LOS COLMILLOS DE LA COBRA - Edgar Allan Poe



"Versión libre de Fernando Aroca sobre un tema de Edgar Allan Poe"

  


Las casetas, los carromatos, los toldos, los «tíos-vivos», las norias y todos los cachivaches que traían al pueblo la alegría de la Feria, se habían ido acumulando en las laderas del río. Habían ido llegando casi al unísono por lo que, en aquellas horas, todo eran faenas de montaje, ir y venir transportando enseres, ruidos de martillos clavando los enormes hierros que sujetarían el circo, gritos de ira en varios idiomas de aquellos que consideraban que el lugar que se les había destinado no era el más idóneo para la calidad de su espectáculo o el prestigio de sus instalaciones. Siempre era más o menos lo mismo: el propietario de la caseta donde se exhibía la mujer-serpiente, discutiendo con el dueño de los espejos cóncavos y convexos, por haberles asignado un lugar más o menos cercano a la entrada de la Feria; el forzudo que había colocado el anuncio de su número tapando el colocado por el «Mago Cachemira»... Sucesos que se repetían en un lugar y otro y que formaban una de las tantas caras ocultas de aquel mundo trashumante y bohemio vestido de galas multicolores. Solo en la Roulotte de Adan, el domador de serpientes, había calma. El era siempre el último en instalarse ya que necesitaba muy poco espacio. Su mujer, Nora, le ayudaba en el breve «show» y el miedo que ella tenía realmente a las serpientes colaboraba a hacer casi trágico aquel repetido número en todas las ferias importantes. Pero Nora, vestida con un pequeñísimo short y una blusa ajustada y luciendo su pelo largo, rubio y suelto, contribuía con sus encantos a atraer al público que necesitaba Adan.

Nora odiaba a Adan casi tanto como a sus serpientes. Sobre todo, a aquella cobra enorme. Pese a verlas cada día, a tener que «tratar» con ellas, Nora, no se acostumbraba. Nunca se había acostumbrado a aquellos animales. Temía a Adan. Sabía que era una persona que no se detendría ante nada ni ante nadie con tal de saciar una venganza. Era aquel terror casi instintivo el que le hacía permanecer a su lado, no abandonarle, lo que desde hacía tiempo era su única obsesión y que, con la llegada de Víctor se había convertido en una pesadilla. A Adan —ella lo sabía bien-— se le habían vuelto los ojos fríos y terribles como los de sus serpientes. Meses atrás, Nora, en un rasgo de valor del que se arrepintió inmediatamente, le dijo a Adan que estaba decidida a abandonarlo. Adan, la miró fijamente y con una lentitud desconocida en él, abrió la tapa de las dos cestas donde guardaba sus serpientes dejándolas en libertad. Después, con un gesto rápido salió afuera y cerró con llave dejándola a ella a merced de los reptiles. Nora no fue capaz de moverse durante el tiempo que Adan estuvo fuera. Ni siquiera fue capaz de precisar si se trató de horas o de días. El perezoso deslizarse de las serpientes por el carromato, el balanceo continuo de la cobra frente a ella, la mantuvieron sobrecogida de terror. Cuando Adan volvió, al verle entrar, sin poder aguantar por más tiempo la tensión, cayó desvanecida. Al recuperar el conocimiento Adan estaba junto a ella mirándola fijamente, y, con una profunda ironía en el tono de voz, le dijo: «Ya ves, pequeña, que no es tan fácil como te parece abandonarme. Supongo que habrás meditado». Nora no fue siquiera capaz de escucharle y, con un rápido movimiento se incorporó y salió afuera. La risa de Adan, ahora casi inhumana, parecida al silbido de las serpientes, la estaría persiguiendo. Sabía que no podría abandonarle, porque él no lo permitiría y sería capaz de dedicar toda su vida a perseguirla, estuviese donde estuviese.

* * *

La llegada de Víctor a la feria despertó, cosa que no era frecuente entre aquellas gentes, la curiosidad. Y no era frecuente porque cuantos trabajaban habitualmente en aquellos quehaceres de feriantes, se conocían todos. Eran como una gran tribu, cuyos miembros podían separarse por algún tiempo, incluso años; pero, más tarde o más temprano, se encontraban siempre. El quehacer de feriante se iba trasmitiendo de padres a hijos creando algo parecido a unas dinastías que explotaban el negocio. Sin que el pacto fuese explícito, cuando llegaba la época de los festejos en pueblos pequeños y, al ser algunos de ellos coincidentes, se repartían los territorios con el fin de no hacerse la competencia cuando explotaban el mismo tipo de diversión. Sólo en los pueblos importantes y en las grandes capitales, donde solía haber negocio para todos, volvían a encontrarse.

Víctor no pertenecía a ninguna familia o tribu. Trabajaba solo. Su actividad consistía en enterrarse vivo durante unos días, a tres metros bajo tierra y unido solamente al exterior por un tubo para respirar y por el que le bajaban los alimentos.

Víctor apareció ante los feriantes, por primera vez, en la capital, unos meses antes. Cuando los feriantes aparecieron con sus carromatos y artilugios, él, con la ayuda de dos hombres contratados entre los vecinos, ya había cavado la fosa y estaba decidido a enterrarse. La curiosidad inicial de los feriantes se convirtió en franca ira y miraron al «muerto vivo» como si se tratase de un usurpador que se les había adelantado en la expectación de los nativos. Pero esta sensación que había provocado, pronto desapareció. Víctor era hombre agraciado, amable, dispuesto siempre a hacer un favor, comprensivo para los demás y con la cualidad de apaciguar ánimos encrespados o actitudes irreflexivas. Al poco tiempo, se convirtió en una especie de confesor y consejero de los demás, aunque, en aquel ambiente, no era fácil darse a conocer como hombre culto, la realidad era que su afición a los libros le había proporcionado una gran formación, que, con más o menos intensidad, afloraba en su carácter y por lo que era admirado por casi todos los componentes de aquella «troupe» de seres elementales que se aunaban en torno a las ferias. Independientemente de su carácter, la actividad que ejercía, le había granjeado un gran respeto: un hombre que se enterraba vivo, era, sobre todo, un ser que no creía en sugestiones, supersticiones y tabúes, lo que demostraba un gran valor. Y, el valor, en aquel mundo como en cualquier otro, siempre provoca admiración.

Nora y Víctor se vieron, por primera vez, en el instante que él era desenterrado. Una gran miltitud rodeaba el cercado, de unos doce metros de diámetro, en cuyo centro se había cavado la fosa y que, en aquellos momentos estaban retirando la tierra dos hombres, con unas palas. El silencio expectante atenazaba las gargantas de los asistentes. Se adivinaba como un latido inmenso y sordo de todos los corazones. Cuando los improvisados sepultureros tocaron con sus palas el ataúd metálico, y el chocar de los metales sonó como el chirrido de una sierra, las gentes se abalanzaron sobre la débil malla del cercado, casi a punto de romperla. Pero su propia tensión expectante, los detuvo. Nora, presa de una curiosidad incontenible, saltó el cercado y, con ojos ávidos, devoró lo que estaba sucediendo. Los dos hombres, cpn unas cuerdas, izaban el ataúd. El encargado de la ceremonia, y cuando ya el féretro estuvo sobre la superficie, llamó al Notario del pueblo quién había levantado acta del momento en que aquel hombre fue enterrado vivo y conservaba en su poder las tres llaves del ataúd. El Notario, tembloroso ante aquel hecho del que se había negado a levantar acta y a la que tuvo que acceder por exigencia de su profesión, procedió a abrir las tres cerraduras. Las llaves, por la humedad que habían almacenado las cerraduras, chirriaron. Al lenvantar la tapa, el hombre, cegado por la luz del sol después de largos días en la oscuridad, hizo un leve movimiento hasta taparse los ojos con las manos. Un clamor sordo de la multitud apelotanada que, ante la certeza de que el hombre estaba vivo, rompió en incontrolados aplausos. Víctor, con un impecable smoking blanco, con estudiada lentitud, se fue incorporando. Sólo la lividez de su rostro y la barba crecida en aquellos días, marcaban un cierto contraste con su digna apostura. Lo primero que vieron sus ojos fue a Nora en cuyo rostro el miedo se fue transformando en asombro, y el asombro, en una extraña y desconocida felicidad. Instintivamente, se acercó a aquel hombre, y, con el pañuelo de flores que llevaba anudado al cuello, le limpió las breves gotas de sudor que le abrillantaban la cara. Víctor, sólo fue capaz de decir:

—Gracias.

Pero, a través de sus miradas, ambos comprendieron que aquel encuentro no iba a ser el único, sino el primero.

Lo que Nora no supo, lo que tardaría mucho tiempo en saber, era que Adan, frente a ella, les estaba observando fríamente y había comprendido, con todo el odio contenido de que era capaz, lo que podían significar para él aquellas miradas.

El segundo encuentro entre Víctor y Nora no tardó en producirse, lo buscaron de una forma casi insconsciente ambos. Víctor había sido siempre, a pesar de su falsa apariencia de hombre aficionado ai trato con los demás, un ser solitario. Huérfano de padre y madre, con una niñez falta del verdadero cariño, cuidado por unos parientes y con una juventud viajera en la que tuvo que ejercer toda clase de oficios para ganarse el sustento, había tomado la decisión de «enterrarse vivo» como medio de subsistencia precisamente porque estaba acostumbrado a la soledad. Comprendió que, con un poco de suerte y dedicando cinco o seis días al mes a hacer de cadáver viviente, podría vivir con cierta holgura y dedicar el resto del tiempo a su gran afición: la lectura. De aquí que, desapareciese al día siguiente de terminar sus actuaciones sin dejar rastro. Solo el encuentro con Nora le ató, de una manera fija, a aquel grupo de feriantes, y, por única vez en su vida, compartió con alguien algo más que un simple trato social.

Nora y Víctor volvieron a encontrarse al día siguiente. Las primeras palabras que cruzaron entre sí encerraban ya el tono de dos seres que se conociesen desde siempre o que estuvieran destinados a entenderse. Víctor adivinó el miedo terrible de Nora, un miedo que había alcanzado ya los límites con el terror y que se manifestaba impotente y vencido ante Adan. El miedo de Nora, ante la seguridad en sí mismo que mostraba el hombre parecía agigantarse y crecerse.

Aquel día, antes que Nora pudiese vacilar, Víctor le indicó que le siguiera:

—Tenemos que encontrar un sitio donde hablar con tranquilidad, sin que nadie nos interrumpa.

—Si —dijo Nora—, es necesario.

Caminaron un buen trecho en silencio hasta que Víctor se detuvo ante la puerta de un hotel de baja estofa.

—¿No te importa venir conmigo... arriba?

Nora, con un gesto, le indicó que no. Cruzaron el hall y él cogió una llave del casillero. Los breves peldaños de la escalera le parecieron a ella interminables y creyó que había transcurrido un siglo hasta que llegaron a la habitación y Víctor cerró la puerta con un sonido de goznes oxidados.

Nora no había pensado, cuando deseó ardientemente volver a ver a Víctor, que terminaría en una  mísera habitación y sobre una cama. Cuando la mujer contó a Víctor cuales eran sus relaciones con Adan, la clase de vida a la que le había condenado y el terror que le inspiraba y, como toda respuesta, recibió la sonrisa fírme y alentadora del hombre, sus miedos desaparecieron y se sintió otra vez llena de alegría y esperanza. Por eso, después que Víctor ya le había desnudado con la mirada, ella no tuvo la más leve vacilación en desprenderse de sus ropas y entregarse a él con toda la pasión y ceguera de quien se agarra a una tabla de salvación.

Cuando Nora regresó a la «caravana» donde le esperaba Adan todavía conservaba el olor a la piel sudorosa de Víctor y la humedad de sus besos, como un sello o una marca, aún le quemaban la boca.

Adan la estaba esperando. Nada más verla había comprendido, con la astucia de serpiente que le caracterizaba, lo que había sucedido. No preguntó nada. Pero, sigilosamente, volvió a abrir las cestas de los reptiles como una amenaza que ella comprendió. Pero, en esta ocasión, no se marchó del carromato sino que estuvo un rato jugando con las serpeintes como el que acaricia, para después usarla, un arma mortal.

Los encuentros entre Víctor y Nora fueron cada vez más frecuentes. Se necesitaban y se encontraban. Las precauciones para no ser sorprendidos en estos encuentros, fueron olvidándolas cada vez más, presos de la fiebre que les atraía. A dan permanecía silencioso, sin hacerle siquiera un reproche, madurando, con toda la paciencia de su criminal instinto, una implacable venganza.

La Feria ardía de luces multicolores, silbidos de sirenas, altavoces y bullicia de visitantes. La afluencia de público era extraordinaria y los feriantes avizoraban un buen negocio. La atracción que había logrado atraer a todo aquel gentío, era Víctor, el hombre que se enterraba vivo y que había prometido batir su propio record de permanencia bajo tierra. En esta ocasión, en torno al lugar donde se había excavado la fosa, se había levantado una tribuna que permanecía abarrotada de espectadores. Para aquellos curiosos que no estaban decididos a pagar la cara localidad sino otra más modesta, se había habilitado una especie de pasillo por el que, sin detenerse, circulaban constantemente los curiosos. Por medio de unos altavoces, una voz vibrante y solemne, no exenta de dramatismo, anunciaba: «Pasen, pasen, señoras y señores. Contemplen la fosa excavada donde «Mister X» permanecerá enterrado durante doce días, volviendo de las terribles tinieblas hasta la luz vivo y resucitado. ¡Espectáculo único en el mundo! ¡«Mister X», el único ser de la tierra capaz de aguantar la angustia de la muerte! Pasen, señoras y señores. Vean, por primera y única vez, en esta localidad, como es enterrado «Mister X».

Nora estaba ayudando a Víctor a vestirse. Cada vez que le contemplaba sentía un extraño temor, una angustia desconocida y atenazante:

—Tengo miedo, querido.

—¿Qué puedes temer?

—No lo sé... ¿Se lo has dicho ya?

—No he tenido oportunidad —dijo Víctor, intentando tranquilizarla— cuando termine... todo, se lo diré. Sabrá que vamos a marcharnos, que debe resignarse a perderte.

Nora negó con la cabeza:

—No, nunca se resignará.

—No tendrá otro remedio.

La firmeza de las palabras de Víctor, en esta ocasión, no lograron tranquilizarla. Le dio un largo beso y se quedó contemplándole mientras cruzaba la puerta camino de aquella tumba fingida a la vez que un nudo le atenazaba la garganta y unas incontenibles lágrimas le resbalaban por las mejillas.

Víctor, con su brillante capa negra de raso y su blanco smoking llegó entre grandes aplausos al lugar donde se celebraba el espectáculo. Todas las miradas se posaron en él, y, como siempre, al ser pasto de admiraciones y temores encubiertos, se sintió como un dios, potente y hercúleo. Con la ensayada solemnidad, se tendió en aquella gran caja que sería su aposento durante doce días. No sentía temor de ningún tipo: había revisado cuidadosamente el gran tubo por el que, a las hora concertadas, le harían bajar la comida. En esta ocasión, y dado lo largo de la permanencia, había mandado fabricar un ataúd más grande del que usaba normalmente, con el fin de poder hacer algún pequeño movimiento durante la larga espera. Asimismo, el tubo se había mandado agrandar, ya que, en esta ocasión precisaría alimentos más sólidos y era necesario que cupiesen por él.

Habían transcurrido once días desde que fue enterrado. A través del tubo hablaba algunas palabras con sus ayudantes, siempre que hubiera espectadores. Nora, incluso, a través de aquel medio le había recordado varias veces que le quería. La voz de él le solía llegar lejana y debilitada, pero era la certeza de que nada había sucedido, que sus temores eran infundados y que, pronto, volvería a tenerle entre sus brazos.

Víctor, en su encierro, contaba las horas que le faltaban para volver nuevamente a la luz. Sabía que era de noche y que, a la mañana siguiente, sería desenterrado. La prueba había sido más dura de lo previsto y deseaba que terminase de una vez.

De repente, por el tubo, cayó sobre su pecho un extraño objeto que l%e sorprendió. Al palparlo, lo sintió vivo, resbaladizo y de un extraño hedor. Desde el exterior, a través del tubo, oyó la voz terrible y conocida de Adan: «Este es mi regalo... de despedida».

¡Supo entonces que aquel bulto, aquel ser que reposaba en su pecho era la cobra venenosa de Adan! Pensó que si no se movía, si era capaz de resistir sin siquiera respirar unas horas más, acaso, el terrible animal no le atacaría. Los fosforescentes ojos del reptil no cesaban de mirarle. Con toda la desesperación acumulada en su mente intentó no moverse...

A la mañana siguiente, cuando, ante una muchedumbre inmensa que esperaba verle levantarse victorioso y feliz, el Notario procedió al rito de abrir el ataúd, el gentío enmudeció de terror al ver izarse, tras la tapa, el cuerpo monstruoso de una cobra.



El rostro de Víctor, desencajado y terrible, mostraba todo el horror de un infierno inventado. Su cadáver apareció retorcido y quebrado por un esfuerzo supremo.Adan, que, mezclado entre la multitud esperaba un desenlace que ya conocía, no pudo evitar mascullar unas palabras:

—No ha sido la serpiente... hace años que le arranqué los colmillos... para que no pudiese hacerme nada.

Después sigilosamente, huyó entre la espantada multitud.