CRONICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA - Gabriel García Márquez
Hace un par de años, en su casa de
Bogotá, al frente del Parque de la 88, le pregunté a García
Márquez si nunca había sentido la tentación de escribir una novela
negra. «Ya la escribí —me dijo—, es Crónica de una muerte
anunciada». Afuera, sobre el césped verde, amos y perros daban el
paseo del mediodía bajo un sol radiante, raro en Bogotá para el mes
de febrero. «Lo que sucede es que yo no quise que el lector empezara
por el final para ver si se cometía el crimen o no —continuó
diciendo—, así que decidí ponerlo en la frase inicial del libro».
Era la primera vez que veía a García Márquez. Yo había aprendido
a amar la literatura por haber leído, entre otras cosas, sus
novelas. Estaba muy emocionado escuchándolo. «De este modo agregó—
la gente descansa de la intriga y puede dedicarse a leer con calma
qué fine lo que pasó».
Dicho esto enumeró una larga serie
de historias de género negro en la literatura y concluyó que su
preferida era Edipo Rey, de Sófocles: «Porque al final uno descubre
que el detective y el asesino son la misma persona». A García
Márquez le gusta hablar de literatura. Quedan pocos escritores a los
que les guste hablar de literatura.
Pero Crónica de una muerte
anunciada es, sobre todo, una exacta y eficaz pieza de relojería.
Los hechos que rodean la muerte de Santiago Nasar, en la madrugada
siguiente al fallido matrimonio de Bayardo San Román con Ángela
Vicario, van siendo reconstruidos uno a uno por el narrador,
agregando cada vez, con los testimonios de los protagonistas, la
información necesaria para que el muro se levante en equilibrio, la
curiosidad del lector quede azuzada y se forme una ambiciosa historia
coral, nutrida de múltiples voces. Las voces de todos aquellos que,
años después, recuerdan, confiesan u ocultan algún detalle nuevo
del crimen, algún matiz que completa la tragedia. Porque al fin y al
cabo Crónica de una muerte anunciada es también una tragedia
moderna. Los personajes son empujados a la acción por fuerzas que no
controlan. Los hermanos Vicario, los asesinos, se ven obligados a
cumplir un destino, que es el de lavar la honra de su hermana,
matando a Santiago Nasar. Pero ninguno de los dos quiere hacerlo, y,
como dice el narrador, «hicieron mucho más de lo que era imaginable
para que alguien les impidiera matarlo, y no lo consiguieron». El
coronel Aponte, el alcalde, alertado por las voces, los desarma; pero
es inútil, pues es demasiado temprano y los hermanos tienen tiempo
de reponer con desgano los cuchillos. Clotilde Armenta, la
propietaria de la tienda donde los Vicario esperan el amanecer, llega
incluso a sentir lástima por ellos y le suplica al alcalde que los
detenga, «para librar a esos pobres muchachos del horrible
compromiso que les ha caído encima». Algo más fuerte que la
voluntad de los hombres mueve los hilos.
Los vecinos de la familia Nasar, y
en realidad todo el pueblo, saben que Santiago va a ser asesinado e
intentan avisarle, pero ninguna de las estafetas llega a su destino.
Deslizan por debajo de la puerta una
nota que nadie ve. Se envían razones con pordioseros que llegan
tarde, y muchos, al ver que es una muerte tan anunciada, no hacen
nada simplemente porque no les parece posible que el propio Nasar o
su madre no lo sepan ya y no hayan previsto algo para evitarlo. La
madre del narrador es una de las que sí cree que debe hacer algo, y
entonces se viste para salir a alertar a la mamá de Santiago Nasar;
pero antes tiene esta extraordinaria conversación con su marido,
quien le pregunta adónde va:
A prevenir a mi comadre Plácida
—contestó ella—. No es justo que todo el mundo sepa que le van a
matar el hijo, y que ella sea la única que no lo sabe.
—Tenemos tantos vínculos con ella
como con los Vicario —dijo mi padre.
—Hay que estar siempre del lado
del muerto —dijo ella.
Pero cuando sale a la calle le dicen
que ya lo mataron. Y así, todos los que quieren prevenir la muerte
son cuidadosamente apartados: sus mensajes no llegan. En realidad, el
único en todo el pueblo que no sabe del crimen es la propia víctima,
perdido entre otras cosas por el cambio en los hábitos diarios que
supone, muy de mañana, la visita de un obispo que ni siquiera puso
el pie en el puerto y que los bendijo desde el barco, alejándose
entre resoplidos de vapor. Si en esas lejanías del Trópico se
castigara como delito la «no asistencia a persona en peligro»,
habría que meter a la cárcel a todo el pueblo, incluidos el cura y
el alcalde. Crónica de una muerte anunciada es, por lo demás, una
joya rara en la obra de García Márquez, pues es él mismo quien
relata la historia en primera persona. El «yo» inquietante que
desde el principio reconstruye los hechos se va reconociendo en el
autor hasta descubrirse del todo, pues dice: «Muchos sabían que en
la inconsciencia de la parranda le propuse a Mercedes Barcha que se
casara conmigo, cuando apenas había terminado la escuela primaria,
tal como ella misma me lo recordó cuando nos casamos catorce años
después». Mercedes Barcha es la «Gaba», así le dicen sus más
íntimos amigos. De este modo el título del libro se acaba de llenar
de sentido: no sólo es una muerte anunciada, sino que además se
trata de una crónica, en el mejor estilo periodístico. García
Márquez, el cronista, cita las fuentes de cada información
precisando el origen, sin que nada quede al azar de la imaginación.
Y es aquí en donde el libro adquiere su máxima precisión de
relojería suiza. Las fronteras de la crónica periodística y de la
literatura se disuelven y ningún dato queda suelto, nada de lo
narrado aparece sin una previa justificación. La costa atlántica
colombiana, por los años en que se publicó esta novela, era aún
vista desde la capital del país como algo remoto, y en esa mirada
había ínfulas de superioridad y de arrogancia justificadas sólo
por el hecho de que en Bogotá estaban los edificios grecorromanos
del Capitolio y el Palacio Presidencial. Esa costa, y lo costeño
—llamado despectivamente «corroncho» por los del interior—, con
su mezcla de tradiciones caribes, hispanas, negras y árabes, era
acusada de ser la madre de todos los vicios, la república de la
pereza, de la corrupción, del nepotismo, del machismo y del trago,
de la irresponsabilidad, en fin, de todo lo negativo, mientras que
Bogotá, con su rancia aristocracia, se consideraba a sí misma la
Atenas de América, la cuna de la cultura y la elegancia, el Londres
de los Andes. Pero hoy al cabo de dos décadas, la cultura de esa
proscrita costa atlántica, en la que se inscribe este libro y casi
toda la obra de García Márquez, es una de las pocas cosas que a los
colombianos nos permite paliar las vergüenzas que ocasionan, en la
acartonada capital, esos dos presuntuosos edificios grecorromanos. No
recuerdo cuándo leí por primera vez esta Crónica de una muerte
anunciada, pero sé que fue en Bogotá, hace ya más de quince años,
recuerdo, eso sí, el extraño y sobrecogedor efecto que me llevó a
desear, en cada página, que alguien detuviera a los hermanos
Vicario, que se evitara esa muerte absurda que los condenaba a todos.
Pero la muerte ya estaba anunciada; y aún hoy, al releerlo, vuelvo a
sentir que es posible, en medio de la tragedia, que los cuchillos no
alcancen a Santiago, que alguno de los mensajeros llegue a tiempo y
él escape, que la puerta de su casa se abra. Y no sucede. Santiago
Nasar vuelve a morir. Me pregunto si los lectores de este libro,
dentro de doscientos o trescientos años, desearán lo mismo al leer
sus páginas. Quizás sí. Lo que es seguro es que Santiago Nasar y
su muerte anunciada serán en ese entonces una de las pocas cosas de
nuestra época que aún estarán vivas.
La caza del amor es altanería
VICENTE GIL
El día en que lo iban a matar,
Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el
buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un
bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un
instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por
completo salpicado de cagada de pájaros. «Siempre soñaba con
árboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27 años
después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana anterior
había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que
volaba sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía una
reputación muy bien ganada de interprete certera de los sueños
ajenos, siempre que se los contaran en ayunas, pero no había
advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños de su hijo ni en
los otros sueños con árboles que él le había contado en las
mañanas que precedieron a su muerte.
Tampoco Santiago Nasar reconoció el
presagio. Había dormido poco y mal, sin quitarse la ropa, y despertó
con dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobre en el
paladar, y los interpretó como estragos naturales de la parranda de
bodas que se había prolongado hasta después de la media noche. Más
aún: las muchas personas que encontró desde que salió de su casa a
las 6.05 hasta que fue destazado como un cerdo una hora después, lo
recordaban un poco soñoliento pero de buen humor, y a todos les
comentó de un modo casual que era un día muy hermoso. Nadie estaba
seguro de si se refería al estado del tiempo. Muchos coincidían en
el recuerdo de que era una mañana radiante con una brisa de mar que
llegaba a través de los platanales, como era de pensar que lo fuera
en un buen febrero de aquella época. Pero la mayoría estaba de
acuerdo en que era un tiempo fúnebre, con un cielo turbio y bajo y
un denso olor de aguas dormidas, y que en el instante de la desgracia
estaba cayendo una llovizna menuda como la que había visto Santiago
Nasar en el bosque del sueño. Yo estaba reponiéndome de la parranda
de la boda en el regazo apostólico de María Alejandrina Cervantes,
y apenas si desperté con el alboroto de las campanas tocando a
rebato, porque pensé que las habían soltado en honor del obispo.
Santiago Nasar se puso un pantalón y
una camisa de lino blanco, ambas piezas sin almidón, iguales a las
que se había puesto el día anterior para la boda. Era un atuendo de
ocasión. De no haber sido por la llegada del obispo se habría
puesto el vestido de caqui y las botas de montar con que se iba los
lunes a El Divino Rostro, la hacienda de ganado que heredó de su
padre, y que él administraba con muy buen juicio aunque sin mucha
fortuna. En el monte llevaba al cinto una 357 Magnum, cuyas balas
blindadas, según él decía, podían partir un caballo por la
cintura. En época de perdices llevaba también sus aperos de
cetrería. En el armario tenía además un rifle 30.06
Mannlicher-Schönauer, un rifle 300 Holland Magnum, un 22 Hornet con
mira telescópica de dos poderes, y una Winchester de repetición.
Siempre dormía como durmió su padre, con el arma escondida dentro
de la funda de la almohada, pero antes de abandonar la casa aquel día
le sacó los proyectiles y la puso en la gaveta de la mesa de noche.
«Nunca la dejaba cargada», me dijo su
madre. Yo lo sabía, y sabía además que guardaba las armas en un
lugar y escondía la munición en otro lugar muy apartado, de modo
que nadie cediera ni por casualidad a la tentación de cargarlas
dentro de la casa.
Era una costumbre sabia impuesta por su
padre desde una mañana en que una sirvienta sacudió la almohada
para quitarle la funda, y la pistola se disparó al chocar contra el
suelo, y la bala desbarató el armario del cuarto, atravesó la pared
de la sala, pasó con un estruendo de guerra por el comedor de la
casa vecina y convirtió en polvo de yeso a un santo de tamaño
natural en el altar mayor de la iglesia, al otro extremo de la plaza.
Santiago Nasar, que entonces era muy
niño, no olvidó nunca la lección de aquel percance. La última
imagen que su madre tenía de él era la de su paso fugaz por el
dormitorio. La había despertado cuando trataba de encontrar a
tientas una aspirina en el botiquín del baño, y ella encendió la
luz y lo vio aparecer en la puerta con el vaso de agua en la mano,
como había de recordarlo para siempre. Santiago Nasar le contó
entonces el sueño, pero ella no les puso atención a los árboles.
—Todos los sueños con pájaros son
de buena salud —dijo.
Lo vio desde la misma hamaca y en la
misma posición en que la encontré postrada por las últimas luces
de la vejez, cuando volví a este pueblo olvidado tratando de
recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de la
memoria. Apenas si distinguía las formas a plena luz, y tenía hojas
medicinales en las sienes para el dolor de cabeza eterno que le dejó
su hijo la última vez que pasó por el dormitorio. Estaba de
costado, agarrada a las pitas del cabezal de la hamaca para tratar de
incorporarse, y había en la penumbra el olor de bautisterio que me
había sorprendido la mañana del crimen.
Apenas aparecí en el vano de la puerta
me confundió con el recuerdo de Santiago Nasar. «Ahí estaba», me
dijo. «Tenía el vestido de lino blanco lavado con agua sola, porque
era de piel tan delicada que no soportaba el ruido del almidón».
Estuvo un largo rato sentada en la hamaca, masticando pepas de
cardamina, hasta que se le pasó la ilusión de que el hijo había
vuelto. Entonces suspiró: «Fue el hombre de mi vida».
Yo lo vi en su memoria. Había cumplido
21 años la última semana de enero, y era esbelto y pálido, y tenía
los párpados árabes y los cabellos rizados de su padre. Era el hijo
único de un matrimonio de conveniencia que no tuvo un solo instante
de felicidad, pero él parecía feliz con su padre hasta que éste
murió de repente, tres años antes, y siguió pareciéndolo con la
madre solitaria hasta el lunes de su muerte. De ella heredó el
instinto. De su padre aprendió desde muy niño el dominio de las
armas de fuego, el amor por los caballos y la maestranza de las aves
de presas altas, pero de él aprendió también las buenas artes del
valor y la prudencia. Hablaban en árabe entre ellos, pero no delante
de Plácida Linero para que no se sintiera excluida. Nunca se les vio
armados en el pueblo, y la única vez que trajeron sus halcones
amaestrados fue para hacer una demostración de altanería en un
bazar de caridad. La muerte de su padre lo había forzado a abandonar
los estudios al término de la escuela secundaria, para hacerse cargo
de la hacienda familiar. Por sus méritos propios, Santiago Nasar era
alegre y pacífico, y de corazón fácil.
El día en que lo iban a matar, su
madre creyó que él se había equivocado de fecha cuando lo vio
vestido de blanco. «Le recordé que era lunes», me dijo. Pero él
le explicó que se había vestido de pontifical por si tenía ocasión
de besarle el anillo al obispo. Ella no dio ninguna muestra de
interés.
—Ni siquiera se bajará del buque —le
dijo—. Echará una bendición de compromiso, como siempre, y se irá
por donde vino. Odia a este pueblo.
Santiago Nasar sabía que era cierto,
pero los fastos de la iglesia le causaban una fascinación
irresistible. «Es como el cinc», me había dicho alguna vez. A su
madre, en cambio, lo único que le interesaba de la llegada del
obispo era que el hijo no se fuera a mojar en la lluvia, pues lo
había oído estornudar mientras dormía. Le aconsejó que llevara un
paraguas, pero él le hizo un signo de adiós con la mano y salió
del cuarto. Fue la última vez que lo vio.
Victoria Guzmán, la cocinera, estaba
segura de que no había llovido aquel día, ni en todo el mes de
febrero. «Al contrario», me dijo cuando vine a verla, poco antes de
su muerte. «El sol calentó más temprano que en agosto». Estaba
descuartizando tres conejos para el almuerzo, rodeada de perros
acezantes, cuando Santiago Nasar entró en la cocina. «Siempre se
levantaba con cara de mala noche», recordaba sin amor Victoria
Guzmán. Divina Flor, su hija, que apenas empezaba a florecer, le
sirvió a Santiago Nasar un tazón de café cerrero con un chorro de
alcohol de caña, como todos los lunes, para ayudarlo a sobrellevar
la carga de la noche anterior. La cocina enorme, con el cuchicheo de
la lumbre y las gallinas dormidas en las perchas, tenía una
respiración sigilosa.
Santiago Nasar masticó otra aspirina y
se sentó a beber a sorbos lentos el tazón de café, pensando
despacio, sin apartar la vista de las dos mujeres que destripaban los
conejos en la hornilla. A pesar de la edad, Victoria Guzmán se
conservaba entera. La niña, todavía un poco montaraz, parecía
sofocada por el ímpetu de sus glándulas. Santiago Nasar la agarró
por la muñeca cuando ella iba a recibirle el tazón vacío.
—Ya estás en tiempo de desbravar —le
dijo.
Victoria Guzmán le mostró el cuchillo
ensangrentado.
—Suéltala, blanco —le ordenó en
serio—. De esa agua no beberás mientras yo esté viva.
Había sido seducida por Ibrahim Nasar
en la plenitud de la adolescencia. La había amado en secreto varios
años en los establos de la hacienda, y la llevó a servir en su casa
cuando se le acabó el afecto. Divina Flor, que era hija de un marido
más reciente, se sabía destinada a la cama furtiva de Santiago
Nasar, y esa idea le causaba una ansiedad prematura. «No ha vuelto a
nacer otro hombre como ése», me dijo, gorda y mustia, y rodeada por
los hijos de otros amores. «Era idéntico a su padre —le replicó
Victoria Guzmán—. Un mierda». Pero no pudo eludir una rápida
ráfaga de espanto al recordar el horror de Santiago Nasar cuando
ella arrancó de cuajo las entrañas de un conejo y les tiró a los
perros el tripajo humeante.
—No seas bárbara —le dijo él—.
Imagínate que fuera un ser humano.
Victoria Guzmán necesitó casi 20 años
para entender que un hombre acostumbrado a matar animales inermes
expresara de pronto semejante horror. «Dios Santo —exclamó
asustada—, de modo que todo aquello fue una revelación!» Sin
embargo, tenía tantas rabias atrasadas la mañana del crimen, que
siguió cebando a los perros con las vísceras de los otros conejos,
sólo por amargarle el desayuno a Santiago Nasar. En ésas estaban
cuando el pueblo entero despertó con el bramido estremecedor del
buque de vapor en que llegaba el obispo.
La casa era un antiguo depósito de dos
pisos, con paredes de tablones bastos y un techo de cinc de dos
aguas, sobre el cual velaban los gallinazos por los desperdicios del
puerto. Había sido construido en los tiempos en que el río era tan
servicial que muchas barcazas de mar, e inclusive algunos barcos de
altura, se aventuraban hasta aquí a través de las ciénagas del
estuario. Cuando vino Ibrahim Nasar con los últimos árabes, al
término de las guerras civiles, ya no llegaban los barcos de mar
debido a las mudanzas del río, y el depósito estaba en desuso.
Ibrahim Nasar lo compró a cualquier precio para poner una tienda de
importación que nunca puso, y sólo cuando se iba a casar lo
convirtió en una casa para vivir. En la planta baja abrió un salón
que servía para todo, y construyó en el fondo una caballeriza para
cuatro animales, los cuartos de servicio, y tina cocina de hacienda
con ventanas hacia el puerto por donde entraba a toda hora la
pestilencia de las aguas. Lo único que dejó intacto en el salón
fue la escalera en espiral rescatada de algún naufragio. En la
planta alta, donde antes estuvieron las oficinas de aduana, hizo dos
dormitorios amplios y cinco camarotes para los muchos hijos que
pensaba tener, y construyó un balcón de madera sobre los almendros
de la plaza, donde Plácida Linero se sentaba en las tardes de marzo
a consolarse de su soledad. En la fachada conservó la puerta
principal y le hizo dos ventanas de cuerpo entero con bolillos
torneados. Conservó también la puerta posterior, sólo que un poco
más alzada para pasar a caballo, y mantuvo en servicio una parte del
antiguo muelle. Ésa fue siempre la puerta de más uso, no sólo
porque era el acceso natural a las pesebreras y la cocina, sino
porque daba a la calle del puerto nuevo sin pasar por la plaza. La
puerta del frente, salvo en ocasiones festivas, permanecía cerrada y
con tranca. Sin embargo, fue por allí, y no por la puerta posterior,
por donde esperaban a Santiago Nasar los hombres que lo iban a matar,
y fue por allí por donde él salió a recibir al obispo, a pesar de
que debía darle una vuelta completa a la casa para llegar al puerto.
Nadie podía entender tantas
coincidencias funestas. El juez instructor que vino de Riohacha debió
sentirlas sin atreverse a admitirlas, pues su interés de darles una
explicación racional era evidente en el sumario. La puerta de la
plaza estaba citada varias veces con un nombre de folletín: La
puerta fatal. En realidad, la única explicación válida parecía
ser la de Plácida Linero, que contestó a la pregunta con su razón
de madre: «Mi hijo no salía nunca por la puerta de atrás cuando
estaba bien vestido».
Parecía una verdad tan fácil, que el
instructor la registró en una nota marginal, pero no la sentó en el
sumario.
Victoria Guzmán, por su parte, fue
terminante en la respuesta de que ni ella ni su hija sabían que a
Santiago Nasar lo estaban esperando para matarlo. Pero en el curso de
sus años admitió que ambas lo sabían cuando él entró en la
cocina a tomar el café. Se lo había dicho una mujer que pasó
después de las cinco a pedir un poco de leche por caridad, y les
reveló además los motivos y el lugar donde lo estaban esperando.
«No la previne porque pensé que eran habladas de borracho», me
dijo. No obstante, Divina Flor me confesó en una visita posterior,
cuando ya su madre había muerto, que ésta no le había dicho nada a
Santiago Nasar porque en el fondo de su alma quería que lo mataran.
En cambio ella no lo previno porque entonces no era más que una niña
asustada, incapaz de una decisión propia, y se había asustado mucho
más cuando él la agarró por la muñeca con una mano que sintió
helada y pétrea, como una mano de muerto.
Santiago Nasar atravesó a pasos largos
la casa en penumbra, perseguido por los bramidos de júbilo del buque
del obispo. Divina Flor se le adelantó para abrirle la puerta,
tratando de no dejarse alcanzar por entre las jaulas de pájaros
dormidos del comedor, por entre los muebles de mimbre y las macetas
de helechos colgados de la sala, pero cuando quitó la tranca de la
puerta no pudo evitar otra vez la mano de gavilán carnicero.
«Me agarró toda la panocha —me dijo
Divina Flor—. Era lo que hacía siempre cuando me encontraba sola
por los rincones de la casa, pero aquel día no sentí el susto de
siempre sino unas ganas horribles de llorar». Se apartó para
dejarlo salir, y a través de la puerta entreabierta vio los
almendros de la plaza, nevados por el resplandor del amanecer, pero
no tuvo valor para ver nada más. «Entonces se acabó el pito del
buque y empezaron a cantar los gallos —me dijo—. Era un alboroto
tan grande, que no podía creerse que hubiera tantos gallos en el
pueblo, y pensé que venían en el buque del obispo». Lo único que
ella pudo hacer por el hombre que nunca había de ser suyo, fue dejar
la puerta sin tranca, contra las órdenes de Plácida Linero, para
que él pudiera entrar otra vez en caso de urgencia. Alguien que
nunca fue identificado había metido por debajo de la puerta un papel
dentro de un sobre, en el cual le avisaban a Santiago Nasar que lo
estaban esperando para matarlo, y le revelaban además el lugar y los
motivos, y otros detalles muy precisos de la confabulación. El
mensaje estaba en el suelo cuando Santiago Nasar salió de su casa,
pero él no lo vio, ni lo vio Divina Flor ni lo vio nadie hasta mucho
después de que el crimen fue consumado.
Habían dado las seis y aún seguían
encendidas las luces públicas. En las ramas de los almendros, y en
algunos balcones, estaban todavía las guirnaldas de colores de la
boda, y hubiera podido pensarse que acababan de colgarlas en honor
del obispo. Pero la plaza cubierta de baldosas hasta el atrio de la
iglesia, donde estaba el tablado de los músicos, parecía un muladar
de botellas vacías y toda clase de desperdicios de la parranda
pública. Cuando Santiago Nasar salió de su casa, varias personas
corrían hacia el puerto, apremiadas por los bramidos del buque.
El único lugar abierto en la plaza era
una tienda de leche a un costado de la iglesia, donde estaban los dos
hombres que esperaban a Santiago Nasar para matarlo. Clotilde
Armenta, la dueña del negocio, fue la primera que lo vio en el
resplandor del alba, y tuvo la impresión de que estaba vestido de
aluminio. «Ya parecía un fantasma», me dijo.
Los hombres que lo iban a matar se
habían dormido en los asientos, apretando en el regazo los cuchillos
envueltos en periódicos, y Clotilde Armenta reprimió el aliento
para no despertarlos.
Eran gemelos: Pedro y Pablo Vicario.
Tenían 24 años, y se parecían tanto que costaba trabajo
distinguirlos. «Eran de catadura espesa pero de buena índole»,
decía el sumario.
Yo, que los conocía desde la escuela
primaria, hubiera escrito lo mismo. Esa mañana llevaban todavía los
vestidos de paño oscuro de la boda, demasiado gruesos y formales
para el Caribe, y tenían el aspecto devastado por tantas horas de
mala vida, pero habían cumplido con el deber de afeitarse. Aunque no
habían dejado de beber desde la víspera de la parranda, ya no
estaban borrachos al cabo de tres días, sino que parecían
sonámbulos desvelados. Se habían dormido con las primeras auras del
amanecer, después de casi tres horas de espera en la tienda de
Clotilde Armenta, y aquél era su primer sueño desde el viernes.
Apenas si habían despertado con el primer bramido del buque, pero el
instinto los despertó por completo cuando Santiago Nasar salió de
su casa. Ambos agarraron entonces el rollo de periódicos, y Pedro
Vicario empezó a levantarse.
—Por el amor de Dios —murmuró
Clotilde Armenta—. Déjenlo para después, aunque sea por respeto
al señor obispo.
«Fue un soplo del Espíritu Santo»,
repetía ella a menudo. En efecto, había sido una ocurrencia
providencial, pero de una virtud momentánea. Al oírla, los gemelos
Vicario reflexionaron, y el que se había levantado volvió a
sentarse. Ambos siguieron con la mirada a Santiago Nasar cuando
empezó a cruzar la plaza. «Lo miraban más bien con lástima»,
decía Clotilde Armenta. Las niñas de la escuela de monjas
atravesaron la plaza en ese momento trotando en desorden con sus
uniformes de huérfanas.
Plácida Linero tuvo razón: el obispo
no se bajó del buque. Había mucha gente en el puerto además de las
autoridades y los niños de las escuelas, y por todas partes se veían
los huacales de gallos bien cebados que le llevaban de regalo al
obispo, porque la sopa de crestas era su plato predilecto. En el
muelle de carga había tanta leña arrumada, que el buque habría
necesitado por lo menos dos horas para cargarla. Pero no se detuvo.
Apareció en la vuelta del río, rezongando como un dragón, y
entonces la banda de músicos empezó a tocar el himno del obispo, y
los gallos se pusieron a cantar en los huacales y alborotaron a los
otros gallos del pueblo.
Por aquella época, los legendarios
buques de rueda alimentados con leña estaban a punto de acabarse, y
los pocos que quedaban en servicio ya no tenían pianola ni camarotes
para la luna de miel, y apenas si lograban navegar contra la
corriente. Pero éste era nuevo, y tenía dos chimeneas en vez de una
con la bandera pintada como un brazal, y la rueda de tablones de la
popa le daba un ímpetu de barco de mar. En la baranda superior,
junto al camarote del capitán, iba el obispo de sotana blanca con su
séquito de españoles. «Estaba haciendo un tiempo de Navidad», ha
dicho mi hermana Margot. Lo que pasó, según ella, fue que el
silbato del buque soltó un chorro de vapor a presión al pasar
frente al puerto, y dejó ensopados a` los que estaban más cerca de
la orilla. Fue una ilusión fugaz: el obispo empezó a hacer la señal
de la cruz en el aire frente a la muchedumbre del muelle, y después
siguió haciéndola de memoria, sin malicia ni inspiración, hasta
que el buque se perdió de vista y sólo quedó el alboroto de los
gallos.
Santiago Nasar tenía motivos para
sentirse defraudado. Había contribuido con varias cargas de leña
alas solicitudes públicas del padre Carmen Amador, y además había
escogido él mismo los gallos de crestas más apetitosas. Pero fue
una contrariedad momentánea. Mi hermana Margot, que estaba con él
en el muelle, lo encontró de muy buen humor y con ánimos de seguir
la fiesta, a pesar de que las aspirinas no le habían causado ningún
alivio. «No parecía resfriado, y sólo estaba pensando en lo que
había costado la boda», me dijo. Cristo Bedoya, que estaba con
ellos, reveló cifras que aumentaron el asombro. Había estado de
parranda con Santiago Nasar y conmigo hasta un poco antes de las
cuatro, pero no había ido a dormir donde sus padres, sino que se
quedó conversando en casa de sus abuelos. Allí obtuvo muchos datos
que le faltaban para calcular los costos de la parranda. Contó que
se habían sacrificado cuarenta pavos y once cerdos para los
invitados, y cuatro terneras que el novio puso a asar para el pueblo
en la plaza pública. Contó que se consumieron 205 cajas de
alcoholes de contrabando y casi 2.000 botellas de ron de caña que
fueron repartidas entre la muchedumbre. No hubo una sola persona, ni
pobre ni rica, que no hubiera participado de algún modo en la
parranda de mayor escándalo que se había visto jamás en el pueblo.
Santiago Nasar soñó en voz alta.
—Así será mi matrimonio —dijo—.
No les alcanzará la vida para contarlo.
Mi hermana sintió pasar el ángel.
Pensó una vez más en la buena suerte de Flora Miguel, que tenía
tantas cosas en la vida, y que iba a tener además a Santiago Nasar
en la Navidad de ese año. «Me di cuenta de pronto de que no podía
haber un partido mejor que él», me dijo. «Imagínate: bello,
formal, y con una fortuna propia a los veintiún años». Ella solía
invitarlo a desayunar en nuestra casa cuando había caribañolas de
yuca, y mi madre las estaba haciendo aquella mañana. Santiago Nasar
aceptó entusiasmado.
—Me cambio de ropa y te alcanzo
—dijo, y cayó en la cuenta de que había olvidado el reloj en la
mesa de noche—. ¿Qué hora es?
Eran las 6.25. Santiago Nasar tomó del
brazo a Cristo Bedoya y se lo llevó hacia la plaza.
—Dentro de un cuarto de hora estoy en
tu casa —le dijo a mi hermana.
Ella insistió en que se fueran juntos
de inmediato porque el desayuno estaba servido.
«Era una insistencia rara —me dijo
Cristo Bedoya—. Tanto, que a veces he pensado que Margot ya sabía
que lo iban a matar y quería esconderlo en tu casa». Sin embargo,
Santiago Nasar la convenció de que se adelantara mientras él se
ponía la ropa de montar, pues tenía que estar temprano en El Divino
Rostro para castrar terneros. Se despidió de ella con la misma señal
de la mano con que se había despedido de su madre, y se alejó hacia
la plaza llevando del brazo a Cristo Bedoya. Fue la última vez que
lo vio.
Muchos de los que estaban en el puerto
sabían que a Santiago Nasar lo iban a matar.
Don Lázaro Aponte, coronel de academia
en uso de buen retiro y alcalde municipal desde hacía once años, le
hizo un saludo con los dedos. «Yo tenía mis razones muy reales para
creer que ya no corría ningún peligro», me dijo. El padre Carmen
Amador tampoco se preocupó. «Cuando lo vi sano y salvo pensé que
todo había sido un infundio», me dijo.
Nadie se preguntó siquiera si Santiago
Nasar estaba prevenido, porque a todos les pareció imposible que no
lo estuviera.
En realidad, mi hermana Margot era una
de las pocas personas que todavía ignoraban que lo iban a matar. «De
haberlo sabido, me lo hubiera llevado para la casa aunque fuera
amarrado», declaró al instructor. Era extraño que no lo supiera,
pero lo era mucho más que tampoco lo supiera mi madre, pues se
enteraba de todo antes que nadie en la casa, a pesar de que hacía
años que no salía a la calle, ni siquiera para ir a misa. Yo
apreciaba esa virtud suya desde que empecé a levantarme temprano
para ir a la escuela. La encontraba como era en aquellos tiempos,
lívida y sigilosa, barriendo el patio con una escoba de ramas en el
resplandor ceniciento del amanecer, y entre cada sorbo de café me
iba contando lo que había ocurrido en el mundo mientras nosotros
dormíamos. Parecía tener hilos de comunicación secreta con la otra
gente del pueblo, sobre todo con la de su edad, y a veces nos
sorprendía con noticias anticipadas que no hubiera podido conocer
sino por artes de adivinación. Aquella mañana, sin embargo, no
sintió el pálpito de la tragedia que se estaba gestando desde las
tres de la madrugada.
Había terminado de barrer el patio, y
cuando mi hermana Margot salía a recibir al obispo la encontró
moliendo la yuca para las caribañolas. «Se oían gallos», suele
decir mi madre recordando aquel día. Pero nunca relacionó el
alboroto distante con la llegada del obispo, sino con los últimos
rezagos de la boda.
Nuestra casa estaba lejos de la plaza
grande, en un bosque de mangos frente al río.
Mi hermana Margot había ido hasta el
puerto caminando por la orilla, y la gente estaba demasiado excitada
con la visita del obispo para ocuparse de otras novedades. Habían
puesto a los enfermos acostados en los portales para que recibieran
la medicina de Dios, y las mujeres salían corriendo de los patios
con pavos y lechones y toda clase de cosas de comer, y desde la
orilla opuesta llegaban canoas adornadas de flores. Pero después de
que el obispo pasó sin dejar su huella en la tierra, la otra noticia
reprimida alcanzó su tamaño de escándalo. Entonces fue cuando mi
hermana Margot la conoció completa y de un modo brutal: Ángela
Vicario, la hermosa muchacha que se había casado el día anterior,
había sido devuelta a la casa de sus padres, porque el esposo
encontró que no era virgen. «Sentí que era yo la que me iba a
morir», dijo mi hermana. «Pero por más que volteaban el cuento al
derecho y al revés, nadie podía explicarme cómo fue que el pobre
Santiago Nasar terminó comprometido en semejante enredo». Lo único
que sabían con seguridad era que los hermanos de Ángela Vicario lo
estaban esperando para matarlo.
Mi hermana volvió a casa mordiéndose
por dentro para no llorar. Encontró a mi madre en el comedor, con un
traje dominical de flores azules que se había puesto por si el
obispo pasaba a saludarnos, y estaba cantando el fado del amor
invisible mientras arreglaba la mesa. Mi hermana notó que había un
puesto más que de costumbre.
—Es para Santiago Nasar —le dijo mi
madre—. Me dijeron que lo habías invitado a desayunar.
—Quítalo —dijo mi hermana.
Entonces le contó. «Pero fue como si
ya lo supiera —me dijo—. Fue lo mismo de siempre, que uno empieza
a contarle algo, y antes de que el cuento llegue a la mitad ya ella
sabe cómo termina». Aquella mala noticia era un nudo cifrado para
mi madre. A Santiago Nasar le habían puesto ese nombre por el nombre
de ella, y era además su madrina de bautismo, pero también tenía
un parentesco de sangre con Pura Vicario, la madre de la novia
devuelta. Sin embargo, no había acabado de escuchar la noticia
cuando ya se había puesto los zapatos de tacones y la mantilla de
iglesia que sólo usaba entonces para las visitas de pésame. Mi
padre, que había oído todo desde la cama, apareció en piyama en el
comedor y le preguntó alarmado para dónde iba.
—A prevenir a mi comadre Plácida
—contestó ella—. No es justo que todo el mundo sepa que le van a
matar el hijo, y que ella sea la única que no lo sabe.
—Tenernos tantos vínculos con ella
como con los Vicario —dijo mi padre.
—Hay que estar siempre de parte del
muerto —dijo ella.
Mis hermanos menores empezaron a salir
de los otros cuartos. Los más pequeños, tocados por el soplo de la
tragedia, rompieron a llorar. Mi madre no les hizo caso, por una vez
en la vida, ni le prestó atención a su esposo.
—Espérate y me visto —le dijo él.
Ella estaba ya en la calle. Mi hermano
Jaime, que entonces no tenía más de siete años, era el único que
estaba vestido para la escuela.
—Acompáñala tú —ordenó mi
padre.
Jaime corrió detrás de ella sin saber
qué pasaba ni para dónde iban, y se agarró de su mano. «Iba
hablando sola —me dijo Jaime—. Hombres de mala ley, decía en voz
muy baja, animales de mierda que no son capaces de hacer nada que no
sean desgracias».
No se daba cuenta ni siquiera de que
llevaba al niño de la mano. «Debieron pensar que me había vuelto
loca —me dijo—. Lo único que recuerdo es que se oía a lo lejos
un ruido de mucha gente, como si hubiera vuelto a empezar la fiesta
de la boda, y que todo el mundo corría en dirección de la plaza».
Apresuró el paso, con la determinación de que era capaz cuando
estaba una vida de por medio, hasta que alguien que corría en
sentido contrario se compadeció de su desvarío.
—No se moleste, Luisa Santiaga —le
gritó al pasar—. Ya lo mataron.
Bayardo San
Román, el hombre que devolvió a la esposa, había venido por
primera vez en agosto del año anterior: seis meses antes de la boda.
Llegó en el buque semanal con unas alforjas guarnecidas de plata que
hacían juego con las hebillas de la correa y las argollas de los
botines. Andaba por los treinta años, pero muy bien escondidos, pues
tenía una cintura angosta de novillero, los ojos dorados, y la piel
cocinada a fuego lento por el salitre. Llegó con una chaqueta corta
y un pantalón muy estrecho, ambos de becerro natural, y unos guantes
de cabritilla del mismo color. Magdalena Oliver había venido con él
en el buque y no pudo quitarle la vista de encima durante el viaje.
«Parecía marica —me dijo—. Y era
una lástima, porque estaba como para embadurnarlo de mantequilla y
comérselo vivo». No fue la única que lo pensó, ni tampoco la
última en darse cuenta de que Bayardo San Román no era un hombre de
conocer a primera vista.
Mi madre me escribió al colegio a
fines de agosto y me decía en una nota casual: «Ha venido un hombre
muy raro». En la carta siguiente me decía: «El hombre raro se
llama Bayardo San Román, y todo el inundo dice que es encantador,
pero yo no lo he visto».
Nadie supo nunca a qué vino. A alguien
que no resistió la tentación de preguntárselo, un poco antes de la
boda, le contestó: «Andaba de pueblo en pueblo buscando con quien
casarme». Podía haber sido verdad, pero lo mismo hubiera contestado
cualquier otra cosa, pues tenía una manera de hablar que más bien
le servía para ocultar que para decir.
La noche en que llegó dio a entender
en el cine que era ingeniero de trenes, y habló de la urgencia de
construir un ferrocarril hasta el interior para anticiparnos a las
veleidades del río. Al día siguiente tuvo que mandar un telegrama,
y él mismo lo transmitió con el manipulador, y además le enseñó
al telegrafista una fórmula suya para seguir usando las pilas
agotadas. Con la misma propiedad había hablado de enfermedades
fronterizas con un médico militar que pasó por aquellos meses
haciendo la leva. Le gustaban las fiestas ruidosas y largas, pero era
de buen beber, separador de pleitos y enemigo de juegos de manos. Un
domingo después de misa desafió a los nadadores más diestros, que
eran muchos, y dejó rezagados a los mejores con veinte brazadas de
ida y vuelta a través del río. Mi madre me lo contó en una carta,
y al final me hizo un comentario muy suyo: «Parece que también está
nadando en oro». Esto respondía a la leyenda prematura de que
Bayardo San Román no sólo era capaz de hacer todo, y de hacerlo muy
bien, sino que además disponía de recursos interminables.
Mi madre le dio la bendición final en
una carta de octubre. «La gente lo quiere mucho —me decía—,
porque es honrado y de buen corazón, y el domingo pasado comulgó de
rodillas y ayudó a la misa en latín». En ese tiempo no estaba
permitido comulgar de pie y sólo se oficiaba en latín, pero mi
madre suele hacer esa clase de precisiones superfluas cuando quiere
llegar al fondo de las cosas. Sin embargo, después de ese veredicto
consagratorio me escribió dos cartas más en las que nada me decía
sobre Bayardo San Román, ni siquiera cuando fue demasiado sabido que
quería casarse con Ángela Vicario.
Sólo mucho después de la boda
desgraciada me confesó que lo había conocido cuando ya era muy
tarde para corregir la carta de octubre, y que sus ojos de oro le
habían causado un estremecimiento de espanto.
—Se me pareció al diablo —me
dijo—, pero tú mismo me habías dicho que esas cosas no se deben
decir por escrito.
Lo conocí poco después que ella,
cuando vine a las vacaciones de Navidad, y no lo encontré tan raro
como decían. Me pareció atractivo, en efecto, pero muy lejos de la
visión idílica de Magdalena Oliver. Me pareció más serio de lo
que hacían creer sus travesuras, y de una tensión recóndita apenas
disimulada por sus gracias excesivas.
Pero sobre todo, me pareció un hombre
muy triste. Ya para entonces había formalizado su compromiso de
amores con Ángela Vicario.
Nunca se estableció muy bien cómo se
conocieron. La propietaria de la pensión de hombres solos donde
vivía Bayardo San Román, contaba que éste estaba haciendo la
siesta en un mecedor de la sala, a fines de setiembre, cuando Ángela
Vicario y su madre, atravesaron la plaza con dos canastas de flores
artificiales. Bayardo San Román despertó a medias, vio las dos
mujeres vestidas de negro inclemente que parecían los únicos seres
vivos en el marasmo de las dos de la tarde, y preguntó quién era la
joven.
La propietaria le contestó que era la
hija menor de la mujer que la acompañaba, y que se llamaba Ángela
Vicario. Bayardo San Román las siguió con la mirada hasta el otro
extremo de la plaza.
—Tiene el nombre bien puesto —dijo.
Luego recostó la cabeza en el espaldar
del mecedor, y volvió a cerrar los ojos.
—Cuando despierte —dijo—,
recuérdame que me voy a casar con ella.
Ángela Vicario me contó que la
propietaria de la pensión le había hablado de este episodio desde
antes de que Bayardo San Román la requiriera en amores. «Me asusté
mucho», me dijo. Tres personas que estaban en la pensión
confirmaron que el episodio había ocurrido, pero otras cuatro no lo
creyeron cierto. En cambio, todas las versiones coincidían en que
Ángela Vicario y Bayardo San Román se habían visto por primera vez
en las fiestas patrias de octubre, durante una verbena de caridad en
la que ella estuvo encargada de cantar las rifas. Bayardo San Román
llegó a la verbena y fue derecho al mostrador atendido por la rifera
lánguida cerrada de luto hasta la empuñadura, y le preguntó cuánto
costaba la ortofónica con incrustaciones de nácar que había de ser
el atractivo mayor de la feria. Ella le contestó que no estaba para
la venta sino para rifar.
—Mejor —dijo él—, así será más
fácil, y además, más barata.
Ella me confesó que había logrado
impresionarla, pero por razones contrarias del amor. «Yo detestaba a
los hombres altaneros, y nunca había visto uno con tantas ínfulas
—me dijo, evocando aquel día—. Además, pensé que era un
polaco». Su contrariedad fue mayor cuando cantó la rifa de la
ortofónica, en medio de la ansiedad de todos, y en efecto se la ganó
Bayardo San Román. No podía imaginarse que él, sólo por
impresionarla, había comprado todo los números de la rifa.
Esa noche, cuando volvió a su casa,
Ángela Vicario encontró allí la ortofónica envuelta en papel de
regalo y adornada con un lazo de organza. «Nunca pude saber cómo
supo que era mi cumpleaños», me dijo. Le costó trabajo convencer a
sus padres de que no le había dado ningún motivo a Bayardo San
Román para que le mandara semejante regalo, y menos de una manera
tan visible que no pasó inadvertido para nadie. De modo que sus
hermanos mayores, Pedro y Pablo, llevaron la ortofónica al hotel
para devolvérsela a su dueño, y lo hicieron con tanto revuelo que
no hubo nadie que la viera venir y no la viera regresar. Con lo único
que no contó la familia fue con los encantos irresistibles de
Bayardo San Román. Los gemelos no reaparecieron hasta el amanecer
del día siguiente, turbios de la borrachera, llevando otra vez la
ortofónica y llevando además a Bayardo San Román para seguir la
parranda en la casa.
Ángela Vicario era la hija menor de
una familia de recursos escasos. Su padre, Poncio Vicario, era
orfebre de pobres, y la vista se le acabó de tanto hacer primores de
oro para mantener el honor de la casa. Purísima del Carmen, su
madre, había sido maestra de escuela hasta que se casó para
siempre. Su aspecto manso y un tanto afligido disimulaba muy bien el
rigor de su carácter. «Parecía una monja», recuerda Mercedes.
Se consagró con tal espíritu de
sacrificio a la atención del esposo y a la crianza de los hijos, que
a uno se le olvidaba a veces que seguía existiendo. Las dos hijas
mayores se habían casado muy tarde. Además de los gemelos, tuvieron
una hija intermedia que había muerto de fiebres crepusculares, y dos
años después seguían guardándole un luto aliviado dentro de la
casa, pero riguroso en la calle. Los hermanos fueron criados para ser
hombres. Ellas habían sido educadas para casarse. Sabían bordar con
bastidor, coser a máquina, tejer encaje de bolillo, lavar y
planchar, hacer flores artificiales y dulces de fantasía, y redactar
esquelas de compromiso. A diferencia de las muchachas de la época,
que habían descuidado el culto de la muerte, las cuatro eran
maestras en la ciencia antigua de velar a los enfermos, confortar a
los moribundos y amortajar a los muertos.
Lo único que mi madre les reprochaba
era la costumbre de peinarse antes de dormir.
«Muchachas —les decía—: no se
peinen de noche que se retrasan los navegantes». Salvo por eso,
pensaba que no había hijas mejor educadas. «Son perfectas —le oía
decir con frecuencia—. Cualquier hombre será feliz con ellas,
porque han sido criadas para sufrir».
Sin embargo, a los que se casaron con
las dos mayores les fue difícil romper el cerco, porque siempre iban
juntas a todas partes, y organizaban bailes de mujeres solas y
estaban predispuestas a encontrar segundas intenciones en los
designios de los hombres.
Ángela Vicario era la más bella de
las cuatro, y mi madre decía que había nacido como las grandes
reinas de la historia con el cordón umbilical enrollado en el
cuello. Pero tenía un aire desamparado y una pobreza de espíritu
que le auguraban un porvenir incierto.
Yo volvía a verla año tras año,
durante mis vacaciones de Navidad, y cada vez parecía más desvalida
en la ventana de su casa, donde se sentaba por la tarde a hacer
flores de trapo y a cantar valses de solteras con sus vecinas. «Ya
está de colgar en un alambre —me decía Santiago Nasar—: tu
prima la boba». De pronto, poco antes del luto de la hermana, la
encontré en la calle por primera vez, vestida de mujer y con el
cabello rizado, y apenas si pude creer que fuera la misma. Pero fue
una visión momentánea: su penuria de espíritu se agravaba con los
años. Tanto, que cuando se supo que Bayardo San Román quería
casarse con ella, muchos pensaron que era una perfidia de forastero.
La familia no sólo lo tomó en serió,
sino con un grande alborozo. Salvo Pura Vicario, quien puso como
condición que Bayardo San Román acreditara su identidad. Hasta
entonces nadie sabía quién era. Su pasado no iba más allá de la
tarde en que desembarcó con su atuendo de artista, y era tan
reservado sobre su origen que hasta el engendro más demente podía
ser cierto. Se llegó a decir que había arrasado pueblos y sembrado
el terror en Casanare como comandante de tropa, que era prófugo de
Cayena, que lo habían visto en Pernambuco tratando de medrar con una
pareja de osos amaestrados, y que había rescatado los restos de un
galeón español cargado de oro en el canal de los Vientos. Bayardo
San Román le puso término a tantas conjeturas con un recurso
simple: trajo a su familia en pleno.
Eran cuatro: el padre, la madre y dos
hermanas perturbadoras. Llegaron en un Ford T con placas oficiales
cuya bocina de pato alborotó las calles a las once de la mañana. La
madre, Alberta Simonds, una mulata grande de Curazao que hablaba el
castellano todavía atravesado de papiamento, había sido proclamada
en su juventud como la más bella entre las 200 más bellas de las
Antillas. Las hermanas, acabadas de florecer, parecían dos potrancas
sin sosiego. Pero la carta grande era el padre: el general Petronio
San Román, héroe de las guerras civiles del siglo anterior, y una
de las glorias mayores del régimen conservador por haber puesto en
fuga al coronel Aureliano Buendía en el desastre de Tucurinca. Mi
madre fue la única que no fue a saludarlo cuando supo quién era.
«Me parecía muy bien que se casaran —me dijo—. Pero una cosa
era eso, y otra muy distinta era darle la mano a un hombre que ordenó
dispararle por,la espalda a Gerineldo Márquez». Desde que asomó
por la ventana del automóvil saludando con el sombrero blanco, todos
lo reconocieron por la fama de sus retratos.
Llevaba un traje de lienzo color de
trigo, botines de cordobán con los cordones cruzados, y unos
espejuelos de oro prendidos con pinzas en la cruz de la nariz y
sostenidos con una leontina en el ojal del chaleco. Llevaba la
medalla del valor en la solapa y un bastón con el escudo nacional
esculpido en el pomo. Fue el primero que se bajó del automóvil,
cubierto por completo por el polvo ardiente de nuestros malos
caminos, y no tuvo más que aparecer en el pescante para que todo el
mundo se diera cuenta de que Bayardo San Román se iba a casar con
quien quisiera.
Era Ángela Vicario quien no quería
casarse con él. «Me parecía demasiado hombre para mí», me dijo.
Además, Bayardo San Román no había intentado siquiera seducirla a
ella, sino que hechizó a la familia con sus encantos. Ángela
Vicario no olvidó nunca el horror de la noche en que sus padres y
sus hermanas mayores con sus maridos, reunidos en la sala de la casa,
le impusieron la obligación de casarse con un hombre que apenas
había visto. Los gemelos se mantuvieron al margen. «Nos pareció
que eran vainas de mujeres», me dijo Pablo Vicario. El argumento
decisivo de los padres fue que una familia dignifica da por la
modestia no tenía derecho a despreciar aquel premio del destino.
Ángela Vicario se atrevió apenas a insinuar el inconveniente de la
falta de amor, pero su madre lo demolió con una sola frase:
—También el amor se aprende.
A diferencia de los noviazgos de la
época, que eran largos y vigilados, el de ellos fue de sólo cuatro
meses por las urgencias de Bayardo San Román. No fue más corto
porque Pura Vicario exigió esperar a que terminara el luto de la
familia. Pero el tiempo alcanzó sin angustias por la manera
irresistible con que Bayardo San Román arreglaba las cosas.
«Una noche me preguntó cuál era la
casa que más me gustaba —me contó Ángela Vicario—. Y yo le
contesté, sin saber para qué era, que la más bonita del pueblo era
la quinta del viudo de Xius». Yo hubiera dicho lo mismo. Estaba en
una colina barrida por los vientos, y desde la terraza se veía el
paraíso sin limite de las ciénagas cubiertas de anémonas moradas,
y en los días claros del verano se alcanzaba a ver el horizonte
nítido del Caribe, y los trasatlánticos de turistas de Cartagena de
Indias. Bayardo San Román fue esa misma noche al Club Social y se
sentó a la mesa del viudo de Xius a jugar una partida de dominó.
—Viudo —le dijo—: le compro su
casa.
—No está a la venta —dijo el
viudo.
—Se la compro con todo lo que tiene
dentro.
El viudo de Xius le explicó con una
buena educación a la antigua que los objetos de la casa habían sido
comprados por la esposa en toda una vida de sacrificios, y que para
él seguían siendo como parte de ella. «Hablaba con el alma en la
mano —me dijo el doctor Dionisio Iguarán, que estaba jugando con
ellos—. Yo estaba seguro que prefería morirse antes que vender una
casa donde había sido feliz durante más de treinta años».
También Bayardo San Román comprendió
sus razones.
—De acuerdo —dijo—. Entonces
véndame la casa vacía.
Pero el viudo se defendió hasta el
final de la partida. Al cabo de tres noches, ya mejor preparado,
Bayardo San Román,Volvió a la mesa de dominó.
—Viudo —empezó de nuevo—:
¿Cuánto cuesta la casa?
—No tiene precio.
—Diga uno cualquiera.
—Lo siento, Bayardo —dijo el
viudo—, pero ustedes los jóvenes no entienden los motivos del
corazón.
Bayardo San Román no hizo una pausa
para pensar.
—Digamos cinco mil pesos —dijo.
—Juega limpio —le replicó el viudo
con la dignidad alerta—. Esa casa no vale tanto.
—Diez mil —dijo Bayardo San Román—.
Ahora mismo, y con un billete encima del otro.
El viudo lo miró con los ojos llenos
de lágrimas. «Lloraba de rabia —me dijo el doctor Dionisio
Iguarán, que además de médico era hombre de letras—. Imagínate:
semejante cantidad al alcance de la mano, y tener que decir que no
por una simple flaqueza del espíritu». Al viudo de Xius no le salió
la voz, pero negó sin vacilación con la cabeza.
—Entonces hágame un último favor
—dijo Bayardo San Román—. Espéreme aquí cinco minutos.
Cinco minutos después, en efecto,
volvió al Club Social con las alforjas enchapadas de plata, y puso
sobre la mesa diez gavillas de billetes de a mil todavía con las
bandas impresas del Banco del Estado. El viudo de Xius murió dos
años después. «Se murió de eso —decía el doctor Dionisio
Iguarán—. Estaba más sano que nosotros, pero cuando uno lo
auscultaba se le sentían borboritar las lágrimas dentro del
corazón». Pues no sólo había vendido la casa con todo lo que
tenía dentro, sino que le pidió a Bayardo San Román que le fuera
pagando poco a poco porque no le quedaba ni un baúl de consolación
para guardar tanto dinero.
Nadie hubiera pensado, ni lo dijo
nadie, que Ángela Vicario no fuera virgen. No se le había conocido
ningún novio anterior y había crecido junto con sus hermanas bajo
el rigor de una madre de hierro. Aun cuando le faltaban menos de dos
meses para casarse, Pura Vicario no permitió que fuera sola con
Bayardo San Román a conocer la casa en que iban a vivir, sino que
ella y el padre ciego la acompañaron para custodiarle la honra.
«Lo único que le rogaba a Dios es que
me diera valor para matarme —me dijo Ángela Vicario—. Pero no me
lo dio». Tan aturdida estaba que había resuelto contarle la verdad
a su madre para librarse de aquel martirio, cuando sus dos únicas
confidentes, que la ayudaban a hacer flores de trapo junto a la
ventana, la disuadieron de su buena intención. «Les obedecí a
ciegas —me dijo— porque me habían hecho creer que eran expertas
en chanchullos de hombres». Le aseguraron que casi todas las mujeres
perdían la virginidad en accidentes de la infancia. Le insistieron
en que aun los maridos más difíciles se resignaban a cualquier cosa
siempre que nadie lo supiera. La convencieron, en fin, de que la
mayoría de los hombres llegaban tan asustados a la noche de bodas,
que eran incapaces de hacer nada sin la ayuda de la mujer, y a la
hora de la verdad no podían responder de sus propios actos. «Lo
único que creen es lo que vean en la sábana», le dijeron. De modo
que le enseñaron artimañas de comadronas para fingir sus prendas
perdidas, y para que pudiera exhibir en su primera mañana de recién
casada, abierta al sol en el patio de su casa, la sábana de hilo con
la mancha del honor.
Se casó con esa ilusión. Bayardo San
Román, por su parte, debió casarse con la ilusión de comprar la
felicidad con el peso descomunal de su poder y su fortuna, pues
cuanto más aumentaban los planes de la fiesta, más ideas de delirio
se le ocurrían para hacerla más grande. Trató de retrasar la boda
por un día cuando se anunció la visita del obispo, para que éste
los casara, pero Ángela Vicario se opuso. «La verdad —me dijo—
es que yo no quería ser bendecida por un hombre que sólo cortaba
las crestas para la sopa y botaba en la basura el resto del gallo».
Sin embargo, aun sin la bendición del obispo, la fiesta adquirió
una fuerza propia tan difícil de amaestrar, que al mismo Bayardo San
Román se le salió de las manos y terminó por ser un acontecimiento
público.
El general Petronio San Román y su
familia vinieron esta vez en el buque de ceremonias del Congreso
Nacional, que permaneció atracado en el muelle hasta el término de
la fiesta, y con ellos vinieron muchas gentes ilustres que sin
embargo pasaron inadvertidas en el tumulto de caras nuevas. Trajeron
tantos regalos, que fue preciso restaurar el local olvidado de la
primera planta eléctrica para exhibir los más admirables, y el
resto los llevaron de una vez a la antigua casa del viudo de Mus que
ya estaba dispuesta para recibir a los recién casados. Al novio le
regalaron un automóvil convertible con su nombre grabado en letras
góticas bajo el escudo de la fábrica. A la novia le regalaron un
estuche de cubiertos de oro puro para veinticuatro invitados.
Trajeron además un espectáculo de
bailarines, y dos orquestas de valses que desentonaron con las bandas
locales, y con las muchas papayeras y grupos de acordeones que venían
alborotados por la bulla de la parranda.
La familia Vicario vivía en una casa
modesta, con paredes de ladrillos y un, techo de palma rematado por
dos buhardas donde se metían a empollar las golondrinas en enero.
Tenía en el frente una terraza ocupada
casi por completo con macetas de flores, y un patio grande con
gallinas sueltas y árboles frutales. En el fondo del patio, los
gemelos tenían un criadero de cerdos, con su piedra de sacrificios y
su mesa de destazar, que fue una buena fuente de recursos domésticos
desde que a Poncio Vicario se le acabó la vista. El negocio lo había
empezado Pedro Vicario, pero cuando éste se fue al servicio militar,
su hermano gemelo aprendió también el oficio de matarife.
El interior de la casa alcanzaba apenas
para vivir. Por eso las hermanas mayores trataron de pedir una casa
prestada cuando se dieron cuenta del tamaño de la fiesta.
«Imagínate —me dijo Ángela
Vicario—: habían pensado en la casa de Plácida Linero, pero por
fortuna mis padres se emperraron con el tema de siempre de que
nuestras hijas se casan en nuestro chiquero, o no se casan». Así
que pintaron la casa de su color amarillo original, enderezaron las
puertas y compusieron los pisos, y la dejaron tan digna como fue
posible para una boda de tanto estruendo. Los gemelos se llevaron los
cerdos para otra parte y sanearon la porqueriza con cal viva, pero
aun así se vio que iba a faltar espacio. Al final, por diligencias
de Bayardo San. Román, tumbaron las cercas del patio, pidieron
prestadas para bailar las casas contiguas, y pusieron mesones de
carpinteros para sentarse a comer bajo la fronda de los tamarindos.
El único sobresalto imprevisto lo
causó el novio en la mañana de la boda, pues llegó a buscar a
Ángela Vicario con dos horas de retraso, y ella se había negado a
vestirse de novia mientras no lo viera en la casa. «Imagínate —me
dijo—: hasta me hubiera alegrado de que no llegara, pero nunca que
me dejara vestida». Su cautela pareció natural, porque no había un
percance público más vergonzoso para una mujer que quedarse
plantada con el vestido de novia. En cambio, el hecho de que Ángela
Vicario se atreviera a ponerse el velo y los azahares sin ser virgen,
había de ser interpretado después como una profanación de los
símbolos de la pureza. Mi madre fue la única que apreció como un
acto de valor el que hubiera jugado sus cartas marcadas hasta las
últimas consecuencias. «En aquel tiempo —me explicó—, Dios
entendía esas cosas». Por el contrario, nadie ha sabido todavía
con qué cartas jugó Bayardo San Román. Desde que apareció por fin
de levita y chistera, hasta que se fugó del baile con la criatura de
sus tormentos, fue la imagen perfecta del novio feliz.
Tampoco se
supo nunca con qué cartas jugó Santiago Nasar. Yo estuve con él
todo el tiempo, en la iglesia y en la fiesta, junto con Cristo Bedoya
y mi hermano Luis Enrique, y ninguno de nosotros vislumbró el menor
cambio en su modo de ser. He tenido que repetir esto muchas veces,
pues los cuatro habíamos crecido juntos en la escuela y luego en la
misma pandilla de vacaciones, y nadie podía creer que tuviéramos un
secreto sin compartir, y menos un secreto tan grande.
Santiago Nasar era un hombre de
fiestas, y su gozo mayor lo tuvo la víspera de su muerte, calculando
los costos de la boda. En la iglesia estimó que habían puesto
adornos florales por un valor igual al de catorce entierros de
primera clase. Esa precisión había de perseguirme durante muchos
años, pues Santiago Nasar me había dicho a menudo que el olor de
las flores encerradas tenía para él una relación inmediata con la
muerte, y aquel día me lo repitió al entrar en el templo. «No
quiero flores en mi entierro», me dijo, sin pensar que yo había de
ocuparme al día siguiente de que no las hubiera. En el trayecto de
la iglesia a la casa de los Vicario sacó la cuenta de las guirnaldas
de colores con que adornaron las calles, calculó el precio de la
música y los cohetes, y hasta de la granizada de arroz crudo con que
nos recibieron en la fiesta. En el sopor del medio día los recién
casados hicieron la ronda del patio. Bayardo San Román se había
hecho muy amigo nuestro, amigo de tragos, como se decía entonces, y
parecía muy a gusto en nuestra mesa. Ángela Vicario, sin el velo y
la corona y con el vestido de raso ensopado de sudor, había asumido
de pronto su cara de mujer casada. Santiago Nasar calculaba, y se lo
dijo a Bayardo San Román, que la boda iba costando hasta ese momento
unos nueve mil pesos. Fue evidente que ella lo entendió como una
impertinencia. « Mi madre me había enseñado que nunca se debe
hablar de plata delante de la otra gente», me dijo. Bayardo San
Román, en cambio, lo recibió de muy buen talante y hasta con una
cierta jactancia.
—Casi —dijo—, pero apenas estamos
empezando. Al final será más o menos el doble.
Santiago Nasar se propuso comprobarlo
hasta el último céntimo, y la vida le alcanzó justo. En efecto,
con los datos finales que Cristo Bedoya le dio al día siguiente en
el puerto, 45 minutos antes de morir, comprobó que el pronóstico de
Bayardo San Román había sido exacto.
Yo conservaba un recuerdo muy confuso
de la fiesta antes de que hubiera decidido rescatarla a pedazos de la
memoria ajena. Durante años se siguió hablando en mi casa de que mi
padre había vuelto a tocar el violín de su juventud en honor de los
recién casados, que mi hermana la monja bailó un merengue con su
hábito de tornera, y que el doctor Dionisio Iguarán, que era primo
hermano de mi madre, consiguió que se lo llevaran en el buque
oficial para no estar aquí al día siguiente cuando viniera el
obispo.
En el curso de las indagaciones para
esta crónica recobré numerosas vivencias marginales, y entre ellas
el recuerdo de gracia de las hermanas de Bayardo San Román, cuyos
vestidos de terciopelo con grandes alas de mariposas, prendidas con
pinzas de oro en la espalda, llamaron más la atención que el
penacho de plumas y la coraza de medallas de guerra de su padre.
Muchos sabían que en la inconsciencia de la parranda le propuse a
Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas había terminado
la escuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando nos
casamos catorce años después. La imagen más intensa que siempre
conservé de aquel domingo indeseable fue la del viejo Poncio Vicario
sentado solo en un taburete en el centro del patio. Lo habían puesto
ahí pensando quizás que era el sitio de honor, y los invitados
tropezaban con él, lo confundían con otro, lo cambiaban de lugar
para que no estorbara, y él movía la cabeza nevada hacia todos
lados con una expresión errática de ciego demasiado reciente,
contestando preguntas que no eran para él y respondiendo saludos
fugaces que nadie le hacía, feliz en su cerco de olvido, con la
camisa acartonada de engrudo y el bastón de guayacán que le habían
comprado para la fiesta.
El acto formal terminó a las seis de
la tarde cuando se despidieron los invitados de honor. El buque se
fue con las luces encendidas y dejando un reguero de valses de
pianola, y por un instante quedamos a la deriva sobre un abismo de
incertidumbre, hasta que volvimos a reconocernos unos a otros y nos
hundimos en el manglar de la parranda. Los recién casados
aparecieron poco después en el automóvil descubierto, abriéndose
paso a duras penas en el tumulto. Bayardo San Román reventó
cohetes, tomó aguardiente de las botellas que le tendía la
muchedumbre, y se bajó del coche con Ángela Vicario para meterse en
la rueda de la cumbiamba. Por último ordenó que siguiéramos
bailando por cuenta suya hasta donde nos alcanzara la vida, y se
llevó a la esposa aterrorizada para la casa de sus sueños donde el
viudo de Xius había sido feliz.
La parranda pública se dispersó en
fragmentos hacia la media noche, y sólo quedó abierto el negocio de
Clotilde Armenta a un costado de la plaza. Santiago Nasar y yo, con
mi hermano Luis Enrique y Cristo Bedoya, nos fuimos para la casa de
misericordias de María Alejandrina Cervantes. Por allí pasaron
entre muchos otros los hermanos Vicario, y estuvieron bebiendo con
nosotros y cantando con Santiago Nasar cinco horas antes de matarlo.
Debían quedar aún algunos rescoldos desperdigados de la fiesta
original, pues de todos lados nos llegaban ráfagas de música y
pleitos remotos, y nos siguieron llegando, cada vez más tristes,
hasta muy poco antes de que bramara el buque del obispo.
Pura Vicario le contó a mi madre que
se había acostado a las once de la noche después de que las hijas
mayores la ayudaron a poner un poco de orden en los estragos de la
boda. Como a las diez, cuando todavía quedaban algunos borrachos
cantando en el patio, Ángela Vicario había mandado a pedir una
maletita de cosas personales que estaba en el ropero de su
dormitorio, y ella quiso mandarle también una maleta con ropa de
diario, pero el recadero estaba de prisa. Se había dormido a fondo
cuando tocaron a la puerta. «Fueron tres toques muy despacio —le
contó a mi madre—, pero tenían esa cosa rara de las malas
noticias». Le contó que había abierto la puerta sin encender la
luz para no despertar a nadie, y vio a Bayardo San Román en el
resplandor del farol público, con la camisa de seda sin abotonar y
los pantalones de fantasía sostenidos con tirantes elásticos.
«Tenía ese color verde de los sueños», le dijo Pura Vicario a mi
madre. Ángela Vicario estaba en la sombra, de modo que sólo la vio
cuando Bayardo San Román la agarró por el brazo y la puso en la
luz. Llevaba el traje de raso en piltrafas y estaba envuelta con una
toalla hasta la cintura. Pura Vicario creyó que se habían
desbarrancado con el automóvil y estaban muertos en el fondo del
precipicio.
—Ave María Purísima —dijo
aterrada—. Contesten si todavía son de este mundo.
Bayardo San Román no entró, sino que
empujó con suavidad a su esposa hacia el interior de la casa, sin
decir una palabra. Después besó a Pura Vicario en la mejilla y le
habló con una voz de muy hondo desaliento pero con mucha ternura.
—Gracias por todo, madre —le dijo—.
Usted es una santa.
Sólo Pura Vicario supo lo que hizo en
las dos horas siguientes, y se fue a la muerte con su secreto. «Lo
único que recuerdo es que me sostenía por el pelo con una mano y me
golpeaba con la otra con tanta rabia que pensé que me iba a matar»,
me contó Ángela Vicario. Pero hasta eso lo hizo con tanto sigilo,
que su marido y sus hijas mayores, dormidos en los otros cuartos, no
se enteraron de nada hasta el amanecer cuando ya estaba consumado el
desastre.
Los gemelos volvieron a la casa un poco
antes de las tres, llamados de urgencia por su madre. Encontraron a
Ángela Vicario tumbada bocabajo en un sofá del comedor y con la
cara macerada a golpes, pero había terminado de llorar. «Ya no
estaba asustada —me dijo—. Al contrario: sentía como si por fin
me hubiera quitado de encima la conduerma de la muerte, y lo único
que quería era que todo terminara rápido para tirarme a dormir».
Pedro Vicario, el más resuelto de los
hermanos, la levantó en vilo por la cintura y la sentó en la mesa
del comedor.
—Anda, niña —le dijo temblando de
rabia—: dinos quién fue.
Ella se demoró apenas el tiempo
necesario para decir el nombre. Lo buscó en las tinieblas, lo
encontró a primera vista entre los tantos y tantos nombres
confundibles de este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared
con su dardo certero, como a una mariposa sin albedrío cuya
sentencia estaba escrita desde siempre.
—Santiago Nasar —dijo.
El abogado
sustentó la tesis del homicidio en legítima defensa del honor, que
fue admitida por el tribunal de conciencia, y los gemelos declararon
al final del juicio que hubieran vuelto a hacerlo mil veces por los
mismos motivos. Fueron ellos quienes vislumbraron el recurso de la
defensa desde que se rindieron ante su iglesia pocos minutos después
del crimen. Irrumpieron jadeando en la Casa Cural, perseguidos de
cerca por un grupo de árabes enardecidos, y pusieron los cuchillos
con el acero limpio en la mesa del padre Amador. Ambos estaban
exhaustos por el trabajo bárbaro de la muerte, y tenían la ropa y
los brazos empapados y la cara embadurnada de sudor y de sangre
todavía viva, pero él párroco recordaba la rendición como un acto
de una gran dignidad.
—Lo matamos a conciencia —dijo
Pedro Vicario—, pero somos inocentes.
—Tal vez ante Dios —dijo el padre
Amador.
—Ante Dios y ante los hombres —dijo
Pablo Vicario—. Fue un asunto de honor.
Más aún: en la reconstrucción de los
hechos fingieron un encarnizamiento mucho más inclemente que el de
la realidad, hasta el extremo de que fue necesario reparar con fondos
públicos la puerta principal de la casa de Plácida Linero, que
quedó desportillada a punta de cuchillo. En el panóptico de
Riohacha, donde estuvieron tres años en espera del juicio porque no
tenían con que pagar la fianza para la libertad condicional, los
reclusos más antiguos los recordaban por su buen carácter y su
espíritu social, pero nunca advirtieron en ellos ningún indicio de
arrepentimiento. Sin embargo, la realidad parecía ser que los
hermanos Vicario no hicieron nada de lo que convenía para matar a
Santiago Nasar de inmediato y sin espectáculo público, sino que
hicieron mucho más de lo que era imaginable para que alguien les
impidiera matarlo, y no lo consiguieron.
Según me dijeron años después,
habían empezado por buscarlo en la casa de María Alejandrina
Cervantes, donde estuvieron con él hasta las dos. Este dato, como
muchos otros, no fue registrado en el sumario. En realidad, Santiago
Nasar ya no estaba ahí a la hora en que los gemelos dicen que fueron
a buscarlo, pues habíamos salido a hacer una ronda de serenatas,
pero en todo caso no era cierto que hubieran ido. «Jamás habrían
vuelto a salir de aquí», me dijo María Alejandrina Cervantes, y
conociéndola tan bien, nunca lo puse en duda. En cambio, lo fueron a
esperar en la casa de Clotilde Armenta, por donde sabían que iba a
pasar medio mundo menos Santiago Nasar. «Era el único lugar
abierto», declararon al instructor. «Tarde o temprano tenía que
salir por ahí», me dijeron a mí, después de que fueron absueltos.
Sin embargo, cualquiera sabía que la puerta principal de la casa de
Plácida Linero permanecía trancada por dentro, inclusive durante el
día, y que Santiago Nasar llevaba siempre consigo las llaves de la
entrada posterior. Por allí entró de regreso a su casa, en efecto,
cuando hacía más de una hora que los gemelos Vicario lo esperaban
por el otro lado, y si después salió por la puerta de la plaza
cuando iba a recibir al obispo fue por una razón tan imprevista que
el mismo instructor del sumario no acabó de entenderla.
Nunca hubo una muerte más anunciada.
Después de que la hermana les reveló el nombre, los gemelos Vicario
pasaron por el depósito de la pocilga, donde guardaban los útiles
de sacrificio, y escogieron los dos cuchillos mejores: uno de
descuartizar, de diez pulgadas de largo por dos y media de ancho, y
otro de limpiar, de siete pulgadas de largo por una y media de ancho.
Los envolvieron en un trapo, y se fueron a afilarlos en el mercado de
carnes, donde apenas empezaban a abrir algunos expendios. Los
primeros clientes eran escasos, pero veintidós personas declararon
haber oído cuanto dijeron, y todas coincidían en la impresión de
que lo habían dicho con el único propósito de que los oyeran.
Faustino Santos, un carnicero amigo, los vio entrar a las 3.20 cuando
acababa de abrir su mesa de vísceras, y no entendió por qué
llegaban el lunes y tan temprano, y todavía con los vestidos de paño
oscuro de la boda. Estaba acostumbrado a verlos los viernes, pero un
poco más tarde, y con los delantales de cuero que se ponían para la
matanza. «Pensé que estaban tan borrachos —me dijo Faustino
Santos—, que no sólo se habían equivocado de hora sino también
de fecha». Les recordó que era lunes.
—Quién no lo sabe, pendejo —le
contestó de buen modo Pablo Vicario—. Sólo venimos a afilar los
cuchillos.
Los afilaron en la piedra giratoria, y
como lo hacían siempre: Pedro sosteniendo los dos cuchillos y
alternándolos en la piedra, y Pablo dándole vuelta a la manivela.
Al mismo tiempo hablaban del esplendor de la boda con los otros
carniceros. Algunos se quejaron de no haber recibido su ración de
pastel, a pesar de ser compañeros de oficio, y ellos les prometieron
que las harían mandar más tarde. Al final, hicieron cantar los
cuchillos en la piedra, y Pablo puso el suyo junto a la lámpara para
que destellara el acero:
—Vamos a matar a Santiago Nasar
—dijo.
Tenían tan bien fundada su reputación
de gente buena, que nadie les hizo caso.
«Pensamos que eran vainas de
borrachos», declararon varios carniceros, lo mismo que Victoria
Guzmán y tantos otros que los vieron después. Yo había de
preguntarles alguna vez a los carniceros si el oficio de matarife no
revelaba un alma predispuesta para matar un ser humano. Protestaron:
«Cuando uno sacrifica una res no se atreve a mirarle los ojos». Uno
de ellos me dijo que no podía comer la carne del animal que
degollaba. Otro me dijo que no sería capaz de sacrificar una vaca
que hubiera conocido antes, y menos si había tomado su leche. Les
recordé que los hermanos Vicario sacrificaban los mismos cerdos que
criaban, y les eran tan familiares que los distinguían por sus
nombres. «Es cierto —me replicó uno—, pero fíjese que no les
ponían nombres de gente sino de flores».
Faustino Santos fue el único que
percibió una lumbre de verdad en la amenaza de Pablo Vicario, y le
preguntó en broma por qué tenían que matar a Santiago Nasar
habiendo tantos ricos que merecían morir primero.
—Santiago Nasar sabe por qué —le
contestó Pedro Vicario.
Faustino Santos me contó que se había
quedado con la duda, y se la comunicó a un agente de la policía que
pasó poco más tarde a comprar una libra de hígado para el desayuno
del alcalde. El agente, de acuerdo con el sumario, se llamaba Leandro
Pornoy, y murió el año siguiente por una cornada de toro en la
yugular durante las fiestas patronales. De modo que nunca pude hablar
con él, pero Clotilde Armenta me confirmó que fue la primera
persona que estuvo en su tienda cuando ya los gemelos Vicario se
habían sentado a esperar.
Clotilde Armenta acababa de reemplazar
a su marido en el mostrador. Era el sistema habitual. La tienda
vendía leche al amanecer y víveres durante el día, y se
transformaba en cantina desde las seis de la tarde. Clotilde Armenta
la abría a las 3.30 de la madrugada. Su marido, el buen don Rogelio
de la Flor, se hacía cargo de la cantina hasta la hora de cerrar.
Pero aquella noche hubo tantos clientes descarriados de la boda, que
se acostó pasadas las tres sin haber cerrado, y ya Clotilde Armenta
estaba levantada más temprano que de costumbre, porque quería
terminar antes de que llegara el obispo.
Los hermanos Vicario entraron a las
4.10. A esa hora sólo se vendían cosas de comer, pero Clotilde
Armenta les vendió una botella de aguardiente de caña, no sólo por
el aprecio que les tenía, sino también porque estaba muy agradecida
por la porción de pastel de boda que le habían mandado. Se bebieron
la botella entera con dos largas tragantadas, pero siguieron
impávidos. «Estaban pasmados —me dijo Clotilde Armenta—, y ya
no podían levantar presión ni con petróleo de lámpara». Luego se
quitaron las chaquetas de paño, las colgaron con mucho cuidado en el
espaldar de las sillas, y pidieron otra botella. Tenían la camisa
sucia de sudor seco y una barba del día anterior que les daba un
aspecto montuno. La segunda botella se la tomaron más despacio,
sentados, mirando con insistencia hacia la casa de Plácida Linero,
en la acera de enfrente, cuyas ventanas estaban apagadas. La más
grande del balcón era la del dormitorio de Santiago Nasar. Pedro
Vicario le preguntó a Clotilde Armenta si había visto luz en esa
ventana, y ella le contestó que no, pero le pareció un interés
extraño.
—¿Le pasó algo? —preguntó.
—Nada —le contestó Pedro Vicario—.
No más que lo andamos buscando para matarlo.
Fue una respuesta tan espontánea que
ella no pudo creer que fuera cierta. Pero se fijó en que los gemelos
llevaban dos cuchillos de matarife envueltos en trapos de cocina.
—¿Y se puede saber por qué quieren
matarlo tan temprano? —preguntó.
—Él sabe por qué —contestó Pedro
Vicario.
Clotilde Armenta los examinó en serio.
Los conocía tan bien que podía distinguirlos, sobre todo después
de que Pedro Vicario regresó del cuartel. «Parecían dos niños»,
me dijo. Y esa reflexión la asustó, pues siempre había pensado que
sólo los niños son capaces de todo. Así que acabó de preparar los
trastos de la leche, y se fue a despertar a su marido para contarle
lo que estaba pasando en la tienda. Don Rogelio de la Flor la escuchó
medio dormido.
—No seas pendeja —le dijo—, ésos
no matan a nadie, y menos a un rico.
Cuando Clotilde Armenta volvió a la
tienda los gemelos estaban conversando con el agente Leandro Pornoy,
que iba por la leche del alcalde. No oyó lo que hablaron, pero
supuso que algo le habían dicho de sus propósitos, por la forma en
que observó los cuchillos al salir.
El coronel Lázaro Aponte se había
levantado un poco antes de las cuatro. Acababa de afeitarse cuando el
agente Leandro Pornoy le reveló las intenciones de los hermanos
Vicario. Había resuelto tantos pleitos de amigos la noche anterior,
que no se dio ninguna prisa por uno más. Se vistió con calma, se
hizo varias veces hasta que le quedó perfecto el corbatín de
mariposa, y se colgó en el cuello el escapulario de la Congregación
de María para recibir al obispo. Mientras desayunaba con un guiso de
hígado cubierto de anillos de cebolla, su esposa le'contó muy
excitada que Bayardo San Román había devuelto a Ángela Vicario,
pero él no lo tomó con igual dramatismo.
—¡Dios mío! —se burló—, ¿qué
va a pensar el obispo?
Sin embargo, antes de terminar el
desayuno recordó lo que acababa de decirle el ordenanza, juntó las
dos noticias y descubrió de inmediato que casaban exactas como dos
piezas de un acertijo. Entonces fue a la plaza por la calle del
puerto nuevo, cuyas casas empezaban a revivir por la llegada del
obispo. «Recuerdo con seguridad que eran casi las cinco y empezaba a
llover», me dijo el coronel Lázaro Aponte. En el trayecto, tres
personas lo detuvieron para contarle en secreto que los hermanos
Vicario estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo, pero sólo
uno supo decirle dónde.
Los encontró en la tienda de Clotilde
Armenta. «Cuando los vi pensé que eran puras bravuconadas —me
dijo con su lógica personal—, porque no estaban tan borrachos como
yo creía». Ni siquiera los interrogó sobre sus intenciones, sino
que les quitó los cuchillos y los mandó a dormir. Los trataba con
la misma complacencia de sí mismo con que había sorteado la alarma
de la esposa.
—¡Imagínense —les dijo—: qué
va a decir el obispo si los encuentra en ese estado!
Ellos se fueron. Clotilde Armenta
sufrió una desilusión más con la ligereza del alcalde, pues
pensaba que debía arrestar a los gemelos hasta esclarecer la verdad.
El coronel Aponte le mostró los cuchillos como un argumento final.
—Ya no tienen con qué matar a nadie
—dijo.
—No es por eso —dijo Clotilde
Armenta—. Es para librar a esos pobres muchachos del horrible
compromiso que les ha caído encima.
Pues ella lo había intuido. Tenía la
certidumbre de que los hermanos Vicario no estaban tan ansiosos por
cumplir la sentencia como por encontrar a alguien que les hiciera el
favor de impedírselo. Pero el coronel Aponte estaba en paz con su
alma.
—No se detiene a nadie por sospechas
—dijo—. Ahora es cuestión de prevenir a Santiago Nasar, y feliz
año nuevo.
Clotilde Armenta recordaría siempre
que el talante rechoncho del coronel Aponte le causaba una cierta
desdicha, y en cambio yo lo evocaba como un hombre feliz; aunque un
poco trastornado por la práctica solitaria del espiritismo aprendido
por correo. Su comportamiento de aquel lunes fue la prueba terminante
de su frivolidad. La verdad es que no volvió a acordarse de Santiago
Nasar hasta que lo vio en el puerto, y entonces se felicitó por
haber tomado la decisión justa.
Los hermanos Vicario les habían
contado sus propósitos a más de doce personas que fueron a comprar
leche, y éstas los habían divulgado por todas partes antes de las
seis.
A Clotilde Arrnenta le parecía
imposible que no se supiera en la casa de enfrente. Pensaba que
Santiago Nasar no estaba allí, pues no había visto encenderse la
luz del dormitorio, y a todo el que pudo le pidió prevenirlo donde
lo vieran. Se lo mandó a decir, inclusive, al padre Amador, con la
novicia de servicio que fue a comprar la leche para las monjas.
Después de las cuatro, cuando vio luces en la cocina de la casa de
Plácida Linero, le mandó el último recado urgente a Victoria
Guzmán con la pordiosera que iba todos los días a pedir un poco de
leche por caridad. Cuando bramó el buque del obispo casi todo el
mundo estaba despierto para recibirlo, y éramos muy pocos quienes no
sabíamos que los gemelos Vicario estaban esperando a Santiago Nasar
para matarlo, y se conocía además el motivo con sus pormenores
completos.
Clotilde Armenta no había acabado de
vender la leche cuando volvieron los hermanos Vicario con otros dos
cuchillos envueltos en periódicos. Uno era de descuartizar, con una
hoja oxidada y dura de doce pulgadas de largo por tres de ancho, que
había sido fabricado por Pedro Vicario con el metal de una segueta,
en una época en que no venían cuchillos alemanes por causa de la
guerra. El otro era más corto, pero ancho y curvo. El juez
instructor lo dibujó en el sumario, tal vez porque no lo pudo
describir, y se arriesgó apenas a indicar que parecía un alfanje en
miniatura. Fue con estos cuchillos que se cometió el crimen, y ambos
eran rudimentarios y muy usados.
Faustino Santos no pudo entender lo que
había pasado. «Vinieron a afilar otra vez los cuchillos —me dijo—
y volvieron a gritar para que los oyeran que iban a sacarle las
tripas a Santiago Nasar, así que yo creí que estaban mamando gallo,
sobre todo porque no me fijé en los cuchillos, y pensé que eran los
mismos». Esta vez, sin embargo, Clotilde Armenta notó desde que los
vio entrar que no llevaban la misma determinación de antes.
En realidad, habían tenido la primera
discrepancia. No sólo eran mucho más distintos por dentro de lo que
parecían por fuera, sino que en emergencias difíciles tenían
caracteres contrarios. Sus amigos lo habíamos advertido desde la
escuela primaria.
Pablo Vicario era seis minutos mayor
que el hermano, y fue más imaginativo y resuelto hasta la
adolescencia. Pedro Vicario me pareció siempre más sentimental, y
por lo mismo más autoritario. Se presentaron juntos para el servicio
militar a los 20 años, y Pablo Vicario fue eximido para que se
quedara al frente de la familia. Pedro Vicario cumplió el servicio
durante once meses en patrullas de orden público. El régimen de
tropa, agravado por el miedo de la muerte, le maduró la vocación de
mandar y la costumbre de decidir por su hermano. Regresó con una
blenorragia de sargento que resistió a los métodos más brutales de
la medicina militar, y a las inyecciones de arsénico y las
purgaciones de permanganato del doctor Dionisio Iguarán. Sólo en la
cárcel lograron sanarlo. Sus amigos estábamos de acuerdo en que
Pablo Vicario desarrolló de pronto una dependencia rara de hermano
menor cuando Pedro Vicario regresó con un alma cuartelaria y con la
novedad de levantarse la camisa para mostrarle a quien quisiera verla
una cicatriz de bala de sedal en el costado izquierdo. Llegó a
sentir, inclusive, una especie de fervor ante la blenorragia de
hombre grande que su hermano exhibía como una condecoración de
guerra.
Pedro Vicario, según declaración
propia, fue el que tomó la decisión de matar a Santiago Nasar, y al
principio su hermano no hizo más que seguirlo. Pero también fue él
quien pareció dar por cumplido el compromiso cuando los desarmó el
alcalde, y entonces fue Pablo Vicario quien asumió el mando. Ninguno
de los dos mencionó este desacuerdo en sus declaraciones separadas
ante el instructor. Pero Pablo Vicario me confirmó varias veces que
no le fue fácil convencer al hermano de la resolución final. Tal
vez no fuera en realidad sino una ráfaga de pánico, pero el hecho
es que Pablo Vicario entró solo en la pocilga a buscar los otros dos
cuchillos, mientras el hermano agonizaba gota a gota tratando de
orinar bajo los tamarindos. «Mi hermano no supo nunca lo que es eso
—me dijo Pedro Vicario en nuestra única entrevista—. Era como
orinar vidrio molido». Pablo Vicario lo encontró todavía abrazado
del árbol cuando volvió con los cuchillos. «Estaba sudando frío
del dolor —me dijo— y trató de decir que me fuera yo solo porque
él no estaba en condiciones de matar a nadie». Se sentó en uno de
los mesones de carpintero que habían puesto bajo los árboles para
el almuerzo de la boda, y se bajó los pantalones hasta las rodillas.
«Estuvo como media hora cambiándose la gasa con que llevaba
envuelta la pinga», me dijo Pablo Vicario. En realidad no se demoró
más de diez minutos, pero fue algo tan difícil, y tan enigmático
para Pablo Vicario, que lo interpretó como una nueva artimaña del
hermano para perder el tiempo hasta el amanecer. De modo que le puso
el cuchillo en la mano y se lo llevó casi por la fuerza a buscar la
honra perdida de la hermana.
—Esto no tiene remedio —le dijo—:
es como si ya nos hubiera sucedido.
Salieron por el portón de la
porqueriza con los cuchillos sin envolver, perseguidos por el
alboroto de los perros en los patios. Empezaba a aclarar. «No estaba
lloviendo», recordaba Pablo Vicario. «Al contrario —recordaba
Pedro—: había viento de mar y todavía las estrellas se podían
contar con el dedo». La noticia estaba entonces tan bien repartida,
que Hortensia Baute abrió la puerta justo cuando ellos pasaban
frente a su casa, y fue la, primera que lloró por Santiago Nasar.
«Pensé que ya lo habían matado —me dijo—, porque vi los
cuchillos con la luz del poste y me pareció que iban chorreando
sangre». Una de las pocas casas que estaban abiertas en esa calle
extraviada era la de Prudencia Cotes, la novia de Pablo Vicario.
Siempre que los gemelos pasaban por ahí a esa hora, y en especial
los viernes cuando iban para el mercado, entraban a tomar el primer
café. Empujaron la puerta del patio, acosados por los perros que los
reconocieron en la penumbra del alba, y saludaron a la madre de
Prudencia Cotes en la cocina. Aún no estaba el café.
—Lo dejamos para después —dijo
Pablo Vicario—, ahora vamos de prisa.
—Me lo imagino, hijos —dijo ella—:
el honor no espera.
Pero de todos modos esperaron, y
entonces fue Pedro Vicario quien pensó que el hermano estaba
perdiendo el tiempo a propósito. Mientras tomaban el café,
Prudencia Cotes salió a la cocina en plena adolescencia con un rollo
de periódicos viejos para animar la lumbre de la hornilla. «Yo
sabía en qué andaban —me dijo— y no sólo estaba de acuerdo,
sino que nunca me hubiera casado con él si no cumplía como hombre».
Antes de abandonar la cocina, Pablo Vicario le quitó dos secciones
de periódicos y le dio una al hermano para envolver los cuchillos.
Prudencia Cotes se quedó esperando en la cocina hasta que los vio
salir por la puerta del patio, y siguió esperando durante tres años
sin un instante de desaliento, hasta que Pablo Vicario salió de la
cárcel y fue su esposo de toda la vida.
—Cuídense mucho —les dijo.
De modo que a Clotilde Armenta no le
faltaba razón cuando le pareció que los gemelos no estaban tan
resueltos como antes, y les sirvió una botella de gordolobo de
vaporino con la esperanza de rematarlos. «¡Ese día me di cuenta
—me dijo— de lo solas que estamos las mujeres en el mundo!»
Pedro Vicario le pidió prestado los utensilios de afeitar de su
marido, y ella le llevó la brocha, el jabón, el espejo de colgar y
la máquina con la cuchilla nueva, pero él se afeitó con el
cuchillo de destazar. Clotilde Armenta pensaba que eso fue el colmo
del machismo. «Parecía un matón de cine», me dijo. Sin embargo,
él me explicó después, y era cierto, que en el cuartel había
aprendido a afeitarse con navaja barbera, y nunca más lo pudo hacer
de otro modo. Su hermano, por su parte, se afeitó del modo más
humilde con la máquina prestada de don Rogelio de la Flor. Por
último se bebieron la botella en silencio, muy despacio,
contemplando con el aire lelo de los amanecidos la ventana apagada en
la casa de enfrente, mientras pasaban clientes fingidos comprando
leche sin necesidad y preguntando por cosas de comer que no existían,
con la intención de ver si era cierto que estaban esperando a
Santiago Nasar para matarlo.
Los hermanos Vicario no verían
encenderse esa ventana. Santiago Nasar entró en su casa a las 4.20,
pero no tuvo que encender ninguna luz para llegar al dormitorio
porque el foco de la escalera permanecía encendido durante la noche.
Se tiró sobre la cama en la oscuridad y con la ropa puesta, pues
sólo le quedaba una hora para dormir, y así lo encontró Victoria
Guzmán cuando subió a despertarlo para que recibiera al obispo.
Habíamos estado juntos en la casa de
María Alejandrina Cervantes hasta pasadas las tres, cuando ella
misma despachó a los músicos y apagó las luces del patio de baile
para que sus mulatas de placer se acostaran solas a descansar. Hacía
tres días con sus noches que trabajaban sin reposo, primero
atendiendo en secreto a los invitados de honor, y después
destrampadas a puertas abiertas con los que nos quedamos incompletos
con la parranda de la boda. María Alejandrina Cervantes, de quien
decíamos que sólo había de dormir una vez para morir, fue la mujer
más elegante y la más tierna que conocí jamás, y la más
servicial en la cama, pero también la más severa. Había nacido y
crecido aquí, y aquí vivía, en una casa de puertas abiertas con
varios cuartos de alquiler y un enorme patio de baile con calabazos
de luz comprados en los bazares chinos de Paramaribo. Fue ella quien
arrasó con la virginidad de mi generación. Nos enseñó mucho más
de lo que debíamos aprender, pero nos enseñó sobre todo que ningún
lugar de la vida es más triste que una canoa vacía. Santiago Nasar
perdió el sentido desde que la vio por primera vez. Yo lo previne:
Halcón que se atreve con garza guerrera, peligros espera. Pero él
no me oyó, aturdido por los silbos quiméricos de María Alejandrina
Cervantes. Ella fue su pasión desquiciada, su maestra de lágrimas a
los 15 años, hasta que Ibrahim Nasar se lo quitó de la cama a
correazos y lo encerró más de un año en El Divino Rostro. Desde
entonces siguieron vinculados por un afecto serio, pero sin el
desorden del amor, y ella le tenía tanto respeto que no volvió a
acostarse con nadie si él estaba presente. En aquellas últimas
vacaciones nos despachaba temprano con el pretexto inverosímil de
que estaba cansada, pero dejaba la puerta sin tranca y una luz
encendida en el corredor para que yo volviera a entrar en secreto.
Santiago Nasar tenía un talento casi
mágico para los disfraces, y su diversión predilecta era trastocar
la identidad de las mulatas. Saqueaba los roperos de unas para
disfrazar a las otras, de modo que todas terminaban por sentirse
distintas de sí mismas e iguales a las que no eran. En cierta
ocasión, una de ellas se vio repetida en otra con tal acierto, que
sufrió una crisis de llanto. «Sentí que me había salido del
espejo», dijo. Pero aquella noche, María Alejandrina Cervantes no
permitió que Santiago Nasar se complaciera por última vez en sus
artificios de transformista, y lo hizo con pretextos tan frívolos
que el mal sabor de ese recuerdo le cambió la vida. Así que nos
llevamos a los músicos a una ronda de serenatas, y seguirnos la
fiesta por nuestra cuenta, mientras los gemelos Vicario esperaban a
Santiago Nasar para matarlo. Fue a él a quien se le ocurrió, casi a
las cuatro, que subiéramos a la colina del viudo de Xius para
cantarles a los recién casados.
No sólo les cantamos por las ventanas,
sino que tiramos cohetes y reventamos petardos en los jardines, pero
no percibimos ni una señal de vida dentro de la quinta. No se nos
ocurrió que no hubiera nadie, sobre todo porque el automóvil nuevo
estaba en la puerta, todavía con la capota plegada y con las cintas
de raso y los macizos de azahares de parafina que les habían colgado
en la fiesta. Mi hermano Luis Enrique, que entonces tocaba la
guitarra como un profesional, improvisó en honor de los recién
casados una canción de equívocos matrimoniales. Hasta entonces no
había llovido. Al contrario, la luna estaba en el centro del cielo,
y el aire era diáfano, y en el fondo del precipicio se veía el
reguero de luz de los fuegos fatuos en el cementerio. Del otro lado
se divisaban los sembrados de plátanos azules bajo la luna, las
ciénagas tristes y la línea fosforescente del Caribe en el
horizonte. Santiago Nasar señaló una lumbre intermitente en el mar,
y nos dijo que era el ánima en pena de un barco negrero que se había
hundido con un cargamento de esclavos del Senegal frente a la boca
grande de Cartagena de Indias. No era posible pensar que tuviera
algún malestar de la conciencia, aunque entonces no sabía que la
efímera vida matrimonial de Ángela Vicario había terminado dos
horas antes. Bayardo San Román la había llevado a pie a casa de sus
padres para que el ruido del motor no delatara su desgracia antes de
tiempo, y estaba otra vez solo y con las luces apagadas en la quinta
feliz del viudo de Xius.
Cuando bajamos la colina, mi hermano
nos invitó a desayunar con pescado frito en las fondas del mercado,
pero Santiago Nasar se opuso porque quería dormir una hora hasta que
llegara el obispo. Se fue con Cristo Bedoya por la orilla del río
bordeando los tambos de pobres que empezaban a encenderse en el
puerto antiguo, y antes de doblar la esquina nos hizo una señal de
adiós con la mano. Fue la última vez que lo vimos.
Cristo Bedoya, con quien estaba de
acuerdo para encontrarse más tarde en el puerto, lo despidió en la
entrada posterior de su casa. Los perros le ladraban por costumbre
cuando lo sentían entrar, pero él los apaciguaba en la penumbra con
el campanilleo de las llaves. Victoria Guzmán estaba vigilando la
cafetera en el fogón cuando él pasó por la cocina hacia el
interior de la casa.
—Blanco —lo llamó—: ya va a
estar el café.
Santiago Nasar le dijo que lo tomaría
más tarde, y le pidió decirle a Divina Flor que lo despertara a las
cinco y media, y que le llevara una muda de ropa limpia igual a la
que llevaba puesta. Un instante después de que él subió a
acostarse, Victoria Guzmán recibió el recado de Clotilde Armenta
con la pordiosera de la leche. A las 5.30 cumplió la orden de
despertarlo, pero no mandó a Divina Flor sino que subió ella misma
al dormitorio con el vestido de lino, pues no perdía ninguna ocasión
de preservar a la hija contra las garras del boyardo.
María Alejandrina Cervantes había
dejado sin tranca la puerta de la casa. Me despedí de mi hermano,
atravesé el corredor donde dormían los gatos de las mulatas
amontonados entre los tulipanes, y empujé sin tocar la puerta del
dormitorio. Las luces estaban apagadas, pero tan pronto como entré
percibí el olor de mujer tibia y vi los ojos de leoparda insomne en
la oscuridad, y después no volví a saber de mí mismo hasta que
empezaron a sonar las campanas.
De paso para nuestra casa, mi hermano
entró a comprar cigarrillos en la tienda de Clotilde Armenta. Había
bebido tanto, que sus recuerdos de aquel encuentro fueron siempre muy
confusos, pero no olvidó nunca el trago mortal que le ofreció Pedro
Vicario.
«Era candela pura», me dijo. Pablo
Vicario, que había empezado a dormirse, despertó sobresaltado
cuando lo sintió entrar, y le mostró el cuchillo.
—Vamos a matar a Santiago Nasar —le
dijo.
Mi hermano no lo recordaba. «Pero
aunque lo recordara no lo hubiera creído —me ha dicho muchas
veces—. ¡A quién carajo se le podía ocurrir que los gemelos iban
a matar a nadie, y menos con un cuchillo de puercos!» Luego le
preguntaron dónde estaba Santiago Nasar, pues los habían visto
juntos a las dos, y mi hermano no recordó tampoco su propia
respuesta. Pero Clotilde Armenta y los hermanos Vicario se
sorprendieron tanto al oírla, que la dejaron establecida en el
sumario con declaraciones separadas. Según ellos, mi hermano dijo:
«Santiago Nasar está muerto». Después impartió una bendición
episcopal, tropezó en el pretil de la puerta y salió dando tumbos.
En medio de la plaza se cruzó con el
padre Amador. Iba para el puerto con sus ropas de oficiar, seguido
por un acólito que tocaba la campanilla y varios ayudantes con el
altar para la misa campal del obispo. Al verlos pasar, los hermanos
Vicario se santiguaron.
Clotilde Armenta me contó que habían
perdido las últimas esperanzas cuando el párroco pasó de largo
frente a su casa. «Pensé que no había recibido mi recado», dijo.
Sin embargo, el padre Amador me confesó
muchos años después, retirado del mundo en la tenebrosa Casa de
Salud de Calafell, que en efecto había recibido el mensaje de
Clotilde Armenta, y otros más perentorios, mientras se preparaba
para ir al puerto. «La verdad es que no supe qué hacer —me dijo—.
Lo primero que pensé fue que no era un asunto mío sino de la
autoridad civil, pero después resolví decirle algo de pasada a
Plácida Linero». Sin embargo, cuando atravesó la plaza lo había
olvidado por completo.
«Usted tiene que entenderlo —me
dijo—: aquel día desgraciado llegaba el obispo». En el momento
del crimen se sintió tan desesperado, y tan indigno de sí mismo,
que no se le ocurrió nada más que ordenar que tocaran a fuego.
Mi hermano Luis Enrique entró en la
casa por la puerta de la cocina, que mi madre dejaba sin cerrojo para
que mi padre no nos sintiera entrar. Fue al baño antes de acostarse,
pero se durmió sentado en el retrete, y cuando mi hermano Jaime se
levantó para ir a la escuela, lo encontró tirado boca abajo en las
baldosas, y cantando dormido.
Mi hermana la monja, que no iría a
esperar al obispo porque tenía una cruda de cuarenta grados, no
consiguió despertarlo. «Estaban dando las cinco cuando fui al
baño», me dijo.
Más tarde, cuando mi hermana Margot
entró a bañarse para ir al puerto, logró llevarlo a duras penas al
dormitorio. Desde el otro lado del sueño, oyó sin despertar los
primeros bramidos del buque del obispo. Después se durmió a fondo,
rendido por la parranda, hasta que mi hermana la monja entró en el
dormitorio tratando de ponerse el hábito a la carrera, y lo despertó
con su grito de loca:
—¡Mataron a Santiago Nasar!
Los estragos
de los cuchillos fueron apenas un principio de la autopsia inclemente
que el padre Carmen Amador se vio obligado a hacer por ausencia del
doctor Dionisio Iguarán. «Fue como si hubiéramos vuelto a matarlo
después de muerto —me dijo el antiguo párroco en su retiro de
Calafell—. Pero era una orden del alcalde, y las órdenes de aquel
bárbaro, por estúpidas que fueran, había que cumplirlas». No era
del todo justo. En la confusión de aquel lunes absurdo, el coronel
Aponte había sostenido una conversación telegráfica urgente con el
gobernador de la provincia, y éste lo autorizó para que hiciera las
diligencias preliminares mientras mandaban un juez instructor. El
alcalde había sido antes oficial de tropa sin ninguna experiencia en
asuntos de justicia, y era demasiado fatuo para preguntarle a alguien
que lo supiera por dónde tenía que empezar. Lo primero que lo
inquietó fue la autopsia. Cristo Bedoya, que era estudiante de
medicina, logró la dispensa por su amistad íntima con Santiago
Nasar. El alcalde pensó que el cuerpo podía mantenerse refrigerado
hasta que regresara el doctor Dionisio Iguarán, pero no encontró
nevera de tamaño humano, y la única apropiada en el mercado estaba
fuera de servicio. El cuerpo había sido expuesto a la contemplación
pública en el centro de la sala, tendido sobre un angosto catre de
hierro mientras le fabricaban un ataúd de rico. Habían llevado los
ventiladores de los dormitorios, y algunos de las casas vecinas, pero
había tanta gente ansiosa de verlo, que fue preciso apartar los
muebles y descolgar las jaulas y las macetas de helechos, y aun así
era insoportable el calor. Además, los perros alborotados por el
olor de la muerte aumentaban la zozobra. No habían dejado de aullar
desde que yo entré en la casa, cuando Santiago Nasar agonizaba
todavía en la cocina, y encontré a Divina Flor llorando a gritos y
manteniéndolos a raya con una tranca.
—Ayúdame —me gritó—, que lo que
quieren es comerse las tripas.
Los encerramos con candado en las
pesebreras. Plácida Linero ordenó más tarde que los llevaran a
algún lugar apartado hasta después del entierro. Pero hacia el
medio día, nadie supo cómo, se escaparon de donde estaban e
irrumpieron enloquecidos en la casa.
Plácida Linero, por una vez, perdió
los estribos.
—¡Estos perros de mierda! —gritó—.
¡Que los maten!
La orden se cumplió de inmediato, y la
casa volvió a quedar en silencio. Hasta entonces no había temor
alguno por el estado del cuerpo. La cara había quedado intacta, con
la misma expresión que tenía cuando cantaba, y Cristo Bedoya le
había vuelto a colocar las vísceras en su lugar y lo había fajado
con una banda de lienzo. Sin embargo, en la tarde empezaron a manar
de las heridas unas aguas color de almíbar que atrajeron a las
moscas, y una mancha morada le apareció en el bozo y se extendió
muy despacio como la sombra de una nube en el agua hasta la raíz del
cabello. La cara que siempre fue indulgente adquirió una expresión
de enemigo, y su madre se la cubrió con un pañuelo. El coronel
Aponte comprendió entonces que ya no era posible esperar, y le
ordenó al padre Amador que practicara la autopsia. «Habría sido
peor desenterrarlo después de una semana», dijo. El párroco había
hecho la carrera de medicina y cirugía en Salamanca, pero ingresó
en el seminario sin graduarse, y hasta el alcalde sabía que su
autopsia carecía de valor legal. Sin embargo, hizo cumplir la orden.
Fue una masacre, consumada en el local
de la escuela pública con la ayuda del boticario que tomó las
notas, y un estudiante de primer año de medicina que estaba aquí de
vacaciones. Sólo dispusieron de algunos instrumentos de cirugía
menor, y el resto fueron hierros de artesanos. Pero al margen de los
destrozos en el cuerpo, el informe del padre Amador parecía
correcto, y el instructor lo incorporó al sumario como una pieza
útil.
Siete de las numerosas heridas eran
mortales. El hígado estaba casi seccionado por dos perforaciones
profundas en la cara anterior. Tenía cuatro incisiones en el
estómago, y una de ellas tan profunda que lo atravesó por completo
y le destruyó el páncreas.
Tenía otras seis perforaciones menores
en el colon transverso, y múltiples heridas en el intestino delgado.
La única que tenía en el dorso, a la altura de la tercera vértebra
lumbar, le había perforado el riñón derecho. La cavidad abdominal
estaba ocupada por grandes témpanos de sangre, y entre el lodazal de
contenido gástrico apareció una medalla de oro de la Virgen del
Carmen que Santiago Nasar se había tragado a la edad de cuatro años.
La cavidad torácica mostraba dos perforaciones: una en el segundo
espacio intercostal derecho que le alcanzó a interesar el pulmón, y
otra muy cerca de la axila izquierda. Tenía además seis heridas
menores en los brazos y las manos, y dos tajos horizontales: uno en
el muslo derecho y otro en los músculos del abdomen. Unía una
punzada profunda en la palma de la mano derecha. El informe dice:
«Parecía un estigma del Crucificado». La masa encefálica pesaba
sesenta gramos más que la de un inglés normal, y el padre Amador
consignó en el informe que Santiago Nasar tenía una inteligencia
superior y un porvenir brillante. Sin embargo, en la nota final
señalaba una hipertrofia del hígado que atribuyó a una hepatitis
mal curada. «Es decir —me dijo—, que de todos modos le quedaban
muy pocos años de vida». El doctor Dionisio Iguarán, que en efecto
le había tratado una hepatitis a Santiago Nasar a los doce años,
recordaba indignado aquella autopsia. «Tenía que ser cura para ser
tan bruto —me dijo—. No hubo manera de hacerle entender nunca que
la gente del trópico tenemos el hígado más grande que los
gallegos». El informe concluía que la causa de la muerte fue una
hemorragia masiva ocasionada por cualquiera de las siete heridas
mayores.
Nos devolvieron un cuerpo distinto. La
mitad del cráneo había sido destrozado con la trepanación, y el
rostro de galán que la muerte había preservado acabó de perder su
identidad. Además, el párroco había arrancado de cuajo las
vísceras destazadas, pero al final no supo qué hacer con ellas, y
les impartió una bendición de rabia y las tiró en el balde de la
basura. A los últimos curiosos asomados a las ventanas de la escuela
pública se les acabó la curiosidad, el ayudante se desvaneció, y
el coronel Lázaro Aponte, que había visto y causado tantas masacres
de represión, terminó por ser vegetariano además de espiritista.
El cascarón vacío, embutido de trapos y cal viva, y cosido a la
machota con bramante basto y agujas de enfardelar, estaba a punto de
desbaratarse cuando lo pusimos en el ataúd nuevo de seda capitonada.
«Pensé que así se conservaría por más tiempo», me dijo el padre
Amador. Sucedió lo contrario: tuvimos que enterrarlo de prisa al
amanecer, porque estaba en tan mal estado que ya no era soportable
dentro de la casa.
Despuntaba un martes turbio. No tuve
valor para dormir solo al término de la jornada opresiva, y empujé
la puerta de la casa de María Alejandrina Cervantes por si no había
pasado el cerrojo. Los calabazos de luz estaban encendidos en los
árboles, y en el patio de baile había varios fogones de leña con
enormes ollas humeantes, donde las mulatas estaban tiñendo de luto
sus ropas de parranda. Encontré a María Alejandrina Cervantes
despierta como siempre al amanecer, y desnuda por completo como
siempre que no había extraños en la casa. Estaba sentada a la turca
sobre la cama de reina frente a un platón babilónico de cosas de
comer: costillas de ternera, una gallina hervida, lomo de cerdo, y
una guarnición de plátanos y legumbres que hubieran alcanzado para
cinco.
Comer sin medida fue siempre su único
modo de llorar, y nunca la había visto hacerlo con semejante
pesadumbre. Me acosté a su lado, vestido, sin hablar apenas, y
llorando yo también a mi modo. Pensaba en la ferocidad del destino
de Santiago Nasar, que le había cobrado 20 años de dicha no sólo
con la muerte, sino además con el descuartizamiento del cuerpo, y
con su dispersión y exterminio. Soñé que una mujer entraba en el
cuarto con una niña en brazos, y que ésta ronzaba sin tomar aliento
y los granos de maíz a medio mascar le caían en el corpiño. La
mujer me dijo: «Ella mastica a la topa tolondra, un poco al
desgaire, un poco al desgarriate». De pronto sentí los dedos
ansiosos que me soltaban los botones de la camisa, y sentí el olor
peligroso de la bestia de amor acostada a mis espaldas, y sentí que
me hundía en las delicias de las arenas movedizas de su ternura.
Pero se detuvo de golpe, tosió desde muy lejos y se escurrió de mi
vida.
—No puedo —dijo—: hueles a él.
No sólo yo. Todo siguió oliendo a
Santiago Nasar aquel día. Los hermanos Vicario lo sintieron en el
calabozo donde los encerró el alcalde mientras se le ocurría qué
hacer con ellos. «Por más que me restregaba con jabón y estropajo
no podía quitarme el olor», me dijo Pedro Vicario. Llevaban tres
noches sin dormir, pero no podían descansar, porque tan pronto como
empezaban a dormirse volvían a cometer el crimen. Ya casi viejo,
tratando de explicarme su estado de aquel día interminable, Pablo
Vicario me dijo sin ningún esfuerzo: «Era como estar despierto dos
veces». Esa frase me hizo pensar que lo más insoportable para ellos
en el calabozo debió haber sido la lucidez.
El cuarto tenía tres metros de lado,
una claraboya muy alta con barras de hierro, una letrina portátil,
un aguamanil con su palangana y su jarra, y dos camas de mampostería
con colchones de estera. El coronel Aponte, bajo cuyo mandato se
había construido, decía que no hubo nunca un hotel más humano. Mi
hermano Luis Enrique estaba de acuerdo, pues una noche lo
encarcelaron por una reyerta de músicos, y el alcalde permitió por
caridad que una de las mulatas lo acompañara. Tal vez los hermanos
Vicario hubieran pensado lo mismo a las ocho de la mañana, cuando se
sintieron a salvo de los árabes. En ese momento los reconfortaba el
prestigio de haber cumplido con su ley, y su única inquietud era la
persistencia del olor. Pidieron agua abundante, jabón de monte y
estropajo, y se lavaron la sangre de los brazos y la cara, y lavaron
además las camisas, pero no lograron descansar. Pedro Vicario pidió
también sus purgaciones y diuréticos, y un rollo de gasa estéril
para cambiarse la venda, y pudo orinar dos veces durante la mañana.
Sin embargo, la vida se le fue haciendo tan difícil a medida que
avanzaba el día, que el olor pasó a segundo lugar. A las dos de la
tarde, cuando hubiera podido fundirlos la modorra del calor, Pedro
Vicario estaba tan cansado que no podía permanecer tendido en la
cama, pero el mismo cansancio le impedía mantenerse de pie.
El dolor de las ingles le llegaba hasta
el cuello, se le cerró la orina, y padeció la certidumbre espantosa
de que no volvería a dormir en el resto de su vida. «Estuve
despierto once meses», me dijo, y yo lo conocía bastante bien para
saber que era cierto.
No pudo almorzar. Pablo Vicario, por su
parte, comió un poco de cada cosa que le llevaron, y un cuarto de
hora después se desató en una colerina pestilente. A las seis de la
tarde, mientras le hacían la autopsia al cadáver de Santiago Nasar,
el alcalde fue llamado de urgencia porque Pedro Vicario estaba
convencido de que habían envenenado a su hermano. «Me estaba yendo
en aguas —me dijo Pablo Vicario—, y no podíamos quitarnos la
idea de que eran vainas de los turcos». Hasta entonces había
desbordado dos veces la letrina portátil, y el guardián de vista lo
había llevado otras seis al retrete de la alcaldía. Allí lo
encontró el coronel Aponte, encañonado por la guardia en el
excusado sin puertas, y desaguándose con tanta fluidez que no era
absurdo pensar en el veneno. Pero lo descartaron de inmediato, cuando
se estableció que sólo había bebido el agua y comido el almuerzo
que les mandó Pura Vicario. No obstante, el alcalde quedó tan
impresionado, que se llevó a los presos para su casa con una
custodia especial, hasta que vino el juez de instrucción y los
trasladó al panóptico de Riohacha.
El temor de los gemelos respondía al
estado de ánimo de la calle. No se descartaba una represalia de los
árabes, pero nadie, salvo los hermanos Vicario, habla pensado en el
veneno. Se suponía más bien que aguardaran la noche para echar
gasolina por la claraboya e incendiar a los prisioneros dentro del
calabozo. Pero aun ésa era una suposición demasiado fácil. Los
árabes constituían una comunidad de inmigrantes pacíficos que se
establecieron a principios del siglo en los pueblos del Caribe, aun
en los más remotos y pobres, y allí se quedaron vendiendo trapos de
colores y baratijas de feria. Eran unidos, laboriosos y católicos.
Se casaban entre ellos, importaban su trigo, criaban corderos en los
patios y cultivaban el orégano y la berenjena, y su única pasión
tormentosa eran los juegos de barajas. Los mayores siguieron hablando
el árabe rural que trajeron de su tierra, y lo conservaron intacto
en familia hasta la segunda generación, pero los de la tercera, con
la excepción de Santiago Nasar, les oían a sus padres en árabe y
les contestaban en castellano. De modo que no era concebible que
fueran a alterar de pronto su espíritu pastoral para vengar una
muerte cuyos culpables podíamos ser todos. En cambio nadie pensó en
una represalia de la familia de Plácida Linero, que fueron gentes de
poder y de guerra hasta que se les acabó la fortuna, y que habían
engendrado más de dos matones de cantina preservados por la sal de
su nombre.
El coronel Aponte, preocupado por los
rumores, visitó a los árabes familia por familia, y al menos por
esa vez sacó una conclusión correcta. Los encontró perplejos y
tristes, con insignias de duelo en sus altares, y algunos lloraban a
gritos sentados en el suelo, pero ninguno abrigaba propósitos de
venganza. Las reacciones de la mañana habían surgido al calor del
crimen, y sus propios protagonistas admitieron que en ningún caso
habrían pasado de los golpes. Más aún: fue Suseme Abdala, la
matriarca centenaria, quien recomendó la infusión prodigiosa de
flores de pasionaria y ajenjo mayor que segó la colerina de Pablo
Vicario y desató a la vez el manantial florido de su gemelo. Pedro
Vicario cayó entonces en un sopor insomne, y el hermano restablecido
concilió su primer sueño sin remordimientos. Así los encontró
Purísima Vicario a las tres de la madrugada del martes, cuando el
alcalde la llevó a despedirse de ellos.
Se fue la familia completa, hasta las
hijas mayores con sus maridos, por iniciativa del coronel Aponte. Se
fueron sin que nadie se diera cuenta, al amparo del agotamiento
público, mientras los únicos sobrevivientes despiertos de aquel día
irreparable estábamos enterrando a Santiago Nasar. Se fueron
mientras se calmaban los ánimos, según la decisión del alcalde,
pero no regresaron jamás. Pura Vicario le envolvió la cara con un
trapo a la hija devuelta para que nadie le viera los golpes, y la
vistió de rojo encendido para que no se imaginaran que le iba
guardando luto al amante secreto.
Antes de irse le pidió al padre Amador
que confesara a los hijos en la cárcel, pero Pedro Vicario se negó,
y convenció al hermano de que no tenían nada de que arrepentirse.
Se quedaron solos, y el día del traslado a Riohacha estaban ten
repuestos y convencidos de su razón, que no quisieron ser sacados de
noche, como hicieron con la familia, sino a pleno sol y con su propia
cara. Poncio Vicario, el padre, murió poco después. «Se lo llevó
la pena moral», me dijo Ángela Vicario. Cuando los gemelos fueron
absueltos se quedaron en Riohacha, a sólo un día de viaje de
Manaure, donde vivía la familia. Allá fue Prudencia Cotes a casarse
con Pablo Vicario, que aprendió el oficio del oro en el taller de su
padre y llegó a ser un orfebre depurado. Pedro Vicario, sin amor ni
empleo, se reintegró tres años después a las Fuerzas Armadas,
mereció las insignias de sargento primero, y una mañana espléndida
su patrulla se internó en territorio de guerrillas cantando
canciones de putas, y nunca más se supo de ellos.
Para la inmensa mayoría sólo hubo una
víctima: Bayardo San Román. Suponían que los otros protagonistas
de la tragedia habían cumplido con dignidad, y hasta con cierta
grandeza, la parte de favor que la vida les tenía señalada.
Santiago Nasa, había expiado la injuria, los hermanos Vicario habían
probado su condición de hombres, y la hermana burlada estaba otra
vez en posesión de su honor. El único que lo había perdido todo
era Bayardo San Román. «El pobre Bayardo», como se le recordó
durante años. Sin embargo, nadie se había acordado de él hasta
después del eclipse de luna, el sábado siguiente, cuando el viudo
de Mus le contó al alcalde que había visto un pájaro fosforescente
aleteando sobre su antigua casa, y pensaba que era el ánima de su
esposa que andaba reclamando lo suyo. El alcalde se dio en la frente
una palmada que no tenía nada que ver con la visión del viudo.
—¡Carajo! —gritó—. ¡Se me
había olvidado ese pobre hombre!
Subió a la colina con una patrulla, y
encontró el automóvil descubierto frente a la quinta, y vio una luz
solitaria en el dormitorio, pero nadie respondió a sus llamados. Así
que forzaron una puerta lateral y recorrieron los cuartos iluminados
por los rescoldos del eclipse. «Las cosas parecían debajo del
agua», me contó el alcalde. Bayardo San Román estaba inconsciente
en la cama, todavía como lo había visto Pura Vicario en la
madrugada del lunes con el pantalón de fantasía y la camisa de
seda, pero sin los zapatos. Había botellas vacías por el suelo, y
muchas más sin abrir junto a la cama, pero ni un rastro de comida.
«Estaba en el último grado de intoxicación etílica», me dijo el
doctor Dionisio Iguarán, que lo había atendido de emergencia. Pero
se recuperó en pocas horas, y tan pronto como recobró la razón los
echó a todos de la casa con los mejores modos de que fue capaz.
—Que nadie me joda —dijo—. Ni mi
papá con sus pelotas de veterano.
El alcalde informó del episodio al
general Petronio San Román, hasta la última frase literal, con un
telegrama alarmante.
El general San Román debió tomar al
pie de la letra la voluntad del hijo, porque no vino a buscarlo, sino
que mandó a la esposa con las hijas, y a otras dos mujeres mayores
que parecían ser sus hermanas. Vinieron en un buque de carga,
cerradas de luto hasta el cuello por la desgracia de Bayardo San
Román, y con los cabellos sueltos de dolor. Antes de pisar tierra
firme se quitaron los zapatos y atravesaron las calles hasta la
colina caminando descalzas en el polvo ardiente del medio día,
arrancándose mechones de raíz y llorando con gritos tan
desgarradores que parecían de júbilo. Yo las vi pasar desde el
balcón de Magdalena Oliver, y recuerdo haber pensado que un
desconsuelo como ése sólo podía fingirse para ocultar otras
vergüenzas mayores.
El coronel Lázaro Aponte las acompañó
a la casa de la colina, y luego subió el doctor Dionisio Iguarán en
su mula de urgencias. Cuando se alivió el sol, dos hombres del
municipio bajaron a Bayardo San Román en una hamaca colgada de un
palo, tapado hasta la cabeza con una manta y con el séquito de
plañideras. Magdalena Oliver creyó que estaba muerto.
—¡Collons de déu —exclamó—,
qué desperdicio!
Estaba otra vez postrado por el
alcohol, pero costaba creer que lo llevaran vivo, porque el brazo
derecho le iba arrastrando por el suelo, y tan pronto como la madre
se lo ponía dentro de la hamaca se le volvía a descolgar, de modo
que dejó un rastro en la tierra desde la cornisa del precipicio
hasta la plataforma del buque. Eso fue lo último que nos quedó de
él: un recuerdo de víctima.
Dejaron la quinta intacta. Mis hermanos
y yo subíamos a explorarla en noches de parranda cuando volvíamos
de vacaciones, y cada vez encontrábamos menos cosas de valor en los
aposentos abandonados. Una vez rescatamos la maletita de mano que
Ángela Vicario le había pedido a su madre la noche de bodas, pero
no le dimos ninguna importancia. Lo que encontramos dentro parecían
ser los afeites naturales para la higiene y la belleza de una mujer,
y sólo conocí su verdadera utilidad cuando Ángela Vicario me contó
muchos años más tarde cuáles fueron los artificios de comadrona
que le habían enseñado para engañar al esposo. Fue el único
rastro que dejó en el que fuera su hogar de casada por cinco horas.
Años después, cuando volví a buscar
los últimos testimonios para esta crónica, no quedaban tampoco ni
los rescoldos de la dicha de Yolanda de Xius. Las cosas habían ido
desapareciendo poco a poco a pesar de la vigilancia empecinada del
coronel Lázaro Aponte, inclusive el escaparate de seis lunas de
cuerpo entero que los maestros cantores de Mompox habían tenido que
armar dentro de la casa, pues no cabía por las puertas. Al
principio, el viudo de Xius estaba encantado pensando que eran
recursos póstumos de la esposa para llevarse lo que era suyo. El
coronel Lázaro Aponte se burlaba de él. Pero una noche se le
ocurrió oficiar una misa de espiritismo para esclarecer el misterio,
y el alma de Yolanda de Mus le confirmó de su puño y letra que en
efecto era ella quien estaba recuperando para su casa de la muerte
los cachivaches de la felicidad. La quinta empezó a desmigajarse. El
coche de bodas se fue desbaratando en la puerta, y al final no quedó
sino la carcacha podrida por la intemperie. Durante muchos años no
se volvió a saber nada de su dueño. Hay una declaración suya en el
sumario, pero es tan breve y convencional, que parece remendada a
última hora para cumplir con una fórmula ineludible. La única vez
que traté de hablar con él, 23 años más tarde, me recibió con
una cierta agresividad, y se negó a aportar el dato más ínfimo que
permitiera clarificar un poco su participación en el drama. En todo
caso, ni siquiera sus padres sabían de él mucho más que nosotros,
ni tenían la menor idea de qué vino a hacer en un pueblo extraviado
sin otro propósito aparente que el de casarse con una mujer que no
había visto nunca.
De Ángela Vicario, en cambio, tuve
siempre noticias de ráfagas que me inspiraron una imagen idealizada.
Mi hermana la monja anduvo algún tiempo por la alta Guajira tratando
de convertir a los últimos idólatras, y solía detenerse a
conversar con ella en la aldea abrasada por la sal del Caribe donde
su madre había tratado de enterrarla en vida.
«Saludos de tu prima», me decía
siempre. Mi hermana Margot, que también la visitaba en los primeros
años, me contó que habían comprado una casa de material con un
patio muy grande de vientos cruzados, cuyo único problema eran las
noches de mareas altas, porque los retretes se desbordaban y los
pescados amanecían dando saltos en los dormitorios. Todos los que la
vieron en esa época coincidían en que era absorta y diestra en la
máquina de bordar, y que a través de su industria había logrado el
olvido.
Mucho después, en una época incierta
en que trataba de entender algo de mí mismo vendiendo enciclopedias
y libros de medicina por los pueblos de la Guajira, me llegué por
casualidad hasta aquel moridero de indios. En la ventana de una casa
frente al mar, bordando a máquina en la hora de más calor, había
una mujer de medio luto con antiparras de alambre y canas amarillas,
y sobre su cabeza estaba colgada una jaula con un canario que no
paraba de cantar. Al verla así, dentro del marco idílico de la
ventana, no quise creer que aquella mujer fuera la que yo creía,
porque me resistía a admitir que la vida terminara por parecerse
tanto a la mala literatura. Pero era ella: Ángela Vicario 23 años
después del drama.
Me trató igual que siempre, como un
primo remoto, y contestó a mis preguntas con muy buen juicio y con
sentido del humor. Era tan madura e ingeniosa, que costaba trabajo
creer que fuera la misma. Lo que más me sorprendió fue la forma en
que había terminado por entender su propia vida. Al cabo de pocos
minutos ya no me pareció tan envejecida como a primera vista, sino
casi tan joven como en el recuerdo, y no tenía nada en común con la
que habían obligado a casarse sin amor a los 20 años. Su madre, de
una vejez mal entendida, me recibió como a un fantasma difícil. Se
negó a hablar del pasado, y tuve que conformarme para esta crónica
con algunas frases sueltas de sus conversaciones con mi madre, y
otras pocas rescatadas de mis recuerdos. Había hecho más que lo
posible para que Ángela Vicario se muriera en vida, pero la misma
hija le malogró los propósitos, porque nunca hizo ningún misterio
de su desventura. Al contrario: a todo el que quiso oírla se la
contaba con sus pormenores, salvo el que nunca se había de aclarar:
quién fue, y cómo y cuándo, el verdadero causante de su perjuicio,
porque nadie creyó que en realidad hubiera sido Santiago Nasar.
Pertenecían a dos mundos divergentes. Nadie los vio nunca juntos, y
mucho menos solos. Santiago Nasar era demasiado altivo para fijarse
en ella. «Tu prima la boba», me decía, cuando tenía que
mencionarla. Además, como decíamos entonces, él era un gavilán
pollero. Andaba solo, igual que su padre, cortándole el cogollo a
cuanta doncella sin rumbo empezaba a despuntar por esos montes, pero
nunca se le conoció dentro del pueblo otra relación distinta de la
convencional que mantenía con Flora Miguel, y de la tormentosa que
lo enloqueció durante catorce meses con María Alejandrina
Cervantes. La versión más corriente, tal vez por ser la más
perversa, era que Ángela Vicario estaba protegiendo a alguien a
quien de veras amaba, y había escogido el nombre de Santiago Nasar
porque nunca pensó que sus hermanos se atreverían contra él. Yo
mismo traté de arrancarle esta verdad cuando la visité por segunda
vez con todos mis argumentos en orden, pero ella apenas si levantó
la vista del bordado para rebatirlos.
—Ya no le des más vueltas, primo —me
dijo—. Fue él.
Todo lo demás lo contó sin
reticencias, hasta el desastre de la noche de bodas. Contó que sus
amigas la habían adiestrado para que emborrachara al esposo en la
cama hasta que perdiera el sentido, que aparentara más vergüenza de
la que sintiera para que él apagara la luz, que se hiciera un lavado
drástico de aguas de alumbre para fingir la virginidad, y que
manchara la sábana con mercurio cromo para que pudiera exhibirla al
día siguiente en su patio de recién casada. Sólo dos cosas no
tuvieron en cuenta sus coberteras: la excepcional resistencia de
bebedor de Bayardo San Román, y la decencia pura que Ángela Vicario
llevaba escondida dentro de la estolidez impuesta por su madre.
«No hice nada de lo que me dijeron —me
dijo—, porque mientras más lo pensaba más me daba cuenta de que
todo aquello era una porquería que no se le podía hacer a nadie, y
menos al pobre hombre que había tenido la mala suerte de casarse
conmigo». De modo que se dejó desnudar sin reservas en el
dormitorio iluminado, a salvo ya de todos los miedos aprendidos que
le habían malogrado la vida. «Fue muy fácil —me dijo—, porque
estaba resuelta a morir».
La verdad es que hablaba de su
desventura sin ningún pudor para disimular la otra desventura, la
verdadera, que le abrasaba las entrañas. Nadie hubiera sospechado
siquiera, hasta que ella se decidió a contármelo, que Bayardo San
Román estaba en su vida para siempre desde que la llevó de regreso
a su casa. Fue un golpe de gracia. «De pronto, cuando mamá empezó
a pegarme, empecé a acordarme de él», me dijo. Los puñetazos le
dolían menos porque sabía que eran por él. Siguió pensando en él
con un cierto asombro de sí misma cuando sollozaba tumbada en el
sofá del comedor. «No lloraba por los golpes ni por nada de lo que
había pasado —me dijo—: lloraba por él».
Seguía pensando en él mientras su
madre le ponía compresas de árnica en la cara, y más aún cuando
oyó la gritería en la calle y las campanas de incendio en la torre,
y su madre entró a decirle que ahora podía dormir, pues lo peor
había pasado.
Llevaba mucho tiempo pensando en él
sin ninguna ilusión cuando tuvo que acompañar a su madre a un
examen de la vista en el hospital de Riohacha. Entraron de pasada en
el Hotel del Puerto, a cuyo dueño conocían, y Pura Vicario pidió
un vaso de agua en la cantina. Se lo estaba tomando, de espaldas a la
hija, cuando ésta vio su propio pensamiento reflejado en los espejos
repetidos de la sala. Ángela Vicario volvió la cabeza con el último
aliento, y lo vio pasar a su lado sin verla, y lo vio salir del
hotel. Luego miró otra vez a su madre con el corazón hecho trizas.
Pura Vicario había acabado de beber, se secó los labios con la
manga y le sonrió desde el mostrador con los lentes nuevos. En esa
sonrisa, por primera vez desde su nacimiento, Ángela Vicario la vio
tal como era: una pobre mujer, consagrada al culto de sus defectos.
«Mierda», se dijo.
Estaba tan trastornada, que hizo todo
el viaje de regreso cantando en voz alta, y se tiró en la cama a
llorar durante tres días.
Nació de nuevo. «Me volví loca por
él —me dijo—, loca de remate». Le bastaba cerrar los ojos para
verlo, lo oía respirar en el mar, la despertaba a media noche el
fogaje de su cuerpo en la cama. A fines de esa semana, sin haber
conseguido un minuto de sosiego, le escribió la primera carta. Fue
una esquela convencional, en la cual le contaba que lo había visto
salir del hotel, y que le habría gustado que él la hubiera visto.
Esperó en vano una respuesta. Al cabo de dos meses, cansada de
esperar, le mandó otra carta en el mismo estilo sesgado de la
anterior, cuyo único propósito parecía ser reprocharle su falta de
cortesía. Seis meses después había escrito seis cartas sin
respuestas, pero se conformó con la comprobación de que él las
estaba recibiendo.
Dueña por primera vez de su destino,
Ángela Vicario descubrió entonces que el odio y el amor son
pasiones recíprocas. Cuantas más cartas mandaba, más encendía las
brasas de su fiebre, pero más calentaba también el rencor feliz que
sentía contra su madre. «Se me revolvían las tripas de sólo verla
—me dijo—, pero no podía verla sin acordarme de él».
Su vida de casada devuelta seguía
siendo tan simple corno la de soltera, siempre bordando a máquina
con sus amigas como antes hizo tulipanes de trapo y pájaros de
papel, pero cuando su madre se acostaba permanecía en el cuarto
escribiendo cartas sin porvenir hasta la madrugada. Se volvió
lúcida, imperiosa, maestra de su albedrío, y volvió a ser virgen
sólo para él, y no reconoció otra autoridad que la suya ni más
servidumbre que la de su obsesión.
Escribió una carta semanal durante
media vida. «A veces no se me ocurría qué decir —me dijo muerta
de risa—, pero me bastaba con saber que él las estaba recibiendo».
Al principio fueron esquelas de compromiso, después fueron papelitos
de amante furtiva, billetes perfumados de novia fugaz, memoriales de
negocios, documentos de amor, y por último fueron las cartas
indignas de una esposa abandonada que se inventaba enfermedades
crueles para obligarlo a volver. Una noche de buen humor se le
derramó el tintero sobre la carta terminada, y en vez de romperla le
agregó una posdata: «En prueba de mi amor te envío mis lágrimas».
En ocasiones, cansada de llorar, se burlaba de su propia locura. Seis
veces cambiaron la empleada del correo, y seis veces consiguió su
complicidad. Lo único que no se le ocurrió fue renunciar. Sin
embargo, él parecía insensible a su delirio: era como escribirle a
nadie.
Una madrugada de vientos, por el año
décimo, la despertó la certidumbre de que él estaba desnudo en su
cama. Le escribió entonces una carta febril de veinte pliegos en la
que soltó sin pudor las verdades amargas que llevaba podridas en el
corazón desde su noche funesta. Le habló de las lacras eternas que
él había dejado en su cuerpo, de la sal de su lengua, de la trilla
de fuego de su verga africana. Se la entregó a la empleada del
correo, que iba los viernes en la tarde a bordar con ella para
llevarse las cartas, y se quedó convencida de que aquel desahogo
terminal seria el último de su agonía. Pero no hubo respuesta. A
partir de entonces ya no era consciente de lo que escribía, ni a
quién le escribía a ciencia cierta, pero siguió escribiendo sin
cuartel durante diecisiete años.
Un medio día de agosto, mientras
bordaba con sus amigas, sintió que alguien llegaba a la puerta. No
tuvo que mirar para saber quién era. «Estaba gordo y se le empezaba
a caer el pelo, y ya necesitaba espejuelos para ver de cerca —me
dijo—. ¡Pero era él, carajo, era él!» Se asustó, porque sabía
que él la estaba viendo tan disminuida como ella lo estaba viendo a
él, y no creía que tuviera dentro tanto amor como ella para
soportarlo.
Tenía la camisa empapada de sudor,
como lo había visto la primera vez en la feria, y llevaba la misma
correa y las mismas alforjas de cuero descosido con adornos de plata.
Bayardo San Román dio un paso
adelante, sin ocuparse de las otras bordadoras atónitas, y puso las
alforjas en la máquina de coser.
—Bueno —dijo—, aquí estoy.
Llevaba la maleta de la ropa para
quedarse, y otra maleta igual con casi dos mil cartas que ella le
había escrito. Estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos
con cintas de colores, y todas sin abrir.
Durante años
no pudimos hablar de otra cosa. Nuestra conducta diaria, dominada
hasta entonces por tantos hábitos lineales, había empezado a girar
de golpe en torno de una misma ansiedad común. Nos sorprendían los
gallos del amanecer tratando de ordenar las numerosas casualidades
encadenadas que habían hecho posible el absurdo, y era evidente que
no lo hacíamos por un anhelo de esclarecer misterios, sino porque
ninguno de nosotros podía seguir viviendo sin saber con exactitud
cuál era el sitio y la misión que le había asignado la fatalidad.
Muchos se quedaron sin saberlo. Cristo
Bedoya, que llegó a ser un cirujano notable, no pudo explicarse
nunca por qué cedió al impulso de esperar dos horas donde sus
abuelos hasta que llegara el obispo, en vez de irse a descansar en la
casa de sus padres, que lo estuvieron esperando hasta el amanecer
para alertarlo. Pero la mayoría de quienes pudieron hacer algo por
impedir el crimen y sin embargo no lo hicieron, se consolaron con el
pretexto de que los asuntos de honor son estancos sagrados a los
cuales sólo tienen acceso los dueños del drama. «La honra es el
amor», le oía decir a mi madre. Hortensia Baute, cuya única
participación fue haber visto ensangrentados dos cuchillos que
todavía no lo estaban, se sintió tan afectada por la alucinación
que cayó en una crisis de penitencia, y un día no pudo soportarla
más y se echó desnuda a las calles.
Flora Miguel, la novia de Santiago
Nasar, se fugó por despecho con un teniente de fronteras que la
prostituyó entre los caucheros de Vichada. Aura Villeros, la
comadrona que había ayudado a nacer a tres generaciones, sufrió un
espasmo de la vejiga cuando conoció la noticia, y hasta el día de
su muerte necesitó una sonda para orinar. Don Rogelio de la Flor, el
buen marido de Clotilde Armenta, que era un prodigio de vitalidad a
los 86 años, se levantó por última vez para ver cómo desguazaban
a Santiago Nasar contra la puerta cerrada de su propia casa, y no
sobrevivió a la conmoción. Plácida Linero había cerrado esa
puerta en el último instante, pero se liberó a tiempo de la culpa.
«La cerré porque Divina Flor me juró que había visto entrar a mi
hijo —me contó—, y no era cierto». Por el contrario, nunca se
perdonó el haber confundido el augurio magnífico de los árboles
con el infausto de los pájaros, y sucumbió a la perniciosa
costumbre de su tiempo de masticar semillas de cardamina.
Doce días después del crimen, el
instructor del sumario se encontró con un pueblo en carne viva. En
la sórdida oficina de tablas del Palacio Municipal, bebiendo café
de olla con ron de caña contra los espejismos del calor, tuvo que
pedir tropas de refuerzo para encauzar a la muchedumbre que se
precipitaba a declarar sin ser llamada, ansiosa de exhibir su propia
importancia en el drama. Acababa de graduarse, y llevaba todavía el
vestido de paño negro de la Escuela de Leyes, y el anillo de oro con
el emblema de su promoción, y las ínfulas y el lirismo del
primíparo feliz. Pero nunca supe su nombre.
Todo lo que sabemos de su carácter es
aprendido en el sumario, que numerosas personas me ayudaron a buscar
veinte años después del crimen en el Palacio de justicia de
Riohacha. No existía clasificación alguna en los archivos, y más
de un siglo de expedientes estaban amontonados en el suelo del
decrépito edificio colonial que fuera por dos días el cuartel
general de Francis Drake. La planta baja se inundaba con el mar de
leva, y los volúmenes descosidos flotaban en las oficinas desiertas.
Yo mismo exploré muchas veces con las aguas hasta los tobillos aquel
estanque de causas perdidas, y sólo una casualidad me permitió
rescatar al cabo de cinco años de búsqueda unos 322 pliegos
salteados de los más de 500 que debió de tener el sumario.
El nombre del juez no apareció en
ninguno, pero es evidente que era un hombre abrasado por la fiebre de
la literatura. Sin duda había leído a los clásicos españoles, y
algunos latinos, y conocía muy bien a Nietzsche, que era el autor de
moda entre los magistrados de su tiempo. Las notas marginales, y no
sólo por el color de la tinta, parecían escritas con sangre. Estaba
tan perplejo con el enigma que le había tocado en suerte, que muchas
veces incurrió en distracciones líricas contrarias al rigor de su
ciencia. Sobre todo, nunca le pareció legítimo que la vida se
sirviera de tantas casualidades prohibidas a la literatura, para que
se cumpliera sin tropiezos una muerte tan anunciada.
Sin embargo, lo que más le había
alarmado al final de su diligencia excesiva fue no haber encontrado
un solo indicio, ni siquiera el menos verosímil, de que Santiago
Nasar hubiera sido en realidad el causante del agravio. Las amigas de
Ángela Vicario que habían sido sus cómplices en el engaño
siguieron contando durante mucho tiempo que ella las había hecho
partícipes de su secreto desde antes de la boda, pero no les había
revelado ningún nombre. En el sumario declararon: «Nos dijo el
milagro pero no el santo». Ángela Vicario, por su parte, se mantuvo
en su sitio. Cuando el juez instructor le preguntó con su estilo
lateral si sabía quién era el difunto Santiago Nasar, ella le
contestó impasible:
—Fue mi autor.
Así consta en el sumario, pero sin
ninguna otra precisión de modo ni de lugar.
Durante el juicio, que sólo duró tres
días, el representante de la parte civil puso su mayor empeño en la
debilidad de ese cargo. Era tal la perplejidad del juez instructor
ante la falta de pruebas contra Santiago Nasar, que su buena labor
parece por momentos desvirtuada por la desilusión. En el folio 416,
de su puño y letra y con la tinta roja del boticario, escribió una
nota marginal: Dadme un prejuicio y moveré el mundo.
Debajo de esa paráfrasis de
desaliento, con un trazo feliz de la misma tinta de sangre, dibujó
un corazón atravesado por una flecha. Para él, como para los amigos
más cercanos de Santiago Nasar, el propio comportamiento de éste en
las últimas horas fue una prueba terminante de su inocencia.
La mañana de su muerte, en efecto,
Santiago Nasar no había tenido un instante de duda, a pesar de que
sabía muy bien cuál hubiera sido el precio de la injuria que le
imputaban. Conocía la índole mojigata de su mundo, y debía saber
que la naturaleza simple de los gemelos no era capaz de resistir al
escarnio. Nadie conocía muy bien a Bayardo San Román, pero Santiago
Nasar lo conocía bastante para saber que debajo de sus ínfulas
mundanas estaba tan subordinado como cualquier otro a sus prejuicios
de origen. De manera que su despreocupación consciente hubiera sido
suicida. Además, cuando supo por fin en el último instante que los
hermanos Vicario lo estaban esperando para matarlo, su reacción no
fue de pánico, como tanto se ha dicho, sino que fue más bien el
desconcierto de la inocencia.
Mi impresión personal es que murió
sin entender su muerte. Después de que le prometió a mi hermana
Margot que iría a desayunar a nuestra casa, Cristo Bedoya se lo
llevó del brazo por el muelle, y ambos parecían tan desprevenidos
que suscitaron ilusiones falsas. «Iban tan contentos —me dijo Meme
Loaiza—, que le di gracias a Dios, porque pensé que el asunto se
había arreglado». No todos querían tanto a Santiago Nasar, por
supuesto. Polo Carrillo, el dueño de la planta eléctrica, pensaba
que su serenidad no era inocencia sino cinismo. «Creía que su plata
lo hacía intocable», me dijo. Fausta López, su mujer, comentó:
«Como todos los turcos». Indalecio Pardo acababa de pasar por la
tienda de Clotilde Armenta, y los gemelos le habían dicho que tan
pronto como se fuera el obispo matarían a Santiago Nasar. Pensó,
como tantos otros, que eran fantasías de amanecidos, pero Clotilde
Armenta le hizo ver que era cierto, y le pidió que alcanzara a
Santiago Nasar para prevenirlo.
—Ni te moleste —le dijo Pedro
Vicario—: de todos modos es como si ya estuviera muerto.
Era un desafío demasiado evidente. Los
gemelos conocían los vínculos de Indalecio Pardo y Santiago Nasar,
y debieron pensar que era la persona adecuada para impedir el crimen
sin que ellos quedaran en vergüenza. Pero Indalecio Pardo encontró
a Santiago Nasar llevado del brazo por Cristo Bedoya entre los grupos
que abandonaban el puerto, y no se atrevió a prevenirlo. «Se me
aflojó la pasta», me dijo. Le dio una palmada en el hombro a cada
uno, y los dejó seguir. Ellos apenas lo advirtieron, pues
continuaban abismados en las cuentas de la boda.
La gente se dispersaba hacia la plaza
en el mismo sentido que ellos. Era una multitud apretada, pero
Escolástica Cisneros creyó observar que los dos amigos caminaban en
el centro sin dificultad, dentro de un círculo vacío, porque la
gente sabía que Santiago Nasar iba a morir, y no se atrevían a
tocarlo. También Cristo Bedoya recordaba una actitud distinta hacia
ellos. «Nos miraban como si lleváramos la cara pintada», me dijo.
Más aún: Sara Noriega abrió su
tienda de zapatos en el momento en que ellos pasaban, y se espantó
con la palidez de Santiago Nasar. Pero él la tranquilizó.
—¡Imagínese, niña Sara —le dijo
sin detenerse—, con este guayabo!
Celeste Dangond estaba sentado en
piyama en la puerta de su casa, burlándose de los que se quedaron
vestidos para saludar al obispo, e invitó a Santiago Nasar a tomar
café.
«Fue para ganar tiempo mientras
pensaba», me dijo. Pero Santiago Nasar le contestó que iba de prisa
a cambiarse de ropa para desayunar con mi hermana. «Me hice bolas
—me explicó Celeste Dangond— pues de pronto me pareció que no
podían matarlo si estaba tan seguro de lo que iba a hacer». Yamil
Shaium fue el único que hizo lo que se había propuesto. Tan pronto
como conoció el rumor salió a la puerta de su tienda de géneros y
esperó a Santiago Nasar para prevenirlo. Era uno de los últimos
árabes que llegaron con Ibrahim Nasar, fue su socio de barajas hasta
la muerte, y seguía siendo el consejero hereditario de la familia.
Nadie tenía tanta autoridad como él para hablar con Santiago Nasar.
Sin embargo, pensaba que si el rumor era infundado le iba a causar
una alarma inútil, y prefirió consultarlo primero con Cristo Bedoya
por si éste estaba mejor informado. Lo llamó al pasar. Cristo
Bedoya le dio una palmadita en la espalda a Santiago Nasar, ya en la
esquina de la plaza, y acudió al llamado de Yamil Shaium.
—Hasta el sábado —le dijo.
Santiago Nasar no le contestó, sino
que se dirigió en árabe a Yamil Shaium y éste le replicó también
en árabe, torciéndose de risa. «Era un juego de palabras con que
nos divertíamos siempre», me dijo Yamil Shaium. Sin detenerse,
Santiago Nasar les hizo a ambos su señal de adiós con la mano y
dobló la esquina de la plaza. Fue la última vez que lo vieron.
Cristo Bedoya tuvo tiempo apenas de
escuchar la información de Yamil Shaium cuando salió corriendo de
la tienda para alcanzar a Santiago Nasar. Lo había visto doblar la
esquina, pero no lo encontró entre los grupos que empezaban a
dispersarse en la plaza. Varias personas a quienes les preguntó por
él le dieron la misma respuesta:
—Acabo de verlo contigo.
Le pareció imposible que hubiera
llegado a su casa en tan poco tiempo, pero de todos modos entró a
preguntar por él, pues encontró sin tranca y entreabierta la puerta
del frente. Entró sin ver el papel en el suelo, y atravesó la sala
en penumbra tratando de no hacer ruido, porque aún era demasiado
temprano para visitas, pero los perros se alborotaron en el fondo de
la casa y salieron a su encuentro. Los calmó con las llaves, como lo
había aprendido del dueño, y siguió acosado por ellos hasta la
cocina. En el corredor se cruzó con Divina Flor que llevaba un cubo
de agua y un trapero para pulir los pisos de la sala. Ella le aseguró
que Santiago Nasar no había vuelto. Victoria Guzmán acababa de
poner en el fogón el guiso de conejos cuando él entró en la
cocina. Ella comprendió de inmediato.
«El corazón se le estaba saliendo por
la boca», me dijo. Cristo Bedoya le preguntó si Santiago Nasar
estaba en casa, y ella le contestó con un candor fingido que aún no
había llegado a dormir..
—Es en serio —le dijo Cristo
Bedoya—, lo están buscando para matarlo.
A Victoria Guzmán se le olvidó el
candor.
—Esos pobres muchachos no matan a
nadie —dijo.
—Están bebiendo desde el sábado
—dijo Cristo Bedoya.
—Por lo mismo —replicó ella—: no
hay borracho que se coma su propia caca.
Cristo Bedoya volvió a la sala, donde
Divina Flor acababa de abrir las ventanas. «Por supuesto que no
estaba lloviendo —me dijo Cristo Bedoya—. Apenas iban a ser las
siete, y ya entraba un sol dorado por las ventanas». Le volvió a
preguntar a Divina Flor si estaba segura de que Santiago Nasar no
había entrado por la puerta de la sala. Ella no estuvo entonces tan
segura como la primera vez. Le preguntó por Plácida Linero, y ella
le contestó que hacía un momento le había puesto el café en la
mesa de noche, pero no la había despertado. Así era siempre:
despertaría a las siete, se tomaría el café, y bajaría a dar las
instrucciones para el almuerzo. Cristo Bedoya miró el reloj: eran
las 6.56.
Entonces subió al segundo piso para
convencerse de que Santiago Nasar no había entrado. La puerta del
dormitorio estaba cerrada por dentro, porque Santiago Nasar había
salido a través del dormitorio de su madre. Cristo Bedoya no sólo
conocía la casa tan bien como la suya, sino que tenía tanta
confianza con la familia que empujó la puerta del dormitorio de
Plácida Linero para pasar desde allí al dormitorio contiguo. Un haz
de sol polvoriento entraba por la claraboya, y la hermosa mujer
dormida en la hamaca, de costado, con la mano de novia en la mejilla,
tenía un aspecto irreal. «Fue como una aparición», me dijo Cristo
Bedoya. La contempló un instante, fascinado por su belleza, y luego
atravesó el dormitorio en silencio, pasó de largo frente al baño,
y entró en el dormitorio de Santiago Nasar. La cama seguía intacta,
y en el sillón estaba el sombrero de jinete, y en el suelo estaban
las botas junto a las espuelas. En la mesa de noche el reloj de
pulsera de Santiago Nasar marcaba las 6.58. «De pronto pensé que
había vuelto a salir armado», me dijo Cristo Bedoya. Pero encontró
la Magnum en la gaveta de la mesa de noche. «Nunca había disparado
un arma —me dijo Cristo Bedoya—, pero resolví coger el revólver
para llevárselo a Santiago Nasar». Se lo ajustó en el cinturón,
por dentro de la camisa, y sólo después del crimen se dio cuenta de
que estaba descargado.
Plácida Linero apareció en la puerta
con el pocillo de café en el momento en que él cerraba la gaveta.
—¡Santo Dios —exclamó ella—,
qué susto me has dado!
Cristo Bedoya también se asustó. La
vio a plena luz, con una bata de alondras doradas y el cabello
revuelto, y el encanto se había desvanecido. Explicó un poco
confuso que había entrado a buscar a Santiago Nasar.
—Se fue a recibir al obispo —dijo
Plácida Linero.
—Pasó de largo —dijo él.
—Lo suponía —dijo ella—. Es el
hijo de la peor madre.
No siguió, porque en ese momento se
dio cuenta de que Cristo Bedoya no sabía dónde poner el cuerpo.
«Espero que Dios me haya perdonado —me dijo Plácida Linero—,
pero lo vi tan confundido que de pronto se me ocurrió que había
entrado a robar». Le preguntó qué le pasaba. Cristo Bedoya era
consciente de estar en una situación sospechosa, pero no tuvo valor
para revelarle la verdad.
—Es que no he dormido ni un minuto
—le dijo.
Se fue sin más explicaciones. «De
todos modos —me dijo— ella siempre se imaginaba que le estaban
robando». En la plaza se encontró con el padre Amador que regresaba
a la iglesia con los ornamentos de la misa frustrada, pero no le
pareció que pudiera hacer por Santiago Nasar nada distinto de
salvarle el alma. Iba otra vez hacia el puerto cuando sintió que lo
llamaban desde la tienda de Clotilde Armenta. Pedro Vicario estaba en
la puerta, lívido y desgreñado, con la camisa abierta y las mangas
enrolladas hasta los codos, y con el cuchillo basto que él mismo
había fabricado con una hoja de segueta. Su actitud era demasiado
insolente para ser casual, y sin embargo no fue la única ni la más
visible que intentó en los últimos minutos para que le impidieran
cometer el crimen.
—Cristóbal —gritó—: dile a
Santiago Nasar que aquí lo estamos esperando para matarlo.
Cristo Bedoya le habría hecho el favor
de impedírselo. «Si yo hubiera sabido disparar un revólver,
Santiago Nasar estaría vivo», me dijo. Pero la sola idea lo
impresionó, después de todo lo que había oído decir sobre la
potencia devastadora de una bala blindada.
—Te advierto que está armado con una
Magnum capaz de atravesar un motor —gritó.
Pedro Vicario sabía que no era cierto.
«Nunca estaba armado si no llevaba ropa de montar», me dijo. Pero
de todos modos había previsto que lo estuviera cuando tomó la
decisión de lavar la honra de la hermana.
—Los muertos no disparan —gritó.
Pablo Vicario apareció entonces en la
puerta. Estaba tan pálido como el hermano, y tenía puesta la
chaqueta de la boda y el cuchillo envuelto en el periódico. «Si no
hubiera sido por eso —me dijo Cristo Bedoya—, nunca hubiera
sabido cuál de los dos era cuál».
Clotilde Armenta apareció detrás de
Pablo Vicario, y le gritó a Cristo Bedoya que se diera prisa, porque
en este pueblo de maricas sólo un hombre como él podía impedir la
tragedia.
Todo lo que ocurrió a partir de
entonces fue del dominio público. La gente que regresaba del puerto,
alertada por los gritos, empezó a tomar posiciones en la plaza para
presenciar el crimen. Cristo Bedoya les preguntó a varios conocidos
por Santiago Nasar, pero nadie lo había visto. En la puerta del Club
Social se encontró con el coronel Lázaro Aponte y le contó lo que
acababa de ocurrir frente a la tienda de Clotilde Armenta.
—No puede ser —dijo el coronel
Aponte—, porque yo los mandé a dormir.
—Acabo de verlos con un cuchillo de
matar puercos —dijo Cristo Bedoya.
—No puede ser, porque yo se los quité
antes de mandarlos a dormir —dijo el alcalde—. Debe ser que los
viste antes de eso.
—Los vi hace dos minutos y cada uno
tenía un cuchillo de matar puercos —dijo Cristo Bedoya.
—¡Ah carajo —dijo el alcalde—,
entonces debió ser que volvieron con otros!
Prometió ocuparse de eso al instante,
pero entró en el Club Social a confirmar una cita de dominó para
esa noche, y cuando volvió a salir ya estaba consumado el crimen.
Cristo Bedoya cometió entonces su
único error mortal: pensó que Santiago Nasar había resuelto a
última hora desayunar en nuestra casa antes de cambiarse de ropa, y
allá se fue a buscarlo. Se apresuró por la orilla del río,
preguntándole a todo el que encontraba si lo habían visto pasar,
pero nadie le dio razón. No se alarmó, porque había otros caminos
para nuestra casa. Próspera Arango, la cachaca, le suplicó que
hiciera algo por su padre que estaba agonizando en el sardinel de su
casa, inmune a la bendición fugaz del obispo. «Yo lo había visto
al pasar —me dijo mi hermana Margot—, y ya tenía cara de
muerto». Cristo Bedoya demoró cuatro minutos en establecer el
estado del enfermo, y prometió volver más tarde para un recurso de
urgencia, pero perdió tres minutos más ayudando a Próspera Arango
a llevarlo hasta el dormitorio. Cuando volvió a salir sintió gritos
remotos y le pareció que estaban reventando cohetes por el rumbo de
la plaza.
Trató de correr, pero se lo impidió
el revólver mal ajustado en la cintura. Al doblar la última esquina
reconoció de espaldas a mi madre que llevaba casi a rastras al hijo
menor.
—Luisa Santiaga —le gritó—:
dónde está su ahijado.
Mi madre se volvió apenas con la cara
bañada en lágrimas.
—¡Ay, hijo —contestó—, dicen
que lo mataron!
Así era. Mientras Cristo Bedoya lo
buscaba, Santiago Nasar había entrado en la casa de Flora Miguel, su
novia, justo a la vuelta de la esquina donde él lo vio por última
vez.
«No se me ocurrió que estuviera ahí
—me dijo— porque esa gente no se levantaba nunca antes de medio
día». Era una versión corriente que la familia entera dormía
hasta las doce por orden de Nahir Miguel, el varón sabio de la
comunidad. «Por eso Flora Miguel, que ya no se cocinaba en dos
aguas, se mantenía como una rosa», dice Mercedes. La verdad es que
dejaban la casa cerrada hasta muy tarde, como tantas otras, pero eran
gentes tempraneras y laboriosas. Los padres de Santiago Nasar y Flora
Miguel se habían puesto de acuerdo para casarlos. Santiago Nasar
aceptó el compromiso en plena adolescencia, y estaba resuelto a
cumplirlo, tal vez porque tenía del matrimonio la misma concepción
utilitaria que su padre. Flora Miguel, por su parte, gozaba de una
cierta condición floral, pero carecía de gracia y de juicio y había
servido de madrina de bodas a toda su generación, de modo que el
convenio fue para ella una solución providencial. Tenían un
noviazgo fácil, sin visitas formales ni inquietudes del corazón. La
boda varias veces diferida estaba fijada por fin para la próxima
Navidad.
Flora Miguel despertó aquel lunes con
los primeros bramidos del buque del obispo, y muy poco después se
enteró de que los gemelos Vicario estaban esperando a Santiago Nasar
para matarlo. A mi hermana la monja, la única que habló con ella
después de la desgracia, le dijo que no recordaba siquiera quién se
lo había dicho. «Sólo sé que a las seis de la mañana todo el
mundo lo sabía», le dijo. Sin embargo, le pareció inconcebible que
a Santiago Nasar lo fueran a matar, y en cambio se le ocurrió que lo
iban a casar a la fuerza con Ángela Vicario para que le devolviera
la honra. Sufrió una crisis de humillación. Mientras medio pueblo
esperaba al obispo, ella estaba en su dormitorio llorando de rabia, y
poniendo en orden el cofre de las cartas que Santiago Nasar le había
mandado desde el colegio.
Siempre que pasaba por la casa de Flora
Miguel, aunque no hubiera nadie, Santiago Nasar raspaba con las
llaves la tela metálica de las ventanas. Aquel lunes, ella lo estaba
esperando con el cofre de cartas en el regazo. Santiago Nasar no
podía verla desde la calle, pero en cambio ella lo vio acercarse a
través de la red metálica desde antes de que la raspara con las
llaves.
—Entra —le dijo.
Nadie, ni siquiera un médico, había
entrado en esa casa a las 6.45 de la mañana.
Santiago Nasar acababa de dejar a
Cristo Bedoya en la tienda de Yamil Shaium, y había tanta gente
pendiente de él en la plaza, que no era comprensible que nadie lo
viera entrar en casa de su novia. El juez instructor buscó siquiera
una persona que lo hubiera visto, y lo hizo con tanta persistencia
como yo, pero no fue posible encontrarla. En el folio 382 del sumario
escribió otra sentencia marginal con tinta roja: La fatalidad nos
hace invisibles. El hecho es que Santiago Nasar entró por la puerta
principal, a la vista de todos, y sin hacer nada por no ser visto.
Flora Miguel lo esperaba en la sala, verde de cólera, con uno de los
vestidos de arandelas infortunadas que solía llevar en las ocasiones
memorables, y le puso el cofre en las manos.
—Aquí tienes —le dijo—. ¡Y
ojalá te maten!
Santiago Nasar quedó tan perplejo, que
el cofre se le cayó de las manos, y sus cartas sin amor se regaron
por el suelo. Trató de alcanzar a Flora Miguel en el dormitorio,
pero ella cerró la puerta y puso la aldaba. Tocó varias veces, y la
llamó con una voz demasiado apremiante para la hora, así que toda
la familia acudió alarmada. Entre consanguíneos y políticos,
mayores y menores de edad, eran más de catorce. El último que salió
fue Nahir Miguel, el padre, con la barba colorada y la chilaba de
beduino que trajo de su tierra, y que siempre usó dentro de la casa.
Yo lo vi muchas veces, y era inmenso y parsimonioso, pero lo que más
me impresionaba era el fulgor de su autoridad.
—Flora —llamó en su lengua—.
Abre la puerta.
Entró en el dormitorio de la hija,
mientras la familia contemplaba absorta a Santiago Nasar. Estaba
arrodillado en la sala, recogiendo las cartas del suelo y poniéndolas
en el cofre. «Parecía una penitencia», me dijeron. Nahir Miguel
salió del dormitorio al cabo de unos minutos, hizo una señal con la
mano y la familia entera desapareció.
Siguió hablando en árabe a Santiago
Nasar. «Desde el primer momento comprendí que no tenía la menor
idea de lo que le estaba diciendo», me dijo. Entonces le preguntó
en concreto si sabía que los hermanos Vicario lo buscaban para
matarlo. «Se puso pálido, y perdió de tal modo el dominio, que no
era posible creer que estaba fingiendo», me dijo. Coincidió en que
su actitud no era tanto de miedo como de turbación.
—Tú sabrás si ellos tienen razón,
o no —le dijo—. Pero en todo caso, ahora no te quedan sino dos
caminos: o te escondes aquí, que es tu casa, o sales con mi rifle.
—No entiendo un carajo —dijo
Santiago Nasar.
Fue lo único que alcanzó a decir, y
lo dijo en castellano. «Parecía un pajarito mojado», me dijo Nahir
Miguel. Tuvo que quitarle el cofre de las manos porque él no sabía
dónde dejarlo para abrir la puerta.
—Serán dos contra uno —le dijo.
Santiago Nasar se fue. La gente se
había situado en la plaza como en los días de desfiles. Todos lo
vieron salir, y todos comprendieron que ya sabía que lo iban a
matar, y estaba tan azorado que no encontraba el camino de su casa.
Dicen que alguien gritó desde un balcón: «Por ahí no, turco, por
el puerto viejo». Santiago Nasar buscó la voz.
Yamil Shaium le gritó que se metiera
en su tienda, y entró a buscar su escopeta de caza, pero no recordó
dónde había escondido los cartuchos. De todos lados empezaron a
gritarle, y Santiago Nasar dio varias vueltas al revés y al derecho,
deslumbrado por tantas voces a la vez. Era evidente que se dirigía a
su casa por la puerta de la cocina, pero de pronto debió darse
cuenta de que estaba abierta la puerta principal.
—Ahí viene —dijo Pedro Vicario.
Ambos lo habían visto al mismo tiempo.
Pablo Vicario se quitó el saco, lo puso en el taburete, y
desenvolvió el cuchillo en forma de alfanje. Antes de abandonar la
tienda, sin ponerse de acuerdo, ambos se santiguaron. Entonces
Clotilde Armenta agarró a Pedro Vicario por la camisa y le gritó a
Santiago Nasar que corriera porque lo iban a matar.
Fue un grito tan apremiante que apagó
a los otros. «Al principio se asustó —me dijo Clotilde Armenta—,
porque no sabía quién le estaba gritando, ni de dónde». Pero
cuando la vio a ella vio también a Pedro Vicario, que la tiró por
tierra con un empellón, y alcanzó al hermano. Santiago Nasar estaba
a menos de 50 metros de su casa, y corrió hacia la puerta principal.
Cinco minutos antes, en la cocina,
Victoria Guzmán le había contado a Plácida Linero lo que ya todo
el mundo sabía. Plácida Linero era una mujer de nervios firmes, así
que no dejó traslucir ningún signo de alarma. Le preguntó a
Victoria Guzmán si le había dicho algo a su hijo, y ella le mintió
a conciencia, pues contestó que todavía no sabía nada cuando él
bajó a tomar el café. En la sala, donde seguía trapeando los
pisos, Divina Flor vio al mismo tiempo que Santiago Nasar entró por
la puerta de la plaza y subió por las escaleras de buque de los
dormitorios. «Fue una visión nítida», me contó Divina Flor.
«Llevaba el vestido blanco, y algo en
la mano que no pude ver bien, pero me pareció un ramo de rosas». De
modo que cuando Plácida Linero le preguntó por él, Divina Flor la
tranquilizó.
—Subió al cuarto hace un minuto —le
dijo.
Plácida Linero vio entonces el papel
en el suelo, pero no pensó en recogerlo, y sólo se enteró de lo
que decía cuando alguien se lo mostró más tarde en la confusión
de la tragedia. A través de la puerta vio a los hermanos Vicario que
venían corriendo hacia la casa con los cuchillos desnudos. Desde el
lugar en que ella se encontraba podía verlos a ellos, pero no
alcanzaba a ver a su hijo que corría desde otro ángulo hacia la
puerta.
«Pensé que querían meterse para
matarlo dentro de la casa», me dijo. Entonces corrió hacia la
puerta y la cerró de un golpe. Estaba pasando la tranca cuando oyó
los gritos de Santiago Nasar, y oyó los puñetazos de terror en la
puerta, pero creyó que él estaba arriba, insultando a los hermanos
Vicario desde el balcón de su dormitorio. Subió a ayudarlo.
Santiago Nasar necesitaba apenas unos
segundos para entrar cuando se cerró la puerta. Alcanzó a golpear
varias veces con los puños, y en seguida se volvió para enfrentarse
a manos limpias con sus enemigos. «Me asusté cuando lo vi de frente
—me dijo Pablo Vicario—, porque me pareció como dos veces más
grande de lo que era».
Santiago Nasar levantó la mano para
parar el primer golpe de Pedro Vicario, que lo atacó por el flanco
derecho con el cuchillo recto.
—¡Hijos de puta! —gritó.
El cuchillo le atravesó la palma de la
mano derecha, y luego se le hundió hasta el fondo en el costado.
Todos oyeron su grito de dolor.
—¡Ay mi madre!
Pedro Vicario volvió a retirar el
cuchillo con su pulso fiero de matarife, y le asestó un segundo
golpe casi en el mismo lugar. «Lo raro es que el cuchillo volvía a
salir limpio —declaró Pedro Vicario al instructor—. Le había
dado por lo menos tres veces y no había una gota de sangre».
Santiago Nasar se torció con los brazos cruzados sobre el vientre
después de la tercera cuchillada, soltó un quejido de becerro, y
trató de darles la espalda. Pablo Vicario, que estaba a su izquierda
con el cuchillo curvo, le asestó entonces la única cuchillada en el
lomo, y un chorro de sangre a alta presión le empapó la camisa.
«Olía como él», me dijo. Tres veces herido de muerte, Santiago
Nasar les dio otra vez el frente, y se apoyó de espaldas contra la
puerta de su madre, sin la menor resistencia, como si sólo quisiera
ayudar a que acabaran de matarlo por partes iguales.
«No volvió a gritar —dijo Pedro
Vicario al instructor—. Al contrario: me pareció que se estaba
riendo». Entonces ambos siguieron acuchillándolo contra la puerta,
con golpes alternos y fáciles, flotando en el remanso deslumbrante
que encontraron del otro lado del miedo. No oyeron los gritos del
pueblo entero espantado de su propio crimen. «Me sentía como cuando
uno va corriendo en un caballo», declaró Pablo Vicario. Pero ambos
despertaron de pronto a la realidad, porque estaban exhaustos, y sin
embargo les parecía que Santiago Nasar no se iba a derrumbar nunca.
«¡Mierda, primo —me dijo Pablo Vicario—, no te imaginas lo
difícil que es matar a un hombre!» Tratando de acabar para siempre,
Pedro Vicario le buscó el corazón, pero se lo buscó casi en la
axila, donde lo tienen los cerdos. En realidad Santiago Nasar no caía
porque ellos mismos lo estaban sosteniendo a cuchilladas contra la
puerta. Desesperado, Pablo Vicario le dio un tajo horizontal en el
vientre, y los intestinos completos afloraron con una explosión.
Pedro Vicario iba a hacer lo mismo, pero el pulso se le torció de
horror, y le dio un tajo extraviado en el muslo. Santiago Nasar
permaneció todavía un instante apoyado contra la puerta, hasta que
vio sus propias vísceras al sol, limpias y azules, y cayó de
rodillas.
Después de buscarlo a gritos por los
dormitorios, oyendo sin saber dónde otros gritos que no eran los
suyos, Plácida Linero se asomó a la ventana de la plaza y vio a los
gemelos Vicario que corrían hacia la iglesia. Iban perseguidos de
cerca por Yamil Shaium, con su escopeta de matar tigres, y por otros
árabes desarmados y Plácida Linero pensó que había pasado el
peligro. Luego salió al balcón del dormitorio, y vio a Santiago
Nasar frente a la puerta, bocabajo en el polvo, tratando de
levantarse de su propia sangre. Se incorporó de medio lado, y se
echó a andar en un estado de alucinación, sosteniendo con las manos
las vísceras colgantes.
Caminó más de cien metros para darle
la vuelta completa a la casa y entrar por la puerta de la cocina.
Tuvo todavía bastante lucidez para no ir por la calle, que era el
trayecto más largo, sino que entró por la casa contigua. Poncho
Lanao, su esposa y sus cinco hijos no se habían enterado de lo que
acababa de ocurrir a 20 pasos de su puerta.
«Oímos la gritería —me dijo la
esposa—, pero pensamos que era la fiesta del obispo».
Empezaban a desayunar cuando vieron
entrar a Santiago Nasar empapado de sangre llevando en las manos el
racimo de sus entrañas. Poncho Lanao me dijo: «Lo que nunca pude
olvidar fue el terrible olor a mierda». Pero Argénida Lanao, la
hija mayor, contó que Santiago Nasar caminaba con la prestancia de
siempre, midiendo bien los pasos, y que su rostro de sarraceno con
los rizos alborotados estaba más bello que nunca. Al pasar frente a
la mesa les sonrió, y siguió a través de los dormitorios hasta la
salida posterior de la casa. «Nos quedamos paralizados de susto»,
me dijo Argénida Lanao. Mi tía Wenefrida Márquez estaba
desescamando un sábalo en el patio de su casa al otro lado del río,
y lo vio descender las escalinatas del muelle antiguo buscando con
paso firme el rumbo de su casa.
—¡Santiago, hijo —le gritó—,
qué te pasa!
Santiago Nasar la reconoció.
—Que me mataron, niña Wene —dijo.
Tropezó en el último escalón, pero
se incorporó de inmediato. «Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la
mano la tierra que le quedó en las tripas», me dijo mi tía Wene.
Después entró en su casa por la
puerta trasera, que estaba abierta desde las seis, y se derrumbó de
bruces en la cocina.
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