Auckland (REUTERS, 1966). Ayer murió una tortuga que el capitán Cook había regalado en 1777 al rey de Tonga. Tenía casi 200 años. El animal, llamado Tu’Imalila, murió en el parque del palacio real de la capital tongana de Nuku, Alofa.
El pueblo de Tonga daba a la tortuga las consideraciones de un jefe; tenía guardias especiales y hace pocos años había quedado ciega durante un incendio forestal.
Radio Tonga anunció que los restos de Tu’Imalila serían enviados al museo de Auckland, en Nueva Zelandia.
¿SUEÑAN LOS ANDROIDES CON OVEJAS ELÉCTRICAS? - Philip K. Dick (fragmento)
Y
aún sueño que pisa la hierba
caminando
espectral entre el rocío
atravesado
por mi canto alegre.
Yeats
Una
alegre y suave oleada eléctrica silbada por el despertador
automático del órgano de ánimos que tenía junto a la cama
despertó a Rick Deckard. Sorprendido —siempre le sorprendía
encontrarse despierto sin aviso previo— emergió de la cama, se
puso en pie con su pijama multicolor, y se desperezó. En el lecho,
su esposa Irán abrió sus ojos grises nada alegres, parpadeó, gimió
y volvió a cerrarlos.
—Has
puesto tu Penfield demasiado bajo —le dijo él—. Lo ajustaré y
cuando te despiertes...
—No
toques mis controles —su voz tenía amarga dureza—. No quiero
estar despierta.
El
se sentó a su lado, se inclinó sobre ella y le explicó suavemente:
—Precisamente
de eso se trata. Si le das bastante volumen te sentirás contenta de
estar despierta. En C sobrepasa el umbral que apaga la conciencia.
Amistosamente,
porque estaba bien dispuesto hacia todo el mundo —su dial estaba en
D— acarició el hombro pálido y desnudo de Irán.
—Aparta
tu grosera mano de policía —dijo ella.
—No
soy un policía —se sentía irritable, aunque no lo había discado.
—Eres
peor —agregó su mujer, con los ojos todavía cerrados—. Un
asesino contratado por la policía.
—En
la vida he matado a un ser humano.
Su
irritación había aumentado, y ya era franca hostilidad.
—Sólo
a esos pobres andrillos —repuso Irán.
—He
observado que jamás vacilas en gastar las bonificaciones que traigo
a casa en cualquier cosa que atraiga momentáneamente tu atención
—se puso de pie y se dirigió a la consola de su órgano de
ánimos—. No ahorras para que podamos comprar una oveja de verdad,
en lugar de esa falsa que tenemos arriba. Un mero animal eléctrico,
cuando yo gano ahora lo que me ha costado años conseguir —en la
consola vaciló entre marcar un inhibidor talámico (que suprimiría
su furia), o un estimulante talámico (que la incrementaría lo
suficiente para triunfar en una discusión.)
—Si
aumentas el volumen de la ira —dijo Irán atenta, con los ojos
abiertos— haré lo mismo. Pondré el máximo, y tendremos una pelea
que reducirá a la nada todas las discusiones que hemos tenido hasta
ahora. ¿Quieres ver? Marca... Haz la prueba —se irguió velozmente
y se inclinó sobre la consola de su propio órgano de ánimos
mientras lo miraba vivamente, aguardando.
El
suspiró, derrotado por la amenaza.
—Marcaré
lo que tengo programado para hoy —examinó su agenda del 3 de enero
de 1992: preveía una concienzuda actitud profesional—. Si me
atengo al programa —dijo cautelosamente—, ¿harás tú lo mismo?
—esperó; no estaba dispuesto a comprometerse tontamente mientras
su esposa no hubiese aceptado imitarlo.
—Mi
programa de hoy incluye una depresión culposa de seis horas
—respondió Irán.
—¿Cómo?
¿Por qué has programado eso? —iba contra la finalidad misma del
órgano de ánimos—. Ni siquiera sabía que se pudiera marcar algo
semejante —dijo con tristeza.
—Una
tarde yo estaba aquí —dijo Irán—, mirando, naturalmente, al
Amigo Buster y sus Amigos Amistosos, que hablaba de una gran noticia
que iba a dar, cuando pasaron ese anuncio terrible que odio, ya
sabes, el del Protector Genital de Plomo Mountibank, y apagué el
sonido por un instante. Y entonces oí los ruidos de la casa, de este
edificio, y escuché los... —hizo un gesto.
—Los
apartamentos vacíos —completó Rick; a veces también él
escuchaba cuando debía suponerse que dormía. Y sin embargo en esa
época, un edificio de apartamentos en comunidad ocupado a medias
tenía una situación elevada en el plan de densidad de población.
En lo que antes de la guerra habían sido los suburbios, era posible
encontrar edificios totalmente vacíos, o por lo menos eso había
oído decir... Como la mayoría de la gente, dejó que la información
le llegara de segunda mano; el interés no le alcanzaba para
comprobarla personalmente.
—En
ese momento —continuó Irán—, mientras el sonido de la TV estaba
apagado, yo estaba en el ánimo 382; acababa de marcarlo. Por eso,
aunque percibí intelectualmente la soledad, no la sentí. La primera
reacción fue de gratitud por poder disponer de un órgano de ánimos
Penfield; pero luego comprendí qué poco sano era sentir la ausencia
de vida, no sólo en esta casa sino en todas partes, y no
reaccionar... ¿Comprendes? Me figuro que no. Pero antes eso era una
señal de enfermedad mental. Lo llamaban “ausencia de respuesta
afectiva adecuada”. Entonces, dejé apagado el sonido de la TV y
empecé a experimentar con el órgano de ánimos. Y por fin logré
encontrar un modo de marcar la desesperación —su carita oscura y
alegre mostraba satisfacción, como si hubiese conseguido algo de
valor—. La he incluido dos veces por mes en mi programa. Me parece
razonable dedicar ese tiempo a sentir la desesperanza de todo, de
quedarse aquí, en la Tierra, cuando toda la gente lista se ha
marchado, ¿no crees?
—Pero
corres el riesgo de quedarte en un estado de ánimo como ése —objetó
Rick—, sin poder marcar la salida. La desesperación por la
realidad total puede perpetuarse a sí misma...
—Dejo
programado un cambio automático de controles para unas horas más
tarde —respondió suavemente su esposa—. El 481: conciencia de
las múltiples posibilidades que el futuro me ofrece, y renovadas
esperanzas de...
—Conozco
el 481 —interrumpió él; había discado muchas veces esa
combinación, en la que confiaba—. Oye —dijo, sentándose en la
cama y apoderándose de las manos de Irán, a la que atrajo a su
lado—, incluso con el cambio automático es peligroso sufrir una
depresión de cualquier naturaleza. Olvida lo que has programado y yo
haré lo mismo. Marcaremos juntos un 104, gozaremos juntos de él, y
luego tú te quedarás así mientras yo retorno a mi actitud
profesional acostumbrada.
Eso
me dará ganas de subir al terrado a ver la oveja y de partir
enseguida al despacho. Y sabré que no te quedas aquí, encerrada en
ti misma, sin TV —dejó libres los dedos largos y finos de su mujer
y atravesó el espacioso apartamento hasta el living, que olía
suavemente a los cigarrillos de la noche anterior. Allí se inclinó
para encender la TV.
Desde
el dormitorio llegó la voz de Irán:
—No
puedo soportar la TV antes del desayuno.
—Disca
el 888 —respondió Rick mientras el receptor se calentaba—.
Quiero ver la TV, haya lo que hubiere.
—En
este momento no quiero discar nada —dijo Irán.
—Entonces
marca el 3 —sugirió él.
—No
puedo pedir un número que estimula mi corteza cerebral para que
desee discar otro. No quiero discar nada, y el 3 menos aún, porque
entonces tendré el deseo de discar, y no puedo imaginar un deseo más
descabellado. Lo único que quiero es quedarme aquí, sentada en la
cama, y mirar el suelo —su voz se afiló con el acento de la
desolación mientras dejaba de moverse y su alma se congelaba: el
instintivo y ubicuo velo de la opresión, de una inercia casi
absoluta, cayó sobre ella.
Rick
elevó el sonido del televisor, y la voz del Amigo Buster estalló e
inundó la habitación.
—Hola,
hola, amigos. Ya es hora de un breve comentario sobre la temperatura
de hoy. El satélite Mongoose informa que la radiación será
especialmente intensa hacia el mediodía y que luego disminuirá, de
modo que quienes os aventuréis a salir...
Irán
apareció a su lado, arrastrando levemente su largo camisón, y apagó
el televisor.
—Está
bien, me rindo. Discaré lo que quieras de mí. ¿Goce sexual
extático? Me siento tan mal que hasta eso podría soportar. Al
diablo. ¿Qué diferencia hace...?
—Yo
marcaré por los dos —dijo Rick, y la condujo al dormitorio.
En
la consola de Irán disco 594: reconocimiento satisfactorio de la
sabiduría superior del marido en todos los temas. Y en la propia
pidió una actitud creativa y nueva hacia su trabajo, aunque en
verdad no la necesitaba; ésa era su actitud innata y habitual sin
necesidad de estímulo cerebral artificial del Penfield.
...
Y después de un apresurado desayuno —había perdido tiempo a causa
de la discusión— subió vestido para salir, incluso con su
Protector Genital de Plomo Mountibank, modelo Ayax, a la pradera
cubierta del terrado. Ahí “pastaba” su oveja eléctrica; por más
que fuera un sofisticado objeto mecánico, ramoneaba con simulada
satisfacción y engañaba al resto de los ocupantes del edificio.
Por
supuesto, también algunos de sus animales eran imitaciones
electrónicas. De eso no había duda, pero él, por supuesto, jamás
había curioseado al respecto, así como ellos no espiaban para
descubrir el verdadero carácter de su oveja. Nada habría sido más
descortés. Preguntar "¿Es auténtica su oveja?" era
todavía peor que averiguar si los dientes, el pelo o los órganos
internos de una persona eran genuinos.
El
aire gris de la mañana, lleno de partículas radiactivas que
oscurecían el sol, ofendía su olfato. Aspiró involuntariamente la
corrupción de la muerte. Bueno, eso era una descripción algo
excesiva, observó mientras se dirigía hacia el sector particular de
césped que poseía juntamente con el inmenso apartamento situado más
abajo. La herencia de la Guerra Mundial Terminal había disminuido su
poder. Los que no pudieron sobrevivir al polvo habían sido olvidados
años antes; entonces el polvo, ya más débil y con sobrevivientes
más fuertes, sólo podía alterar la mente y la capacidad genética.
A pesar de su protector genital de plomo, era indudable que el polvo
se filtraba y traía cada día —mientras no emigrara— su pequeña
carga de inmundicia. Hasta ahí, los exámenes médicos mensuales
confirmaban su normalidad: podía procrear dentro de los márgenes de
tolerancia que la ley establecía. Pero cualquier mes el examen de
los médicos del Departamento de Policía de San Francisco podía
dictaminar lo contrario. Continuamente el polvo omnipresente
convertía a los normales en especiales. Esa basura del correo
oficial, los posters y los anuncios de TV vociferaban: "¡Emigra
o degenera! ¡Elige!" Era verdad, pensó Rick mientras abría la
puerta de su minúscula dehesa y se acercaba a su oveja eléctrica.
Pero no puedo emigrar, se dijo, a causa de mi trabajo.
El
propietario de la parcela adyacente, su vecino Bill Barbour, lo
saludó. Igual que Rick, se había vestido para ir a trabajar, y
también se había detenido a ver cómo estaba su animal.
—Mi
yegua está preñada —declaró Barbour encantado, y señaló el
gran ejemplar de percherón que miraba el espacio con expresión
vacía—. ¿Qué me dice?
—Que
pronto tendrá usted dos caballos —respondió Rick. Ya estaba al
lado de su oveja, que rumiaba con los ojos clavados en él por si le
había traído avena arrollada. La presunta oveja estaba equipada con
un circuito sensible a la avena, de modo que a la vista del cereal se
mostraba convincentemente interesada y se acercaba—. ¿Y quién la
ha preñado? —le preguntó a Barbour—. ¿El viento?
—He
comprando el plasma fertilizante de mayor calidad que se puede
conseguir en California —informó Barbour—. Por medio de algunos
contactos internos que poseo en la Junta Ganadera del Estado.
¿Recuerda que la semana pasada vino un inspector a examinar a Judy?
Están impacientes por ver el potrillo, porque ella es un animal
incomparable —palmeó cariñosamente el cuello de la yegua, que
inclinó la cabeza.
—¿No
ha pensado en venderla? —preguntó Rick; mucho deseaba poseer un
caballo, o cualquier otro animal. Mantener una imitación era
gradualmente desmoralizador, de algún modo. Y sin embargo, dada la
ausencia de un animal verdadero, era socialmente necesario. Por lo
cual no le quedaba otra opción que seguir como hasta entonces.
Aunque él mismo no se preocupara por las apariencias, estaba su
esposa. Irán se preocupaba, y mucho.
Barbour
respondió:
—Sería
inmoral.
—Venda
el potrillo, entonces. Tener dos animales es más inmoral que no
tener ninguno.
—¿Cómo?
—respondió Barbour, confundido—. Mucha gente posee dos animales,
o tres o cuatro y, como en el caso de Fred Washborne, el dueño de la
planta procesadora de algas donde trabaja mi hermano, hasta cinco.
¿No leyó ayer en el Chronicle el artículo acerca de su pato?
Parece que es el moscovy más grande y pesado de toda la Costa Oeste
—sus ojos se tornaron vidriosos al imaginar semejante riqueza. El
hombre caía poco a poco en trance.
Explorando
los bolsillos de su chaqueta, Rick halló su arrugado y muy leído
ejemplar del suplemento de enero del Catálogo de Aves y Animales de
Sidney. Buscó “potrillos” en el índice (véase Caballos,
progenie), y halló el precio nacional vigente.
—Puedo
comprar un potrillo percherón en Sidney por cinco mil dólares —dijo
en voz alta.
—No
—respondió Barbour—. No podrá. Vuelva a mirar la lista: está
en bastardilla. Eso significa que no tienen existencias de potrillos,
pero eso valdrían si las hubiera.
—¿Qué
le parecería si le pagara quinientos dólares mensuales durante diez
meses? —dijo Rick—. La cifra entera del catálogo.
—Deckard
—repuso compasivamente Barbour—, usted no entiende de caballos.
Hay una razón para que Sidney no tenga potrillos percherón. No son
animales que pasen de mano en mano, por lo menos al precio del
catálogo. Son demasiado raros, incluso los relativamente inferiores
—se inclinó sobre la cerca común, gesticulando—. Hace tres años
que tengo a Judy: en todo ese tiempo no he visto una yegua percherón
de su calidad. Para comprarla tuve que volar a Canadá, y la traje
aquí personalmente para asegurarme de que no la robaran. Si anda
usted con un animal como éste cerca de Wyoming o Colorado, le darán
un golpe y se lo quitarán. ¿Sabe por qué? Porque antes de la
Guerra Mundial Terminal había allí, literalmente, centenares.
—Pero
si usted posee dos caballos y yo ninguno —interrumpió Rick—, eso
viola toda la estructura moral y teológica del Mercerismo.
—Usted
tiene su oveja, demonios. Puede seguir la Ascensión en su vida
individual y, cuando coge las dos asas de la empatía, puede también
acercarse honorablemente. Si no tuviera usted esa vieja ovejita,
vería alguna lógica en su posición. Por supuesto, si yo poseyera
dos animales y usted ninguno, le impediría fundirse verdaderamente
con Mercer. Pero todas las familias de este edificio... Veamos, unas
cincuenta. Una por cada tres apartamentos, calculo. Todos nosotros
tenemos un animal de alguna clase. Graveson tiene esa gallina —señaló
hacia el norte—. Oakes y su esposa son dueños de ese gran perro
colorado que ladra por las noches —meditó—. Creo que Ed Smith
tiene un gato en su apartamento, por lo menos eso dice, aunque nadie
lo ha visto nunca. Quizá sea mentira.
Rick
se inclinó sobre su oveja, buscando algo entre la gruesa lana blanca
(al menos los vellones eran auténticos), hasta que lo encontró: el
panel de control oculto. Mientras Barbour miraba, abrió el panel.
—¿Ve?
—le dijo a Barbour—. ¿Comprende ahora por que” quiero su
potrillo?
Después
de una pausa, Barbour respondió:
—Lo
siento mucho. ¿Siempre ha sido así?
—No
—dijo Rick, cerrando nuevamente el panel de su oveja eléctrica—.
Originalmente era una oveja verdadera —se enderezó, se volvió y
enfrentó a su vecino—. El padre de mi mujer nos la regaló cuando
emigró. Pero hace un año la llevé al veterinario. ¿Recuerda?
Usted estaba aquí esa mañana que subí y la encontré echada. No se
podía poner de pie.
—Usted
la levantó —repuso Barbour, asintiendo—. Sí, consiguió
levantarla; pero después de andar uno o dos minutos volvió a caer.
—Las
ovejas tienen enfermedades extrañas —dijo Rick—. O mejor dicho,
las ovejas tienen una cantidad de enfermedades, pero los síntomas
son siempre los mismos. El animal no se puede poner en pie y no se
sabe si es sólo una torcedura, o si se va a morir de tétanos. De
eso murió la mía.
—¿Aquí?
—preguntó Barbour—. ¿En el terrado?
—El
heno —explicó Rick—. Esa vez no arranqué todo el alambre del
fardo. Dejé un trozo y Groucho —ése era su nombre— sufrió un
rasguño y contrajo el tétanos. La llevé al veterinario, y allí
murió; y yo reflexioné y por fin fui a una de esas tiendas que
fabrican animales artificiales y les mostré una foto de Groucho. Y
aquí está su obra —señaló al sucedáneo, que continuaba
rumiando y aguardando, alerta, algún indicio de avena—. Es un
trabajo excelente. Y le dedico tanto tiempo y atención como a la
verdadera. Pero... —se encogió de hombros.
—No
es lo mismo —concluyó Barbour.
—Es
casi lo mismo. Uno se siente igual. Hay que ocuparse del animal
exactamente como si fuera de verdad. Además, se descompone; y todo
el mundo sabe, en la casa, que lo he llevado seis veces al taller de
reparación. Pequeños inconvenientes, pero si alguien los
advierte... Por ejemplo, una vez la cinta de la voz se rompió o se
atascó y balaba sin cesar... Cualquiera comprende que se trata de un
desperfecto mecánico. Naturalmente el camión del taller pone
“Hospital de Animales Algo” —agregó—. Y el conductor viste
de blanco, como un veterinario —miró de pronto su reloj—. Debo
ir a trabajar. Lo veré esta noche.
Mientras
se dirigía a su vehículo, Barbour lo llamó.
—Este...
No le diré nada a nadie de la casa.
Rick
se detuvo y empezó a darle las gracias. Pero un remanente de esa
desesperación a que Irán se había referido le golpeó en el hombro
y respondió:
—No
sé. Quizá no haga ninguna diferencia.
—Pero
le tendrán en menos. No todos; algunos. Usted sabe cómo piensa la
gente de quien no cuida un animal; consideran que eso es inmoral y
antiempático. Quiero decir, técnicamente. No es un crimen, como
después de la G. M. T. Pero el sentimiento perdura.
—Por
Dios —dijo Rick, gesticulando vanamente con las manos vacías—.
Querría tener un animal; estoy tratando de comprar uno. Pero con mi
salario, con lo que gana un funcionario municipal... —y pensó: si
tan sólo volviera a tener suerte en mi trabajo, como hace dos años,
cuando capturé cuatro andrillos en un mes... Si en ese momento
hubiera sabido que Groucho iba a morir...
Pero
eso había sido antes del tétanos, antes de ese trozo de alambre
puntiagudo de cinco centímetros en el fardo de heno.
—Podría
comprar un gato —sugirió Barbour—. Los gatos no son caros.
Consulte su catálogo de Sidney. Rick respondió tranquilamente:
—No
quiero un animal doméstico. Quiero lo que tenía al comienzo, un
animal grande. Una oveja, y si tengo dinero una vaca, un buey, o como
usted, un caballo —con la bonificación correspondiente al retiro
de cinco andrillos alcanzaría, pensó. Mil dólares por cabeza,
aparte del salario. Así podría encontrar en alguna parte lo que
deseo. Incluso si la mención del Animales y Aves de Sidney estuviera
en bastardilla. Cinco mil dólares. Pero antes, los cinco andrillos
deberían llegar a la Tierra desde alguno de los planetas-colonia. No
puedo controlar eso, se dijo; no puedo hacer que los cinco vengan. Y
aun si pudiera, hay otros cazadores de bonificaciones pertenecientes
a otras agencias policiales de todo el mundo. Los andrillos deberían
establecerse específicamente en California del Norte, y el decano de
los cazadores de bonificaciones de zona, Dave Holden, debería morir
o retirarse...
—Compre
un grillo —propuso ingeniosamente Barbour—. O una rata. Por
veinticinco dólares puede comprar una rata adulta.
Rick
respondió:
—Su
yegua podría morir sin aviso previo, como Groucho. Cuando vuelva a
su casa del trabajo, esta noche, podría encontrarla echada con las
patas al aire, como un bicho. Como lo que usted ha dicho: un grillo
—se alejó con la llave de su vehículo en la mano.
—No
quería ofenderlo —dijo nerviosamente Barbour.
En
silencio, Rick Deckard abrió la puerta de su coche aéreo. No tenía
nada más que decir a su vecino. Su mente estaba fija en su trabajo,
en el día que le aguardaba.
En
un ruinoso edificio, vacío y gigantesco, que en su día había
alojado a miles, un solitario aparato de televisión pregonaba sus
mercancías en un salón deshabitado.
Esa
ruina sin dueño había sido bien cuidada y mantenida antes de la
Guerra Mundial Terminal. Allí estaban antes los suburbios de San
Francisco, a muy poco tiempo por el monorriel rápido. Toda la
península parloteaba como un árbol lleno de pájaros, de vida, de
quejas y opiniones; pero los cuidadosos propietarios habían muerto
ya o emigrado a un mundo colonia. Especialmente lo primero. Había
sido una guerra costosa a pesar de las valientes predicciones del
Pentágono y de su presumida criada científica, la Rand Corporation,
que en efecto había tenido su sede cerca de ese lugar. Como los
propietarios de los edificios, la corporación se había marchado,
evidentemente para siempre. Nadie extrañaba su ausencia.
Además,
nadie recordaba hoy por qué había estallado la guerra, ni quién
—si alguien— había ganado. El polvo que había contaminado la
mayor parte de la superficie del planeta no se había originado en
ningún país particular, y nadie lo había previsto, ni siquiera el
enemigo durante la guerra. Primero habían muerto —era extraño—
los búhos. Eso había parecido entonces casi divertido: esas aves
gruesas, plumosas, blancas, caídas en los parques y las calles...
Como no aparecían antes del crepúsculo, y así había ocurrido
cuando vivían, los búhos pasaron inadvertidos. Del mismo modo se
manifestaron las plagas medievales. Muchas ratas muertas. Sin
embargo, esa plaga había descendido desde lo alto. Y después de los
búhos, por supuesto, todas las demás aves; pero para ese momento el
misterio ya había sido comprendido. Antes de la guerra había un
pequeño programa de colonización; ahora que el sol había dejado de
brillar sobre la Tierra, la colonización entraba en una nueva fase.
Y en relación con ella, un arma de guerra se modificó: el Luchador
Sintético por la Libertad. El robot humanoide —o, expresado con
propiedad, el androide orgánico—, capaz de funcionar en un mundo
extraño, se convirtió en la máquina esencial del programa de
colonización. Según las leyes de la ONU todo emigrante debía
recibir un androide civil a su elección; y en 1990 la variedad de
androides civiles excedía todo lo imaginable, como había ocurrido
con los coches americanos en la década de 1960.
Ese
había sido el incentivo básico de la emigración. El androide era
la zanahoria, y la lluvia radiactiva el látigo. La ONU hizo que
emigrar fuera fácil, y difícil —cuando no imposible— quedarse.
Permanecer en la Tierra significaba la posibilidad de ser clasificado
en cualquier momento como biológicamente inaceptable, una amenaza
contra la herencia prístina de la estirpe humana. Una vez calificado
especial, un ciudadano quedaba, aunque aceptara la esterilización,
al margen de la historia. Cesaba de pertenecer a la humanidad. Y sin
embargo, aquí y allá había personas que se negaban a emigrar: eso
constituía una irracionalidad sorprendente incluso para los propios
interesados. Lógicamente, todos los normales tenían que haber
emigrado ya. Quizás, a pesar de su deformación, la Tierra seguía
siendo familiar e interesante. O quizá quienes permanecían
imaginaban que la nube de polvo terminaría por caer. De todos modos,
miles de personas se habían quedado, agrupadas en su mayoría en
zonas urbanas donde podían verse físicamente, y animarse mutuamente
con su presencia. Estos parecían relativamente cuerdos; pero además
—una dudosa adición— había en los suburbios, virtualmente
abandonados, seres ocasionales y peculiares.
Uno
de ellos era John Isidore, que se afeitaba en el cuarto de baño
mientras la televisión se quejaba en el living. Simplemente había
vagabundeado hasta ahí en los días que siguieron a la guerra. En
esa infortunada época nadie sabía, realmente, qué estaba haciendo.
La gente desquiciada por la guerra, errante, se establecía primero
en una región y luego en otra. En ese momento la lluvia de polvo era
esporádica y variable; algunos estados se habían visto casi libres
de ella, y otros habían quedado saturados. La población desplazada
se movía con el polvo. La península, al sur de San Francisco, había
estado inicialmente limpia de polvo; y mucha gente se había
instalado allí. Cuando el polvo llegó, algunos murieron y otros se
marcharon. J. R. Isidore se quedó.
El
televisor gritaba: " ¡Nuevamente, los días felices de los
estados sureños antes de la Guerra Civil! Ya sea como un criado
personal, o un campesino incansable, el robot humanoide hecho a su
medida, diseñado SOLAMENTE PARA USTED Y PARA SUS EXCLUSIVAS
NECESIDADES, se le entrega a su llegada absolutamente gratis y
completamente equipado, de acuerdo con sus propias especificaciones
formuladas antes de su partida. Este compañero leal, sin problemas,
ha de constituir, en la mayor y más osada aventura humana de la
historia moderna..." Y seguía.
Me
pregunto si llegaré tarde al trabajo, pensaba Isidore mientras se
afeitaba. No tenía reloj; generalmente dependía de las señales
horarias de la televisión, pero hoy debía ser el Día de los
Horizontes Espaciales, sin duda. La TV afirmaba que era el quinto (o
el sexto) aniversario de la fundación de la Nueva América, el
principal establecimiento de Estados Unidos en Marte. Y su aparato de
televisión, roto en parte, sólo cogía el canal que había sido
nacionalizado durante la guerra y era todavía nacional. Isidore
estaba obligado a escuchar únicamente al gobierno de Washington con
su programa de colonización.
—Oigamos
ahora a la señora Maggie Klugman —sugirió el comentarista a John
Isidore, que sólo deseaba saber la hora—. La señora Klugman acaba
de llegar a Marte, y se ha instalado en Nueva Nueva York donde
contesta así a nuestras preguntas: Señora Klugman: ¿cuál es la
principal diferencia entre su vida en la Tierra contaminada y su
nueva vida aquí, en este mundo que da todas las posibilidades
imaginables?
Después
de una pausa, la voz seca y fatigada de una mujer de edad mediana
respondió:
—Lo
que más nos ha llamado la atención a nosotros tres, me parece, es
la dignidad.
—¿La
dignidad, señora Klugman?
—Sí
—respondió la señora Klugman, de Nueva Nueva York, Marte—. Es
difícil de explicar, pero tener un criado de confianza en esta época
tan turbulenta..., devuelve la seguridad.
—Y
en la Tierra, señora Klugman, anteriormente, ¿no temía ser
clasificada como... como especial?
—Mi
marido y yo nos moríamos de miedo. Y por supuesto, una vez que
emigramos ese temor desapareció, afortunadamente para siempre.
John
Isidore pensó con amargura: y también para mí, sin necesidad de
emigrar. Era un especial desde el año anterior, y no sólo por sus
genes afectados. No había logrado aprobar el test de facultades
mentales mínimas, lo que hacía de él, según la expresión
corriente, un cabeza de chorlito. Tres planetas lo menospreciaban,
pero él sobrevivía a pesar de todo. Tenía un trabajo: conducía el
camión de una empresa de reparación de animales de imitación, el
Hospital de Animales Van Ness, cuyo jefe, el gótico y sombrío
Hannibal Sloat, lo aceptaba como un ser humano, cosa que él
apreciaba. Mors certa, vita incerta, solía decir el señor Sloat.
Isidore, que había oído muchas veces la expresión, apenas tenía
una oscura noción de su significado. Después de todo, si un cabeza
de chorlito pudiera aprender latín dejaría de serlo. El señor
Sloat reconoció la verdad de este aserto cuando lo escuchó. Y había
cabezas de chorlito infinitamente más tontos que Isidore, incapaces
de trabajar, recluidos en lugares que recibían el extraño nombre de
Institutos de Oficios Especiales de América donde, como era
habitual, se deslizaba de algún modo la palabra especial.
—Y
su marido, señora Klugman, ¿se sentía seguro usando continuamente
un costoso e incómodo protector genital a prueba de radiaciones?
—Mi
marido —empezó la señora Klugman; pero en ese punto Isidore, que
había terminado de afeitarse, entró en la habitación y apagó el
televisor.
Un
silencio que emanaba del suelo y de las paredes y parecía generado
por una vasta usina lo golpeó con tremenda energía. Brotaba de la
moqueta gris en jirones, de los utensilios total o parcialmente
destrozados de la cocina, de las máquinas muertas que no habían
funcionado en ningún momento desde que Isidore había llegado.
Rezumaba de la inútil lámpara de pie del cuarto de estar,
combinándose con el que descendía, vacío y sin palabras, del
cielorraso manchado por las moscas. En realidad, surgía de todos los
objetos que tenía a la vista, como si él —el silencio— se
propusiera reemplazar todos los objetos tangibles. Por eso no
solamente afectaba sus oídos sino también sus ojos: mientras
contemplaba el aparato de televisión inerte sentía el silencio como
algo visible y, a su modo, vivo. ¡Vivo! Con frecuencia había
percibido antes la severidad de su cercanía: cuando llegaba,
irrumpía sin delicadeza, evidentemente incapaz de esperar. El
silencio del mundo no podía refrenar su codicia. Y menos ahora,
cuando ya virtualmente había vencido.
Se.
preguntó entonces si las demás personas que se habían quedado
experimentaban el vacío de la misma manera. O bien, esto podría
deberse a su peculiar identidad biológica, una degeneración
determinada por su inepto aparato sensorial. Vivía solo en ese
ruinoso edificio de mil apartamentos deshabitados que, como todos los
demás, se derrumbaba de día en día en un deterioro entrópico
creciente. Finalmente, todo lo que había en su interior se fundiría,
sería idéntico e irreconocible, mero desecho amorfo, kippel apilado
hasta el cielorraso de cada apartamento. Y después el edificio mismo
perdería su forma y quedaría sepultado bajo el polvo ubicuo. En ese
momento él, naturalmente, estaría muerto. Este era otro hecho que
resultaba interesante prever mientras permanecía en esa lamentable
habitación, a solas con el silencio mundial que imperaba
omnipresente y sin pulmones.
Quizá
fuera mejor encender de nuevo la televisión. Pero los anuncios,
dirigidos a los normales que quedaban, lo asustaban. Le decían en
una interminable procesión de maneras que él, un especial, era
indeseable. No servía. No podía emigrar aunque lo deseara.
Entonces, ¿para qué escucharlos?, se decía irritado. Al diablo con
ellos y con su colonización... Espero que allá también haya una
guerra —después de todo era teóricamente posible— y que todo
termine como en la Tierra. Y que los emigrantes se conviertan en
especiales.
Basta,
pensó; me voy a trabajar. Buscó el picaporte para salir al pasillo
a oscuras, y retrocedió al percibir la vacuidad del resto del
edificio. Allí lo acechaba la fuerza que se empeñaba en penetrar en
su casa. Dios mío, pensó. Y volvió a cerrar la puerta. No estaba
preparado para enfrentarse a las resonantes escaleras que conducían
al terrado desierto donde no tenía un animal. El eco de sus pasos,
el eco de la nada. Es hora de empuñar las asas, se dijo. Y atravesó
el living hasta la caja negra de empatía.
La
encendió y surgió el suave olor habitual de los iones negativos; lo
aspiró con avidez, reanimado. Luego el tubo de rayos catódicos
brilló con una imagen de”bil de TV: se formó un dibujo de rasgos,
colores y configuraciones aparentemente aleatorios que no se
modificaba hasta que se empuñaban las asas gemelas. Respiró
profundamente para tranquilizarse, y las cogió.
Apareció
una imagen. Vio un famoso paisaje: la vieja cuesta oscura y desierta,
con sus matas de hierbas secas, como hechas de huesos, que hurgaban
oblicuamente un cielo sombrío y sin sol. Una sola figura, de aspecto
más o menos humano, subía penosamente. Era un hombre anciano con
ropas oscuras y sin formas, que parecían arrancadas del hostil vacío
del cielo. El hombre, Wilbur Mercer, avanzaba con dificultad y John
Isidore, aferrando las asas, iba experimentando poco a poco el
desvanecimiento del mundo real donde se encontraba. Los destrozados
muebles y paredes se esfumaron, dejó de percibirlos. Se halló en
cambio, como siempre le ocurría, en aquel paisaje de sierra y cielo
parduscos. Y dejó de ver al hombre anciano que subía la cuesta.
Eran ahora sus propios pies los que resbalaban y buscaban apoyo entre
las familiares piedras desprendidas. Sintió aquella antigua aspereza
irregular debajo de sus pies; nuevamente sintió el olor acre del
cielo, pero no el cielo de la Tierra sino el de un lugar extraño,
distante aunque inmediatamente alcanzable merced a la caja de
empatía.
Había
llegado allí de un modo habitual y asombroso. La fusión física,
acompañada por la identificación mental y espiritual con Wilbur
Mercer, había vuelto a producirse. Como le estaría sucediendo a
todo aquel que en ese momento estuviera aferrado a las asas, en la
Tierra o en los planetas-colonia. Sintió a los demás, escuchó en
su mente el rumor de sus existencias individuales y el parloteo de
sus pensamientos. Ellos y él se preocupaban sólo de una cosa: la
fusión de sus mentes orientaba su atención hacia la cuesta, el
ascenso, la necesidad de subir. Paso a paso la elevación continuaba,
tan lentamente que era casi imperceptible. Pero real. Más alto,
pensó mientras las piedras rodaban hacia abajo. Hoy estamos más
arriba que ayer, y mañana... El, la imagen compuesta de Wilbur
Mercer, miró hacia arriba. Era imposible ver el final. Estaba
demasiado lejos. Pero llegaría.
Una
piedra que le arrojaron le golpeó el brazo. Sintió dolor. Se volvió
a medias y otra piedra le erró y pasó a su lado: dio contra el
suelo y el sonido le sorprendió. Se preguntó quién sería, y trató
de ver a su atormentador. Los viejos antagonistas aparecían en la
periferia de su visión: ellos —o eso— lo perseguirían todo el
camino hacia arriba hasta que en la cumbre...
Recordó
la cumbre. La cuesta se nivelaba de repente, la ascensión terminaba
y comenzaba la otra parte. ¿Cuántas veces lo había hecho ya? Las
diversas experiencias se tornaban borrosas, así como el pasado y el
futuro; lo que había sentido y lo que eventualmente sentiría se
fundían de modo que solamente quedaba ese momento de inmovilidad y
reposo en que se tocaba la herida causada en el brazo por la piedra.
Dios mío, pensó, fatigado; ¿cómo es esto justo? ¿Por qué estoy
aquí, solo, castigado por algo que ni siquiera puedo ver? Y luego,
en su interior, el murmullo de los demás seres que participaban de
la fusión rompió la impresión de soledad.
También
tú participas, pensó. Sí, respondían las voces. Hemos sido
heridos en el brazo izquierdo. Duele como el infierno. Está bien, se
dijo. Será mejor empezar a moverse nuevamente. Avanzó, y todos los
demás lo acompañaron de inmediato.
Una
vez, recordó, había sido diferente. Antes de la maldición, en
alguna parte de la vida anterior y más feliz. Ellos, sus padres
adoptivos, Frank y Cora Mercer, lo habían encontrado a flote en una
balsa inflable salvavidas, cerca de la costa de Nueva Inglaterra...
¿O había sido en México, cerca del puerto de Tampico? No recordaba
las circunstancias. La infancia había sido maravillosa. Amaba todas
las cosas vivas y sobre todo a los animales; y en cierta época había
sido capaz de traer de vuelta, tal como habían sido, animales
muertos. Vivía rodeado dé bichos y conejos, dondequiera que fuese,
en la Tierra o en un mundo colonia; pero hasta eso había olvidado.
Recordaba a los asesinos, porque lo habían arrestado por anormal,
por ser más especial que todos los demás especiales. Y debido a eso
todo había cambiado.
Las
leyes locales prohibían la facultad de invertir tiempo en devolver
seres muertos a la vida; se lo dijeron claramente cuando tenía
dieciséis años. Pero había continuado haciéndolo secretamente
durante un año más, en los bosques que aún quedaban. Y entonces,
una anciana a la que jamás había visto ni oído, habló. Y sin el
consentimiento de sus padres, ellos —los asesinos— bombardearon
aquel nódulo único que se había formado en su cerebro, lo
destrozaron con cobalto radiactivo y eso lo hundió en un mundo
diferente, de cuya existencia jamás había sospechado. Era un pozo
de huesos y cadáveres de donde había salido tras años de esfuerzo.
El burro, y en especial el sapo, las criaturas que más le
importaban, habían desaparecido, se habían extinguido. Sólo
quedaban fragmentos podridos, una cabeza sin ojos, parte de una mano.
Por fin un ave que había ido a morir allí le dijo dónde estaba.
Había caído en el mundo-tumba. No podría salir mientras los huesos
dispersos a su alrededor no volvieran a ser criaturas vivientes: él
estaba unido al metabolismo de otras vidas, y no volvería a vivir
mientras ellas no vivieran.
No
sabía cuánto había durado esa parte del ciclo. Como en general
nada ocurría, era imposible medirla. Pero finalmente los huesos se
recubrieron de carne; en las cuencas vacías aparecieron ojos que
podían ver, y las bocas y picos restaurados eran capaces de ladrar,
cloquear, maullar. Quizás él lo había hecho, quizás el nódulo
extrasensorial de su cerebro había vuelto a crecer. O tal vez no
hubiese sido él; bien podía tratarse de un proceso natural. De
cualquier modo, ya no se estaba hundiendo, sino que comenzaba a
ascender con los demás. Hacía mucho que ya no los veía; ascendía,
evidentemente, solo. Pero ellos estaban allí. Todavía lo
acompañaban, los sentía dentro de sí.
Isidore
retenía las dos asas, y sentía que llevaba en su interior a todas
las cosas vivas. De mala gana las soltó. Tenía que terminar, como
siempre.
Además,
le dolía y le sangraba el brazo donde la piedra lo había golpeado.
Examinó
la herida, y se dirigió, vacilante, al cuarto de baño para lavarse.
No era la primera que recibida durante las fusiones con Mercer, y
probablemente no sería la última. Algunas personas, sobre todo
ancianas, habían muerto, casi siempre en la cumbre de la colina,
cuando el tormento arreciaba en su rigor. Yo mismo no sé si podría
volver a soportarlo, se dijo mientras se curaba. Podía venir un paro
cardíaco. Sería mejor si viviera en la ciudad, reflexionó, donde
cerca hubiera un médico con esas máquinas de chispas eléctricas.
En un lugar aislado como ése era demasiado peligroso.
Pero
sabía que correría el riesgo. Siempre lo había hecho antes. Como
la mayoría de la gente, incluso ancianos físicamente frágiles.
Con
un kleenex se secó el brazo.
Y
oyó, lejana y tenuemente, la televisión.
Hay
alguien más en esta casa, pensó muy excitado, incrédulo. No es mí
TV, no la dejé encendida y sentiría la resonancia en el suelo... Es
más abajo, en otro piso.
Ya
no estoy solo aquí, comprendió. Otra persona ha ocupado un
apartamento abandonado, bastante cerca para que pueda oír. Debe ser
en el segundo o el tercer piso, no más abajo. Veamos, pensó
rápidamente. ¿Qué se hace cuando llega un nuevo ocupante?
Visitarlo, regalarle algo, ¿no es así? No podía recordar. Esto no
le había ocurrido nunca allí, ni en ningún otro lugar. La gente se
iba, emigraba, pero jamás venía nadie. Lleva algo, se dijo. Un vaso
de agua, o mejor leche... Sí, leche, o harina, o quizás un huevo. O
mejor dicho, sus correspondientes sustitutos.
Buscó
en la nevera. El compresor había dejado de funcionar hacía mucho.
Encontró un sospechoso paquete de margarina. Y con él partió hacia
abajo, excitado, con el corazón sobresaltado. Tengo que mantener la
calma, se decía. No tiene que saber que soy un cabeza de chorlito.
Si llegara a saberlo no querrá hablarme. Siempre pasa así... ¿Por
qué será?
Recorrió
el pasillo deprisa.
Camino
de su trabajo, Rick Deckard, como sabe Dios cuántas otras personas
solían hacer, se detuvo un momento ante una de las mayores tiendas
de animales de San Francisco. En el centro del escaparate, a lo largo
de toda la manzana, había un avestruz dentro de una caja de plástico
transparente y calentada. Según la placa-informe de la caja, acababa
de llegar del zoológico de Cleveland. Era el único avestruz de la
Costa Oeste. Después de contemplarlo, Rick permaneció unos minutos
mirando el precio con expresión sombría. Luego se dirigió hacia la
Corte de Justicia de la calle Lombard, adonde llegó con un cuarto de
hora de retraso. Mientras abría la puerta de su despacho, su jefe,
el Inspector de Policía Harry Bryant, lo llamó. Tenía la cara
roja, orejas salientes e iba vestido descuidadamente; sus ojos
revelaban perspicacia y conciencia de casi todo lo que tenía
importancia.
—Lo
espero a las nueve y media en el despacho de Dave Holden —el
inspector hojeaba rápidamente los papeles de copia mecanografiados
que llevaba sujetos a una tablilla—. Holden está en el Horpital
Mount Zion con una herida de láser en la columna. Tiene por lo menos
para un mes, hasta que consigan una de esas nuevas secciones
plásticas de columna.
—¿Que”
ocurrió? —preguntó Rick, pasmado. El día anterior el jefe de
cazadores de bonificaciones del departamento estaba perfectamente. Al
terminar la jornada había partido en su coche aéreo, como de
costumbre, a su piso situado en Nob Hill, la populosa zona de mayor
prestigio de la ciudad.
Bryant
murmuró algo por encima del hombro acerca de las nueve y media en el
despacho de Dave, y abandonó a Rick. Y cuando éste entró en el
suyo, escuchó la voz de su secretaria, Ann Marsten, a su espalda.
—¿Sabe
qué le ocurrió al señor Holden, señor Deckard? Le dispararon
—siguió a su jefe al interior del despacho, encerrado y repleto, y
puso en marcha la unidad de filtrado del aire.
—Sí
—respondió él, ausente.
—Habrá
sido uno de esos nuevos andrillos superinteligentes que está
fabricando la Rosen Association —dijo la señorita Marsten—. ¿Ha
leído el folleto de la compañía y el manual de instrucciones? El
cerebro Nexus-6 que emplean tiene dos trillones de elementos y puede
seleccionar diez millones de caminos neurales distintos —bajó la
voz—. ¿No le han dicho nada de la llamada de esta mañana? La
señorita Wild me contó: exactamente a las nueve.
—¿Alguien
llamó aquí? —preguntó Rick.
—No
—respondió la señorita Marsten—. El señor Bryant llamó a la
WPO, en Rusia, y les preguntó si estaban dispuestos a enviar una
protesta formal por escrito al representante en el este de la Rosen
Association.
—¿Todavía
quiere Harry que retiren del mercado la unidad cerebral Nexus¿? —no
le extrañaba; desde la presentación de sus características y
estudios de rendimiento en agosto de 1991, la mayoría de las
agencias policiales que se ocupaban de androides fugados estaba
protestando—. La policía soviética no puede hacer más que
nosotros —dijo; legalmente, los fabricantes del Nexus-6 estaban
amparados por las disposiciones coloniales, puesto que su casa matriz
estaba en Marte—. Mejor sería aceptar la nueva unidad como un
hecho consumado. Siempre ha ocurrido lo mismo con cada unidad
cerebral mejorada. Recuerdo los aullidos de sufrimiento ciando la
gente de Sudermann presentó el viejo T-14 en el 89. Todas las
policías del hemisferio occidental gimieron que ningún test podía
detectar su presencia en caso de entrada ilegal. Y en verdad durante
un tiempo fue así.
Más
de cincuenta androides T-14, según recordaba, habían conseguido
llegar a la Tierra de una u otra manera, sin ser detectados durante
un año entero, en algunos casos. Pero luego el Instituto Pavlov, de
la Unión Soviética, creó un test de empatía de Voigt; y ningún
androide T-14, por lo que se sabía, había logrado burlarlo.
—¿Quiere
saber lo que ha dicho la policía rusa? —preguntó la señorita
Marsten—. También lo sé —su cara pecosa y anaranjada
resplandecía.
—Se
lo preguntaré a Harry Bryant —respondió Rick, irritado. Los
chismes le desagradaban porque siempre eran más precisos que la
verdad. Se sentó ante su mesa y deliberadamente se puso a buscar
algo en un cajón. La señorita Marsten comprendió la insinuación y
se retiró.
Rick
extrajo un viejo y arrugado sobre de papel de manila. Se echó atrás
en su sillón de estilo importante, y hurgó en su contenido hasta
que encontró lo que buscaba: los datos existentes sobre el Nexus-6.
Un
momento de lectura justificó la afirmación de la señorita Marsten:
el Nexus-6 poseía efectivamente los dos trillones de elementos, así
como la posibilidad de optar entre diez millones de combinaciones de
actividad cerebral. En 45 centésimas de segundo un androide equipado
con esa estructura cerebral podía asumir una cualquiera entre
catorce actitudes de reacción. En otras palabras, los androides con
la nueva unidad cerebral Nexus-6 —desde un punto de vista
pragmático y nada disparatado— sobrepasaban a una considerable
porción de la humanidad, aunque fueran los del nivel inferior. Para
bien o para mal. En algunos casos los criados superaban a los amos.
Pero había nuevos criterios, por ejemplo el test de empatía de
Voigt-Kampff. Un androide, por dotado que estuviera en cuanto a
capacidad intelectual pura, no podía encontrar el menor sentido en
la fusión que experimentaban rutinariamente los seguidores del
Mercerismo, y que tanto él mismo como prácticamente todo el mundo,
incluso los cabezas de chorlito subnormales, lograban sin dificultad.
Se
había preguntado, como casi todos en un momento u otro, por qué
precisamente los androides se agitaban impotentes al afrontar el test
de medida de la empatía. Era obvio que la empatía sólo se
encontraba en la comunidad humana, en tanto que se podía hallar
cierto grado de inteligencia en todas las especies, hasta en los
arácnidos. Probablemente la facultad empática exigía un instinto
de grupo sin cortapisas. A un organismo solitario, como una araña,
de nada podía servirle. Incluso podía limitar su capacidad de
supervivencia, al tornarla consciente del deseo de vivir de su presa.
Y en ese caso, todos los animales de presa, incluso los mamíferos
muy desarrollados, como los gatos, morirían de hambre.
En
una ocasión había pensado que la empatía estaba reservada a los
herbívoros o a los omnívoros capaces de prescindir de la carne. En
última instancia, la empatía borraba las fronteras entre el cazador
y la víctima, el vencedor y el derrotado. Como en el caso de la
fusión con Mercer, todos ascendían juntos y una vez terminado el
ciclo, juntos caían en el abismo del mundo-tumba. Curiosamente, esto
parecía una especie de seguro biológico, aunque de doble filo. Si
alguna criatura experimentaba alegría, la condición de todas las
demás incluía un fragmento de alegría. Y si algún ser humano
sufría, ningún otro podía eludir enteramente el dolor. De este
modo, un animal gregario como el hombre podía adquirir un factor de
supervivencia más elevado; un búho o una cobra sólo podían
destruirse.
Evidentemente,
el robot humanoide era un cazador solitario.
A
Rick le gustaba pensar así: su trabajo se tornaba más aceptable. Si
retiraba —o sea, mataba— a un andrillo, no violaba la regla vital
establecida por Mercer. Sólo matarás a los Asesinos, había dicho
Mercer el año en que las cajas de empatía aparecieron en la Tierra.
Y en el Mercerismo, a medida que se desarrollaba hasta construir una
teología completa, el concepto de los que matan, los Asesinos, había
crecido insidiosamente. En el Mercerismo, un mal absoluto tironeaba
el deshilachado manto del anciano que subía, vacilante; pero no se
sabía quién ni qué era esa presencia maligna. Un merceriano sentía
el mal sin comprenderlo. De otro modo, un merceriano era libre de
situar la presencia nebulosa de los Asesinos donde le parecía más
conveniente. Para Rick Deckard, un robot humanoide fugitivo, equipado
con una inteligencia superior a la de muchos seres humanos, que
hubiera matado a su amo, que no tuviera consideración por los
animales ni fuera capaz de sentir alegría empática por el éxito de
otra forma de vida, ni dolor por su derrota, era la síntesis de los
Asesinos. Pensar en los animales le trajo el recuerdo del avestruz
que había visto en la tienda. Apartó por el momento la información
referente a la unidad cerebral Nexus-6, tomó una pulgada de rapé
del señor Siddon, números 3 y 4, y reflexionó. Luego consultó su
reloj y, viendo que tenía tiempo, cogió el videófono de su mesa y
pidió a su secretaria:
—Con
la tienda de animales Happy Dog, de la calle Sutter.
—Sí,
señor —respondió la señorita Marsten, abriendo la agenda.
No
pueden pedir tanto por ese avestruz, se dijo Rick. Esperan que uno
regatee, como en los viejos tiempos.
—Happy
Dog —declaró una voz masculina. En la pantalla apareció una
diminuta cara feliz. Se oían chillidos de animales.
—Ese
avestruz que está en el escaparate —empezó Rick, que jugaba con
su cenicero de cerámica—. ¿Cuál debería ser el pago inicial?
—Un
segundo —dijo el vendedor de animales, buscando bloc y bolígrafo—.
La tercera parte del total —reflexionó—. ¿Puedo preguntarle,
señor, si piensa ofrecer algún animal como parte de pago?
Cautelosamente,
Rick respondió:
—Aún
no lo he decidido.
—Podríamos
vender ese avestruz a treinta meses —dijo el comerciante—. Con un
interés muy bajo, el seis por ciento mensual. Por lo tanto, con un
pago inicial razonable, las cuotas serían de...
—Baje
el precio —dijo Rick—. Si le quita dos mil no habrá pago a
crédito, pagaré en efectivo. —Dave Holden está fuera de juego,
pensó. Eso podría significar mucho..., según la cantidad de
misiones que aparezcan el mes próximo.
—Señor
—repuso el vendedor de animales—, nuestro precio está mil
dólares por debajo del corriente. Consulte su Sidney. Esperaré.
Deseo que vea por usted mismo que el precio es el correcto.
Dios
mío, pensó Rick. Se mantiene firme. Sin embargo, por no dar su
brazo a torcer, extrajo del bolsillo el Sidney plegado, y buscó
Avestruz coma macho-hembra, joven-viejo, sano-enfermo, perfecto-con
fallas, y examinó los precios.
—Perfecto,
macho, joven, sano —informó el hombre—.
Treinta
mil dólares —también él tenía el Sidney a la vista—. Estamos
exactamente mil dólares por debajo. Entonces, el pago inicial...
—Lo
pensaré —interrumpió Rick—, y volveré a llamar.
—¿...
su nombre, señor? —preguntó el vendedor vivamente.
—Frank
Merriwell —dijo Rick.
—Y
su dirección, señor Merriwell. Por si no me encontrara cuando
llame...
Inventó
una dirección y colgó el videófono. Cuánto dinero, pensó. Y sin
embargo, la gente los compra. Hay quien tiene esas cantidades...
Cogió nuevamente el aparato y dijo con dureza:
—Una
línea exterior, señorita Marsten. Y no escuche la conversación; es
confidencial —la miró severamente.
—Sí,
señor —replicó la secretaria—. Puede llamar —se retiró del
circuito y dejó que él enfrentara solo el mundo exterior.
Rick
llamó de memoria al número de la tienda de animales falsos donde
había comprado su falsa oveja. En la pequeña pantalla apareció un
hombre vestido de veterinario.
—Doctor
McRae.
—Soy
Deckard. ¿Cuánto vale un avestruz eléctrico?
—Diría
que algo menos de ochocientos dólares. ¿Cuándo lo quiere? Habrá
que hacerlo especialmente, no tenemos muchos pedidos...
—Lo
llamaré más tarde —repuso Rick, y al mirar su reloj descubrió
que eran ya las nueve y media—. Hasta luego —colgó deprisa, se
puso en pie y muy pronto se hallaba ante la puerta del despacho del
inspector Bryant. Pasó junto a la recepcionista, atractiva, con
trenzas de pelo plateado hasta la cintura, y a la secretaria del
inspector, un antiguo monstruo de las ciénagas jurásicas, taimada y
glacial, semejante a una aparición del mundo-tumba. Ninguna de las
mujeres le habló, ni él a ellas. Abrió la puerta interior y saludó
a su superior, que videofoneaba. Se sentó, con las informaciones
sobre Nexus-6, que había llevado consigo, y las releyó.
Se
sentía deprimido. Y sin embargo, dado el descanso forzoso de Dave,
lo natural habría sido que estuviese al menos secretamente
complacido.
Continúa...
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