DONDE ESTA TU AGUIJON - James Holding

El término fobia se ha aceptado en esta época de psiquiatría de salón. No obstante, definido como miedo irracional, ¿puede aceptarse como causa de una muerte? En un certificado de defunción, ¿aceptaría el forense, por ejemplo, el término apifobia? 

Decir que me quedé estupefacto cuando descubrí lo de Doris y el escritor solterón que vivía en el mismo rellano, es decir poco.
Nosotros llevábamos cuatro años y medio casados y me costaba creer en mi suerte. Doris era de estatura mediana, sonrosadas mejillas, cabello negro y brillante como el azabache y una boca deliciosa y fina que sonreía con frecuencia y fácilmente. Sus ojos de un azul eléctrico y su pelo negro hacían un contraste tremendo. Su tipo era para soñar despierto..., era para que los demás rabiaran de envidia. Porque yo poseía a la joven: mi esposa, Doris.
Así que comprenderán mi desesperación cuando me enteré del idilio de ella y Wilkins. Si uno ama de veras a su mujer, como yo, y confía en ella, como confiaba yo, y si ella es el no va más de belleza y de tipo, y tienes la seguridad de que ella piensa que en ti sale y se pone el sol, es darte con un canto en los dientes descubrir de pronto que, mientras tú estás fuera de la ciudad recorriendo la zona de ventas durante dos semanas al mes, tu mujer juega a casitas con el escritor de historias de detectives, cuyo apartamento está en el mismo rellano que el tuyo. Y más todavía, si se trata de un pobre hombre como Wilkins..., alto, desgarbado, sin más medios de vida visibles que una destartalada máquina de escribir, y empezando a perder el pelo. ¡Por el amor de Dios! Yo no soy un Adonis, compréndanlo, pero incluso en el peor día de mi vida, estoy mucho mejor que Wilkins. Por eso me enfurecí tanto al descubrir que Doris se entretenía durante mis ausencias con aquel payaso.
Claro que encontré disculpas para Doris. Seguía queriéndola a pesar de sus expediciones al otro lado del rellano donde la hierba debía de parecerle más verde. «Una joven tan hermosa como Doris —me dije—, tan llena de vida y con ganas de divertirse, es naturalmente el blanco de cualquier macho hambriento y depredador en una legua a la redonda. Y cuando yo no estoy, se siente comprensiblemente solitaria. ¡Pobre Doris!»
Se me ocurría toda clase de disculpas para su comportamiento. Pero no para ese Casanova de pacotilla del rellano. No, señor. A él lo iba a dejar servido y bien servido.
«Pero hazlo a sangre fría, Jim —me dije—. Espera a que estés más calmado. Espera a que puedas dejarle listo sin despertar la menor sospecha, para que no te culpen del trabajo. De lo contrario, ¿qué ganarías? Nada, excepto una sobrecarga eléctrica a cuenta del Estado. Yo, muerto; Wilkins, muerto, y Doris sola y abandonada.»
Así que no dejé que Doris supiera que yo me había enterado de lo de ella y Wilkins. Me comporté como de costumbre y lo mismo hizo ella. ¡Vaya con la pequeña actriz! Cuando me encontraba con Wilkins junto a los buzones, en el vestíbulo de la entrada, o cuando le veía en el ascensor o vaciando las basuras en el incinerador comunal, al final del corredor de nuestro tercer piso, le aludaba y le sonreía como buen vecino y él, indudablemente, me encontraba un tipo simpático y además un pobre ciego.
Pero a mí no me importaba; yo seguía con mi idea y vigilaba a Wilkins siempre que podía. Confiaba en que si tenía la suficiente paciencia, y era lo bastante sagaz, encontraría el medio apropiado para vengarme y seguir pareciendo tan incapaz de arreglar algo como un mecánico corriente.
El caso duraba varios meses. Y de pronto, a primeros de agosto, con una temperatura exterior de puro infierno, volvía yo a casa después de una partida de golf en el campo público un sábado por la mañana, cuando encontré lo que había estado buscando.
Frené para aparcar delante de nuestra casa de apartamentos, y cuando ya tenía el coche pegado a la acera tal como me gusta aparcarlo, miré por el cristal delantero y allí estaba Wilkins bajando de su cacharro de segunda mano, tres coches por delante del mío, con una gran bolsa de provisiones en los brazos.
Consiguió cerrar la puerta del coche de un codazo y emprendió la subida hasta casa, con la bolsa pegada al pecho. Al acercarse al parterre de zinnias que bordea la entrada por su izquierda, le vi hacer algo extraño como un caballo asustado y parar en seco. Después de vacilar un momento, dio un gran rodeo a la derecha para llegar a la entrada, agarrando con fuerza las provisiones y mirando hacia las flores con ojos aterrorizados.
Y, precisamente entonces, una abeja que había estado rondando las flores, zumbó y se dirigió hacia Wilkins como para investigarlo. Vi perfectamente el brillo de las alas de la abeja a la luz del sol. Y fue entonces cuando Wilkins falló de verdad.
Me figuro que estuvo vigilándola todo el rato. Y cuando vio que se le acercaba para saludarle al pasar, se desmoronó de golpe. Parecía como si todos los diablos de la creación fueran tras él, y no una pobre abejita.
Gritó algo con voz entrecortada, dejó caer al suelo la bolsa de provisiones con gran estruendo de botellas de leche rotas, y salió corriendo como una vieja histérica asustada por un perro callejero.
Mientras corría agitaba los brazos desesperadamente, con ademanes defensivos, y miraba por encima del hombro para calcular el vuelo de la abeja; a carrera limpia por el camino mezclando brazos y piernas, no se detuvo hasta cruzar el portal y cerrar la puerta de golpe.
Yo seguía sentado en mi coche y contemplé todo el espectáculo. «¡Qué imbécil!», fue mi primera reacción.
Un imbécil colosal y americano, que había encandilado a mi mujer... ¡Un hombre hecho y derecho asustado por una abejita! Luego, la segunda reacción fue como un mazazo y supe que ya lo tenía, que esto era lo que necesitaba saber sobre Wilkins.
Porque ningún adulto normal tiene tanto miedo a las abejas como él parecía tenerlo sin buenas y suficientes razones. No parecía normal.
Creo haber dicho que soy viajante. Pero, ¿les he dicho lo que vendo? Creo que no. Productos farmacéuticos. Viajo por cuenta de una de las grandes industrias farmacéuticas del Medio Oeste. Y, aunque no soy médico, conozco bastante la jerga médica para saber de qué pie cojea Wilkins.
Al momento experimenté una cálida sensación de satisfacción.
Precisamente al día siguiente emprendí mi habitual gira de agosto por mi zona. Estaría fuera dos semanas, como de costumbre. Cuando me despedí de Doris, miré hasta el fondo de sus maravillosos ojos color zafiro y la besé, y la estreché contra mí con más cariño del acostumbrado cuando me voy.
Me dediqué estrictamente al trabajo en los diez días siguientes, aunque me resultaba duro hacerlo. No podía dejar de recordar que mientras yo estaba fuera, mi ratita estaría probablemente jugando como loca con aquel gato del rellano. «Pero ésta va a ser la última vez, Jim», me dije. Fue un consuelo.
Al décimo día, me aparté de mi ruta habitual y me desvié a unos cuarenta kilómetros en dirección a una pequeña ciudad en la parte norte del Estado. Recorrí la adormilada tienda local, mitad de artículos de deporte, mitad ferretería, y compré un polvoriento cazamariposas a un dependiente que, o estaba drogado, o era medio tonto, no sabría decirlo. Estaba seguro de una cosa; jamás me recordaría, ni recordaría lo que le compré.
Cogí el cazamariposas y salí de la ciudad por una carretera secundaria, recorrí unos kilómetros hasta que descubrí una madreselva cuajada de flores, sobre un muro de piedra que bordeaba un trecho del camino. Paré el coche. Me puse un par de viejos guantes de trabajo que guardaba en la guantera, bajé y levanté el capó como si tuviera alguna avería. Esperé hasta que no hubiera otro coche a la vista, a un lado u otro de la carretera. Entonces con el cazamariposas en las manos, salté la pequeña cuneta entre la carretera y el muro.
Hice una pasada sobre la madreselva. Con una me bastó. Aquella pasada me proporcionó seis activas abejas.
Con sumo cuidado las hice pasar de la red a una vieja caja de caramelos que había encontrado en la basura de otra ciudad, eché dentro un puñado de hojas y flores de madreselva, y la tapé. Hice unos agujeritos en la caja para que tuvieran aire, la envolví en papel poroso de color marrón, la até con un cordel y dirigí el paquete a Wilkins. No puse remitente. Toda la operación me llevó en total menos de diez minutos.
Le puse muchos sellos como paquete urgente, y de regreso por el pueblo lo dejé caer en el buzón de la acera frente a correos. Ni siquiera tuve que bajar del coche. Alargué la mano, solté el paquete en la abertura y volví a ponerme en marcha casi antes de pararme.
Esto ocurrió un miércoles. Cuando llegué a mi casa era viernes por la tarde. Aparqué el coche y me apeé, desperezándome después de estar tanto tiempo conduciendo. Me dirigí a la entrada de la casa y solamente entonces me di cuenta de que estaba ocurriendo algo fuera de lo corriente.
Una ambulancia de la Policía esperaba en la acera, con el motor en marcha y la puerta trasera abierta. Un policía pateaba aburrido una de las ruedas posteriores. Era obvio que se trataba del conductor y que esperaba a que sus compañeros le trajeran al pasajero. Le saludé y apreté el botón del ascensor para subir al apartamento.
De momento no ocurrió nada, pero cuando por fin bajó el ascensor al vestíbulo, se abrió la puerta y salieron dos policías llevando una camilla. Llevaban a alguien pero no pude verlo porque una sábana lo cubría todo, incluso la cara. Un hombrecillo nervioso, con un maletín negro, salió del ascensor detrás de la camilla. «Un médico», supuse. Esperé hasta que consiguieron sacar la camilla por la puerta y la metieron en la ambulancia. Entonces cogí el ascensor hasta mi piso. Doris me estaba esperando en la puerta del apartamento. Tenía los ojos muy abiertos; parecía asustada.
Pero la vi tan maravillosa, que por un momento no pensé en nada más que en ella.
Hola, pequeña —le dije, estrechándola en mis brazos antes de que la puerta estuviera abierta.
Hola, viajero —me saludó, besándome. A veces me llamaba viajero por lo de mi trabajo—. Me alegro de que estés en casa, cariño.
También yo. —Faltaba a la verdad. Husmeé—. ¿Chuletas?
Movió afirmativamente la cabeza pensando en otra cosa.
Estupendo —dije, y lancé mi sombrero al perchero.
Ella mantuvo su brazo alrededor de mi cintura mientras íbamos, juntos, hacia la cocina. Era nuestra rutina.
Lo primero que hacía al llegar a casa después de uno de mis viajes era prepararnos unos martinis.
Cuando llegué, sacaron a alguien en una camilla —comenté—. ¿Quién está enfermo?
Me pasó las botellas de ginebra y de vermut y me contestó impresionada:
Enfermo, nadie. Muerto, Jim. Era Mr. Wilkins, el hombre que vive..., que vivía..., en este rellano.
¡No! —exclamé—. ¿Qué le ha ocurrido?
No lo saben con seguridad. —Doris me pasó la bandeja de los cubitos. Le temblaba la mano—.
Sencillamente se murió.
¡Qué mala suerte! Además, un vecino tan tranquilo, tan simpático. —Empecé a medir la ginebra en el vaso, levanté la mirada y vi que tenía los ojos puestos en mí y estaba a punto de llorar—. Pero, ¡pequeña! —la rodeé con mis brazos—, estás impresionada. No puede ser que la muerte de un vecino te afecte tanto. Son cosas que ocurren a veces, nada más.
Pero..., pero yo fui la que se dio cuenta —explicó angustiada y se estremeció en mis brazos—. Pre..., precisamente esta tarde, después del almuerzo, me dije que hacía uno o dos días que no encontraba a Mr. Wilkins ni en el ascensor, ni en el vestíbulo... —Me volvió a mirar para ver cómo me tomaba su explicación . Cuando salí al rellano, pasé frente a su puerta y tampoco oí la máquina. Ya sabes que aquella máquina no paraba nunca. Se podía oír a través de la puerta.
En efecto —dije.
Crucé el rellano y toqué el timbre varias veces. Al no contestar, pensé que tal vez hubiera salido, pero luego recordé que casi nunca iba a ninguna parte, especialmente en verano... —No me explicó por qué estaba tan seguro de lo que decía—. Así que llamé al superintendente del edificio y pregunté si Mr. Wilkins estaba fuera. Contestó que le parecía que no. Insistí en que estaba preocupada y le pedí si no le importaba investigar.
Ya. Y entró y le encontró.
Sí. Utilizó su llave maestra. Yo entré con él. Encontramos al pobre Mr. Wilkins echado en el sofá de su cuarto de estar y sin res..., respirar.
¿Sin más? Así es como debería uno morirse. Durmiendo.
Pero no estaba echado como si durmiera, Jim. Era como si se hubiera caído en el sofá cuando se sintió morir. Tenía los ojos muy abiertos y en cierto modo parecía aterrorizado. —Me estrechó con fuerza—. Fue ho..., horrible.
Claro, pequeña. Ojalá no le hubieras visto así. Cuando un hombre sabe que se muere, tiene esa expresión de pánico en la mirada. Yo lo vi en el Ejército. Es normal.
El superintendente llamó a la brigada de urgencias. Y vino el médico de la Policía y se lo llevaron hace un instante.
¿Y qué dijo el médico? Fallo cardíaco, me figuro.
No lo sabía —contestó Doris—. No podía estar seguro sin uno de esos..., ya sabes..., de esos exámenes después de que te has muerto.
Autopsia —aclaré. Asintió, entristecida. Mi corazón latía de excitación. Temía que se diera cuenta—.
Voy a echar una mirada al apartamento de Mr. Wilkins, Doris. Dirás que es morboso, pero quiero ver dónde le encontraste, pobre hombre. ¿Quieres venir?
De ningún modo —exclamó Doris—. ¡Ya he tenido bastante, por hoy, en ese espantoso lugar!
Sirve los martinis. Vuelvo en seguida.
Crucé el rellano hasta la puerta de Wilkins. Iba a probar la cerradura con la llave de mi piso, pero me sorprendí agradablemente al descubrir que la puerta estaba abierta. Miré el sofá donde lo encontraron. Pero mis ojos no se entretuvieron allí. Fueron directamente a la mesa, donde mi caja de caramelos estaba en medio del envoltorio ya innecesario, y con la tapadera caída en el suelo.
Sonreí, imaginando vivamente lo que había ocurrido cuando las abejas encerradas, inocentemente liberadas por Wilkins al abrir su correo, salieron zumbando de la caja. No debió de transcurrir mucho tiempo entre el susto morrocotudo y el comienzo de su agonía, porque cuando uno es alérgico al veneno de las abejas, una buena dosis de picaduras múltiples desbaratan el sistema circulatorio y paran la respiración tan de prisa que no lo creerías. Las encontré en la cocina.
Wilkins tenía unas macetas de violetas del desierto en plena floración y las abejas zumbaban perezosamente junto a la rejilla de la ventana abierta, detrás de las violetas, ansiosas por salir otra vez al aire caluroso del mes de agosto.
«Nadie lo averiguará jamás», me dije. Me permití una sonrisa al abrir la rejilla y contemplar cómo las amarillas asesinas emprendían alegremente el camino de la libertad.
Volví junto a Doris y al martini. La senté en mis rodillas mientras bebíamos. Pensé en lo agradable que sería volver a tenerla para mí solo. ¡Qué muñeca! La contemplé, arrobado. A lo mejor se sentía inclinada a ir con otros hombres cuando yo estaba fuera. Pero sería por puro aburrimiento. Sólo para matar la soledad. Por nada más.
De pronto se me ocurrió que había un buen medio para evitarlo: abandonar la tremenda rutina de vendedor que me tenía viajando tanto tiempo.
Dejé mi vaso de martini vacío, volví su rostro hacia mí y la besé. La besé profundamente, y le dije:
Mi amor, he decidido dejar mi empleo.
¿Qué? —pareció estupefacta.
Sí, quiero estar más en casa, Doris. Contigo. ¡Me siento tan solo en la carretera!
También yo me siento sola, Jim —murmuró, suspirando, contra mi hombro.
Naturalmente, cariño. ¿Sabes qué? He pensado en un trabajo que me permita estar todo el tiempo contigo.
Levantó la cabeza y preguntó:
¿Qué? ¿Cuál?
Escribiendo historias de detectives. Como el pobre Wilkins de ahí enfrente. Me gustaría intentarlo. —
Volví a besarla—. Tengo la impresión de que el asesinato se me dará bien.
Sus brazos me estrecharon con fuerza y murmuró:
Mi amor, me encantaría que te quedaras en casa conmigo, pero no has escrito una historia en tu vida.
Alguna vez habrá que empezar —dije.
Así que ésta es la primera vez.

¿Les ha gustado?

James Holding