Luis María Albamonte (Américo Barrios)
EL REVOLUCIONARIO – Luis María Albamonte (Américo Barrios)
Lo
recordó de repente. Fue algo súbito, inesperado y doloroso.
Como
el aguijonazo de una avispa. Estaba cómodo
en Ganímedes.
Lo importante era que no sentía la necesidad de nada. Eso que estaba
haciendo, pensar libremente, era
una
capacidad que había recuperado silenciando su Omnimemoria, sutil
aparato colocado entrañablemente en algún lugar de su cuerpo. Lo
había destruido de un golpe. Allí,
en Ganímedes, tampoco había sentido necesidad de pensar. El
Omnimemoria había sido su brújula, pero no como las brújulas que,
recordaba, había en la Tierra, y que sólo servían para indicar en
dónde estaba el Norte. Omnimemoria era una brújula de respuestas a
las dudas, una automática rectificación de los desaciertos, un
fijador del rumbo. Y lo que él, Mario Rodelo, había hecho, era un
acto de rebeldía. Había querido liberarse del Pensamiento Madre.
¡Y, entonces, sintió el aguijonazo! Recordó, en seguida, que en la
Tierra había sido un revolucionario.
Había
sufrido mucho en la Tierra. El padre era el más poderoso fabricante
de teléfonos cósmicos. Era un sabio. Ya entonces, los sabios eran,
también, industriales. Y Mario Rodelo, por extensión, disfrutaba de
ventajas destinadas a una casta de
privilegiados. No olvidaba aquella mañana de
la primavera del año 2032. Había salido a caminar y habia visto una
villa miseria. Altos muros la separaban de la ciudad esplendorosa.
Pero la villa miseria era mucho más grande que la ciudad, como si
una araña hubiera atrapado a un elefante en una tela transparente,
leve, pero invencible. Y había sentido el aguijonazo! El mismo que
lo había puesto en rebelión en Ganímedes.
A
veces, los habitantes de la villa miseria salían rumbo a la ciudad,
que tenía un nombre chocante, para ellos, que vivían entre
desperdicios y agua podrida en charcos interminables. La ciudad se
llamaba: Buenos Aires.
En
la villa miseria había médicos, abogados, ingenieros, oficinistas,
con sus mujeres y sus hijos, todos superados por un avance
tecnológico que no habían asimilado o que no habían comprendido.
Eran viejos. Y Mario Rodelo se hahía rebelado en aquella mañana de
la primavera del 2032. Y habló a los amigos. Los sacudió como a
recipientes llenos de cosas sueltas, que resonaban golpeando paredes
metálicas. Había un gobierno de pocos y para pocos. Una vida de
pocos. Los sabios estaban sometidos o acostumbrados.
El
aire tibio se extendía como un ala de paloma en la siesta de los
campos con aisladas edificaciones brillantes cuando Mario Rodelo
encabezó la primera rebelión pidiendo un trato humano para los
sumergidos sociales. Lo apresaron muchas veces. Lo torturaron. Era un
revolucionario, flagelado como Cristo. Pero no lo habían
crucificado. Lo habían enviado a Ganímedes. Allí estaba con su
lugarteniente, Ciro Albrio.
No
tenía clara conciencia de lo que había hecho en Ganímedes ahora
que no dependía del Omnimemoria. Pero estaba hechizado por el color
rosado que estaba en todo, en la vegetación pareja, sin
irregularidades, como dibujada, en viviendas de coincidentes
simetrías. Sí, era el color rosado la suprema fascinación de
Ganímedes. Además, no era solamente un color. Era un pensamiento.
El pensamiento, La conciencia. El alma. La vida. El destino. Y, de
alguna manera, el color rosado era una u otra cosa, según la
circunstancia o la necesidad de Mario Rodelo. ¿Era Dios?
Sabía
que podía lamentar su ausencia, desprenderse del color como una uña
se arranca de un dedo, como una mano se arranca del brazo,
brutalmente.
Y
partieron.
Previamente
Ciro Albrio había constatado el número de pastillas de energía que
llevarían y se asombró:
—¡Son
solamente cincuenta!
—Exactamente
las que necesitamos para llegar a la Tierra —respondió Mario
Rodelo.
¡Volvía
a ser el revolucionario! Quemaba las naves. Quería volver a la
Tierra en donde había nacido para redimir al último sometido por la
injusticia, si es que existía todavía un hombre, o una mujer,
flagelados por la arbitrariedad y el atropello.
No
era una oscuridad uniforme la del Cosmos. Pasaban luces, círculos
que giraban con señales luminosas, titilantes.
Mario
Rodelo escuchaba voces y músicas lejanas, pero clarísimas.
Reconocía las naves más próximas.
—Esa
es la L26-4. Y vuelve de Venus —dijo.
—El
piloto es un mal tipo —agregó Ciro Albrio. —¿Qué es, para vos,
la maldad? —preguntó Mario Rodelo, sorprendido.
—La
maldad es algo que no está y, súbitamente, está y deja un huevo
monstruoso. Como si un dragón del planeta Runcio pusiera un huevo,
en donde vos más quisieras que no hubiese otra cosa que amor, o
sencillamente nada de nada, y en el interior del huevo estuviese todo
lo puerco que va a ocurrir un poco después. Los revolucionarios, a
veces, no creen en esto...
Mario
Rodelo vio las ciudades que brillaban, allá abajo, como monedas
relucientes de aluminio. Como espejos. Creyó que algo inexplicable,
inesperado, deformaba su visión, porque todo era diferente a como
imaginaba que eran las cosas en la Tierra. Las había visto de otra
manera. Las había transitado, había convivido con ellas. ¿Era una
ancha carretera la que unía Buenos Aires con Montevideo, en el río
desecado? También brillaba. No, no era un puente. Era otro espejo
brillante. Todo brillaba, visto desde arriba, pero las cosas fueron
haciéndose opacas, hasta que no vio nada. Pero en un tablero de la
nave se había encendido la voz que llegaba de la Tierra:
"¡Bienvenidos, amigos de Ganímedes!".
Cuando
llegaron a la Tierra, al lugar exacto, Mario Rodelo se asombró. No
reconoció el lugar. Y no se veía a nadie. Había ruinas, solamente
ruinas. Unos escombros brillantes, como de cristal, que relucían al
sol como espejos.
—¡Hemos
hecho una locura! —gritó Ciro Albrio, casi histérico.
La
maleza crecía entre los espejos y había altas columnas de mármol,
y de acero, como las de un templo griego abatido por los siglos.
Hubiera querido ir a la casa en que había nacido, en una avenida
arbolada, por donde pasaban automóviles silenciosos, sin despedir
humo.
—Ocurrió
algo . . . ocurrió algo —decía para sí Mario Rodelo.
—¿Y
ahora? ¿Ahora qué hace un revolucionario? No hay a quién redimir.
No hay nadie. No hay nada. ¡He aquí, demostrada, la locura de
nuestro viaje sin retorno! Moriremos de hambre, de sed ...
Ciro
Albrio estaba descontrolado. Mario Rodelo pensaba: "¿Qué ha
ocurrido? ¿Una guerra? ¿Una explosión? ¿Fuimos invadidos y
dominados y en alguna parte están los sobrevivientes?". Ciro
Albrio advirtió, de pronto, que en un claro resquicio del cerebro
entraba un rayo de luz, como una espada, igual que la luz del Sol
cuando entra en una vieja habitación a través del orificio de bala
de una puerta, o porque se pudre, y está desmoronándose y, por eso
mismo, la luz terminará por entrar como un torrente avasallador en
donde estaba la gran sombra impenetrable. Y allí, en esa luz, Ciro
Albrio se preguntaba solemnemente si no estaba merodeando, sin
querer, nada menos que la madriguera de la verdad, algo que jamás le
había preocupado demasiado, ni siquiera cuando era el lugarteniente
del amigo revolucionario. Pero, ¿no era demasiado tarde para escalar
esa dignidad con que lo tentaba la luz?
Se
serenó. Dijo:
—Caminemos
.. . algo tiene que haber por ahí.
—Vamos.
No, no estamos solos.
Pero,
¿en dónde están ellos? —y gritó—: ¡Eh, hombres, mujeres,
niños, vengo a redimirlos! ¡Es solamente por eso que he regresado!
Mario
Rodelo caminaba con aquella majestad desaliñada de cuando era
muchacho al frente de los obreros que reclamaban un salario más
justo, una vivienda más digna, un trato más humano. Sabía que las
villas miseria habían existido desde siempre, en los suburbios de
todas las ciudades de la Tierra. Las de Buenos Aires habían sido
empujadas más al interior mientras la ciudad crecía hasta que,
súbitamente, la ciudad se encogió. La élite de la ciencia y de los
técnicos era poco numerosa. No necesitaba mucho espacio físico.
Ella era el verdadero Poder, pero estaba subyugada por la Fuerza. Y
ahora, en ese instante, ¿era lo mismo? Los relegados habían ido
convirtiéndose en los nuevos desposeídos. Y en las viviendas se
hacinaron sin medios para repararlas, y se deterioraron. Seguían
llamándose "palomares" en aquel año de 2051 en que había
partido para Ganímedes.
Él,
Mario Rodelo, había sido el gran líder revolucionario, el
reivindicador. Los muchos que lo seguían habían muertos como las
cucarachas, rociados con fluidos mortíferos. Pero los exterminadores
habían llegado de otra parte. Eran los personeros de una potencia
terrestre, extranjera.
Caminaban.
Caminaban. El sol era el de siempre. Había buscado el cénit, y
estaba cayendo en el Oeste lentamente, sostenido por mi silencio
rosado, acariciante. Bajos y duros arbustos les lastimaban las
piernas. Mario Rodelo se detuvo. Dijo:
—Sí,
¡lo presiento! Lo sé. Lo veo . . . ¡Aquí fue! ¡Aquí mismo!
Aquí, en donde están posados mis pies levanté una tribuna. Y hablé
a la multitud contra una desalmada tecnocracia que nos dominaba,
contra la deshumanización de la vida, contra los robots que nos
reemplazaban en el trabajo, contra las máquinas que lo hacían todo.
Y ellos vivaban mi nombre. Y yo hubiera querido morir por ellos, que
tenían sed justicia, que querían seguir siendo seres humanos, y
libres. Y lloré. ¡Ese fue el milagro! ¿Me entendés? ¡Lloré!
Supe positivamente, que yo era un hombre de carne y hueso.
-Estás
llorando . . . Pero ellos se resignaron. ¿Por qué no te
defendieron? ¿Por qué no convirtieron su odio escondido en una ola
de terror para purificar y embellecer la vida, y para ser dignos del
revolucionario que se jugaba por ellos? Ya en el Cosmos, rumbo a
Ganímedes, pensé que no había valido la pena hacer lo que hiciste,
lo que hicimos . . .
—Un
revolucionario no espera nada de los hombres. Espera el triunfo. Un
revolucionario no es un recolector de gratitudes: es un abanderado.
Es un mártir.
Había
árboles frondosos, a lo lejos. Era todo un cementerio de ruinas. Era
la muerte de la muerte. Las palabras revoloteaban como pájaros
azules, invisibles.
Pero
... ¿dónde están ellos? —dijo Mario Rodelo, gritó otra vez: ¡He
regresado!
Después
llegó la noche. Se echaron bajo un viejo roble, hacía calor. Ciro
Albrio dijo, contemplando la Luna:
—¡Cuánto
tiempo que no veíamos la Luna desde la Tierra! La han cambiado. Las
manchas tienen otras formas. Y otro color. Es rosado. ¿Todo lo que
es bello es rosado? ¿Cómo se llamaban aquellos hombres que fueron
los primeros en caminar en la Luna? ...
—Luna,
Luna, Luna ...
—No
te entiendo, Mario: ¿para qué diablos has querido recuperar toda la
memoria? ¿Para esto?
La
vida es memoria. ¡He vuelto a vivir! —Te veo débil, a pesar de
tus gritos, llamando a ellos.., Ahora es cuando me siento más
fuerte, porque vuelvo a tener un plazo para vivir, un límite que no
podré sobrepasar, y es un plazo breve, y lo que quiero hacer tengo
que hacerlo sin titubeos, sin demoras, sin miedos, porque el plazo se
me acaba. Vos ya estás endurecido . . .
—No,
Mario. Soy un decepcionado del hombre, pero te sigo . . . Hasta soy
un decepcionado de mí mismo ahora que he vuelto a ser un hombre.
Había
un lejano rumor de colmena alborotada, pero sutil, que corría en el
horizonte levemente iluminado. La noche estaba abierta como una rosa
negra, inmensa, con extrañas sugerencias.
—Tengo
hambre —dijo Ciro Albrio.
Mario
Rodelo le alcanzó tres pildoras de diferentes colores que Ciro
Albrio ingirió sin necesidad de ayudarse con un líquido. Estaba
habituado a hacerlo. Otras tres ingirió Mario Rodelo.
—Mario,
¿cómo debería llamarte ahora que sos, otra vez, el gran
revolucionario, el redentor? ¿Capitán Mario Rodelo? ¿Jefe?
—Amigo...
Llámame amigo. No hay palabra más bella . . .
Se
durmieron, Cuando la luz de la mañana los despertó Mario Rodelo
recordó que había tenido un sueño inefable. Pensó: "No lo
contaré ahora. Esta noche, cuando estemos por dormirnos, se lo
relataré a Ciro porque le hará bien y se sentirá feliz".
Comenzaron
a caminar.
¿En
dónde están?" "¿En dónde están?", pensaban ambos.
De pronto, los vieron. Eran 100, 200, no más. Gritaban. Era una
dramática sinfonía disonante, pero imponente.
i
Mario Rodelo y Ciro Albrio se detuvieron. Casi al unísono dijeron:
¡Vienen hacia nosotros!
Eran
andrajosos. Barbudos. Largos los cabellos. Andaban descalzos.
Algunos estaban desnudos. Todos flacos, esqueléticos. Eran hombres,
mujeres, niños, aunque todos parecían ancianos. Las pocas energías
que tenían las quemaban para parecer erguidos, altivos, como los
jóvenes generales que Mario Rodelo veía pasar en los desfiles de su
niñez, allá por el año 2020. Y portaban carteles. Muchos carteles.
Un
inmenso cartel decía: "¡Viva Mario Rodelo! ¡El nos guía!".
Y otro: "¡Humanidad o muerte!".
Sí,
tenía razón Ciro Albrio: Mario Rodelo era débil, ahora, porque
lloraba, como hubiera llorado una estatua, valiente sólo porque está
inmóvil, petrificada, sin parpadear, sin un temblor de labios. Pero
lloraba. Vio que entre aquellos seres humanos había ratas, víboras,
pájaros, lagartos, perros, como si los animales, ¡también ellos!,
hubieran juntado las últimas fuerzas para hacer causa común con los
hombres.
—¡He
regresado! —gritó Mario Rodelo.
Tenían
armas. Las miradas eran duras. No era odio. Era algo más hermoso y
terrible. Era una suprema decisión la que brillaba en los ojos de
aquellos despojos humanos.
Alcanzó
a leer otra vez, con orgullo, el cartel que era bandera de lucha:
"¡Viva Mario Rodelo! ¡El nos guía!".
Después
ellos dispararon dos rayos rojos que se clavaron como dos alfileres
en los cuerpos de Mario Rodelo y Ciro Albrio. Y cayeron.
Inmovilizados en el suelo, como dos viejos maderos.
Los
hambrientos los rodearon. Los miraron fijamente a los ojos, abiertos
desmesuradamente por la angustia de estar viendo cada vez un poco
menos. Y querían ver, y escuchar, para comprender. Gritaban.
Después, el jefe dijo:
—¡Se
acabó! ¡Nos rebelamos y estamos jugados! Nos han matado a muchos,
pero lo intentaremos una vez más. No queremos ser objetos de
experimentos, cobayos de laboratorios. No queremos ser los cobayos de
la élite, ni tubos de ensayo mandándonos a las estrellas, a donde
van y experimentan con nosotros, y nos tiran después en los
establos. ¡Ustedes dos, malditos, no regresarán con más cobayos
humanos!
Los
andrajosos levantaron sus puños amenazantes, como gigantes
omnipotentes, mirando el cielo, en donde aparecen, de noche, las
estrellas. Y siguieron su marcha, colgantes los jirones de las ropas,
y con los perros, las víboras, las ratas, los lagartos, todo lo que
había quedado allí.
Una
hoja de diario jugaba en el suelo, movida por la brisa, como si
hubiera estado divirtiéndose, ahí, al alcance de los hombres
tendidos en la tierra reseca. Un gran título, a todo lo ancho de la
página decía: "¡SE HAN REBELADO LOS MISERABLES!". A un
costado, bajo la marca, la fecha: “Año 3659. Era del Mercurio”.
Los
dos moribundos giraron la cabeza. ¡Y la vieron! La ciudad estaba
detrás de una colina y un bosque. Entre ambos quedaba, como una
hendija de una puerta semicerrada.
Por
ese resquicio mezquino la veían. Hacia allí iban ellos, los
esqueléticos, los desnudos, pero altivos, desafiantes, en búsqueda
de la ciudad del Gran Poder para presentarle combate.
Mario
Rodelo no sabía si estaba muriéndose o si entraba en un sueño
profundo que lo llamaba desde el fondo de un viejo aljibe al cual se
asomaba la madre, emocionada, en el museo de la ciudad, en un antiguo
domingo desdibujado en la memoria.
Sintió
que la mano de Ciro Albrio apretaba su mano y presintió
que quería decir algo ...
Después
cayó sobre ellos una sombra impenetrable, pesada como una piedra.
Pero en alguna parte había un tenue
color rosado.
Luis María Albamonte (Américo Barrios)
Luis María Albamonte (Américo Barrios)
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