El Tape Burgos era un troperito que se había conchabado en Chacabuco para un arreo de
hacienda hasta Entre Ríos. Salieron a la madrugada y a las pocas leguas
se les vino encima una tormenta. Burgos trabajó a la par de todos para
que no se desparramaran los animales y al final salvó a un ternero
guacho que se había quedado clavado en un costado, con las patas
abiertas en medio del viento y de la lluvia. Lo levantó sin bajarse del
caballo y lo acomodó en la montura. El animal se debatía y Burgos lo
sujetó con una sola mano y después se metió entre la tropa y lo dejó a
salvo en el piso. Lo hizo para mostrar su destreza, casi como una
compadrada, y enseguida se arrepintió porque ninguno de los hombres lo
miró ni hizo el menor comentario. Olvidó el incidente, pero lo fue
ganando la extraña sensación de que los otros tenían algo contra él.
Solo le hablaban si tenían que darle una orden y nunca lo incluían en
las conversaciones. Actuaban como si él no estuviera. A la noche se iba a
dormir antes que nadie y tirado entre las mantas los veía reír y hacer
chistes cerca del fuego; le parecía vivir un mal sueño. En sus dieciséis
años de vida no se había encontrado nunca en una situación igual; había
sido maltratado, pero no ignorado y desconocido. La primera parada
larga fue en Azul, adonde llegaron bien entrada la tarde de un sábado.
El capataz dijo que iban a pasar la noche en el pueblo y que seguirían
viaje a mediodía. Metieron los animales en un campito, al que todos
llamaban el corral de la iglesia, en la entrada del pueblo. Se decía que
antiguamente se levantaba una capilla en ese lugar, pero que los indios
la habían destruido en el malón grande de 1867. Quedaban unas paredes
al aire que servían de tapia para el corral donde se encerraba a los
animales. A Burgos le pareció ver la forma de una cruz entre los
ladrillos donde crecían los yuyos. Era un hueco de luz en la pared,
marcado por la claridad del sol. Se la mostró entusiasmado a los otros,
pero ellos siguieron de largo como si no lo hubieran oído. La cruz se
veía nítida en el aire mientras caía la noche. Burgos se santiguó y se
besó los dedos cruzados. En el almacén de la estación había baile.
Burgos se acomodó en una mesa aparte y vio a los hombres reírse juntos y
emborracharse y los vio salir para la pieza del fondo con las mujeres
que estaban sentadas en fila cerca del mostrador. Hubiera querido elegir
una él también, pero tuvo miedo de que no le hicieran caso y no se
movió. Igual imaginó que elegía a la rubia vistosa que tenía enfrente.
Era alta y parecía la mayor de todas. La llevaba a la pieza y cuando
estaban tendidos en la cama le explicaba lo que le estaba pasando. La
mujer tenía una cruz de plata entre los pechos y la hacía girar mientras
Burgos le contaba su historia. A los hombres les gusta ver sufrir, le
dijo la mujer, lo vieron al Cristo porque los atrajo con su sufrimiento.
Si la historia de la Pasión no fuera tan atroz, dijo la mujer, que
hablaba con acento extranjero, nadie se hubiera ocupado del hijo de
Dios. Burgos escuchó que la mujer le decía eso y se movió para sacarla a
bailar, pero pensó que ella no lo iba a ver y fingió que se había
levantado para pedir una ginebra. Esa noche los hombres se acostaron al
alba y todos durmieron hasta bien entrada la mañana; cerca del mediodía
empezaron a arrear los animales del corral para volver al camino. El
cielo estaba oscuro y Burgos no vio la cruz en la pared de la iglesia.
Galoparon hacia la tormenta; las nubes bajas se confundían con el campo
abierto. Al rato empezaron a caer unas gotas pesadas como monedas de
veinte. Burgos se cubrió con el poncho encerado y cabalgó al frente de
la tropa. Sabía hacer su trabajo y ellos sabían que él sabía hacer su
trabajo. Ese era el único orgullo que le quedaba, ahora que era menos
que nada. La tormenta arreció. Arrimaron los animales a una hondonada y
los mantuvieron ahí toda la tarde, mientras duró la lluvia. Cuando
aclaró, los paisanos salieron a campear animales perdidos. Burgos vio
que un ternero se estaba ahogando en la laguna que se había formado en
un bajo. Debía de tener rota una pata, porque no alcanzaba a trepar la
ladera y se volvía a hundir. Lo enlazó desde arriba y lo sostuvo del
cogote en el aire. El animal se retorcía y pateaba el vacío con
desesperación. Se le soltó y cayó al agua. La cabeza del ternero boyaba
en la laguna. Burgos volvió a enlazarlo. El ternero agitaba las patas y
boqueaba. Los otros peones se habían acercado al pie de la barranca.
Esta vez Burgos lo sostuvo un buen rato colgado y después lo dejó caer.
El animal se hundió y tardó en salir. Los paisanos hacían comentarios en
voz alta. Burgos lo enlazó y lo levantó en el aire y cuando el ternero
estaba arriba lo volvió a soltar. Los otros hombres festejaron la
ocurrencia con gritos y risas. Burgos repitió varias veces la operación.
El animal trataba de eludir el lazo y se hundía en el agua. Nadaba
queriendo escapar y los hombres incitaban a Burgos para que volviera a
pescarlo. El juego duró un rato, entre bromas y chistes, hasta que por
fin lo enlazó cuando estaba casi ahogado y lo levantó despacio hasta las
patas de su caballo. El animal boqueaba en el barro, con los ojos
blancos de terror. Entonces uno de los paisanos se largó del caballo y
lo degolló de un tajo.
—Hecho, pibe —le dijo a Burgos—, esta noche comemos asado de pez.
—Todos se largaron a reír y por primera vez en mucho tiempo Burgos
sintió la hermandad de los hombres.
Macedonio siempre estaba recopilando historias ajenas. Desde la época en
que era fiscal en Misiones había llevado un registro de relatos y de
cuentos. «Una historia tiene un corazón simple, igual que una mujer. O
que un hombre. Pero prefiero decir igual que una mujer», decía
Macedonio, «porque pienso en Sherezade». Recién mucho tiempo después,
pensó Junior, entendieron lo que había querido decir. En esos años había
perdido a su mujer, Elena Obieta, y todo lo que Macedonio hizo desde
entonces (y ante todo la máquina) estuvo destinado a hacerla presente.
Ella era la Eterna, el río del relato, la voz interminable que mantenía
vivo el recuerdo. Nunca aceptó que la había perdido. En eso fue como
Dante y como Dante construyó un mundo para vivir con ella. La máquina
fue ese mundo y fue su obra maestra. La sacó de la nada y la tuvo años
en la parte de abajo de un ropero en una pieza de pensión cerca de
Tribunales, tapada con una frazada. El sistema era sencillo y surgió por
casualidad. Cuando transformó «William Wilson» en la historia de
Stephen Stevensen, Macedonio tuvo elementos para construir una ficción
virtual. Entonces empezó a trabajar con series y variables. Primero
pensó en los ferrocarriles ingleses y en la lectura de novelas. El
género se expandió en el siglo XIX,
unido a ese medio de transporte. Por eso muchos relatos suceden en un
viaje en tren. A la gente le gustaba leer en un tren relatos sobre un
tren. En la Argentina, el primer viaje en ferrocarril de la novela está
por supuesto en Cambaceres. En una sala, Junior vio el vagón donde se
había matado Erdosain. Estaba pintado de verde oscuro, en los asientos
de cuerina se veían las manchas de sangre, tenía las ventanillas
abiertas. En la otra sala vio la foto de un viejo coche del Ferrocarril
Central Argentino. Ahí había viajado la mujer que huyó a la madrugada.
Junior la imaginó dormitando en el asiento, el tren cruzando la
oscuridad del campo con todas las ventanillas encendidas. Esa era una de
las primeras historias.