FIAT MUNDUS - Carlos Gardini


Crear un mundo es una tarea enojosa y agotadora que exige la paciencia de un relojero y la perseverancia de un elefante (no sé por qué un elefante, quizá porque la palabra se me ha pegado, con esa «ele» inicial que si se deja caer coincide exactamente con la trompa de ese animal imposible, por cierto una de las obras maestras de mi padre), pero no hay nada tan satisfactorio, ni siquiera un buen jardín, como ver el conjunto casi terminado, cuando sólo necesita un par de golpes de cincel para despertar de una somnolencia precaria a la perfección de una vida ficticia.
Ahora bastará ese detalle, ese último retoque, para infundir un movimiento propio al mundo populoso y fantástico del que tras tantos esfuerzos me distanciaré con desdén y soberbia. Pero es injusto que yo, sólo por tener esa ocurrencia – magistral, por cierto, e imprescindible, quién podría negarlo – que dará impulso definitivo a una idea vastísima que hasta ahora sólo gozó de una vida potencial, encerrada dentro de sí misma como un feto en la membrana (pero la analogía es más que imperfecta; aunque mi abuelo añadiría, citando a uno de sus propios personajes, que toda analogía es imperfecta), sería injusto, digo, que por contar con ese involuntario privilegio yo negara u olvidara a quienes realizaron el trabajo más arduo y meticuloso. Es verdad que sin mi ocurrencia tantas invenciones serían casi cuerpos sin vida, pero tal vez yo la tuve precisamente porque carezco de imaginación o porque mi imaginación es limitada. Mi mente no está poblada por retablos multitudinarios a los que hay que pintar con diez, cien, mil colores y matices con la exquisitez de un artesano, pero el ojo de mi mente descubre en el acto, en ese mundo que yo sería incapaz de concebir por mi cuenta, el color desleído, el matiz que inevitablemente echa a perder el resto, y da con el tono preciso para volver armónico el conjunto.
¿Qué sería de esos geniales chispazos aislados sin una vocación de síntesis? Todo habría terminado como empezó, en un mero pasatiempo familiar.
La palabra inicial; la que sin duda desencadenó esta manía hogareña y dio el sello distintivo a esta pasión inaudita, fue indudablemente «estepa». Y fue mi abuelo, caminando frente a la nieve arenosa al caer la tarde (cuando cada ventanal de la casa, reflejando el poniente, arrojaba sobre la estepa destellos rosados) quien concibió estepas enormes y desoladas, apropiándose a tal punto de la palabra con ese sentido desfigurado que en nuestra familia pronto dejó de significar un humilde jardín nevado para identificarse, como quería mi abuelo, con la extensión, la soledad y la aridez. Pronto la sola mención de una «estepa» en las cenas familiares terminó evocando un país desmesurado donde campesinos ebrios se revolcaban con princesas lujuriosas, donde seres apasionados por interrogar el universo con preguntas inconcebibles morían congelados en el pescante de un trineo o mataban usureras a hachazos, más un alud de revoluciones y batallas, trenes solitarios humeando en la planicie blanca y campos de confinamiento donde gentes demasiado valerosas o estúpidas purgaban sus disensiones con regímenes políticos sanguinarios. Estepa, como digo, fue la palabra inicial, según las notas de mi abuelo, la palabra clave que por puro magnetismo fue congregando otras alrededor – reales, inventadas o transfiguradas, yo ya no sé distinguirlas porque ese léxico fantástico ha pasado a formar parte de mi lenguaje y mi pensamiento -, que a su vez fueron aglutinando nuevos racimos de palabras y modelando formas inexploradas. Así, un sonido tan simple como «lobo», dos globos de aire separados por una brisa entre los labios, adquirió por asociación con «estepa» los rasgos de un animal cruento que encarnaba todos los horrores de la noche del caos y a la vez se recortaba con un perfil melancólico contra la «luna» que plasmó a fuerza de aullidos y que luego transformamos en un astro también melancólico y estepario.
Mi abuelo empezó sus largas anotaciones una primavera de hace cuarenta años (esta palabra breve y obscena la inventó él, con el descabellado propósito de encapsular el tiempo de ese mundo), juntando en una voluminosa carpeta datos, dibujos, bocetos y reflexiones, uniendo y desmembrando palabras para crear nuevos idiomas o la ilusión de nuevos idiomas. Nuestra casa, Los Jardines (la llamábamos así porque cada parcela en que estaba dividido el terreno era un jardín de una especie completamente distinta del contiguo: los había exuberantes, populosos, despojados, lúgubres, coloridos; de arena, de flores, de rocas, de arbustos, de nieve, de animales pequeños; un síntoma, tal vez, de la predilección de mi familia por los mundos contrastantes y paralelos), estaba en medio de una llanura floreciente que en verano se cubría de hermosa nieve amarilla. En los senderos que separaban un jardín de otro, mi abuelo, caminando de sol a sol, fue perfeccionando la idea de ese mundo seductor y delirante, y también la de consagrarle toda la vida. Mientras él hacía crujir la grava, la estepa inicial se multiplicó en cosmogonías, religiones, imperios, batallas, poemas, eras geológicas, estrellas y cataclismos. Esa pasión demiúrgica literalmente lo consumió, y sé que mi abuela no le perdonó jamás haber descuidado jardines concretos para crear jardines imaginarios, y mucho menos que inculcara en el hijo esas ideas extravagantes. El daño sin embargo estaba hecho, pero mi padre, hombre de más temperamento, resistiría mucho mejor esta tarea agobiante, y nunca descuidó los jardines. En el atardecer, sentado frente al ventanal, tomaba del escritorio las notas de mi abuelo y las iba uniendo y ordenando, tramando una novela gigantesca, un mundo con leyes que después, por caprichos de su fantasía, borraba o alteraba de un plumazo. Una mañana de invierno, por ejemplo, observando la hoja verde y curva del cuna-de-rocío que había plantado en el centro del mayor jardín de la casa, se le ocurrió acabar con los mundos humanos de mi abuelo y crear otro poblado exclusivamente por dragones gigantescos y estúpidos. Luego se arrepintió y decidió extinguirlos, pero se empeñó en que alguien, muchos capítulos después, encontrara los restos de los dragones y hablara deslumbrado de los lagartos de trueno. En noches de embriaguez creó Marco Polos, Napoleones, Quijotes y Cenicientas, y en sobrios crepúsculos concibió Budas, Sócrates y Graham Bells.
A menudo comentaba conmigo cambios, alteraciones y extrapolaciones, y discutíamos los detalles de cada átomo de cada molécula de cada cuerpo de ese mundo antojadizo y ridículo que también a mí terminó por cautivarme, tanto que a menudo nos sorprendíamos hablando sin quererlo en alguno de los idiomas que habíamos inventado y que tal vez terminarían por adueñarse definitivamente de nosotros. Pasábamos noches enteras hablando y escribiendo, y mi padre dio a sus criaturas una consistencia y una solidez que mi abuelo no hubiera logrado jamás con su manía por las fichas y las notas arrevesadas.
Pero la gran idea de mi padre, la que volvió más atractivas a nuestras criaturas y les empezó a dar un primer grado de independencia, fue que sus vidas estuvieran escindidas entre la vida tal como la concebíamos y un segundo estado parecido a la muerte, una especie de sopor como el que precede a la agonía. «Vigilia» y «sueño» – como convinimos en llamar a esa espléndida pareja – se oponían y complementaban. Así volvíamos más complejos y extraños a nuestros homúnculos, capacitándolos para segregar en secreto lo que nosotros producíamos abiertamente: un mundo plagado de admoniciones y señales, en el que quizá – y éste fue uno de mis aciertos – percibían oscuramente nuestra presencia y se esforzaban en vano por comprender nuestros propósitos. Por lo tanto, dedicaban largas «horas» de la «vigilia» a interpretar los «sueños». Era como si llevaran adentro un animal extraño. Ese detalle enriquecía notablemente la trama y le daba un matiz exquisitamente irónico.
Cuando mi padre murió, prácticamente habíamos concluido con nuestro mundo de seres irrisorios, desvalidos, soberbios, poéticos y payasescos, de modo que él agonizó enteramente feliz, seguro de que yo sabría terminar dignamente esa obra vastísima y de que apenas faltaban unas pinceladas para completar lo que habíamos fraguado entre ansiedades y sonrisas cómplices.
Después viví años dedicado exclusivamente a los jardines, con la certeza de que esas pinceladas finales eran mínimas. No había nada más que inventar, bastarían unas pocas palabras para estampar ese trazo definitivo. Por último, en efecto, lo concebí, y lo increíble es que un solo retoque superficial alcance para poner en movimiento una maquinaria tan inverosímil e intrincada, pero hasta ahora inerte. Complicados mecanismos empezarán a chirriar con el impulso de la vida en cuanto yo haya completado esta criatura anónima y necesaria, la que dará a esta ficción el vuelo inspirado, el Adán que despertará con los ojos legañosos a un mundo de solidez sólo aparente. Sin duda ya has sospechado de quién se trata, aunque por cierto lo verás con toda claridad al iniciarse el párrafo siguiente, cuando el último golpe de cincel despierte tus facultades entumecidas, hasta ahora torpes y balbuceantes.
Y ahora, Lector, ahora que ya estás creado, recién nacido a un mundo caótico donde todo está dispuesto para que crezcas y te multipliques, puedo alejarme con infinito alivio.
Ahora seré yo quien se transforme en la ficción agazapada detrás de estas palabras que acaban de despertarte a la vida, llenándote de recuerdos, sensaciones y percepciones ficticias de cosas ficticias. Y si alguna vez estás desesperado no pierdas el tiempo rezándome porque no me encontrarás, no te oiré siquiera. No tengo nada que ver con ese odioso monosílabo que tanto te entusiasma y es sólo la más torpe, la menos acabada de mis invenciones.