EL AUGE DE LA BOSTA DE VACA - Damon Knight
Los dos extraterrestres miraron tranquilamente los carteles. Ambos
tenían piel lisa y púrpura, y pequeños ojos amarillos. Llevaban
trajes grises de tweed. Sus cuerpos tenían forma casi humana, pero
no se les podía ver la barbilla, que cubrían con bufandas
anaranjadas.
Martha Crawford se apresuró a salir de la casa para atender el
puesto de cestos, secándose las manos en el delantal. Detrás
apareció Llewellyn Crawford, su marido, masticando palomitas de
maíz.
– ¿Señor, señora? – preguntó nerviosamente Martha. Con una
mirada le pidió ayuda a Llewellyn, que le palmeó el hombro. Ninguno
de ellos había visto jamás a un extraterrestre a tan poca
distancia.
Uno de los extraterrestres, al ver a los Crawford detrás del
mostrador, bajó despacio del coche. El hombre, o lo que fuera,
fumaba un cigarro a través de un agujero en la bufanda.
– Buenos días – saludó la señora Crawford, nerviosa -.
¿Cestos? ¿Curiosidades?
El extraterrestre pestañeó con solemnidad. El resto de su cara
no cambió. La bufanda le ocultaba la barbilla y la boca, si las
tenía. Algunos decían que los extraterrestres no tenían barbilla,
otros que tenían en su sitio algo tan repelente y atroz que ningún
ser humano podría soportar el espectáculo. La gente los llamaba
«hercus», porque venían de un sitio llamado Zera Herculis.
El hercu miró un rato los cestos y las baratijas que pendían
sobre el mostrador, sin dejar de fumar su cigarro. Luego, con voz
confusa pero comprensible, dijo:
– ¿Qué es eso?
Señalaba hacia abajo con una mano callosa, de tres dedos.
– ¿El indiecito? – preguntó Martha Crawford, con una voz que
terminó en un chillido -. ¿O el calendario de cáscara de abedul?
– No, eso – dijo el hercu, volviendo a señalar hacia abajo.
Esta vez los Crawford se asomaron por encima del mostrador y vieron
que lo que indicaba era una forma grisácea, chata y redonda que
había en el suelo.
– ¿Eso? – preguntó dubitativamente Llewellyn.
– Eso.
Llewellyn Crawford se sonrojó.
– Bueno… eso es una bosta de vaca. Una de las vacas se apartó
ayer del rebaño, y debe haber hecho eso ahí sin que yo me diera
cuenta.
– ¿Cuánto vale?
Los Crawford miraron al hombre, o lo que fuera, sin comprender.
– ¿Cuánto vale qué? – preguntó al fin Llewellyn.
– ¿Cuánto vale – gruñó el extraterrestre – la bosta de
vaca?
Los Crawford se miraron entre sí.
– Yo nunca oí… – comenzó a decir Martha en voz baja, pero
su marido la hizo callar.
Llewellyn carraspeó.
– ¿Qué le parece unos diez cen…? Bueno, no quiero
engañarlos… ¿Qué le parece veinticinco centavos?
El extraterrestre sacó una enorme bolsa repleta de monedas y dejó
veinticinco centavos sobre el mostrador, y le murmuró algo a su
compañera.
Esta salió del coche con una caja de porcelana y una pala con
mango de oro. Con la pala, la mujer – o lo que fuera – recogió
cuidadosamente la bosta y la depositó en la caja.
Ambos extraterrestres entraron luego en su coche y arrancaron con
un zumbido de turbinas y una nube de polvo.
Los Crawford vieron cómo se alejaban, luego miraron el brillante
cuarto de dólar que había sobre el mostrador. Llewellyn lo recogió
y lo hizo saltar en la palma de la mano.
– Bueno… ¿qué te parece? – sonrió.
Toda esa semana las carreteras estuvieron colmadas de
extraterrestres con sus largos y relucientes automóviles. Iban a
todas partes, lo veían todo, todo lo pagaban con monedas recién
acuñadas y con billetes flamantes.
Había gente que hablaba mal del gobierno por haberles permitido
entrar, pero beneficiaban el comercio y no causaban ningún problema.
Algunos se proclamaban turistas, otros estudiantes de sociología en
viaje de estudios.
Llewellyn Crawford fue hasta el pastizal vecino y recogió cuatro
bostas para depositarlas cerca del mostrador. Cuando vino el próximo
hercu Llewellyn pidió, y obtuvo, un dólar por cada una.
– ¿Pero para qué las quieren? – gemía Martha.
– ¿Qué nos importa? – decía su marido -. ¡Ellos las
quieren y nosotros las tenernos! Si vuelve a llamar Ed Lacey, por ese
asunto de la hipoteca, dile que no se preocupe.
Despejó el mostrador y exhibió en él la nueva mercadería.
Subió el precio a dos dólares, luego a cinco.
Al día siguiente hizo preparar un nuevo cartel: BOSTAS.
Una tarde de otoño, dos años más tarde, Llewellyn Crawford
entró en la sala, tiró el sombrero en un rincón y se dejó caer en
una silla. Por encima de los anteojos miró el enorme objeto circular
– exquisitamente pintado con anillos concéntricos de azul, naranja
y amarillo – que había sobre la repisa. Un observador casual podía
haberlo considerado una pieza de museo, una genuina bosta de concurso
pintada en el planeta Herculis; pero en realidad la había pintado y
armado la señora Crawford, siguiendo el ejemplo de muchas damas
contemporáneas con pretensiones artísticas.
– ¿Qué te pasa, Lew? – preguntó la señora Crawford con
aprensión. Llevaba un nuevo peinado, y lucía un vestido hecho en
Nueva York, pero parecía alterada y ansiosa.
– ¡Qué pasa, qué pasa! – gruñó Llewellyn -. Ese viejo
Thomas está loco, eso es lo que pasa. ¡Cuatrocientos dólares la
cabeza! Ya no puedo comprar vacas a un precio decente.
– Pero Lew, ya tenemos siete rebaños, ¿no es así? Además…
– Necesitamos más para afrontar la demanda, Martha – dijo
Llewellyn, incorporándose -. Dios mío, pensé que te darías
cuenta. La bosta tipo reina se va a quince dólares, y no tenemos
cantidades suficientes, y la emperador a mil quinientos. Si tenemos
la suerte…
– Es raro, pero nunca se nos había ocurrido pensar que hubiese
tantas clases de bostas – dijo Martha, nostálgicamente -. La
emperador… ¿es ésa que tiene la doble espiral?
Llewellyn recogió una revista, con un gruñido.
– Quizá las podamos cambiar un poco v…
Los ojos de Llewellyn se iluminaron.
– ¿Cambiarlas? – exclamó -. No… ya lo intentaron. Lo leí
aquí mismo, ayer.
Le mostró un ejemplar de El bostero norteamericano, y comenzó a
pasar las satinadas páginas.
– Bostagramas – leyó en voz alta -. Cómo conservar las
bostas. La lechería: un provechoso negocio lateral. No. Ah, aquí
está. El fracaso de las bostas falsas. Mira, aquí dice que un tipo
de Amarillo consiguió una emperador y fabricó un molde de yeso.
Después metió en el molde un par de bostas comunes… aquí dice
que eran tan perfectas que nadie veía la diferencia. Pero los hercus
no las compraron. Ellos se daban cuenta.
Tiró la revista, y se volvió para mirar los establos por la
ventana trasera.
– ¡Ahí está otra vez ese idiota en el patio! ¿Por qué no
trabaja?
Llewellyn se incorporó, abrió la persiana y gritó:
– ¡Hey, Delbert! ¡Delbert! – y aguardó -. Además es sordo
– refunfuñó.
– Le iré a avisar que quieres… – comenzó a decir Martha,
quitándose el delantal.
– No, deja… voy yo. Hay que estarles encima todo el tiempo.
Llewellyn salió por la puerta de la cocina y cruzó el patio
hasta donde estaba un joven delgaducho, sentado en una carretilla,
comiendo lentamente una manzana.
– ¡Delbert! – dijo Llewellyn, exasperado.
– Ah… hola, señor Crawford – dijo el joven, sonriendo y
mostrando el hueco de la dentadura. Dio un último mordisco y tiró
el hueso de la manzana. Llewellyn lo siguió con la vista. Como le
faltaban los dientes de delante, los huesos de manzana que arrojaba
Delbert no se parecían a nada de este mundo.
– ¿Por qué no llevas bostas al mostrador? – preguntó
Llewellyn -. No te pago para que te sientes en una carretilla,
Delbert.
– Llevé algunas esta mañana – dijo el muchacho -. Pero Frank
me dijo que las trajera de vuelta.
– ¿Frank qué?
Delbert hizo una seña afirmativa.
– Me dijo que sólo había vendido dos. Pregúntele si miento.
– Ahora mismo – gruñó Llewellyn. Giró sobre los talones, y
volvió a cruzar el patio.
En la carretera se había detenido un coche largo, cerca del
mostrador, detrás de una destartalada camioneta. Arrancó cuando
Llewellyn se acercaba, y en ese momento llegó otro. Cuando Llewellyn
estaba llegando al puesto, el extraterrestre regresó a su automóvil,
que se alejó en seguida.
Sólo quedaba un cliente, un granjero de largas patillas con
camisa a cuadros. Frank, que atendía el mostrador, se apoyaba
cómodamente en un codo. A sus espaldas, los exhibidores estaban
colmados de bostas.
– Buenos días, Roger – dijo Llewellyn con fingido placer -.
¿Cómo anda tu familia? ¿Qué te vendemos, una linda bosta?
– Bueno, no sé – dijo el hombre de las patillas, frotándose
el mentón -. A mi mujer le gustaba ésa – señaló una enorme y
simétrica que había en el estante del centro -. Pero a estos
precios…
– Más barato no se puede, Roger. Es toda una inversión –
dijo enfáticamente Llewellyn – Frank, ¿qué compró ese último
hercu?
– Nada – dijo Frank. De la radio que tenía en el bolsillo
salía un persistente zumbido musical -. Sacó una foto del puesto y
se fue…
– Bueno, ¿y el anterior?
Se oyó un zumbido de turbinas, y un automóvil largo y reluciente
frenó a sus espaldas. Llewellyn se volvió. Los tres extraterrestres
del coche usaban sombreros rojos de fieltro, cubiertos de cómicos
botones, y llevaban insignias de Yale. Tenían los trajes grises de
tweed cubiertos de confetti.
Uno de los hercus salió y se acercó al puesto, fumando un
cigarro por el agujero de la bufanda anaranjada.
– ¿Sí, señor? – dijo enseguida Llewellyn, uniendo las manos
e inclinándose levemente hacia adelante -. ¿Una linda bosta?
El extraterrestre miró los objetos grisáceos que había detrás
del mostrador; guiñó los ojos amarillos, e hizo un curioso ruido
con la garganta. Tras un instante, Llewellyn decidió que eso era
risa.
– ¿Qué hay de gracioso? – preguntó, mientras su propia
sonrisa se desvanecía.
– Nada – respondió el extraterrestre -. Me río porque soy
feliz. Mañana me voy a casa… nuestro viaje de estudios terminó.
¿Puedo sacarle una foto?
Alzó una pequeña cámara en una garra purpúrea.
– Bueno, creo que… – dijo Llewellyn con voz vacilante -. En
fin, ¿dice usted que regresa? ¿Quiere decir que se van todos? ¿Y
cuándo volverán por aquí?
– Nunca – respondió el extraterrestre; apretó la cámara,
sacó la fotografía, la miró, murmuró algo y la guardó -. Les
agradecemos esta interesante experiencia. Adiós.
Dio media vuelta y regresó al coche. El coche se alejó envuelto
en una nube de polvo.
– Toda la mañana fue así – dijo Frank -. No compran nada…
lo único que hacen es sacar fotos.
Llewellyn comenzaba a ponerse nervioso.
– ¿Crees que lo dijo en serio? ¿Que se van todos?
– Así lo anunció la radio – respondió Frank -. Y Ed Coon
volvió de Hortonville, y anduvo por aquí esta mañana. Dijo que no
había vendido ni una bosta desde anteayer.
– Bueno, no entiendo – dijo Llewellyn -. No pueden irse así
como así… – Le temblaban las manos. Las metió en los bolsillos
-. Oye, Roger – le dijo al hombre de las patillas -. ¿Cuánto
pagarías por esa bosta?
– Bueno…
– Vale diez dólares, ¿sabes? – dijo Llewellyn,
acercándosele. En su voz había ahora solemnidad -. Es una bosta de
primera, Roger.
– Lo sé, pero…
– ¿Qué te parece siete y medio?
– En fin, no sé. Podría pagarte… digamos cinco dólares.
– Vendida. Envuélvesela, Frank.
Miró cómo el hombre de las patillas se llevaba su trofeo a la
camioneta.
– Rebájalas, Frank – dijo con voz débil -. Saca lo que
puedas.
El trajín del largo día casi había terminado. Abrazados,
Llewellyn y Martha Crawford miraban cómo los últimos clientes se
alejaban del puesto de bostas. Frank limpiaba los estantes. Delbert,
reclinado contra el mostrador, comía una manzana.
– Es el fin del mundo, Martha – dijo Llewellyn, agobiado, con
lágrimas en los ojos -. ¡Bostas de la mejor calidad vendidas por
miserables centavos!
Las luces de un automóvil largo y chato perforaron la penumbra.
Se detuvo junto al puesto: dentro se veían dos criaturas verdes con
impermeables; por los agujeros de los sombreros chatos y azules les
sobresalían unas plumíferas antenas. Una de ellas descendió y se
acercó al puesto, con movimientos extraños y acelerados. Delbert,
boquiabierto, dejó caer el hueso de la manzana.
– ¡Serpos! – susurró Frank, inclinándose hacia Llewellyn -.
Escuché en la radio que. habían llegado. La radio dijo que eran de
Gamma Serpentis.
La criatura verde examinaba los estantes a medio vaciar. Unos
párpados callosos se movían sobre pequeños ojos brillantes.
– ¿Bostas, señor… señora? – preguntó nerviosamente
Llewellyn -. Ya no nos quedan muchas, pero…
– ¿Qué es eso? – preguntó el serpo en un susurro señalando
hacia el suelo con una garra.
Los Crawford miraron. EL serpo señalaba una cosa amorfa y nudosa
tirada junto a la bota de Delbert.
– ¿Eso? – preguntó Delbert, empezando a revivir -. Eso es un
hueso de manzana. – Miró a Llewellyn, y una luz de inteligencia
pareció avivarle los ojos -. Renuncio, señor Crawford – dijo,
pronunciando las palabras con claridad, y luego se volvió hacia el
extraterrestre -. Es un hueso de manzana Delbert Smith – aclaró.
Llewellyn, estupefacto, vio como el serpo sacaba una billetera y
daba un paso adelante. El dinero cambió de manos. Delbert tomó otra
manzana y empezó, con todo entusiasmo, a trabajarla.
– Oye, Delbert – dijo Llewellyn, apartándose de Martha; le
temblaba la voz, se aclaró la garganta -. Me parece que tenemos aquí
un buen negocio. Si fueras listo alquilarías este puesto…
– No, señor Crawford – dijo Delbert con indiferencia, con la
boca llena de manzana -. Imagínese: me voy a lo de mi tío, que
tiene un huerto…
El serpo miraba y daba vueltas al hueso de manzana y emitía
pequeños chillidos de admiración.
– Usted sabe, hay que estar cerca de la fuente de abastecimiento
– dijo Delbert, meneando sabiamente la cabeza.
Llewellyn sintió que le tiraban de la manga. Se giró: era Ed
Lacey, el banquero.
– ¿Qué pasa, Lew? Estuve tratando de hablar contigo toda la
tarde, pero tu teléfono no contestaba. Es por ese asunto de tu
garantía sobre los préstamos…
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