I DE NEWTON - Joe Haldeman

Samuel Ingard lanzó feroces miradas hacia la burbujeante cafetera y sintió que se le revolvía el estómago de asco. Hacía ochenta horas que estaba en pie; ochenta horas a base de café y anfetaminas, 3.333 días de tejer una hermosa tapicería de lógica matemática, sólo para descubrir que se le había escapado un punto en el principio y que éste era el causante de que todo se deshiciera. Pero él lo solucionaría.

—La integral, la integral —dijo a nadie—. ¿Quién tiene la integral? —Hacía ya veinte horas que se había sorprendido murmurando en voz alta. Ahora ya no se daba cuenta.

Abrió un libro provocativamente titulado Dos mil integrales, lo cerró con repugnancia, y se acomodó en el sillón, frotándose los ojos manchados de nicotina.

—La integral de dx por el coseno de la n de x —recitó portentosamente—, es el seno x por n−1 veces el coseno de n−1 de x más n−1… no, maldita sea… n−2 por n−1 veces la integral de…

Sam olió algo que le recordó vagamente sus primeras clases de química, y abrió los ojos. Sentado como un yogui encima de su mesa, arrancando páginas de su flamante tabla de integrales y comiéndoselas con gran fruición, había un ser de tez rojiza con cuernos de marfil, pezuñas, y una cola negra y escamosa que se retorcía de placer. No medía más de noventa centímetros de estatura.

¡Esto era todavía mejor que el día anterior —¿o fue el otro?— cuando consultó una tabla de números y le pareció ver un dibujo! Y el jefe del departamento decía que carecía de imaginación.

La aparición se aclaró la garganta —un sonido intermedio entre una sierra circular y un fagot doble entrando en calor— y dijo con áspera monotonía:

—Preferiría no tener que informarle de esto. Mi trabajo sería mucho más sencillo, y perdería mucho menos tiempo si pudiera dejarle a merced de sus propios recursos. Pero estoy obligado a darle una explicación; obligado por una Autoridad —alzó la vista con suave desagrado—, cuya naturaleza usted no podrá comprender jamás.

La criatura respiró profundamente, desapareció un momento, y volvió a aparecer en forma de un anciano caballero que llevaba unas gafas con montura dorada y un arrugado traje cruzado. Saltó cuidadosamente de la mesa y se sacudió la tiza de su americana con una mano manchada por la edad.

—¡Ahora sacará el pergamino y el alfiler esterilizado! —Sam decidió terminar con la alucinación costara lo que costase, y después pasar dos días durmiendo—. Éste es el juego, ¿verdad? ¿Mi alma a cambio de la solución a este problema? —Señaló con gesto teatral los montones de jeroglíficos que abarrotaban la mesa y se desparramaban por el suelo.

—Me parece que se ha dejado usted engañar por el folklore y la literatura. —El profesor-demonio sacudió una mota de polvo que tenía en la ancha solapa, originando una lluvia de chispas azules—. Yo no comercio con nada. Esto es lo que, desafortunadamente, estoy obligado a explicarle. Realizamos un pequeño y estúpido ritual, y entonces yo me adueño. Su alma estuvo perdida desde el mismo momento que me llamó…

—¿Llamarle…?

—¡Hush! —El profesor se convirtió en un maestro aún más anciano, y después en un estudiante universitario de tupido cabello (obviamente de matemáticas), que le señaló con un dedo acusador—. ¡…O se arrepentirá! ¡Vaya tonterías que estaba murmurando! —Hizo un gesto imperioso y Sam oyó su propia voz diciendo:

—… De x más n−1… no, maldita sea… n−2 por n−1… —Esas tonterías tenían la estructura fonética y semántica justa de una maldición, especialmente cuando fue intercalada una clarísima imprecación; una bella y omnidireccional maldición, fácil de dirigir mientras siga existiendo el ambiente adecuado.

Sam pensó en todos sus colegas que habían desaparecido o muerto en la flor de la vida. Se puso algo pálido.

—Sí, Samuel Ingard, usted tiene realmente un alma, aunque sea una almendra reseca que probablemente me ocasione una aguda indigestión. Disfrute de ella mientras pueda.

»Pero démonos prisa, pasemos al asunto que nos interesa. Puede usted hacerme tres preguntas relacionadas con mis habilidades. Después me hará otra pregunta, que yo intentaré contestar, o me asignará una tarea, que yo intentaré realizar.

»En el pasado, algunos matemáticos me pidieron que demostrara el teorema de Fermat, cuya falsedad puedo demostrar fácilmente. —Hizo un ademán, y apareció una pizarra llena de garabatos. Sam, un hombre que leía la última página de una novela policíaca antes de empezarla, y lo mismo hacía en calidad de matemático, consiguió anotar las tres últimas ecuaciones antes de que la pizarra se evaporase—. Me pidieron que hiciera un círculo cuadrado, lo cual resulta trivial, que encontrara el último número primo, lo cual es muy poco más difícil, y otras banalidades parecidas. Espero que a usted se le ocurra algo más original.

»Si no puedo resolver su problema, desapareceré. —El estudiante-demonio sonrió ligeramente.

—¿Y si lo consigue? —Sam trató de que su voz sonara indiferente y no lo logró.

—¡Ah! ¡Primera pregunta!

—¡No!

—Lo siento; me atengo a las reglas del juego, y espero que usted haga lo mismo. Si lo consigo, como siempre desde 1930, devoraré su alma; un proceso relativamente fácil. Soy un devorador de almas. Por desgracia, la pérdida de su alma equiparará su inteligencia a la de un vegetal.

Un largo colmillo amarillo apareció en el centro de su boca; lo contempló con displicencia hasta que llegó a su barbilla.

—También soy vegetariano.

Sam estaba extrañamente tranquilo cuando formuló su primera —no, segunda— pregunta. Una idea empezaba a nacer en su mente.

—Aparte de la, uh, restricción divina que ha mencionado al principio, con la cual ha cumplido al decirme cuál es mi posición, ¿tienen sus habilidades alguna limitación física o temporal?

—Ninguna. —El monstruoso demonio se rascó distraídamente el colmillo y añadió con complacencia—: No trate de refugiarse en su limitada perspectiva del universo. Puedo ir más de prisa que la velocidad de la luz o hacer que dos electrones de un átomo ocupen el mismo nivel cuántico con la misma facilidad con que usted se suena. —Miró intensamente la nariz de Sam—. Con más facilidad. La próxima pregunta.

—Mi próxima pregunta es corolario de la primera. ¿Hay algún lugar del universo, en todo lo que… existe… donde usted pueda ir y sea incapaz de encontrar el camino de regreso?

El demonio lamió su colmillo con una lengua verde y biliosa.

—No. Podría ir a la Nebulosa de Andrómeda y regresar en un microsegundo. Del mismo modo, podría ir, digamos, a lo que sería Berlín si los nazis hubieran ganado la guerra, o Atlanta si el Sur lo hubiera logrado, o a la Roma del siglo XX si Alejandro hubiera muerto a edad avanzada. —Mientras hablaba, el demonio bailaba una jiga irlandesa y su cabello se convertía en una enmarañada masa de serpientes de coral, que se dispusieron formando un copete.

—Ahora, hágame una pregunta que yo no pueda contestar; o asígneme una tarea que no pueda realizar.

Sam miró fríamente al demonio, que se había convertido en una temblorosa masa de protoplasma amarillo flotando en el aire, cubierta de obscenos rastrojos negros, y dividida por un orificio escarlata lleno de centenares de minúsculos y afilados dientes que chirriaban al tocarse.

—La pregunta —gruñó.

—No es una pregunta —dijo Sam, disfrutando con la impaciencia de la criatura—. ¡Es una orden!

—¡Dígala!

Sam sonrió, con algo de tristeza.

—Piérdase.

El demonio adoptó nuevamente su forma original, pero con tres metros de altura y envuelto en una capa negra y vapores de azufre. Soltó una maldición, trató de agarrar al sonriente matemático y empezó a encogerse. A un metro y medio, se inmovilizó y retorció nerviosamente la cola. A treinta centímetros de altura, empezó a patalear con rabia inarticulada. Cuando alcanzó el tamaño de un dedal, gimió con voz patéticamente aguda:

—¡Usted y Ernest Hemingway! —y desapareció.

Sam se levantó y abrió una ventana para que el dióxido de azufre se evaporara. Entonces volvió a sentarse, tiró de un manotazo todos los papeles al suelo y empezó a hacer problemas algebraicos con el fragmento del teorema de Fermat que había escamoteado al demonio. Mientras trabajaba, no cesaba de mascullar y reír entre dientes. Quizá algún día volviera a llamar al pobre diablo, y le obligaría a hacer un círculo cuadrado.

Pero sólo había sido un demonio, y muy pequeño por cierto.

Tenía un supervisor, que lo era tanto suyo como de Sam. El supervisor estaba ahora a cien mil millones de años luz de distancia, haciendo algo atroz, algo que dejaría a Ghengis Khan como a un maleante de tres al cuarto.

Pero de un modo que era sólo Suyo, Él también estaba en aquella habitación, justo detrás de Sam.

Vigilando su lenguaje.