tiene cigarrillos?-preguntó uno.
Otro
sacó un paquete y todos encendieron un cigarrillo y exhalaron lentas
cintas de pálido humo blanco. Los hombres se tironearon los faldones
de las chaquetas; se arreglaron los cuellos. El murmullo y el canto
de las voces continuaban. El capitán consultó su reloj.
-Veinticinco
minutos -dijo-. Me pregunto qué estarán tramando ahí arriba. -Se
paró ante una ventana y miró hacia afuera.
-Qué
día sofocante-dijo un hombre.
-Sí-dijo
otro.
Era
el tiempo lento y caluroso de las primeras horas de la tarde. El
murmullo de las voces se apagó. En la silenciosa habitación sólo
se oía la respiración de los hombres. Pasó una hora.
-Espero
que no hayamos provocado un incidente -dijo el capitán. Se volvió y
espió el interior del vestíbulo.
Allí
estaba la señora Ttt, regando las plantas que crecían en el centro
de la habitación.
-Ya
me parecía que había olvidado algo-dijo la mujer avanzando hacia el
capitán-.
Lo
siento-añadió, y le entregó un trozo de papel-. El señor Ttt está
muy ocupado. -
Se
volvió hacia la cocina.-Por otra parte, no es el señor Ttt a quien
usted desea ver, sino al señor Aaa. Lleve este papel a la granja
próxima, al lado del canal azul, y el señor Aaa les dirá lo que
ustedes quieren saber.
-No
queremos saber nada-objetó el capitán frunciendo los gruesos
labios-. Ya lo sabemos.
-Tienen
el papel, ¿qué más quieren?-dijo la mujer con brusquedad, decidida
a no añadir una palabra.
-Bueno
-dijo el capitán sin moverse, como esperando algo. Parecía un niño,
con los ojos clavados en un desnudo árbol de Navidad-.
Bueno-repitió-. Vamos, muchachos.
Los
cuatro hombres salieron al silencio y al calor de la tarde.
Una
media hora después, sentado en su biblioteca, el señor Aaa bebía
unos sorbos de fuego eléctrico de una copa de metal, cuando oyó
unas voces que venían por el camino de piedra. Se inclinó sobre el
alféizar de la ventana y vio a cuatro hombres uniformados que lo
miraban entornando los ojos.
-¿El
señor Aaa?-le preguntaron.
-El
mismo.
-¡Nos
envía el señor Ttt!-gritó el capitán.
-¿Y
por qué ha hecho eso?
-¡Estaba
ocupado!
-¡Qué
lástima! -dijo el señor Aaa, con tono sarcástico-. ¿Creerá que
estoy aquí para
atender a las gentes que lo molestan?
-No
es eso lo importante, señor-replicó el capitán.
-Para
mí, sí. Tengo mucho que leer. El señor Ttt es un desconsiderado.
No es la primera vez que se comporta de este modo. No mueva usted las
manos, señor.
Espere
a que termine. Y preste atención. La gente suele escucharme cuando
hablo. Y usted me escuchará cortésmente o no diré una palabra.
Los
cuatro hombres de la calle abrieron la boca, se movieron incómodos,
y por un momento las lágrimas asomaron a los ojos del capitán.
-¿Le
parece a usted bien-sermoneó el señor Aaa- que el señor Ttt haga
estas cosas?
Los
cuatro hombres alzaron los ojos en el calor.
-¡Venimos
de la Tierra!-dijo el capitán.
-A
mí me parece que es un mal educado-continuó el señor Aaa.
-En
un cohete. Venimos en un cohete.
-No
es la primera vez que Ttt comete estas torpezas.
-Directamente
desde la Tierra.
-Me
gustaría llamarlo y decirle lo que pienso.
-Nosotros
cuatro, yo y estos tres hombres, mi tripulación.
-¡Lo
llamaré, sí, voy a llamarlo!
-Tierra.
Cohete. Hombres. Viaje. Espacio.
-¡Lo
llamaré y tendrá que oírme! -gritó el señor Aaa, y desapareció
como un títere de un escenario.
Durante
unos instantes se oyeron unas voces coléricas que iban y venían por
algún extraño aparato. Abajo, el capitán y su tripulación miraban
tristemente por encima del hombro el hermoso cohete que yacía en la
colina, tan atractivo y delicado y brillante.
El
señor Aaa reapareció de pronto en la ventana, con un salvaje aire
de triunfo.
-¡Lo
he retado a duelo, por todos los dioses! ¡A duelo!
-Señor
Aaa... -comenzó otra vez el capitán con voz suave.
-¡Lo
voy a matar! ¿Me oye?
-Señor
Aaa, quisiera decirle que hemos viajado noventa millones de
kilómetros.
El
señor Aaa miró al capitán por primera vez.
-¿De
dónde dice que vienen?
El
capitán emitió una blanca sonrisa.
-Al
fin nos entendemos-les murmuró en un aparte a sus hombres, y le dijo
al señor Aaa-: Recorrimos noventa millones de kilómetros. ¡Desde
la Tierra!
El
señor Aaa bostezó.
-En
esta época del año la distancia es sólo de setenta y cinco
millones de kilómetros. -Blandió un arma de aspecto terrible.-
Bueno, tengo que irme. Lleven esa estúpida nota, aunque no sé de
qué les servirá, a la aldea de Iopr, sobre la colina y hablen con
el señor Iii. Ése es el hombre a quien quieren ver. No al señor
Ttt. Ttt es un idiota, y voy a matarlo. Ustedes, además, no son de
mi especialidad.
-Especialidad,
especialidad-baló el capitán-. ¿Pero es necesario ser un
especialista para dar la bienvenida a hombres de la Tierra?
-No
sea tonto, todo el mundo lo sabe.
El
señor Aaa desapareció. Apareció unos instantes después en la
puerta y se alejó velozmente calle abajo.
-¡Adiós!
-gritó.
Los
cuatro viajeros no se movieron, desconcertados. Finalmente dijo el
capitán:
-Ya
encontraremos quien nos escuche.
-Quizá
debiéramos irnos y volver-sugirió un hombre con voz melancólica-.
Quizá debiéramos elevarnos y descender de nuevo. Darles tiempo de
organizar una fiesta.
-Puede
ser una buena idea-murmuró fatigado el capitán.
En
la aldea la gente salía de las casas y entraba en ellas,
saludándose, y llevaba máscaras doradas, azules y rojas, máscaras
de labios de plata y cejas de bronce, máscaras serias o sonrientes,
según el humor de sus dueños.
Los
cuatro hombres, sudorosos luego de la larga caminata, se detuvieron y
le preguntaron a una niñita dónde estaba la casa del señor Iii.
-Ahí-dijo
la niña con un movimiento de cabeza.
El
capitán puso una rodilla en tierra, solemnemente, cuidadosamente, y
miró el rostro joven y dulce.
-Oye,
niña, quiero decirte algo.
La
sentó en su rodilla y tomó entre sus manazas las manos diminutas y
morenas, como si fuera a contarle un cuento de hadas preciso y
minucioso.
-Bien,
te voy a contar lo que pasa. Hace seis meses otro cohete vino a
Marte.
Traía
a un hombre llamado York y a su ayudante. No sabemos qué les pasó.
Quizá
se destrozaron al descender. Vinieron en un cohete, como nosotros.
Debes de haberlo visto. ¡Un granv cohete! Por lo tanto nosotros
somos la Segunda Expedición. Y venimos directamente de la Tierra...
La
niña soltó distraídamente una mano y se ajustó a la cara una
inexpresiva máscara dorada. Luego sacó de un bolsillo una araña de
oro y la dejó caer. El capitán seguía hablando. La araña subió
dócilmente a la rodilla de la niña, que la miraba sin expresión
por las hendiduras de la máscara. El capitán zarandeó suavemente a
la niña y habló con una voz más firme:
-Somos
de la Tierra, ¿me crees?
-Sí-respondió
la niña mientras observaba cómo los dedos de los pies se le hundían
en la arena.
-Muy
bien. -El capitán le pellizcó un brazo, un poco porque estaba
contento y un poco porque quería que ella lo mirase.-Nosotros mismos
hemos construido este cohete. ¿Lo crees, no es cierto?
La
niña se metió un dedo en la nariz.
-Sí-dijo.
-Y...
Sácate el dedo de la nariz, niñita... Yo soy el capitán y...
-Nadie
hasta hoy cruzó el espacio en un cohete -recitó la criatura con los
ojos cerrados.
-¡Maravilloso!
¿Cómo lo sabes?
-Oh,
telepatía... -respondió la niña limpiándose distraídamente el
dedo en una pierna.
-Y
bien, ¿eso no te asombra? -gritó el capitán-. ¿No estás
contenta?
-Será
mejor que vayan a ver en seguida al señor Iii -dijo la niña, y dejó
caer su juguete-. Al señor lii le gustará mucho hablar con ustedes.
La
niña se alejó. La araña echó a correr obedietemente detrás de
ella.
El
capitán, en cuclillas, se quedó mirándola, con las manos
extendidas, la boca abierta y los ojos húmedos.
Los
otros tres hombres, de pie sobre sus sombras, escupieron en la calle
de piedra.
El
señor Iii abrió la puerta. Salía en ese momento para una
conferencia, pero podía concederles unos instantes si se decidían a
entrar y le informaban brevemente del objeto de la visita.
-Un
minuto de atención-dijo el capitán, cansado, con los ojos
enrojecidos-.
Venimos
de la Tierra, en un cohete; somos cuatro: tripulación y capitán;
estamos exhaustos, hambrientos, y quisiéramos encontrar un sitio
para dormir. Nos gustaría que nos dieran la llave de la ciudad, o
algo parecido, y que alguien nos estrechara la mano y nos dijera:
"¡Bravo!" y "¡Enhorabuena, amigos!" Eso es
todo.
El
señor lii era alto, vaporoso, delgado, y llevaba unas gafas de
gruesos cristales azules sobre los ojos amarillos. Se inclinó sobre
el escritorio y se puso a estudiar unos papeles. De cuando en cuando
alzaba la vista y observaba con atención a sus visitantes.
-No
creo tener aquí los formularios -dijo revolviendo los cajones del
escritorio-.
¿Dónde
los habré puesto? Deben de estar en alguna parte... ¡Ah, sí, aquí!
-Le alcanzó al capitán unos papeles.-Tendrá usted que firmar, por
supuesto.
-¿Tenemos
que pasar por tantas complicaciones? -preguntó el capitán.
El
señor Iii le lanzó una mirada vidriosa.
-¿No
dice que viene de la Tierra? Pues tiene que firmar.
El
capitán escribió su nombre.
-¿Es
necesario que firmen también los tripulantes?
El
señor Iii miró al capitán, luego a los otros tres y estalló en
una carcajada burlona.
-¡Que
ellos firmen! ¡Ah, admirable! ¡Que ellos, oh, que ellos firmen!-Los
ojos se le llenaron de lágrimas. Se palmeó una rodilla y se dobló
en dos sofocado por la risa.
Se
apoyó en el escritorio.-¡Que ellos firmen!
Los
cuatro hombres fruncieron el ceño.
-¿Es
tan gracioso?
-¡Que
ellos firmen!-suspiró el señor Iii, debilitado por su hilaridad-.
Tiene gracia.
Debo
contárselo al señor Xxx.
Examinó
el formulario, riéndose aún a ratos.
-Parece
que todo está bien. -Movió afirmativamente la cabeza.- Hasta su
conformidad para una posible eutanasia -cloqueó.
-¿Conformidad
para qué?
-Cállese.
'I'engo algo para usted. Aquí está. La llave.
El
capitán se sonrojó.
-Es
un gran honor...
-¡No
es la llave de la ciudad, imbécil! -ladró el señor Iii-. Es la de
la Casa. Vaya por aquel pasillo, abra la puerta grande, entre y
cierre bien. Puede pasar allí la noche.
Por
la mañana le mandaré al señor Xxx.
El
capitán titubeó, tomó la llave y se quedó mirando fijamente las
tablas del piso.
Sus
hombres tampoco se movieron. Parecían secos, vacíos, como si
hubiesen perdido toda la pasión y la fiebre del viaje.
-¿Qué
le pasa? -preguntó el señor Iii-. ¿Qué espera? ¿Qué quiere? -Se
adelantó y estudió de cerca el rostro del capitán.-¡Váyase!
-Me
figuro que no podría usted... -sugirió el capitán-, quiero
decir... En fin... Hemos trabajado mucho, hemos hecho un largo viaje
y quizá pudiera usted estrecharnos la mano y darnos la enhorabuena
-añadió con voz apagada-. ¿No le parece?
El
señor Iii le tendió rígidamente la mano y le sonrió con frialdad.
-¡Enhorabuena!-y
apartándose dijo-: Ahora tengo que irme. Utilice esa llave.
Sin
fijarse más en ellos, como si se hubieran filtrado a través del
piso, el señor Iii anduvo de un lado a otro por la habitación,
llenando con papeles una cartera. Se entretuvo en la oficina otros
cinco minutos, pero sin dirigir una sola vez la palabra al solemne
cuarteto inmóvil, cabizbajo, de piernas de plomo, brazos colgantes y
mirada apagada. Al fin cruzó la puerta, absorto en la contemplación
de sus uñas...
Avanzaron
pesadamente por el pasillo, en la penumbra silenciosa de la tarde,
hasta llegar a una pulida puerta de plata. La abrieron con la llave,
también de plata, entraron, cerraron, y se volvieron.
Estaban
en un vasto aposento soleado. Sentados o de pie, en grupos, varios
hombres y mujeres conversaban junto a las mesas. Al oír el ruido de
la puerta miraron a los cuatro hombres de uniforme.
Un
marciano se adelantó y los saludó con una reverencia.
-Yo
soy el señor Uuu.
-Y
yo soy el capitán Jonathan Williams, de la ciudad de Nueva York, de
la Tierra- dijo el capitán sin mucho entusiasmo.
Inmediatamente
hubo una explosión en la sala.
Los
muros temblaron con los gritos y exclamaciones. Hombres y mujeres
gritando de alegría, derribando las mesas, tropezando unos con
otros, corrieron hacia los terrestres y, levantándolos en hombros,
dieron seis vueltas completas a la sala, saltando, gesticulando y
cantando.
Los
terrestres estaban tan sorprendidos que durante un minuto se dejaron
llevar por aquella marea de hombros antes de estallar en risas y
gritos.
-¡Esto
se parece más a lo que esperábamos!
-¡Esto
es vida! ¡Bravo! ¡Bravo!
Se
guiñaban alegremente los ojos, alzaban los brazos, golpeaban el aire
-¡Hip! ¡Hip! -gritaban. -¡Hurra! -respondía la muchedumbre.
Al
fin los pusieron sobre una mesa. Los gritos cesaron. El capitán
estaba a punto de llorar:
-Gracias.
Gracias. Esto nos ha hecho mucho bien.
-Cuéntenos
su historia-sugirió el señor Uuu.
El
capitán carraspeó y habló, interrumpido por los ¡oh! y ¡ah! del
auditorio.
Presentó
a sus compañeros, y todos pronunciaron un discursito, azorados por
el estruendo de los aplausos.
El
señor Uuu palmeó al capitán.
-Es
agradable ver a otros de la Tierra. Yo también soy de allí.
-¿Qué
ha dicho usted?
-Aquí
somos muchos los terrestres.
El
capitán lo miró fijamente.
-¿Usted?
¿Terrestre? ¿Es posible? ¿Vino en un cohete? ¿Desde cuándo se
viaja por el espacio?-Parecía decepcionado.-¿De qué... de qué
país es usted?
-De
Tuiereol. Vine hace años en el espíritu de mi cuerpo.
-Tuiereol.-El
capitán articuló dificultosamente la palabra.-No conozco ese país.
¿Qué
es eso del espíritu del cuerpo?
-También
la señorita Rrr es terrestre. ¿No es cierto, señorita Rrr?
La
señorita Rrr asintió con una risa extraña.
-También
el señor Www, el señor Qqq y el señor Vw.
-Yo
soy de Júpiter-dijo uno pavoneándose.
-Yo
de Saturno-dijo otro. Los ojos le brillaban maliciosamente.
-Júpiter,
Saturno -murmuró el capitán, parpadeando.
Todos
callaron; los marcianos, ojerosos, de pupilas amarillas y brillantes,
volvieron a agruparse alrededor de las mesas de banquete,
extrañamente vacías. El capitán observó, por primera vez, que la
habitación no tenía ventanas. La luz parecía filtrarse por las
paredes. No había más que una puerta.
-Todo
esto es confuso. ¿Dónde diablo está Tuiereol? ¿Cerca de
América?-dijo el capitán.
-¿Que
es América?
-¿No
ha oído hablar del continente americano y dice que es terrestre?
El
señor Uuu se irguió enojado.
-La
Tierra está cubierta de mares, es sólo mar. No hay continentes. Yo
soy de alli y lo sé.
El
capitán se echó hacia atrás en su silla.
-Un
momento, un momento. Usted tiene cara de marciano, ojos amarillos,
tez morena.
-La
Tierra es sólo selvas -dijo orgullosamente la señorita Rrr-. Yo soy
de Orri, en la Tierra; una civilización donde todo es de plata.
El
capitán miró sucesivamente al señor Uuu, al señor Www, al señor
Zzz, al señor Nnn, al señor Hhh y al señor Bbb, y vio que los ojos
amarillos se fundían y apagaban a la luz, y se contraían y
dilataban. Se estremeció, se volvió hacia sus hombres y los miró
sombríamente.
-¡Comprenden
qué es esto?
-¿Qué,
señor?
-No
es una celebración-contestó agotado el capitán-. No es un
banquete. Estas gentes no son representantes del gobierno. Esta no es
una surprise party. Mírenles los ojos. Escúchenlos. Retuvieron el
aliento. En la sala cerrada sólo había un suave movimiento de ojos
blancos.
-Ahora
entiendo -dijo el capitán con voz muy lejana-por qué todos nos
daban papelitos y nos pasaban de uno a otro, y por qué el señor Iii
nos mostró un pasillo y nos dio una llave para abrir una puerta y
cerrar una puerta. Y aquí estamos...
-¿Dónde,
capitán?
-En
un manicomio.
Era
de noche. En la vasta sala silenciosa, tenuemente alumbrada por unas
luces ocultas en los muros transparentes, los cuatro terrestres,
sentados alrededor de una mesa de madera conversaban en voz baja, con
los rostros juntos y pálidos.
Hombres
y mujeres yacían desordenadamente por el suelo. En los rincones
oscuros había leves estremecimientos: hombres o mujeres solitarios
que movían las manos. Cada media hora uno de los terrestres
intentaba abrir la puerta de plata.
-No
hay nada que hacer. Estamos encerrados.
-¿Creen
realmente que somos locos, capitán?
-No
hay duda. Por eso no se entusiasrnaron al vernos. Se limitaron a
tolerar lo que entre ellos debe de ser un estado frecuente de
psicosis. -Señaló las formas oscuras que yacían
alrededor.-Paranoicos todos. ¡Qué bienvenida! -Una llamita se alzó
y murió en los ojos del capitán.-Por un momento creí que nos
recibían como merecíamos. Gritos, cantos y discursos. Todo estuvo
muy bien, ¿no es cierto?
Mientras
duró.
-¿Cuánto
tiempo nos van a tener aquí?
Hasta
que demostremos que no somos psicópatas.
-Eso
será fácil.
-Espero
que sí.
-No
parece estar muy seguro
-No
lo estoy. Mire aquel rincón.
De
la boca de un hombre en cuclillas brotó una llama azul. La llama se
transformó en una mujercita desnuda, y susurrando y suspirando se
abrió como una flor en vapores de color cobalto.
El
capitán señaló otro rincón. Una mujer, de pie, se encerró en una
columna de cristal; luego fue una estatua dorada, después una vara
de cedro pulido, y al fin otra vez una mujer.
En
la sala oscurecida todos exhalaban pequeñas llamas violáceas
móviles y cambiantes, pues la noche era tiempo de transformaciones y
aflicción.
-Magos,
brujos-susurró un terrestre.
-No,
alucinados. Nos comunican su demencia y vemos así sus alucinaciones.
Telepatía.
Autosugestión y telepatía.
-¿Y
eso le preocupa, capitán?
-Sí.
Si esas alucinaciones pueden ser tan reales, tan contagiosas, tanto
para nosotros como para cualquier otra persona, no es raro que nos
hayan tomado por psicópatas. Si aquel hombre es capaz de crear
mujercitas de fuego azul, y aquella mujer puede transformarse en una
columna, es muy natural que los marcianos normales piensen que
también nosotros hemos creado nuestro cohete.
-Oh-exclamaron
sus hombres en la oscuridad.
Las
llamas azules brotaban alrededor de los terrestres, brillaban un
momento, y se desvanecían. Unos diablillos de arena roja corrían
entre los dientes de los hombres dormidos. Las mujeres se
transformaban en serpientes aceitosas. Había un olor de reptiles y
bestias.
Por
la mañana todos estaban de pie, frescos, contentos, y normales. No
había llamas ni demonios. El capitán y sus hombres se habían
acercado a la puerta de plata, con la esperanza de que se abriera.
El
señor Xxx llegó unas cuatro horas después. Los terrestres
sospecharon que había estado esperando del otro lado de la puerta,
espiándolos por lo menos durante tres horas. Con un gesto les pidió
que lo acompañaran a una oficina pequeña.
Era
un hombre jovial, sonriente, si se lo juzgaba por su máscara. En
ella estaban pintadas no una sonrisa, sino tres.
Detrás
de la máscara, su voz era la de un psiquiatra no tan sonriente.
-Y
bien, ¿qué pasa?
-Usted
cree que estamos locos, y no lo estamos-dijo el capitan.
-Yo
no creo que todos estén locos-replicó el psiquiatra señalando con
una varita al capitán-. El único loco es usted. Los otros son
alucinaciones secundarias.
El
capitán se palmeó una rodilla.
-¡Ah,
es eso! ¡Ahora comprendo por qué se rió el señor Iii cuando
sugerí que mis hombres firmaran los papeles!
El
psiquiatra rió a través de su sonrisa tallada.
-Sí,
ya me lo contó el señor Iii. Fue una broma excelente. ¿Qué estaba
diciendo?
Ah,
sí. Alucinaciones secundarias. A veces vienen a verme mujeres con
culebras en las orejas. Cuando las curo, las culebras se disipan.
-Nosotros
nos alegraremos de que nos cure. Siga.
El
señor Xxx pareció sorprenderse
-Es
raro. No son muchos los que quieren curarse. Le advierto a usted que
el tratamiento es muy severo.
-¡Siga
curándonos! Pronto sabrá que estamos cuerdos.
-Permítame
que examine sus papeles. Quiero saber si están en orden antes de
iniciar el tratamiento.-Y el señor Xxx examinó el contenido de una
carpeta.- Sí. Los casos como el suyo necesitan un tratamiento
especial. Las personas de aquella sala son casos muy simples. Pero
cuando se llega como usted, debo advertírselo, a alucinaciones
primarias, secundarias, auditivas, olfativas y labiales, y a
fantasías táctiles y ópticas, el asunto es grave. Es necesario
recurrir a la eutanasia.
El
capitán se puso en pie de un salto y rugió:
-Mire,
¡ya hemos aguantado bastante! ¡Sométanos a sus pruebas, verifique
los reflejos, auscúltenos, exorcísenos, pregúntenos!
-Hable
libremente.
El
capitán habló, furioso, durante una hora. El psiquiatra escuchó.
-Increíble.
Nunca oí fantasía onírica más detallada.
-¡No
diga estupideces! ¡Le enseñaremos nuestro cohete!-gritó el
capitán.
-Me
gustaría verlo. ¿Puede usted manifestarlo en esa habitación?
-Por
supuesto. Está en ese fichero, en la letra C.
El
señor Xxx examinó atentamente el fichero, emitió un sonido de
desaprobación, y lo cerró solemnemente.
-¿Por
qué me ha engañado usted? El cohete no está aquí.
-Claro
que no, idiota. Ha sido una broma. ¿Bromea un loco?
-Tiene
usted unas bromas muy raras. Bueno, salgamos. Quiero ver su cohete.
Era
mediodía. Cuando llegaron al cohete hacía mucho calor.
-Ajá.
El
psiquiatra se acercó a la nave y la golpeó. El metal resonó
suavemente.
-¿Puedo
entrar?-preguntó con picardía.
-Entre.
El
señor Xxx desapareció en el interior del cohete.
-Esto
es exasperante -dijo el capitán, mordisqueando un cigarro-. Volvería
gustoso a la Tierra y les aconsejaría no ocuparse más de Marte.
¡Qué gentes más desconfiadas!
-Me
parece que aquí hay muchos locos, capitán. Por eso dudan tanto
quizá.
-Sí,
pero es muy irritante.
El
psiquiatra salió de la nave después de hurgar, golpear, escuchar,
oler y gustar durante media hora.
-Y
bien, ¿está usted convencido?-gritó el capitán como si el señor
Xxx fuera sordo.
El
psiquiatra cerró los ojos y se rascó la nariz.
-Nunca
conoci ejemplo más increíble de alucinación sensorial y sugestión
hipnótica. He examinado el "cohete", como lo llama usted.
-Golpeó la coraza.-Lo oigo. Fantasía auditiva.-Inspiró.-Lo huelo.
Alucinación olfativa inducida por telepatía sensorial.-Acercó sus
labios al cohete.-Lo gusto. Fantasía labial.
El
psiquiatra estrechó la mano del capitán:
-¿Me
permite que lo felicite? ¡Es usted un genio psicópata! Ha hecho
usted un trabajo completo. La tarea de proyectar una imaginaria vida
psicópata en la mente de otra persona por medio de la telepatía, y
evitar que las alucinaciones se vayan debilitando sensorialmente, es
casi imposible. Las gentes de mi pabellón se concentran
habitualmente en fantasias visuales, o cuando más en fantasías
visuales y auditivas combinadas. ¡Usted ha logrado una síntesis
total! ¡Su demencia es hermosísimamente completa!
El
capitán palideció:
-¿Mi
demencia?
-Sí.
Qué demencia más hermosa. Metal, caucho, gravitadores, comida,
ropa, combustible, armas, escaleras, tuercas, cucharas. He comprobado
que en su nave hay diez mil artículos distintos. Nunca había visto
tal complejidad. Hay hasta sombras debajo de las literas y debajo de
todo. ¡Qué poder de concentración! Y todo, no importan cuándo o
cómo se pruebe, tiene olor, solidez, gusto, sonido.
Permítame
que lo abrace.-El psiquiatra abrazó al capitán.- Consignaré todo
esto en lo que será mi mejor monografia. El mes que viene hablaré
en la Academia Marciana. Mírese. Ha cambiado usted hasta el color de
sus ojos, del amarillo al azul, y la tez de morena a sonrosada. ¡Y
su ropa, y sus manos de cinco dedos en vez de seis! ¡Metamorfosis
biológica a través del desequilibrio psicológico! Y sus tres
amigos...
El
señor Xxx sacó un arma pequeña:
-Es
usted incurable, por supuesto. ¡Pobre hombre admirable! Muerto será
más feliz. ¿Quiere usted confiarme su última voluntad?
-¡Quietos
por Dios! ¡No haga fuegol!
-Pobre
criatura. Lo sacaré de esa miseria que lo llevó a imaginar este
cohete y estos tres hombres. Será interesantísimo ver cómo sus
amigos y su cohete se disipan en cuanto yo lo mate. Con lo que
observe hoy escribiré un excelente informe sobre la disolución de
las imágenes neuróticas.
-¡Soy
de la Tierra! Me llamo Jonathan Williams y estos...
-Sí,
ya lo sé-dijo suavemente el señor Xxx, y disparó su arma.
El
capitán cayó con una bala en el corazón. Los otros tres se
pusieron a gritar.
El
señor Xxx los miró sorprendido.
-¿Siguen
ustedes existiendo? ¡Soberbio! Alucinaciones que persisten en el
tiempo y en el espacio.-Apuntó hacia ellos.-Bien, los disolveré con
el miedo.
-¡No!
-grilaron los tres llombres.
-Petición
auditiva, aun muerto el paciente-observó el señor Xxx mientras los
hacía
caer
con sus disparos.
Quedaron
tendidos en la arena, intactos, inmóvilest El senor Xxx los tocó
con la punta del pie y luego golpeó la cora7a clel cohete.
-¡Persiste!
¡Persisten!-exclamó y disparó de nuevo su arma, varias veces,
contra los cadáveres. Dio un paso atrás. La máscara sonriente se
le cayó de la cara.
-Alucinaciones-murmuró
aturdidamente-. Gusto. Vista. Olor. Tacto. Sonido.
El
rostro del menudo psiquiatra cambió lentamente. Se le aflojaron las
mandíbulas.
Soltó
el arma. Miró alrededor con ojos apagados y ausentes. Extendió las
manos como un ciego, y palpó los cadáveres, sintiendo que la saliva
le llenaba la boca.
Movió,
débilmente las manos, desorbitado, babeando.
-¡Váyanse!-les
gritó a los cadáveres-. ¡Váyase!-le gritó al cohete.
Se
examinó las manos temblorosas.
-Contaminado-susurró-.
Víctima de una transferencia. Telepatía. Hipnosis. Ahora soy yo el
loco. Contaminado. Alucinaciones en todas sus formas.-Se detuvo y con
manos entumecidas buscó a su alrededor el arma.-Hay sólo una cura,
sólo una manera de que se vayan, de que desaparezcan.
Se
oyó un disparo.
Los
cuatro cadáveres yacían al sol; el señor Xxx cayó junto a ellos.
El
cohete, reclinado en la colina soleada, no desapareció. Cuando en el
ocaso del día la gente del pueblo encontró el cohete, se preguntó
qué sería aquello. Nadie lo sabía; por lo tanto fue vendido a un
chatarrero, que se lo llevó para desmontarlo y venderlo como hierro
viejo.
Aquella
noche llovió continuamente. El día siguiente fue bueno y caluroso.
Cuento incluído en Crónicas Marcianas
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