LA VENGANZA DE MATILDE UBALDO - Leopoldo de Trazegnies Granda

Era hombre a pesar de llamarse Matilde Ubaldo. Los timoratos lo llamaban Ubaldo a secas al tiempo que escudriñaban temerosos su burdo rostro, sólo los que le tenían confianza se atrevían a usar su nombre de pila.
Paradójicamente, este ser greñudo y malencarado de nombre Matilde poseía la virtud de ser invisible. Se volvía invisible a voluntad. La única forma en que perdía el don de invisibilidad era entrando en contacto con cualquier clase de líquido, el agua materializaba instantáneamente su organismo. A él no le sorprendía su extraña condición, había crecido acostumbrado a características similares de sus familiares. Su madre levitaba con facilidad y su padre era capaz de tragarse sables enteros hasta la empuñadura.
Había llegado con sus padres de un lugar lejano, él mismo desconocía su origen, a veces le asaltaba la idea de ser extraterrestre. Leía con avidez las historietas de Supermán porque se identificaba con el héroe del comic a pesar de reconocer su torpeza innata para la vida diaria. Al vestirse ni siquiera atinaba poniéndose la camisa con la segunda manga y metía la mano por un bolsillo, se caía al calarse los pantalones, se tropezaba en las escaleras mecánicas de los centros comerciales, perdía el equilibrio en los autobuses. Todo esto le hacía sentirse más cerca de la versión Clark Kent que de la del activo superhombre de la capa roja. Se reconocía como un incapaz pero fuerza no le faltaba, un día estuvo a punto de estrangular al compañero más robusto de la clase apretándole la garganta únicamente con el índice y el pulgar de una mano por haberlo llamado cabezón. Intentó jugar al fútbol pretendiendo algún día figurar en el equipo profesional de aquella pequeña ciudad donde vivía pero se lo negaron por patoso, lo expulsaban de cuanto grupo musical se apuntaba por desafinar con su hermosa guitarra eléctrica, lo esquivaban en el recreo de media mañana para no tener que compartir con él los bocadillos traídos de casa. Era indudable que la relación con sus compañeros estaba impregnada de desconfianza por parte de ellos hacia su extraña persona.
Su madre y él se hubieran podido dedicar a exhibir sus habilidades de levitación e invisibilidad y habrían ganado mucho dinero (no menciono al padre porque había fallecido siendo él muy pequeño atragantándose con una cimitarra persa, curvada, similar a la que portaba Simbad el marino) pero les repugnaba el espectáculo de exponer en público sus intimidades y prefirieron mantenerse en el anonimato y en la pobreza.
Al terminar sus estudios, aprovechando su invisibilidad y sin otro porvenir más factible a corto plazo, Matilde Ubaldo se hizo ladrón. Desvalijó sistemáticamente los bancos de la ciudad. Los empleados de las oficinas presenciaban atónitos cómo se movían las teclas de los ordenadores bajo dedos invisibles, se abrían las cajas de seguridad y desaparecían los billetes en una bolsa que volaba sola por los aires.
Cierta vez que huía de un atraco, empapado bajo la lluvia, su figura corporal se materializó de repente portando el botín en andas, algunos viandantes lo vieron pero nadie lo pudo reconocer debido a la oscuridad de la noche. Únicamente declaraban haber visto a
un hombre desnudo llevando una bolsa. Desde entonces los guardas de seguridad, sospechando el poderoso efecto del agua en el organismo del ladrón invisible, mantenían siempre a mano baldes de agua y por las mañanas los primeros clientes observaban los charcos en el suelo de las oficinas bancarias, restos de los combates nocturnos de los guardas contra espectros imaginarios. Pero jamás llegaron a atraparlo.
Matilde llegó a ser riquísimo mediante su frenética actividad delictiva, multimillonario, sin verse en ningún momento aquejado de remordimientos de conciencia. Muy al contrario, consideraba que los robos perpetrados a los bancos tenían cien años de perdón porque “quien roba a un ladrón…” ya se sabe. Los bancos utilizaban el dinero de sus clientes para lucrarse y encima les cobraban porcentajes de usura lo que constituía un robo legalizado en opinión de Matilde.
Empezó a emplear su inmensa fortuna, fruto de varios años de atracos, en generosos mecenazgos, actitud que lo acercaba a sus héroes justicieros como Supermán y Robin Hood. Entre otras cosas compró el colegio donde estudió y el equipo de fútbol profesional de su ciudad donde nunca llegó a jugar. Contrató profesores de reconocido prestigio internacional dándoles a los egresados de su centro escolar una formación de altísima calidad reconocida en las mejores universidades. Para su equipo de fútbol trajo al mejor entrenador del momento, un tal Simpson, australiano, y fichó a los mejores jugadores del mundo con lo que consiguió que su equipo, el humilde Sport Boys provinciano, ganara la liga nacional de ese año y las cinco siguientes, que disputara la Copa de Europa obteniéndola tres años consecutivos y que venciera al equipo nacional de Brasil todas las veces que se enfrentaron, catorce. Para colmo de sarcasmo dotó a la ciudad de una red pública de seguridad contra la delincuencia compuesta por miles de video-cámaras que captaban todos los movimientos de sus habitantes que no gozaban como él del don de la invisibilidad.
Durante varios años la ciudad fue una fiesta permanente. Matilde para los íntimos y Ubaldo para el resto había llegado a ser un héroe. En pleno apogeo popular creó una empresa de investigación de alta tecnología, la Grow Fitness & Co. que se constituyó como una de las principales sociedades anónimas del país, paradigma entre las empresas de su género. El precio de las acciones de su compañía llegó a niveles nunca alcanzados en la Bolsa nacional.
Matilde Ubaldo no gozaba con sus éxitos, se mantenía espectante ante la reacción servil de la gente hacia su persona. La junta directiva del colegio se arrastraba deshaciéndose en elogios, sus excompañeros escribían cartas laudatorias a los periódicos, su orgulloso y ya anciano profesor de deportes le pedía dinero, las monjitas rezaban por él, los agentes de cambio y bolsa le suplicaban consejos.
Pero un buen día Matilde para sus íntimos y Ubaldo para los demás desapareció. Abandonó la casa que se construyó en un lujoso barrio de la ciudad y nadie pudo dar acuerdo de su persona porque vivía solo. Los vecinos al ser interrogados levantaban los hombros con la misma perplejidad que si les dijeran que a Matilde Ubaldo se lo había comido un caballo. Mayor fue la decepción de los profesores del colegio que constataban que ese mes no habían ingresado sus nóminas en sus cuentas y daban las clases
desmotivados y con cierta furia por haber sido engañados, los alumnos se resentían y dejaban de asistir a clases. Los futbolistas sin cobrar salían a jugar los partidos con desgana y perdían los partidos bajo tribunas vacías. Las monjitas sin sus cuantiosas limosnas elaboraban los dulces entre suspiros y lágrimas y les salían agrios. Los miembros de los grupos musicales carentes de subvenciones se indisponían entre ellos y terminaban a guitarrazos. Las acciones de la compañía Grow Fitness & Co. tuvieron una caída estrepitosa que arrastró a la mayoría de inversores financieros y la Bolsa tuvo que suspender sus actividades. Conforme pasaban los días la vida de toda la ciudad se deterioraba aceleradamente.
Mientras tanto, Matilde Ubaldo, recluído en un lugar desconocido observaba en Internet lo que iba ocurriendo en la ciudad a través de todas las video-cámaras estratégicamente colocadas por él en calles, comercios e instituciones. Y se reía, se reía disfrutando de su venganza.