EL OTRO - Fernando Martín Iniesta
Lo
que más odio de él es cuando pierde su forma humana y se convierte en una
sombra que nace de mis pies y repta por el pavimento; una sombra uniforme,
larga, afilada y difusa, o una sombra gruesa, apelmazada, grotesca y vacilante
que se desplaza de un costado a otro lentamente. Esta sombra es cambiante según
el lugar por donde vaya. En los parques públicos, entre los árboles, cuando el
sol cae a plomo, su color es gris pálido y parece imaterial; en las aceras de
las calles es más parda, huidiza, vacilante y camina herida sobre mis pasos; en
el pasillo de casa, es siempre negra, terrible, amenazadora; en la oficina se
oculta bajo la mesa del escritorio y permanece temerosa de que alguien, alguien
naturalmente que no sea yo, la descubra. Pero hay un lugar donde se convierte en
terrorífica: en el ascensor, porque, entonces, permanece quieta, al acecho, y,
si se pone la debida atención, se la oye incluso respirar.
La
otra cosa que no puedo evitar que me obsesione es su rostro. Se me coloca
delante cada vez que me miro en el espejo. Es un rostro que, a simple vista,
parece impersonal; ninguno de sus rasgos, por sí solos,
podrían definirlo, acaso, los ojos, azules, que, sin las gafas, dan la
sensación de estar muertos, de haber perdido el brillo, o quizá, de brillar
excesivamente sin que las pupilas reflejen ninguna emoción: sólo una vaga
sensación de cansancio o una especie de indiferencia engañosa. Tanto he llegado
a odiar este rostro que, por no verlo, porque no se me aparezca, y ante la
certeza de que siempre estará allí, no me miro en el espejo, lo que me produce
una relativa paz. No fue fácil tomar esta decisión ya que, renunciar a verse
uno por no ver al Otro, tiene sus inconvenientes: poco a poco, se pierde la
imagen que uno tiene de sí, y, esto, a la larga, puede llevarnos a creer que
somos El Otro, o que El Otro nos está suplantado, aparte, naturalmente, de esas
otras desventajas mínimas como tener que aprender a afeitarse a ciegas y
descubrir, sólo por el tacto, donde hemos dejado sin rasurar fragmentos de
barba. Pero esto, a la larga, es siempre una ventaja: se descubre que el tacto
es mucho más sutil que la vista, y es capaz de apreciar y descubrir sensaciones
que jamás podían rebelarse a los ojos.
Estos
ejercicios que yo llamo de «tacto» han sido, para mí, lucidamente reveladores:
me han llevado a deducir dónde acabo yo y dónde empieza el Otro. Cuando, por
ejemplo, coloco las palmas de las manos en la superficie de un cristal, noto
cómo la sensación de frío me despierta, me hace sentirme vivo, y, esta
sensación, es «mía», sólo mía, nunca será del Otro; al coger una taza caliente
de café, sé que ese calor sólo me pertence a mí, nunca al Otro; cuando, en el
baño, se me escapa de entre los dedos la pastilla de jabón, como un reptil
vivo, la sensación de placer que siento, sé que es sólo mía, que nunca será del
Otro. Esta sensación, a veces, es peligrosa, ya que me recuerda la piel de
ella, y... (No quiero ni recordar ni hablar de eso.) Pero sólo dudo unos
segundo ya que, a base de forzados ejercicios mentales, he logrado llegar a la
certeza de que todo aquello pertenece al Otro, y que yo, solamente, he sido un
mero espectador de excepción.
Otra
de las cosas que enerva mi odio hacia él es el sonido de sus pasos. Nunca logro
saber, pese a que ya debiera estar acostumbrado, dónde van a sonar y con qué
clase de sonido. Unas veces, mientras camino por un suelo de gravilla, al cabo
de un buen rato, comienzan a sonar: es un clic-clic que va creciendo en
intensidad; en otras ocasiones, mientras paseo por las losas de las aceras, el
sonido es muy parecido a un silbido, que fuese creciendo y creciendo; en el
brillante y encerrado pavimento de la oficina o del hall de la casa, sus pasos
resuenan como un cloc-cloc, rítmico, que fuese creciendo. Lo desconcertante de
estos sonidos es que nunca se repiten de una manera periódica: hay días,
semanas, meses, que resuenan a todas horas y en todos los lugares, y, en otras
ocasiones, desaparecen por un largo espacio de tiempo.. Estas desapariciones
suelen coincidir con un aumento de la presencia de su sombra.
Otro
aspecto, y para mí insólito de su presencia, es el encuentro en los bolsillos
de mis ropas de una serie de objetos que no me pertenecen y que no puedo
recordar que nunca me hayan pertenecido: una pipa inglesa de brezo, un
mondadientes, una hoja de papel con una dirección, unos incongruentes y
desconcertantes medicamentos... Objetos con los que nunca tuve la más pequeña
relación y con los que —¡estoy seguro!— se me pretende reafirmar su presencia.
Sobre todo, la navaja, de hoja larga, curva y punta fina, que aparece en los
momentos más insospechados, en diferentes bolsillos. Yo nunca he tenido una navaja,
y, desde luego, si hubiese pensado comprar una, estoy seguro, jamás hubiera
sido de esas características. Es una navaja repugnante, uno de esos
instrumentos que parecen haberse fabricado con una finalidad solamente...
He
hablado del tacto, y no lo he hecho de sus manos. Las conozco perfectamente.
Las veo siempre que sucede aquello, y, cualquier persona normal no podría
olvidarlas, mucho menos yo que por más que lo intente las tengo fijadas en mi
mente. Son unas manos
rugosas, finas, de dedos largos y afilados, de uñas cuidadas y recortadas con
esmero y paciencia, casi con mimo. Manos que se deslizan por el aire como si
fueran aves. Manos ágiles que conocen su misión y la cumplen con fatalismo y
con arrogancia, como si estuvieran orgullosas de aquello para lo que parecen
haber sido creadas.
Siempre
he admirado estas manos, aun sabiendo lo que tienen de horribles. Me seduce
aquello que sé que tienen de monstruosas. Me obsesionan y lo confieso. Mientras
su sombra, su rostro, el sonido de sus pasos y los objetos que aparecen en mis
ropas, me torturan, sus manos ejercen sobre mí la terrible fascinación que
dicen tener las supuestas víctimas. Es como una complicidad que no puedo
eludir. Nunca las he tenido que tocar. Pero sé que son frías, de hielo, implacables.
Lo sé porque, a veces, me parece que brillan como si fuesen de acero; un brillo
que no procede de la luz sino de la oscuridad: el brillo terrible de lo
horroroso.
No
sabría decir si estas manos están ligadas a ningún cuerpo. Siempre las he visto
y sentido como naciendo de la oscuridad, desgajadas, volátiles y con un destino
concreto, como si el único punto de unión con algo vivo no estuviera de donde
proceden, sino hacia donde se dirigen...
Ignoro
cuánto tiempo durará este acoso que tengo de El Otro. Pero sí puedo precisar,
con toda claridad, cuando nació: fue hace un par de años. Como todas las
mañanas, salía de casa para ir a la oficina y, en el quiosco de la esquina,
compré el periódico. Mientras aguardaba el autobús eché una ojeada a los titulares:
en la primera página venía la fotografía del cuerpo de una mujer, brutalmente
asesinado a navajazos. Todavía recuerdo el horror que me produjo la noticia y
la repugnancia que sentí en el estómago, una repugnancia que casi me hizo
vomitar, lo que me obligó a cerrar convulsivamente el diario. Hice un gran
esfuerzo para desterrar las imágenes, sin conseguirlo. Cuando llegó el autobús,
al avanzar la cola, oí, por primera vez,
el sonido de sus pasos. Durante el trayecto, al más insignificante movimiento
que hacía para cambiar de posición, aquel sonido, pegajoso, inquietante, me
cercaba. Al llegar a mi parada, en el breve trayecto de apenas un centenar de
metros que tuve que recorrer para llegar a la oficina, los pasos me fueron
siguiendo. Al pisar la mullida alfombra del hall, los pasos se amortiguaron
hasta desaparecer. Cuando tomé el ascensor que, por haber llegado con cierta
anticipación, estaba vacío, surgió, desconcertante, quieta y amenazadora, su
sombra.
Me
senté en la mesa de trabajo, frente a la máquina de escribir y al pulsar las
primeras teclas, sobre el blanco papel, en vez de letras sucesivas, surgieron
imágenes. Imágenes inconcretas, borrosas, deformes en principio que, poco a
poco, se fueron concretando en figuras y hechos, cobrando movimientos y sonidos.
Movimientos como recogidos por una cámara lentamente, súbitamente, que se
fueron acelerando; sonidos balbuceantes, inconcretos que acabaron en un grito
espeluznante de terror, mientras las imágenes se detenían dejando precisar,
sobre una acera, el cuerpo caído de una mujer, con la garganta segada por un
navajazo y un creciente charco de sangre que se extendía, más y más, cada vez
más, sobre el pavimento...
Soy
el único testigo, la única persona que le ha sido posible presenciar unos
hechos acusadores, por lo que, desde entonces, El Otro, el asesino, me acosa y
me vigila constantemente. No. No ha sido necesario que me hable, que me
advierta de lo que haría conmigo si lo delato. No ha sido necesario porque yo
lo comprendo. Y lo temo. De esta extraña y terrible situación ha nacido como un
pacto de silencio que estoy obligado a respetar, como si se tratase de algo de
lo que fuese cómplice. Pero yo sé —lo sé muy bien— que sólo soy testigo, nunca
parte, que nada debo temer, siempre que acepte callar.
Dije
antes que El Otro desaparece durante algún tiempo de mi lado. Cuando esto
acontece, vivo tranquilo
y en paz. La noticia de su regreso la siento como una llamada que me lleva,
impacientemente, hasta el quiosco de los periódicos. Antes de llegar, oigo la
voz del vendedor anunciando «otro horroroso crimen del asesino de la navaja».
Cuando me acerco en busca del diario, el vendedor siempre me lo entrega
doblado, ya que, en la segunda o tercera vez que esto sucedió, al ver la
palidez de mi rostro, el hombre me dijo: «No lo lea. Si puede, no lo lea. En
esta ocasión la víctima, ha sido horriblemente mutilada». El hombre, que conoce
su oficio, por una parte emplea cualquier método para vender ejemplares, por
otra, cuando está seguro que ya tiene un cliente, evita todo aquello que pueda
herirle.
¿Cuántas
veces me he visto acosado por El Otro? Ya, ni puedo precisarlo. Pero han sido
tantas que toda la policía del Distrito está desconcertada y hasta en el
Parlamento se ha hablado de su ineficacia. Una psicosis de terror se ha
apoderado de la ciudad; los dueños de bares y de pubs afirman que, después del
anochecer, ha decrecido de forma alarmante el número de clientes; los
espectáculos nocturnos notan, también, de una forma fehaciente, la escasez de público;
desde los periódicos, la radio y la televisión se hacen llamadas públicas para
la «colaboración ciudadana»; se ha ofrecido una fuerte suma de dinero a quien
facilite alguna pista para detener al «asesino de la navaja».
A
veces, siento la tentación de delatarlo, yo que soy el único que ha podido
presenciar todos sus crímenes y puedo facilitar pistas insospechadas para su
detención. En varias ocasiones, he llegado hasta la puerta de la Comisaría con
este propósito, sin atreverme a entrar, en un último momento. Una vez, el
policía que está vigilando en la entrada, me dijo: «¿Qué hace aquí? Está
prohibido detenerse. Siga su camino». Quise hablar, pero no pude. Rápidamente,
seguido por el sonido de «sus» pasos, y mientras «su» sombra se dividía en cuatro
figuras informes, me marché a casa. Al entrar en el cuarto de baño conla
necesidad imperiosa de lavarme las manos, que sentía sudorosas y ardientes,
después de abrir el grifo, al contemplarme en el espejo, volví a hallar su
rostro y comprendí que nunca sería capaz de delatarlo, aunque he pensado
centenares de veces lo que haría con aquel dinero de la recompensa: marcharme
en busca del sol, del calor, de un paisaje con palmeras gigantes, a un
pueblecito tranquilo, junto al mar por el resto de mi vida, ya que sé —¡estoy
seguro!— que en un lugar luminoso y brillante él no podría seguirme, el
sonido de sus pasos, la deforme monstruosidad de su sombra, la frialdad de sus
manos y la hierática expresión de su rostro, desaparecerían. ¡Desaparecerían
para siempre!
*
* *
Si
me atreviese, si fuera capaz de llegar hasta la Comisaria y delatarlo, dejaría
de acosarme. Su presencia es cada vez más costante y amenazadora. El cerco que
ha puesto en torno mío es asfixiante. Me despierta por las noches y deja colgando
su sombra frente a mí. Sus pasos retumban, cada vez más intensos, en torno mío.
Su rostro se me aparece en cualquier cristal, en el suelo brillante, en un
charco de agua, aunque esté turbia.
¡Es
una lucha feroz a muerte, la que comenzamos a entablar!
El,
El Otro, o Yo.
Hay
que decidirse.
*
* *
Lo
he confesado todo, he dicho todo lo que sé y creen que yo soy El Otro, están
empeñados, porque han encontrado la navaja en mi bolsillo.
No
haré nada por convencerles.
¡Al
fin me veré libre de su presencia! Pero ahora todo el mundo aquí me mira con
odio, me amenaza,
me
aborrece y no sé cuantas cosas quieren hacer conmigo...
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