REFLEJOS - Ray Russell

Esta ciudad gastada por el tiempo en la que vivimos tiene muchas tiendas y comercios. Más de una vez he pensado que son como sirenas voluptuosas que nos atraen con las fascinantes mercancías y artículos que nos hacen guiños tras los cristales impolutos de sus escaparates. Una persona puede pararse delante de la pastelería Alecu —tal y como hice yo anoche— y entretenerse contemplando los pasteles y golosinas que te hacen la boca agua y, al mismo tiempo, el reflejo de tu rostro lamiéndose los labios ante una exhibición tan deliciosa. Hay horas en que los escaparates de esas tiendas pueden compararse con cualquier espejo. Muchas son las ocasiones en que me han ayudado a ponerme bien el sombrero o alisarme el bigote antes de acudir a una cita con mi amada.

La noche anterior la esperé delante de la pastelería. El local estaba cerrado. El interior era una masa de oscuridad y cada escaparate se había convertido en un perfecto espejo negro. La combinación de rayos que brotaban del farol de la esquina y la luna llena me permitía ver reflejado al médico respetado y anfitrión elegante que todos consideran un pilar de la sociedad. Todos esos atributos y cualidades parecían estar reflejados en la imagen, y me permití la pequeña fantasía de que podía verlos con toda claridad.

Pero… ¿vería a mi amada en cuanto llegara?

Empezaba a temer que no. Temía que mis sospechas más mórbidas no tardarían en quedar confirmadas. Me estremecí, y no sólo a causa del frío. Pronto sabría la verdad. Le había tendido una trampa y le había pedido que se reuniera conmigo delante de la pastelería a medianoche.

Los tañidos de una campana distante perdida en el frío y la oscuridad dieron esa hora, y oí el delicado chasquido de sus tacones que se aproximaban. Le di la espalda a ese sonido y contemplé el escaparate de la pastelería. El chasquido de sus tacones se fue acercando…

Y vi su hermoso reflejo en el cristal. Sentí como el alivio invadía todo mi ser y me dispuse a darle la bienvenida.

—Buenas noches, Ioan —dijo mi amada con su voz suave como el visón.

Me volví hacia ella.

—Querida mía… —empecé a decir, pero se me quebró la voz.

—¿Te ocurre algo? —me preguntó—. Pareces preocupado.

—Soy un ingrato y un estúpido —repliqué—. Te había juzgado mal. ¿Podrás perdonarme? Estaba casi convencido de que eras…

—¿Una vampira? —exclamó ella.

Sus labios se tensaron en una horrenda sonrisa y revelaron unos colmillos espantosos.

La incredulidad y el horror me hicieron retroceder.

—¡No! —grité—. ¡Es imposible! —Manoteé locamente señalando el escaparate—. Tu reflejo…

—Ah, sí —dijo ella mientras admiraba su hermosa imagen en el cristal.

—Un vampiro no tiene reflejo —dije yo—. Todo el mundo lo sabe.

—Eres un gran erudito de las artes curativas, Ioan, pero me temo que no has estudiado lo bastante cuanto se refiere a mi especie.

—Lo he estudiado a fondo —insistí.

—Si lo hubieras hecho —replicó ella con voz burlona—, te habrías enterado de que nuestras formas pueden reflejarse en muchas cosas. Podemos reflejarnos en el agua, en las ventanas, en una porcelana lo bastante lisa y reluciente… —Empezó a venir hacia mí—. Pero no en la plata o en aquellos espejos detrás de los que haya una capa de plata.

—Conozco el poder letal de las balas de plata —murmuré—, pero…

—Las monedas que Judas recibió por traicionar a vuestro Señor eran de plata —ronroneó mientras seguía acercándose lentamente—, y las viejas leyendas afirman que la plata recibió el poder de repeler al mal para compensarla por el uso vil al que había tenido que rebajarse. Cuando una criatura de mi especie se coloca delante de un espejo en el que haya plata, ésta se niega a devolver su reflejo. Pero un escaparate detrás del que no hay plata…

—Comprendo —dije yo.

—Lo has comprendido demasiado tarde, mi pobre Ioan.

Volvió a enseñarme los colmillos y se lanzó sobre mí. Saqué la jeringuilla que llevaba oculta debajo de la capa. Estaba llena de un fluido iridiscente.

Se echó a reír.

—¿Veneno? No te servirá de nada.

—No es veneno —dije yo con voz entristecida—. Es una medicina. La prescribimos en casos de epilepsia.

—No estoy enferma de epilepsia —dijo ella, y volvió a reír.

—No, querida mía. Tu enfermedad es mucho más terrible, y esta medicina te curará.

Cayó sobre mí como una pantera. Clavé la aguja en la lisa y blanca piel de su garganta y apreté el émbolo.

—Argenti oxidum —murmuré, y vi como caía muerta a mis pies—. Oxido de plata… Adiós, amor mío. Espero que puedas conocer la paz que te ha sido negada durante tanto tiempo.

El escaparate reflejó mi rostro angustiado y las lágrimas que corrían por él.



Ray Russell