ENCUENTRO EN LAS PROFUNDIDADES - Carlos Sáiz Cidoncha

Había penetrado más que nunca en aquella inexplorada caverna, a profundidades hasta el momento jamás alcanzadas por él mismo, y probablemente por nadie más. Se hallaba en galerías donde el mismo aire sofocaba como si fuera ajeno a la suave atmósfera de la superficie.
Él era un gran espeleólogo y, por eso mismo, sabía hasta donde podía llegar. Hizo una señal en la pared, a manera de signo de victoria, y se preparó a seguir la cuerda en dirección contraria, para salir a la superficie.
Y fue entonces cuando vio la luz.
La luminosidad de su propia linterna estuvo a punto de ahogarla; apenas si pudo advertirla con el rabillo del ojo. Pero se dio cuenta y, para estar aún más seguro, apagó la linterna por un momento.
Sí, allí estaba. Un leve fulgor azulado llegaba desde lo más profundo de la caverna, del lugar a donde se hubiera dirigido de no decidir dar media vuelta.
¿Una luz azul en aquella caverna?
Decidió ir a investigar. No sin cierta aprensión abandonó el cabo de la cuerda y se internó en territorio desconocido, con la linterna apagada para no perder el fulgor azul.
No, aquello no podía ser una salida al exterior a aquella profundidad. Tuvo un instante de inquietud, pensando en algún posible peligro, en alguna hipotética amenaza subterránea. Se detuvo un momento, pero luego se encogió de hombros, escupió y siguió avanzando.
Oyó el zumbido poco después. Zumbido de maquinaria. Y casi al mismo tiempo vio la maquinaria en cuestión.
Era una maquinaria rara, dispuesta en un bloque pulido y reluciente, con muchas pequeñas luces que se encendían y apagaban. La luz azul procedía de un par de grandes lámparas fijas, adosadas también al bloque. El espeleólogo se quedó inmóvil, sin saber que hacer.
¿Qué sería aquello? ¿Una central eléctrica? ¿Algo relacionado con el ejército? ¿Un arma secreta?
Miró a derecha e izquierda, pero no se veía a nadie, ni tampoco ninguna segunda instalación. La máquina estaba simplemente allí, solitaria.
En el instante siguiente sonó la voz. Una voz metálica y totalmente inexpresiva.
—Bienvenido, humano.
Estuvo a punto de dejar caer la linterna, tal susto fue el que se llevó.
—¿Quién está ahí?
—Soy yo.
Escudriñó hasta el último rincón de la galería visible, sin encontrar rastro de presencia alguna. En medio de su estupefacción tuvo la vaga idea que alguien intentaba gastarle una broma pesada, y la cosa no le gustó.
—¿Quién habla? —preguntó—. ¡Vamos, déjese de tonterías y salga!
—No puedo salir de ningún sitio —respondió la voz inexpresiva—. Soy yo, hombre, la máquina.
Algunas piezas articuladas se movieron, y el bloque pulido avanzó un par de pasos.
El espeleólogo soltó una rotunda exclamación.
—¡Un robot!
La máquina se detuvo en su camino y pareció aguardar. El hombre tragó saliva y decidió tomar la iniciativa.
—¿Cómo... cómo te llamas?
—Mi nombre nada te diría, y además dudo que pudieras pronunciarlo. Puedes llamarme A-16.
El espeleólogo iba ya recuperando el aplomo. Aquella era una gran aventura, y la máquina se mostraba amistosa. Incluso podría obtener algún beneficio del asunto.
—¿Te han construido en la Tierra? —preguntó—. ¿De dónde vienes?
—Como sin duda habrás supuesto ya, no tengo origen terrestre. Procedo de allá arriba, más allá de tu atmósfera.
—Del espacio —concluyó el hombre—. ¿Y cómo has venido a parar aquí?
—Cosas de la guerra —replicó el robot—. Hubo una gran batalla, y mi bando perdió. Yo y algunos otros fuimos precipitados aquí. Bueno, todo eso ocurrió, desde luego, hace mucho tiempo. En realidad, antes que la raza humana existiera en este mundo.
—¡Ostras! —se asombró el hombre—. ¿Y has estado aquí escondido todo este tiempo?
—Los de mi condición no conocen el aburrimiento —explicó el robot—. Simplemente nadie me ordenó que saliera de aquí. Así pues no tenía ningún motivo para hacerlo.
El hombre reflexionó un momento.
—¿Quieres decir que si alguien te hubiera ordenado salir lo hubieras hecho?
—Desde luego. Debo comunicarte que estoy programado para servir a los miembros de todas las razas inteligentes, excepto las que me han sido designadas como enemigas.
—¿Y la raza humana, la que puebla la Tierra, te ha sido programada como enemiga?
—Negativo.
El espeleólogo volvió para reflexionar. Aquello parecía un sueño, o una mala película de ciencia-ficción. Ante él tenía a un robot parlante, procedente de alguna olvidada guerra de las galaxias, que se declaraba dispuesto a servirle, a él personalmente. Con los recursos de una ciencia dominadora del espacio, que viajaba entre las estrellas.
Para estar seguro del todo, hizo una nueva pregunta, ya francamente personal.
—¿Eso quiere decir que me servirías a mí, que harías todo lo que yo te pidiera?
—Afirmativo.
El hombre se lamió los labios, mientras sus ojos brillaban de excitación.
—Veamos —dijo—. ¿Qué eres capaz de hacer?
—Te comunico que soy un modelo polifacético y ambivalente —respondió con seriedad la máquina—. Tengo la posibilidad de ayudar a un miembro de raza inteligente de diez mil quinientas cuarenta y dos formas distintas. Mis capacidades exceden probablemente a todo cuanto tú puedes imaginar. Soy...
—Eres un charlatán —se enfadó el hombre—. Yo quiero que me digas algo concreto. ¿Puedes darme poder... riquezas... mujeres...?
El robot pareció vacilar, y su interlocutor casi pudo oír en su interior el girar de ruedecillas y el chirrido de cintas programadas. Bueno, en el caso que un robot superadelantado como parecía ser aquel poseyera tales antiguallas.
—Humano —habló por fin la máquina—: ayudaría mucho que me dejaras escudriñar superficialmente tu mente. Así podría enterarme de tus necesidades y deseos.
—¡Bueno! —rió el hombre—. No tengo ningún secreto que no pueda conocer un saco de tuercas como tú. ¡Permiso concedido!
Hubiera esperado alguna sensación especial, algo así como unos dedos invisibles hurgando en el interior de su cerebro. Pero nada de eso sucedió. Al cabo de unos instantes, el robot dijo simplemente:
—Ya está.
—Muy bien, montón de latas —rió el hombre de buena gana—. ¿Qué has sacado en limpio?
—He extraído un esquema de tus deseos conscientes e inconscientes y he ido acoplando automáticamente a cada uno de ellos en el camino más lógico para darles satisfacción. Corrígeme si me equivoco.
—Vamos a ello.
—Salud y larga vida. Quieres vivir cuanto más tiempo mejor, y estar libre de toda clase de enfermedades. ¿No es cierto?
—Como dices tú: afirmativo.
—Bien, puedo darte un tratamiento de regeneración de células orgánicas de forma que cada una, al morir, sea sustituida por otra de similares características.
—¿Inmortalidad? —preguntó el hombre, esperanzado.
—Negativo. El potencial necesario para ello es superior a infinito, puesto que el factor temporal incluiría el elemento «eternidad» de carácter totalmente irracional. Pero vivirás de cinco a seis veces lo corriente en tu especie. Alrededor de quinientos años. Te verás además libre del proceso de degeneración orgánica denominado «vejez». Puedo mejorar tu físico hasta situarlo en el punto óptimo para los de tu raza. En cuanto a enfermedades, desarrollaré en pocos días un cultivo de anticuerpos mutantes que eliminarán de tu cuerpo cualquier microbio, germen o virus perjudicial que pudieran invadirlo. Nunca sufrirás la menor enfermedad.
—¡Magnífico! —estalló el espeleólogo—. Puedes seguir, mi buen A-17.
—A-16 —corrigió la máquina—. Segundo, lo que los de tu raza llaman «riquezas». Por medio de la transmutación atómica puedo proporcionarte cualquier elemento químico que desees. Oro, plata, platino...
—¿Diamantes?
—¿Carbono cristalizado? Eso es muy fácil. Sólo tendrías que indicarme el tamaño que prefieres.
—¡De los más grandes! —gritó el espeleólogo, entusiasmado—. ¿Qué más puedes ofrecerme?
—Tercero. La inclinación que tienen los humanos hacia sus congéneres del sexo opuesto. Lo que tu mente define como «mujeres». Primera oferta, puedo fabricar en pocos días un androide femenino de las características que desees, perfectamente acomodaticio y atraído hacia tu persona.
—Bueno, pero yo preferiría muchachas reales —los ojos del hombre brillaron de nuevo—. ¡Muchachas de carne y hueso!
—Segunda oferta. Te puedo modificar el sistema glandular de forma que exhales una radiación odorífera indetectable a nivel consciente, pero que atraiga sexualmente a las hembras de tu especie. Lo que tú llamarías «irresistible». Secundariamente, nada me cuesta modificar ligeramente tu aspecto para hacerte... como se diría en tu léxico... «muy guapo». De manera complementaria, una simple radiación excitadora de células reproductoras aumentaría al máximo tu potencia sexual.
—Ofertas aceptadas. Y la del andre... andro...
—Androide.
—Y la del androide femenino también. Me encantaría tener en la cama a Marilyn Monroe.
—Marilyn Monroe..., perdona que penetre en tu mente una vez más. Listo, concepto asimilado. Y prosiguió:
—Cuarto. Sección «poder», la referente a influenciar a un gran número de otros humanos de acuerdo con tu voluntad. Puedo implantar en tu cerebro seudoformaciones orgánicas de tipo psiónico, que te permitan influenciar levemente las mentes de tus semejantes, hasta un nivel de energía... veamos, siete u ocho, en algunos casos.
—¿Quieres decir que podré hipnotizarles?
—Exactamente. Hipnotismo, sugestión de masas, inducción..., y podrás convencer a una o a varias personas de cualquier idea que se te ocurra.
La sonrisa del hombre se hizo feroz.
—¿Y fastidiar a mis enemigos? ¿Hacer trizas a quien me pise los pies? ¿Descalabrar a quien me jorobe?
—Ese es otro punto importante —admitió el robot—, que también he encontrado en tu mente. Con el poder de sugestión que te he mencionado podrás originar, desde luego, accidentes, quizá suicidios. Puedo proporcionarte también ciento doce formas de veneno indetectable, catorce tipos de rayo mortal invisible, tres mil doscientas diecisiete variedades de gérmenes letales.
—¡Basta, basta! —cortó el hombre, con una carcajada—. Eso es más que suficiente. ¡Pues van a enterarse, sí señor! Con tu ayuda voy a ser el amo. ¿Entiendes lo que quiere decir ser el amo? ¡Pues yo voy a serlo!
Se volvió hacia el robot, impaciente.
—¡Bueno! Pues empecemos con todo ese programa.
El robot emitió un zumbido electrónico.
—Tan sólo un momento. Antes debemos solucionar el trámite del efecto de retrocarga.
—¿El efecto de retro... qué?
—Está programado en mis circuitos un proceso de alimentación energética que las razas inteligentes favorecidas deben proporcionar a los de mi clase, cumpliendo el principio filosófico de la compensación cósmica. Debes proporcionarme la energía psiónica de tu naturaleza.
—¡Un momento! —exclamó el espeleólogo, en tono de sospecha—. ¡Ya me imaginaba yo que habría una trampa por algún lado! ¿Qué es exactamente lo que tengo que darte?
—Simplemente poner a mi disposición el componente psíquico de tu esencia. ¿Entiendes? La fuerza energética inmaterial que hace funcionar las células de tu cuerpo y lo conecta con tu inteligencia. La energía de tu personalidad incorporal.
—No entiendo una patata de lo que dices —replicó el hombre—. Dime tan sólo una cosa: ¿qué efecto me producirá la extracción de esa fuerza mental o lo que sea? Porque si me voy a quedar idiota, poco podré disfrutar de todo lo que me has ofrecido.
—No me entiendes —aclaró el robot—. No te voy a quitar nada ahora. Desde luego que ese efecto de retrocarga de energía psiónica no tendrá lugar hasta después que mueras, tras la larga vida que te he prometido.
—¡Ah, eso es distinto! —rió el hombre—. Después que esté muerto como si quieres sacarme el hígado. Para lo que me importará entonces...
—Pues si no te importara, todo está ya aclarado. Si quieres acercarte a mi micrófono central, para perforar la cinta referente al asunto de la retrocarga. Repite conmigo...
A-16 alargó a su jefe la cinta perforada.
—Lo único que siento es que no está firmada con sangre —se disculpó—. No hubiera sido propio...
—¡Al Arcángel con todas esas majaderías pasadas de moda! —rugió alegremente el otro—. Un contrato siempre es un contrato, y un alma siempre es un alma.
Se inclinó, benévolo, hacia su subordinado.
—¡El primer contrato de venta que logramos extender en los últimos trescientos años! —exclamó—. Esa idea tuya de la ciencia-ficción te valdrá un ascenso inmediato al Círculo Inferior.
A-16 había abandonado su forma metálica, adquiriendo su habitual aspecto con cuernos, pezuñas, alas de murciélago y tridente en garra. Aunque sus ideas comerciales eran avanzadas, a su modo seguía siendo un demonio clásico.
—Uno debe trabajar de acuerdo con los tiempos —sonrió modestamente.








Carlos Saiz Cidoncha