EL HERMANO DE LAS MÁQUINAS - Richard Matheson
Salió a la calle soleada y se mezcló con la multitud.
Sus pasos lo fueron alejando de las profundidades del negro tubo. El
rugido distante de las máquinas que trabajaban bajo la superficie de la
tierra salió de su mente para ser reemplazado por los millones de
susurros de la ciudad.
Estaba caminando ya por la calle principal. Hombres de carne y
hombres de acero iban y venían. Sus piernas siguieron moviéndose y sus
pasos se perdieron entre varios otros miles de pasos.
Pasó junto a un edificio que había sido abatido durante la última
de las guerras. Hombres y robots se apresuraban a retirar los escombros
para volver a edificarlo. Sobre sus cabezas se encontraba la nave de
control, y vio a los hombres que vigilaban que el trabajo estuviera bien
hecho.
Se mezcló una y otra vez con la muchedumbre. No había peligro de
que lo vieran. Sólo existía una diferencia en su interior. Los ojos no
la apreciarían nunca. Los postes de visión que habían colocado en todas
las esquinas no podrían percibir el cambio. Tanto su rostro como su
forma eran absolutamente idénticos a las de todos los demás.
Miró al cielo. Era el único que lo hacía. Los demás no se daban
cuenta de la existencia del firmamento. Solamente cuando uno está
destrozado mira al cielo. Vio una nave cohete que pasaba velozmente y
varias naves de control que flotaban en un cielo de un azul intenso, con
algunas nubes algodonosas.
Las personas, de ojos estúpidos, lo miraron con desconfianza y
prosiguieron su camino. Los autómatas de rostro claro no hicieron ningún
signo. Producían un ruido sordo al pasar a su lado, manteniendo sus
envoltorios y sus paquetes en largos brazos de metal.
Bajó los ojos y siguió andando «Los hombres no pueden mirar al cielo», pensó. «Es sospechoso mirar al cielo».
—¿Quiere usted ayudar a un pobre inválido?
Hizo una pausa y sus ojos se posaron sobre la carta que se encontraba en el pecho del hombre.
Ex piloto del espacio. Ciego. Mendigo legalizado.
Con la firma y el sello del Comisario de Control. Le colocó la mano
en el hombro al ciego. El hombre no dijo nada, pero continuó su camino,
haciendo que su bastón resonara contra el bordillo de la acera, hasta
perderse de vista. No estaba permitido pedir en aquel sector. No
tardarían en descubrirlo.
Dejó de mirar al mendigo, y siguió su camino. Los postes de visión
lo habían visto detenerse y colocar una mano sobre el hombro del ciego.
No estaba permitido detenerse en las calles comerciales ni tocar a otra
persona.
Pasó junto a un distribuidor mecánico de noticias y, moviendo la
palanca, sacó una hoja. Continuó su camino, manteniendo la hoja de papel
ante sus ojos.
Suben los impuestos. El presupuesto militar aumenta. Los precios suben.
Esas eran las cabezas de los artículos. Dio vuelta al periódico. En
la parte posterior había un editorial que explicaba por qué las fuerzas
de la Tierra se habían visto forzadas a destruir a todos los marcianos.
Algo pasó en su interior y cerró los puños con fuerza. Siguió pasando junto a sus compatriotas, tanto hombres como autómatas.
«¿Qué distinción hay ya entre unos y otros?», se preguntó. Las
clases bajas hacían los mismos trabajos que los autómatas. Caminaban o
conducían juntos por las calles, transportando o entregando encargos.
«Ser un hombre», pensó, «ya no es una bendición, un motivo de
orgullo o una suerte». Solamente eran hermanos de las máquinas,
utilizados y destruidos por hombres invisibles que mantenían los ojos
fijos en sus pantallas de vigilancia y los puños cerrados en naves que
colgaban sobre las cabezas de todos, esperando para atacar a la
oposición.
Cuando se le ocurría a uno pensar, algún día, lo que sucedía en realidad, comprendía que no había razón para continuar adelante.
Se detuvo a la sombra y parpadeó varias veces. Miró al escaparate de una tienda. Había pequeñas criaturitas en una caja.
Cómprele a su hijo criaturas de Venus, decía la inscripción.
Miró a los ojos a los pequeños seres llenos de tentáculos y vio en
ellos inteligencia y miseria. Y continuó su camino, avergonzado de lo
que un pueblo podía hacerle a otro.
Algo ocurrió en el interior de su cuerpo. Se tambaleó un poco y se
apretó la cabeza con las manos. Sus hombros se inclinaron hacia
adelante. «Cuando un hombre está enfermo», pensó, «no puede trabajar. Y
cuando no puede trabajar, no lo quieren».
Se salió de la acera dando un paso sobre la calzada, y un enorme camión de Control se detuvo a unos centímetros de él.
Se alejó apresuradamente y se lanzó hacia la acera. Alguien gritó y
él echó a correr. Ahora, las células fotoeléctricas lo perseguirían.
Trató de perderse entre la multitud que se movía incesantemente. Las
personas continuaban su camino, y sus rostros y sus cuerpos eran como
una mancha interminable.
Ahora estarían buscándolo. Cuando un hombre saltaba a la calle
frente a un vehículo, se hacía sospechoso. No se permitía desear la
muerte. Tenía que huir antes de que lo atraparan y lo mandaran al Centro
de Ajuste. La idea le parecía intolerable.
Personas y autómatas pasaban a su lado, eran mensajeros y
repartidores: la clase más baja de una Era. Todos iban a alguna parte.
Entre todos aquellos miles de seres que se desplazaban, solamente él no
tenía lugar adonde ir; no tenía ningún paquete que entregar, ni ningún
cometido de esclavo que llevar a cabo. Caminaba a la deriva.
Calle tras calle, manzana de casas tras manzana de casas. Sintió
que su cuerpo temblaba. Iba a desplomarse muy pronto, sintió. Se sentía
débil. Deseaba detenerse, pero no podía hacerlo. No en ese momento. Si
se detenía y se sentaba a descansar, lo detendrían y lo llevarían al
Centro de Ajuste. No deseaba ser ajustado. No deseaba que volvieran a
convertirlo en una máquina estúpida. Era mejor sentir la angustia y
comprender.
Se tambaleó. En su cerebro se produjo algo como un redoble de
tambores. Los ojos de neón le hacían guiños cuando pasaba cerca de
ellos.
Trató de caminar en línea recta, pero las fuerzas lo abandonaban.
¿Lo estaban siguiendo? Era preciso que tuviera cuidado. Mantuvo su
rostro sin expresión y continuó caminando tan rápidamente como le era
posible hacerlo.
La articulación de una rodilla se le puso rígida, y cuando iba a
frotársela con la mano una nube de obscuridad se elevó del suelo y lo
envolvió. Tropezó contra una ventana cuadrada de cristal.
Sacudió la cabeza y vio a un hombre que lo miraba desde el
interior. Se alejó. El hombre salió a la acera y lo miró con temor. Las
células fotoeléctricas se fijaron en él y lo siguieron. Tenía que
apresurarse. No podían hacerlo regresar para que todo recomenzara otra
vez. Prefería la muerte.
Tuvo una idea repentina. Agua fría. ¿Sólo para beber?
«Voy a morir», pensó. «Pero sabré por qué voy a morir, y eso será
diferente. He dejado el laboratorio donde, diariamente, me dedicaba a
hacer cálculos sobre bombas, gases y líquidos bacterianos.
»Durante todos esos largos días y noches interminables en que
estuve trabajando para la destrucción, la verdad se estaba haciendo en
mi cerebro. Las conexiones se estaban debilitando, las doctrinas
fallando conforme luchaba el esfuerzo contra la apatía.
«Y finalmente, algo cedió, y todo lo que quedó fue cansancio, conocimiento de la verdad y un inmenso deseo de estar en paz».
Ahora había escapado y no regresaría nunca. Su cerebro se había rebelado de una vez por todas, y no volverían a ajustárselo.
Llegó al parque de los ciudadanos, último lugar para los ancianos,
los lisiados y los inútiles. Allí podían esconderse, reposar y esperar
la muerte.
Entró por la enorme puerta y miró los altos muros que se elevaban
por todos lados, hasta perderse de vista. Eran los muros que ocultaban
la fealdad a los ojos de los que vivían en el exterior. Allí se
encontraba seguro. No les importaba que un hombre muriera dentro del
parque de ciudadanos.
«Esta es mi isla», pensó. «He encontrado un lugar silencioso. No
hay aquí células fotoeléctricas de prueba ni oídos que escuchen. Las
personas pueden sentirse libres en este lugar».
Las piernas le flaquearon repentinamente a causa de la debilidad, y
se apoyó en un árbol muerto y ennegrecido. Luego, se desplomó sobre las
hojas que había en el suelo y quedó tendido.
Un anciano se acercó y lo miró con suspicacia. Luego continuó su
camino. No podía detenerse a hablar, puesto que las mentes eran siempre
las mismas, aun cuando fallaba algo.
Dos damas ancianas pasaron a su lado. Lo miraron y se susurraron
algo una a la otra. No era un anciano. No le permitían estar en el
parque de los ciudadanos. Era posible que la Policía de Control lo
siguiera. Había peligro, y las ancianas se apresuraron a alejarse,
mirando por encima de sus hombros delgados. Cuando se acercó a ellas, se
dieron prisa en trepar a la colina.
Echó a andar. A lo lejos oyó una sirena. Era la sirena potente y
aguda de los automóviles de la Policía de Control. ¿Lo estaban siguiendo
a él? ¿Sabían que se encontraba allí? Apresuró el paso, haciendo que su
cuerpo se contorsionara, mientras ascendía por la ladera de una colina y
descendía al otro lado. «El lago», pensó, «estoy buscando el lago».
Vio una fuente, descendió la ladera y se detuvo frente a ella.
Había un anciano inclinado sobre la fuente. Era el hombre que había
pasado antes a su lado. Los labios del anciano captaban el chorrito de
agua que manaba de la fuente.
Permaneció inmóvil, temblando. El anciano no se había dado cuenta
de que se encontraba allí. Bebía interminablemente. El agua se
dispersaba y brillaba bajo la luz del sol. Sus manos se extendieron para
asir al anciano; éste sintió que lo tocaba y se apartó prestamente; el
agua le corría sobre la barba blanca. Retrocedió, mirándolo con los ojos
muy abiertos. Se volvió rápidamente y se alejó.
Vio que el anciano corría y luego se inclinó sobre la fuente. Se
llenó la boca de agua, la paseó de un carrillo al otro y finalmente la
expulsó, debido a que carecía de gusto.
Repentinamente se enderezó, sintiendo como una
quemadura en el pecho. El sol se obscureció ante sus ojos y el cielo se
puso negro. Comenzó a tambalearse, mientras su boca se abría y se
cerraba. Se acercó al borde del camino y cayó de rodillas sobre el suelo
seco y duro.
Se arrastró un poco, a cuatro patas, sobre la hierba muerta, y cayó
de espaldas con el vientre triturado, mientras el agua le corría por el
mentón.
Permaneció inmóvil, mientras el sol hacía brillar su rostro y él lo
miraba parpadeando. Entonces, levantó las manos y se cubrió los ojos
con ellas.
Una hormiga corrió sobre una de sus muñecas. La miró de minera
estúpida, la colocó entre dos de sus dedos y la aplastó hasta formar una
pulpa.
Se sentó. No podía quedarse allí. Era posible que estuvieran ya
buscándolo en el parque, registrando las colinas con sus ojos fríos,
moviéndose como una oleada terrible sobre aquel último reducto en donde
se les permitía pensar a los hombres, si eran capaces de hacerlo.
Se puso en pie y se tambaleó un poco, torpemente, antes de seguir el camino, buscando el lago.
Dio vuelta en un recodo y siguió una línea serpenteante. Oyó
silbatazos y un disparo a lo lejos. Lo estaban buscando a él. Incluso en
el parque de los ciudadanos, donde pensaba poder escapar y encontrar el
lago en paz.
Pasó cerca de un tiovivo silencioso. Vio los pequeños caballos de
madera en posturas alegres, galopando sin moverse, atrapados en el
tiempo. Eran verdes y anaranjados, con pesadas campanillas, y estaban
cubiertos de polvo.
Llegó a un camino que descendía y lo siguió. Había paredes grises
de piedra a ambos lados. Se oían sirenas por todas partes. Sabían que
estaba perdido y se estaban acercando para detenerlo. Los hombres no
podían escapar. Nadie lo había logrado.
Atravesó corriendo la carretera y siguió por un sendero. Se volvió y
vio a lo lejos hombres que corrían. Llevaban uniformes negros y le
hacían señas con los brazos levantados. Apresuró el paso, haciendo que
sus pies se posaran sin descanso sobre el camino de concreto.
Abandonó el sendero, subió por la ladera de una colina y se
desplomó sobre la hierba. Se arrastró hasta unos matorrales de hojas
rojizas y observó, presa del vértigo, cómo los hombres de la policía
pasaban a su lado.
Luego se puso de pie y siguió adelante, cojeando, con la vista fija al frente.
Por fin, vio reverberar las aguas transparentes del lago. Apresuró
el paso, tropezando y tambaleándose. Ya no le quedaba mucho camino por
recorrer. Cortó por un campo. El aire estaba impregnado del fuerte olor
de la hierba que se pudría. Aplastó las ramas de los arbustos a su paso,
se oyeron gritos y alguien disparó un arma de fuego. Se volvió a mirar y
vio a los hombres que corrían tras él.
Se metió en el agua, cayendo sobre el pecho y haciendo un ruido
seco. Se abrió camino hacia adentro, caminando sobre el fondo hasta que
el agua le cubrió el pecho, los hombros y la cabeza. Continuó caminando
hasta que el agua le entró por la boca, llenó su garganta, hizo que su
cuerpo se hiciera pesado y se desplomó en el fondo.
Sus ojos estaban muy abiertos cuando se desplomó lentamente hacia
adelante, hasta que su rostro quedó enterrado en el légamo del fondo.
Sus dedos se cerraron sobre el sedimento y no se movió más.
Más tarde, la Policía de Control lo sacó del agua, lo metió en el camión negro y se alejó.
Dentro, el técnico abrió la compuerta y sacudió la cabeza al ver las bobinas entrelazadas y la maquinaria llena de agua.
—Se estropean —murmuró, mientras hacía pruebas con pinzas y
ganzúas—. Se rompen, se creen hombres y se dedican a vagar sin rumbo
fijo. ¡Qué lástima que no trabajen tan bien como las personas!
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