EL CANDIDATO - Henry Slesar

“La valía de un hombre puede juzgarse por el calibre de sus enemigos.”
Burton Grunzer, tras encontrar esa frase en una biografía publicada en un libreo de los llamados “de bolsillo”, que había comprado en un quiosco de periódicos, se puso el libro sobre las rodillas y miró pensativamente por la oscura ventanilla del tren.
La oscuridad azogaba el cristal, no proporcionándole otra visión que la de su propia imagen; pero eso parecía adecuado al curso de sus pensamientos.
¿Cuántas personas eran enemigas de aquel semblante, de ojos medio cerrados por la miopía, que una estúpida presunción se negaba a corregirla por medio de gafas; de nariz que el titulaba para si ‘patricia’, y de boca agradable cuando estaba cerrada y dura cuando se animaba por la palabra, la sonrisa o el fruncimiento?
- ¿Cuántos enemigos? – musitó Grunzer -.



Era capaz de nombrar unos pocos; de adivinar otros. Pero lo que importaba era el calibre de ellos. Así, por ejemplo, hombres como Whitman Hayes eran para él adversarios de veinticuatro quilates. Grunzer sonrió, echando una mirada de soslayo al ocupante del asiento de al lado, pues no deseaba que nadie adivinase sus pensamientos secretos.
Grunzer tenía treinta y cuatro años; Hayes era dos veces mayor que él, con cabellos blancos, sinónimo de experiencia. Un enemigo del que se podía estar orgulloso. Hayes conocía perfectamente el negocio de la alimentación, lo conocía desde todos los ángulos: durante seis años había sido descargador; durante diez, corredor, y un magnífico presidente de la Compañía de Alimentación durante veinte años, antes que el anciano lo hubiese introducido en la organización para sentarlo a su diestra. No era fácil empalar a Hayes, y eso hacía que los pequeños pero interesantes triunfos de Grunzer fueran más agradables. Se congratulaba por ello. Había desvirtuado las ventajas de Hayes en las rebajas; había conseguido que sus muchos años apareciesen como equivalentes a senectud y a excesiva duración de vida. En las reuniones, había concentrado sus objetivos sobre el nuevo supermercado y el fenómeno suburbano para demostrar al anciano que los tiempos habían cambiado, que el pasado estaba muerto, que se necesitaban nuevas tácticas mercantiles y que solamente un hombre joven podía llevarlas a cabo…
De repente se sintió deprimido. Su gozo al recordar sus victorias le producía mal sabor de boca. Sí, había ganado algunas batallas menores en el salón de reuniones de la compañía; había conseguido que la rubicunda cara de Hayes enrojeciera; había observado como la apergaminada piel del anciano se arrugaba en una mueca socarrona. Pero, ¿qué había conseguido? Hayes parecía más seguro de sí mismo que nunca… El anciano estaba prevenido ante su advertencia…
Cuando llegó a su casa, más tarde de lo acostumbrado, su esposa, Jean no le hizo preguntas. Después de ocho años de matrimonio infecundo conocía a su marido perfectamente, y ella, con muchísima inteligencia, no le ofrecía más que un tranquilo saludo, una comida caliente y el correo diario. Grunzer miró a la ligera anuncios y circulares. Encontró una carta sin sello. Se la guardó en el bolsillo del pantalón, reservándola para una lectura privada, y terminó la comida en silencio.
Después de cenar, Jean sugirió ir al cine y él accedió: le apasionaban las películas violentas. Pero antes de salir se encerró en el cuarto de baño y abrió la carta. Su membrete decía: Sociedad para la Acción Unida. El remitente, cierta lista de correos. Leyó:

'Estimado mister Grunzer:
Nos ha sugerido su nombre un conocido mutuo. Nuestra organización realiza una misión desacostumbrada que no podemos describir en esta carta, pero que usted puede considerar de inusitado interés. Nos agradaría celebrar con usted una entrevista privada cuando más le conviniera. Si no hemos recibido de usted comunicación en contra durante los próximos días, nos tomaremos la libertad de llamarle a su oficina.”

Estaba firmada: Carl Tucker, secretario. En una línea muy fina, al final de la página se leía: Esta organización no es benéfica.
Su primera reacción fue defensiva. Sospechaba un ataque encubierto a su portamonedas. Su segunda reacción fue de curiosidad. Se dirigió al dormitorio y localizó la guía telefónica; pero no encontró en ella ninguna sociedad que respondiera al membrete de la carta.
- Muy bien, señor Tucker – pensó torcidamente -. Morderé el anzuelo -.

Al no recibir ninguna llamada telefónica durante los tres días siguientes, aumentó su curiosidad. Pero al llegar el viernes, olvidó la promesa de la carta en el revoltillo de los asuntos de la oficina. El anciano convocó una reunión con la división de los productos panaderos. Grunzer se sentó junto a Whitman Hayes en la mesa de conferencia, dispuesto a encontrar errores en su exposición. Casi lo consiguió en un momento dado; pero Eckhardt, el director de los productos de panadería, habló en defensa del punto de vista de Hayes. Eckhardt llevaba en la compañía solamente un año, pero era evidente que ya había elegido al lado de quien situarse. Grunzer le miró fijamente y reservó un sitio para Eckhardt en la cámara de odios de su mente.
A las tres llamó Carl Tucker.
- ¿Mister Grunzer? – la voz era cordial, hasta jovial -. Como no he tenido ninguna noticia de usted, supuse que no le importaría que le llamara hoy. ¿Hay alguna posibilidad de que podamos reunirnos en alguna parte? -.
- Bueno, si usted puede adelantarme algo, señor Tucker… -.
La risita fue sonora.
- He de advertirle que no somos una organización caritativa, mister Grunzer. Se lo advierto por si usted lo creyó así. Ni tampoco vendemos nada. Somos, más o menos, un grupo de servicio voluntario; en la actualidad, nuestros socios pasan del millar -.
- Para decirle la verdad, nunca oí hablar de usted – gruñó Grunzer -.
- No, claro que no, y ése es un voto a su favor. Creo que lo comprenderá usted todo cuando le hable de nosotros. Puedo estar en su despacho dentro de quince minutos, a menos que usted desee que nos reunamos otro día.
Grunzer miró el calendario.
- De acuerdo, señor Tucker. Es un día muy a propósito para mí -.
- ¡Estupendo! Enseguida estoy con usted.
Tucker llegó pronto. Cuando entró en el despacho, los ojos de Grunzer se posaron con disgusto en la cartera que el hombre llevaba en la mano derecha. Pero se sintió mucho mejor cuando Tucker, un hombre simpático, de unos sesenta años escasos y rostro pequeño y agradable, comenzó a hablar.
- Ha sido muy amable por su parte, mister Grunzer, concediéndome una entrevista. Créalo: no estoy aquí para hacerle un seguro ni para venderle hojillas de afeitar. Aunque quisiera, no podría hacerlo; soy un corredor en la reserva. No obstante, el tema que quiero discutir con usted es más bien… privado; por tanto, tendré que pedirle a usted que, en cierto punto, sea indulgente conmigo. ¿Puedo cerrar la puerta?
- Claro que sí – Respondió Grunzer, confundió -.
Tucker la cerró, acercó más la silla y dijo:
- La cuestión es la siguiente: lo que he de decir tiene que permanecer en el más estricto secreto. Absolutamente confidencial. Si usted traiciona esta confidencia, si usted da publicidad, en la forma que sea, a los fines de nuestra sociedad, las consecuencias pueden ser de lo más desagradables. ¿Estamos de acuerdo?
Grunzer, frunciendo el ceño, asintió.
- ¡Magnífico!
El visitante abrió la cartera y sacó un manuscrito grapado.
- La sociedad ha preparado este pequeño esquema sobre nuestra filosofía básica, pero no voy a cansarle leyéndoselo. Iré derecho al meollo del asunto. Usted puede no estar conforme con nuestro primer principio, y a mi me gustaría saberlo enseguida.
- ¿Qué quiere indicar con ‘primer principio’?
- Pues… - Tucker se ruborizó ligeramente -, diciéndolo en forma cruda, mister Grunzer, la Sociedad para la Acción Unida cree que… algunas personas no son aptas para vivir -.
Alzó los ojos rápidamente, como si estuviera ansioso de captar la reacción inmediata.
- Bien, ya lo he dicho – se echó a reír, con cierto alivio -. Algunos de nuestros socios no cree en mi acercamiento directo; consideran que el argumento ha de ser expuesto más discretamente. Pero, con franqueza, yo he obtenido magníficos resultados actuando de esta forma cruda. ¿Qué piensa usted sobre lo que acabo de decirle, mister Grunzer? -.
- No sé. Me parece que nunca he pensado mucho sobre el particular -.
- ¿Estuvo usted en la guerra, mister Grunzer? -.
- Sí, en la Marina – contestó Grunzer acariciándose la barbilla -. Supongo que entonces consideraba que los japoneses no eran dignos de vivir. Tal vez existan otros casos. Quiero decir que creo en el castigo capital. Los asesinos, los violadores, los pervertidos, los malvados…, creo que no merecen vivir-.
- ¡Ah! – exclamó Tucker – Entonces usted acepta, realmente, nuestro primer principio. Es cuestión de categoría, ¿verdad? -.
- Sí, puede considerarse así -.
- Bien. Ahora trataremos otra áspera cuestión. ¿Desea usted… personalmente… qué alguien muera? ¡Oh! No me refiero a esos deseos casuales, imprecisos, que todo el mundo siente, sino al deseo real, profundo, claro, por la muerte de alguien que usted crea que no merece vivir… ¿Lo ha experimentado alguna vez? -.
- Claro que sí – respondió francamente Grunzer -. Indudablemente, lo he experimentado -.
- En su opinión, ¿considera usted, a veces, que la salida de alguien de este mundo sería beneficiosa? -.
Grunzer sonrió.
- ¿Cómo?... ¿Pertenece usted, acaso, a alguna asociación criminal, dedicada a ‘despachar’ a la gente? -.
Tucker se rió por lo bajo.
- No totalmente, mister Grunzer, no totalmente. En nuestros métodos o procedimientos no existe ningún aspecto criminal. Absolutamente. Admitiré que somos ‘una sociedad secreta’, pero no La Mano Negra. Se asombraría usted de la calidad de nuestros asociados, que incluyen hasta miembros de la profesión legal. ¿Quiere usted que le explique como empezó a funcionar la sociedad? -.
Grunzer asintió.
- Empezó con dos hombres. No puedo revelarle sus nombres. Fue en el año mil novecientos cuarenta y nueve, y uno de esos hombres era abogado adscrito al bufete del distrito. El otro era un psiquiatra del Estado. Ambos estuvieron envueltos en un juicio más bien sensacionalista, entablado contra un hombre acusado de un repugnante delito contra dos jovenzuelos. En opinión de ellos, el hombre era incuestionablemente culpable; pero un defensor desacostumbradamente persuasivo y un jurado altamente sugestionable le concedieron la libertad. Cuando se leyó la sentencia, el inconcebible veredicto, aquellos dos hombres, que eran tan amigos como colegas, se enfurecieron. Se dieron cuenta del grandísimo error que se había cometido, y que estaban imposibilitados para corregirlo…
Hizo una pausa.
- Le explicaré algo respecto a ese psiquiatra. Durante algunos años hizo estudios en un campo que podría llamarse ‘psiquiatría antropológica’, una de esas investigaciones relacionadas con la práctica Vudú de ciertos grupos, en particular el haitiano. Seguramente habrá oído hablar mucho de Vudú o de Obeah, como se le llama en Jamaica; pero no me ocuparé del tema, a fin de que no crea usted que nosotros llevamos a cabo ritos salvajes o clavamos alfileres en muñecos… No obstante, el hecho principal de su estudio fue el éxito misterioso de ciertas prácticas extrañas. Naturalmente, como científico, rechazó la explicación sobrenatural y creyó en la racional. Y, por supuesto, ésa era la única respuesta. Cuando el sacerdote Vodum decretaba el castigo o la muerte de un malhechor, eran las propias convicciones de éste referentes a la eficacia del deseo-muerte, su propia fe en el poder Vudú, lo que convertía finalmente el deseo en verdad. Algunas veces, el proceso era orgánico: su cuerpo reaccionaba psicosomáticamente al castigo Vudú, enfermando y muriendo. Otras veces, moriría por ‘accidente’… accidente provocado por la secreta creencia de que, una vez castigado, debía morir. Atemorizado, ¿no es cierto? -.
- Indudablemente – respondió Grunzer con los labios secos -.
- De todas formas, nuestro amigo el psiquiatra comenzó preguntándose en voz alta si algunos de nosotros habríamos avanzado tanto a lo largo del sendero civilizado que no podríamos estar expuestos a esta misma clase de castigo ‘sugerido’. Propuso que experimentaran sobre este tema elegido, para ver qué pasaba -.
Hizo una pausa.
- Lo que hicieron fue muy sencillo – continuó -. Fueron a ver a ese hombre y le anunciaron sus intenciones. Le dijeron que iban a desearle la muerte. Le explicaron cómo y por qué el deseo se convertiría en realidad, y mientras él se reía de su propuesta, observaron cómo cruzaba por su rostro una mirada de supersticioso temor. Le prometieron que todos los días, con regularidad, le desearían la muerte, hasta que ya no pudiese detener el místico y cruel sacrificio que convertiría tal deseo en realidad -.
De pronto, Grunzer se estremeció y apretó los puños.
- Eso es una tontería – dijo suavemente -.
- El hombre murió de un ataque al corazón dos meses después -.
- Por supuesto. Sabía que usted diría eso. Pero es pura coincidencia -.
- Naturalmente. Y nuestros amigos, mientras investigaban, no se sentían satisfechos. Así, pues, decidieron intentarlo otra vez -.
- ¿Otra vez? -.
- Sí, otra vez. No le diré quién fue la víctima; pero sí que esta vez solicitaron la ayuda de cuatro socios. Este grupito de ‘adelantados’ fue el núcleo de la sociedad que yo represento hoy -.
Grunzer movió la cabeza.
- ¿Y me ha dicho usted que ahora hay mil? -.
- Sí, mil o más, por todo el país. Una sociedad cuya única función es desear que la gente muera. Al principio, los socios eran puramente voluntarios; pero ahora tenemos un sistema. Cada nuevo miembro de la Sociedad para la Acción Unida ingresa con la condición de suministrar una víctima en potencia. Naturalmente, la sociedad investiga para determinar si la víctima es merecedora de su muerte. Si el caso es aceptable, entonces la totalidad de los socios se dedican a desearle la muerte. Una vez cumplida la tarea, el nuevo socio, como es lógico, deberá tomar parte en toda futura acción concertada. Eso… y una módica anualidad es lo que se exige a los socios -.
Carl Tucker sonrió.
- En el caso de que usted considere que yo no hablo en serio, mister Grunzer… -.
De nuevo manipuló en la cartera, para sacar esta vez un grueso volumen de direcciones telefónicas.
- Aquí están las pruebas: doscientas diecinueve víctimas fueron señaladas por nuestra comisión de selección. De ellas, ciento cuatro no viven ya. ¿Coincidencia, mister Grunzer?... Si existe un resto de ciento veinticinco…, eso indica que nuestro método acaso no sea infalible. Somos los primeros en admitirlo. Pero durante este tiempo, se han puesto en prácticas nuevas técnicas. Yo le aseguro mister Grunzer, que los mataremos a todos -.
Hojeó el libro azul.
- Todos nuestros miembros están registrados en ese libro, mister Grunzer. Daré a usted opción para que telefonee a uno, a diez, a ciento de ellos. Llámelos… y vea si le digo la verdad -.
Echó el manuscrito sobre la mesa de Grunzer. Cayó sobre la carpeta con ruido seco. Grunzer lo cogió.
- ¿Bien? – preguntó Tucker -. ¿Quiere llamarlos? -.
- No – respondió mordiéndose los labios -. Quiero creer en su palabra, señor Tucker. Es increíble, pero me doy cuenta de cómo actúan. Con sólo saber que mil personas le están deseando a uno la muerte es suficiente para largarse al infierno – sus ojos se estrecharon -. Pero existe una cuestión. Habló usted de una ‘pequeña anualidad’… -.
- Cincuenta dólares, mister Grunzer -.
- ¿Cincuenta?... ¡Hum! ¡Cincuenta veces mil… hacen una buena cantidad de dinero!, ¿no le parece? -.
- Le aseguro a usted que la organización no se ha constituido para obtener beneficios. Por lo menos, no la clase de beneficios que usted supone. Los ingresos sirven solamente para cubrir gastos: el trabajo de la comisión, la investigación y cosas por el estilo. Seguramente comprenderá usted esto, ¿verdad? -.
- Así lo supongo – gruñó -.
- Entonces, ¿lo encuentra usted interesante? -.
Grunzer giró el sillón hasta colocarse de cara a la ventana.
‘¡Dios! – pensó -. ¡Dios! ¡Si fuera cierto!... -.’
Pero ¿cómo? Si el deseo matara, él habría matado a docenas de personas en su vida. Sí, eso era diferente. Sus deseos eran siempre secretos, ocultos donde nadie podía conocerlos. Pero ese método era diferente, más práctico, más terrorífico. Sí, podía darse cuenta de cómo actuaban. Podía visualizar miles de mentes ardiendo con el único deseo de la muerte; ver a la víctima debatiéndose, al principio, presa del desasosiego, y luego, sucumbiendo lentamente, gradualmente, seguramente, a la cadena de terror que la ahogaba, que la oprimía… El trabajo era eficaz… Tantos pensamientos mortales podían emitir, realmente, un rayo místico y malvado que destruyeran la vida.
De repente, como si ante él hubiera surgido un fantasma, vio la rubicunda cara de Whitman Hayes.
Se volvió de nuevo y dijo:
- La víctima, por supuesto, tiene que saber todo esto; tiene que saber que existe la sociedad, que ha tenido éxitos y que está deseando su muerte, ¿verdad? ¿Es esencial eso? -.
- Absolutamente esencial – respondió Tucker, guardando el manuscrito en la cartera -. Usted ha tocado el punto vital, mister Grunzer. Hay que informar a la víctima, y eso es precisamente lo que he hecho -.
Y añadió después de mirar su reloj:
- Así pues, su deseo de morir empezará para usted hoy al mediodía. La sociedad ha empezado a trabajar ya. Lo lamento muchísimo -.
Ya en el umbral de la puerta, se volvió y alzó el sombrero y la cartera en un saludo de despedida.
- Adiós, mister Grunzer -.



Henry Slesar