EL FORASTERO PRODIGIOSO - Adriana Alarco de Zadra

Cuando desapareció la abuela, pensé que se había ido como sus pinturas que se desvanecían de un día para otro.
Pero no, luego supe que había fallecido y enterraron su cuerpo en el cementerio del pueblo en medio de los algarrobos, aunque siempre pensé que su espíritu vagaba por la vieja casona aconsejándonos al oído, sonriéndonos con bondad y haciéndonos descubrir secretos escondidos.
Después de la noticia, llegamos una tarde a la casona donde habíamos pasado tantos domingos felices en medio de la algarabía de los primos y de los regaños de la vieja negra Ignacia, manchada de hollín y de grasa en la oscura cocina cerca al gallinero. Todo era tristeza por la ausencia y ni el gallo cacareaba. Los tíos estaban taciturnos, las tías vestían de negro y no reinaba esa alegría ni ese pacto cómplice entre los primos que transformaba los domingos en casa de la abuela, en días de conspiración, confabulación e intriga.
Encontré los tubos de óleos y sus brochas de pelos de marta gastadas por el uso dentro de una caja de madera. También traía una tabla para mezclar los colores. Fue esa misma tarde que llegamos a repartir algunos objetos de recuerdo que pertenecieron a la abuela. Descubrí la caja de pinturas detrás de la enorme tina de metal esmaltado con patas de león donde me escondía de chiquilla. La misma que quedaba en el cuarto de baño de losetas blanquiazules y que nos parecía una piscina cuando nos bañábamos adentro. Allí estaba, envuelta en una tela, debajo de la tina.
Yo recordaba que aquella caja fue el regalo de un forastero que compartió la mesa dominical en la casa solariega de la abuela. Evoco esa mañana calurosa mientras aleteaba en los zaguanes el penetrante olor a jazmín que florecía en una esquina de la huerta.
Ponían en su casa, los domingos, el plato del forastero en una esquina de la mesa, pues pasaba por allí gente desconocida que tocaba a la puerta y nunca dejaron irse a nadie sin darle un plato de frijoles con arroz y algún chorizo hecho en casa.
Esa mañana fue especial pues a cierta hora empezó un eclipse que oscureció los alrededores como si fuera otra vez a anochecer, y la pálida luz que reflejaban las puertas con vidrios de colores era fantasmal.
Llegó el forastero cubierto con una capucha y la abuela lo hizo sentar en la mesa dominical. Los nietos estábamos callados pues el eclipse nos tenía a todos en expectativa, que si saldrá otra vez el sol, que si tendremos siempre niebla, que si la oscuridad aplastará con su silencio nuestras vidas...
El encapuchado comió sus frijoles sin descubrirse y no le veíamos la cara. Estábamos insólitamente inmóviles contemplando las velas prendidas en los candelabros. Sólo el menor lo observaba inquieto, de reojo, tratando de verle la cara pero sólo vio su mano de dedos increíblemente largos. El tenedor le temblaba por un miedo escondido y los ojos se llenaban de lágrimas y de mocos la nariz que se refregaba con el revés de la mano.
Yo, en cambio, me sorprendí que la abuela no le pidiera que se quitara la capucha, ya que veía que en general, nadie se sentaba a la mesa con la cabeza cubierta ni de sombreros, ni de chales ni de mantas. Ella, en cambio, le habló con consideración y simpatía contándole de sus muchos nietos, de sus hijos en el campo que cosechaban uva y algodón; del vino que era de la producción familiar así como también el pisco de antigua receta de aguardientes. No le molestó la capucha ni la intransigencia de dejársela puesta al momento de comer.
Al retirarse de la mesa, había terminado el eclipse y todo volvió a la normalidad. De debajo de su manto telar sacó el forastero una caja de madera y la entregó a la abuela, en agradecimiento. Contenía tubos de pintura al óleo y brochas. Vi pintar a la abuela muchas veces en la tela que tenía en la sala, pero nunca logré ver los cuadros terminados.
“Para que no te falte nada,” le dijo el encapuchado antes de enrumbar hacia el desierto. No era, pues, una mala persona. Era amable y agradecido, aunque misterioso. Por más que preguntamos y comentamos luego sobre el extraño color y la forma de sus manos, la abuela nos apostrofó y nos hizo guardar esos recuerdos en los sótanos de la memoria.
Aquella misma caja, regalo del forastero que había compartido la mesa dominical, fue la que encontré bajo la tina de patas de león en el cuarto de baño de la abuela, meses después de su fallecimiento. Me entregaron los tíos la caja, de recuerdo, así como una tela en blanco.
Además de los tubos y las brochas, encontré una fila de pequeños frascos con líquidos unos y otros con polvillos. Decidí probar las pinturas de la abuela. Cuando terminé mi primer cuadro estaba orgullosa. Era un vaso con rosas, lirios y azucenas.
Al día siguiente, el cuadro estaba en blanco y el vaso con flores se hallaba en la mesa adyacente.
No eran flores vivas, eran de un material plástico brillante. Me sorprendí muchísimo. Las mágicas pinturas hacían desprenderse a las imágenes del cuadro en todas sus dimensiones y tenía a mi lado un vaso con las flores que había plasmado en la tela el día anterior. Arreglé las hojas, pasé los dedos por los tallos, los pétalos y hasta las espinas eran suaves.
Quedé tan asombrada que esa tarde me apresuré a llenar la tela con otro dibujo y diseñé una mariposa que cubrí de colores de los más variados. Era tan bella que hasta parecía verdadera y que fuera a salir volando de su encierro.
Pero al día siguiente encontré la mariposa cerca al cuadro, con los mismos colores. La llevé afuera y estaba hecha de una tela plastificada tan diáfana y delicada que volaba con la brisa. Pero no estaba viva. No podía pintar la vida y los objetos saltaban fuera del cuadro pero no respiraban. Eran cosas y no seres.
De lo más intrigada con este misterio, seguí pintando en la tela con las pinturas de la abuela y continuaron apareciendo en la casa, una cantidad de cosas que se desprendían y revoloteaban igual a la mariposa, y eran objetos como botes, casitas en miniatura, arbolillos, montañas, casi todos de materiales plásticos de colores, diáfanos y brillantes.
Entonces, recordé que la abuela nos hacía jugar con los muñecos más extraños que podían imaginarse y que nunca habíamos visto en ningún otro lugar. Probablemente todos eran producto de su fantasía y de las pinturas mágicas del forastero. Muñecos que saltaban del cuadro en la noche y aparecían como objetos al día siguiente.
Seguramente, no eran de este mundo. Así tuve la certeza de que también aquel forastero del día del eclipse era un extraterrestre, como otros comensales que compartieron la mesa dominical y, probablemente, la abuela lo sabía.
Como seguí pintando, se fueron acabando los tubos de pintura y la casa se fue llenando de objetos brillantes y llenos de color. Con las últimas pinceladas de las brochas, quise hacer un cuadro memorable, y pinté a la abuela con el canario celeste en la mano, como estaba en la foto que tenía de ella de pie en la escalera de la entrada. Quise usar los polvos y mezclé las pinturas con los líquidos que quedaban en los frascos. Al terminar esparcí sobre el cuadro la arena granulada de los frascos y le dio un tono de pintura antigua y sobria.
Cuál no sería mi sorpresa cuando al día siguiente al despertar, me encuentro con la abuela que deambula por la casa con el canario celeste piando en su mano, igual como la había dibujado en el cuadro. Era más pequeña de lo que yo la recordaba, o quizás así había bajado del cuadro y, al verme, me sonrió.
“Gracias, me dijo, por haber liberado mi espíritu. Has hecho bien en usar los polvos mágicos. Ahora sé adonde debo dirigirme”. Y con paso leve, salió de la casa y se dirigió hacia el desierto hasta que la arena se levantó con el viento y no pude distinguir su silueta a lo lejos. Se desvanecía en medio de las dunas.
Nunca supe si fue un sueño o si había ocurrido realmente que la abuela del cuadro salió caminando de la casa, pero envolví lo que quedaba de la caja de pinturas, con los polvos y los líquidos y los enterré debajo del jazmín en flor que tengo yo también trepando por los muros, cuyo olor penetrante sigue aleteando por los corredores de maderos rechinantes. Y nunca supe más nada de aquel visitante encapuchado que llegó una tarde de eclipse, aunque, en recuerdo de la abuela, también en mi casa la mesa está puesta los domingos y el plato del forastero espera.
Quizás así algún día regrese a deshilvanar misterios ancestrales.






Adriana Alarco de Zadra