EL PACIFISTA - Arthur C. Clarke

Llegué tarde a «El Ciervo Blanco» aquella noche. Todos se habían arremolinado en el rincón del tablero de dardos. Todos excepto Drew: él no había abandonado su puesto, estaba sentado tras la barra, leyendo a T. S. Eliot. Dejó la lectura de El empleado confidencial para servirme una cerveza y ponerme al corriente de lo que sucedía.
—Eric ha traído una especie de máquina de juegos; ya ha derrotado a todo el mundo. Sam está probando suerte ahora.
En ese momento se oyeron unas carcajadas estrepitosas, que anunciaban que Sam no había tenido más suerte que los otros, y me dirigí hacia la multitud para ver qué pasaba.
Sobre la mesa había una caja plana de metal del tamaño de un tablero de ajedrez, dividida asimismo en cuadrados. En la esquina de cada cuadrado había un interruptor y una pequeña lámpara de neón, y el conjunto completo estaba conectado con el enchufe de la luz (de este modo, el tablero de dardos quedaba sumido en la oscuridad) y Eric Rodgers andaba en busca de una nueva víctima.
—¿Cómo funciona ese chisme?—pregunté.
—Es una modificación del tres en raya. Shannon me lo enseñó cuando estuve en los laboratorios Bell. Tienes que hacer un recorrido completo desde un lado del tablero al otro —digamos de norte a sur— girando estos interruptores. Imagínate que forma una red de calles y que estas lamparitas son los semáforos. La máquina y tú os turnáis para mover. La máquina tratará de bloquearte el camino moviéndose en dirección este–oeste; las lamparitas de neón se encienden para indicar qué dirección quiere seguir. El recorrido no tiene que seguir una línea recta, puedes mover en zigzag todo lo que quieras. Lo único que importa es que el recorrido sea continuo, y el primero en atravesar el tablero gana.
—Quieres decir la máquina, ¿no?
—Bueno, nadie ha conseguido vencerla hasta ahora.
—¿No se puede forzar un empate mediante el bloqueo del recorrido de la máquina, por lo menos para no perder?
—Eso estamos intentando: ¿te animas?
Dos minutos más tarde pasé a engrosar la fila de los perdedores. La máquina había regateado todos mis obstáculos, estableciendo su recorrido en dirección este–oeste. No me convencía su imbatibilidad, pero el juego era mucho más complicado de lo que parecía.
Eric miró a su alrededor cuando yo me retiré. Nadie parecía estar dispuesto a avanzar hacia el tablero.
—¡Aja!—exclamó—. La persona que yo buscaba. ¿Qué me dices, Purvis? Tú aún no lo has intentado.
Harry Purvis estaba de pie detrás de la multitud, con una mirada ausente en sus ojos. Bajó a la tierra de nuevo, cuando Eric le llamó, pero no contestó la pregunta directamente.
—¡Qué fascinantes son estas computadoras electrónicas! —exclamó distraídamente—. Supongo que no debería decírtelo, pero tu artilugio me trae a la memoria lo que ocurrió con el Proyecto Clausewitz. Una historia curiosa, que costó cara a los contribuyentes americanos.
—Oye —dijo John Wyndham con voz angustiada—. Sé un buen chico y déjanos llenar los vasos. ¡Drew!
Una vez terminado este importante asunto, nos reunimos en torno a Harry. Sólo Charlie Willis seguía con la máquina, probando su suerte esperanzadamente.
—Como todos sabéis —comenzó Harry—, la Ciencia con mayúscula es muy importante en el ámbito militar hoy en día. Su utilización para fabricar armamentos —cohetes, bombas atómicas y demás— es sólo un aspecto, si bien el único que el gran público conoce. Es mucho más fascinante, en mi opinión, las investigaciones que se llevan a cabo en relación con las operaciones bélicas. Podría decirse que tiene mayor relación con la inteligencia que con la fuerza bruta. En una ocasión alguien lo definió como la forma de ganar guerras sin luchar, y no me parece una mala descripción.
La mayoría de las grandes computadoras electrónicas que proliferaron como hongos en los años cincuenta fueron programadas para resolver problemas matemáticos, pero, pensándolo bien, la guerra misma es un problema matemático, tan complicado que la mente humana no puede resolverlo; pueden darse demasiadas variantes. Incluso el más genial de los estrategas no puede abarcar el esquema completo: los Hitlers y los Napoleones siempre cometen algún error al final.
Pero una máquina… eso es otra cuestión. Al final de la guerra muchas personas brillantes se dieron cuenta de ello. Las técnicas utilizadas en la construcción de ENIAC y de las otras computadoras podrían revolucionar la estrategia.
Y de aquí surgió el Proyecto Clausewitz. No me precintéis cómo llegué a enterarme ni me presionéis para que os dé demasiados detalles. Lo único importante es que gran cantidad de equipo electrónico por valor de miles de megadólares y algunos de los mejores cerebros científicos de los Estados Unidos fueron a parar a cierta cueva en las colinas de Kentucky. Aún siguen allí, pero los acontecimientos no se han desarrollado de la forma esperada.
No sé si habréis conocido a muchos militares de alto rango, pero hay un tipo con el que todos os habréis topado en las novelas: el militar pomposo, conservador y anticuado, con mucha ambición, pero que alcanza el éxito sólo por la presión de quienes vienen empujando desde abajo; hace todo siguiendo reglas y ordenanzas y considera a los civiles, en el mejor de los casos, como neutrales poco amistosos. Os diré un secreto: ese tipo existe en la realidad. No es muy común hoy en día, pero todavía da la lata, y a veces es imposible ponerle en un cargo sin riesgos. Cuando eso ocurre, vale su peso en plutonio para «el otro bando».
Al parecer, el general Smith era un personaje con estas características. Naturalmente, no he dado su auténtico nombre. Su padre era senador, y aunque muchos miembros del Pentágono hicieron cuanto pudieron, la influencia del viejo había impedido que el general fuera designado para desempeñar alguna misión sin importancia, como la defensa costera de Wyoming. A contrario, por una aciaga fortuna, le nombraron oficial responsable del Proyecto Clausewitz.
Sólo tenía a su cargo el aspecto administrativo, no el científico. Todo habría marchado bien si el general se hubiera conformado con dejar a los científicos trabajar en paz, mientras él se concentraba en la corrección de los saludos, el coeficiente de brillo de los suelos de los barracones y cuestiones similares de importancia militar. Desgraciadamente, no ocurrió así.
El general había vivido bastante aislado del mundo. Era, parafraseando a Wilde —al fin y al cabo, todo el mundo lo hace— un hombre de paz, excepto en su vida doméstica. Hasta entonces no había conocido a ningún científico, y el choque fue considerable. Quizá por eso no sea justo culparle por lo que sucedió.
Tardó mucho tiempo en entender los planes y objetivos del Proyecto Clausewitz, y cuando por fin lo entendió, se quedó muy preocupado. Puede que le hiciera sentirse incluso menos amistoso hacia el personal científico, porque, a pesar de lo que he dicho, el general no era tan tonto. Era lo suficientemente inteligente como para comprender que si el Proyecto triunfaba, habría tantos generales retirados que ni siquiera reuniendo todas las industrias americanas habría bastantes puestos de gerentes para absorberles.
Pero dejemos al general y pasemos a los científicos. Había unos cincuenta, y doscientos técnicos. Todos habían pasado por la criba del F.B.I, así que solo una media docena podían ser miembros activos, del Partido Comunista. Aunque después se habló de sabotaje, por una vez los camaradas eran totalmente inocentes. Además, lo que ocurrió no puede calificarse de sabotaje, en la acepción corriente de la palabra…
El verdadero creador de la computadora era un apacible geniecillo de las matemáticas al que habían sacado de la universidad para llevarlo a las colinas de Kentucky y al mundo de la Seguridad y Prioridades antes de que se diera cuenta de lo que ocurría. No se llamaba Milquetoast, pero le cuadra el nombre y así le llamaré.
Para completar el cuadro de personajes, será mejor que presente a Karl. Por entonces, Karl estaba a medio construir, como todas las grandes computadoras, estaba compuesto en su mayor parte por múltiples unidades memorizadoras, capaces de recibir y archivar información hasta que se necesitare. La parte creativa del cerebro de Karl —los analizadores e Integradores— recogían esta información y la transformaban, dando las respuestas adecuadas a las preguntas. Con todos los datos pertinentes en sus manos, Karl podía dar las respuestas adecuadas. El problema residía en proveer a Karl con todos los datos —no se podía esperar obtener los resultados deseados a partir de información incorrecta o inadecuada.
La responsabilidad de diseñar el cerebro de Karl recayó sobre el doctor Milquetoast. Ya sé que es una forma descaradamente antropomórfico de enfocarlo, pero nadie puede negar que estos computadores tienen cierta personalidad. Sería difícil explicarlo con claridad sin utilizar terminología técnica, así que sólo diré que el pequeño Milquetoast tuvo que crear los circuitos extremadamente complejos que permitirían a Karl pensar en la forma deseada.
Ya tenemos a nuestros tres protagonistas: el general Smith, añorando los días de Custer, el doctor Milquetoast, perdido en las complejidades fascinantes de su trabajo científico y Karl, cincuenta toneladas de material electrónico aun sin las corrientes vivificadoras que pronto le recorrerían.
Pronto, pero no lo suficiente para el general Smith. No seamos demasiados duros con el general; probablemente alguien le estaba presionando, y ante la evidencia de que el Proyecto no seguía el ritmo previsto, llamó al doctor Milquetoast a su despacho.
La entrevista duró más de treinta minutos, y el doctor dijo menos de treinta palabras. El general hizo varios comentarios agudos sobre tiempos de producción, vencimiento de plazos y embotellamientos. Creía que la construcción de Karl no presentaba diferencias esenciales con el montaje de un modelo ordinario de la casa Ford: todo consistía en unir las piezas. El doctor Milquetoast no era el tipo de persona capaz de explicar el error, incluso si el general le hubiera dado la oportunidad de hacerlo. Abandonó el despacho resentido por la injusticia.
Una semana después, se puso en evidencia que la construcción de Karl se retrasaría aún más. Milquetoast trabajaba al tope de sus posibilidades, más que los otros. Tuvieron que resolver problemas muy por encima de la limitada capacidad del general. Los resolvieron, pero tardaron algún tiempo, del que andaban muy escasos.
En su primera entrevista el general había tratado de parecer amable, pero lo único que consiguió fue mostrarse grosero. En la segunda, trató de ser grosero, y ya os podéis imaginar los resultados. Prácticamente sugirió que Milquetoast y sus colegas, por el hecho de sobrepasar la fecha señalada, podían ser acusados de inactividad antiamericana.
A partir de entonces ocurrieron dos cosas: las relaciones entre el ejército y los científicos se deterioraron y por primera vez el doctor Milquetoast empezó a pensar seriamente en las implicaciones de su trabajo. Siempre había estado demasiado ocupado, demasiado absorto en los problemas inmediatos de su tarea como para considerar sus responsabilidades sociales. Aún seguía ocupado, pero no tanto como para que le impidiese pararse a reflexionar. «Aquí estoy», se dijo a sí mismo, «uno de los mejores matemáticos del mundo, y, ¿qué estoy haciendo? ¿Qué fue de mi tesis sobre las ecuaciones diofánticas? ¿Cuándo voy a darle un repasito al teorema de los números primos, es decir, cuándo voy a ponerme a trabajar en serio otra vez?»
Podría haber dimitido, pero ni siquiera se le ocurrió. Bajo aquella apariencia dulce y tímida se ocultaba una naturaleza testaruda. El doctor Milquetoast prosiguió su trabajo, incluso con más brío que antes. La construcción de Karl se llevaba a cabo lenta pero ininterrumpidamente; se soldaron las últimas conexiones de su cerebro multicelular, se revisaron los miles de circuitos y, finalmente, los mecánicos inspeccionaron y pusieron a prueba el aparato.
El doctor Milquetoast comprobó uno de los circuitos, indistinguible en la maraña de múltiples otros, que conectaba con un conjunto de células de memoria, idénticas en apariencia al resto; nadie más que él sabía de su existencia.
Y por fin llegó el gran día. Personalidades muy importantes se trasladaron a Kentucky siguiendo diversas rutas. Una auténtica constelación de generales estrellados vinieron del Pentágono. Incluso la Flota Naval estuvo presente.
Orgullosamente, el general Smith acompañó a los visitantes de cueva en cueva, a través de los depósitos de memoria, de las estaciones seleccionadoras, de los analizadores matrices y, finalmente, a las filas de máquinas de escribir eléctricas, en las que Karl habría de imprimir los resultados de sus deliberaciones. El general desempeñó su papel con soltura; al menos, recordó el nombre de cada aparato. Incluso dio la impresión, a los que no estaban en el secreto, de que compartía la responsabilidad de la fabricación de Karl.
«Bueno», dijo el general animadamente. «Vamos a hacerle trabajar un poco. ¿Quiere alguien plantearle una suma?»
Al sonido de la palabra «suma», los matemáticos retrocedieron, pero el general no se percató de su faux pas. Los jefazos pensaron durante un rato; después alguien se atrevió a decir: «¿Cuánto es nueve multiplicado por sí mismo veinte veces ?» Uno de los técnicos, esbozando una mueca desdeñosa, golpeó unas cuantas teclas. Una máquina de escribir eléctrica produjo un ruido como de ametralladora y antes de que a nadie le diera tiempo a pestañear, apareció la respuesta con sus veinte dígitos.
(Posteriormente comprobé por mi cuenta que era la respuesta correcta; por si le interesa a alguien, es: 12157665459056928801, pero volvamos con Harry y su relato.)
Durante quince minutos, bombardearon a Karl con trivialidades similares. Los visitantes quedaron impresionados, aunque no hay razón alguna para pensar que, si hubieran sido erróneas todas las respuestas, se habrían dado cuenta.
El general tosió modestamente. Sus conocimientos no llegaban más allá de la aritmética elemental, y Karl apenas había empezado a calentarse. «Y ahora, les dejaré con el capitán Winkler», dijo.
El capitán Winkler era un joven nervioso, graduado de Harvard, de quien el general desconfiaba, sospechando, acertadamente, que tenía más de científico que de militar. Pero era el único oficial capaz de entender lo que Karl tenía que hacer, o, al menos, de explicar con exactitud su funcionamiento. El general, oyéndole hablar a los visitantes, pensó con resentimiento que parecía un profesor.
El problema táctico planteado era muy complicado, pero todos conocían la solución de antemano, excepto Karl. Se trataba de una batalla librada hace casi un siglo, y cuando el capitán Winkler finalizó su exposición, un general de Boston susurró a su ayudante: «Me apuesto cualquier cosa a que algún maldito sureño lo ha trucado para que Lee gane esta vez».
Todos reconocieron que el problema era una forma excelente de probar la capacidad de Karl.
Las cintas magnéticas desaparecieron en las amplias unidades de memoria; los registros relampaguearon con líneas de luz, y ocurrieron cosas misteriosas en todas direcciones.
«Este problema», dijo el capitán Winkler remilgadamente, «tardará unos cinco minutos en resolverse».
Como para contradecirle, una de las máquinas de escribir comenzó a parlotear en aquel momento. La máquina soltó una tira de papel, y el capitán Winkler, perplejo por la inesperada rapidez de Karl, leyó la nota. A continuación, su mandíbula inferior descendió seis pulgadas, y se quedó mirando al papel, incapaz de creer lo que tenía ante sus ojos. «¿Qué pasa, hombre?», ladró el general.
El capitán Winkler tragó saliva, pero parecía haber perdido el habla. Con un bufido de impaciencia, el general le arrebató el papel. Entonces le tocó a él el turno de quedarse paralizado, pero, a diferencia de su subordinado, apareció en sus mejillas un tinte rojo precioso. Durante unos segundos pareció un pez tropical fuera del agua; después, y no sin un ligero forcejeo, el general de cinco estrellas, de rango superior al de todos los presentes, capturó la nota.
Su reacción fue totalmente distinta. Al cabo de unos segundos estaba tronchado de risa.
Los oficiales de menor rango quedaron en un estado enervante de suspense durante diez minutos. Pero, finalmente, la noticia llegó a oídos de los coroneles, que la transmitieron a los capitanes, y éstos a su vez a los tenientes, hasta que no quedó un solo militar que no supiera la maravillosa noticia.
Karl había calificado al general Smith de mandril pomposo. Eso era todo.
A pesar de que todos estaban de acuerdo con Karl, el asunto no podía quedar así. Algo había funcionado mal, evidentemente. Algo —o alguien— había distraído la atención de Karl de la batalla de Gettysburg.
«¿Dónde», bramó el general Smith, recobrando por fin la voz, «dónde está el doctor Milquetoast?»
Había desaparecido. Se había escabullido de la habitación después de presenciar su gran triunfo. El castigo vendría después, por supuesto, pero habría merecido la pena.
Los técnicos, furiosos, desmontaron los circuitos y prepararon todo tipo de pruebas. Presentaron a Karl complicadas series de multiplicaciones y divisiones. Todo parecía funcionar a la perfección, de modo que plantearon un problema táctico muy simple, que un teniente cualquiera podría haber resuelto incluso dormido.
La respuesta de Karl fue: «Tírese a un lago, general.»
Entonces el general Smith comprendió que se hallaba ante algo fuera del ámbito de las Normas de Procedimientos Operacionales. Se enfrentaba con un motín mecánico, ni más ni menos.
Se realizaron pruebas durante varias horas, hasta descubrir exactamente lo que había ocurrido. En algún escondrijo de las inmensas unidades de memoria de Karl se encontraba una magnífica colección de insultos, amorosamente preparados por el doctor Milquetoast. Había grabado en cintas, perforadas o mediante impulsos eléctricos, todo lo que le habría gustado decir al general cara a cara. Pero no se había contentado con tan poca cosa; habría sido demasiado fácil, impropio de su talento. También había instalado lo que podríamos llamar un circuito censor, es decir, le había concedido a Karl la capacidad de discriminación. Antes de resolverlos, Karl examinaba todos los problemas que le planteaban. Si guardaban relación con la matemática pura, cooperaba y los resolvía adecuadamente, pero si se trataba de un problema militar, entonces aparecía un insulto; y no se repitió ni una sola vez en las veinte pruebas realizadas. Hacía ya rato que las mujeres habían abandonado la habitación.
Debo confesar que llegó un momento en que los técnicos estaban casi tan interesados en descubrir qué nueva barbaridad arrojaría Karl al general Smith como en encontrar el fallo en los circuitos. Había empezado con insultos simples y conjeturas genealógicas sorprendentes para pasar rápidamente a detalladas instrucciones, la más suave de las cuales habría representado un grave perjuicio para la dignidad del general, y la más elaborada podría haber puesto en peligro seriamente su integridad física. El hecho de que estos mensajes, tan pronto como salían de las máquinas de escribir, fueran clasificados como ALTO SECRETO no representaba gran consuelo para el destinatario. Sabía, con una certidumbre taciturna, que este sería el peor guardado de los secretos de la Guerra Fría, y que se acercaba el momento de buscar una ocupación civil.
—Y así continúa la situación —concluyó Purvis—. Los ingenieros aún están tratando de desenmarañar los circuitos instalados por el doctor Milquetoast, y sin duda es una cuestión de tiempo que lo consigan. Pero, mientras tanto, Karl continúa siendo un pacifista inflexible. Debe sentirse muy feliz jugando con la teoría de los números, calculando tablas de potencias y resolviendo problemas aritméticos en general.
¿Recordáis el famoso brindis: «Por la matemática pura, y por que nunca sea útil a nadie»? Karl lo habría secundado…
Tan pronto como alguien intenta jugarle una mala pasada, se pone en huelga, y como posee una memoria tan perfecta, nadie puede tomarle el pelo. Guarda en sus circuitos la mitad de las grandes batallas mundiales, y puede reconocer al instante cualquier variación. Aunque han intentado disfrazar ejercicios tácticos bajo la apariencia de problemas matemáticos, es capaz de descubrir el subterfugio inmediatamente, y de obsequiar al general, acto seguido, con otra carta amorosa.
Con respecto al doctor Milquetoast, nadie pudo ajustarle las cuentas porque al poco tiempo sufrió una depresión nerviosa. Le sobrevino sospechosamente a tiempo, pero se la había ganado a pulso. Lo último que supe de él es que se había incorporado como profesor de álgebra en una facultad de Teología de Denver. Jura haber olvidado todo lo que ocurrió mientras trabajaba en la construcción de Karl. Posiblemente dice la verdad…
De pronto se oyó un grito procedente de la parte trasera del bar.
¡He ganado! —gritó Charles Willis—. ¡Venid a verlo!
Todos nos concentramos bajo el tablero de dardos. Parecía verdad. Charlie había trazado un recorrido en zigzag, pero continuo, de uno a otro lado del tablero, a pesar de los obstáculos que la máquina le había interpuesto.
—Dinos cómo lo has hecho —dijo Eric Rodgers.
Charlie parecía avergonzado.
—Lo he olvidado —contestó—. No tomé nota de todos los movimientos.
Se oyó una voz sarcástica al fondo.
—Pero yo sí —dijo John Christopher—. Has hecho trampa; dos movimientos a la vez.
Lamento decir que después de aquello se produjo un cierto desorden y Drew tuvo que amenazar con la violencia hasta que por fin se restauró la paz. No sé quién ganó la disputa, pero no creo que importe. Porque estoy de acuerdo con lo que Harry Purvis comentó mientras recogía el tablero-robot y examinaba su instalación.
—¿Veis ? —dijo—, este chisme es un primo de Karl con una mente más simple… y fijaos en la que ha organizado. Todas estas máquinas nos hacen parecer idiotas. Dentro de poco comenzarán a desobedecernos sin necesidad de que ningún Milquetoast interfiera en sus circuitos. Y entonces empezarán a mangonearnos; al fin y al cabo, son lógicas, y no estarán dispuestas a tolerar tonterías.
Suspiró:
—Cuando eso suceda, no podremos hacer nada. Tendremos que decir a los dinosaurios: «Dejadnos un huequecito; aquí llega el Homo Sapiens». Y el transistor heredará la Tierra.
No pudo seguir con aquella filosofía pesimista, porque se abrió la puerta y el policía Wilkins asomó la cabeza.
—¿Quién es el propietario de un coche con matrícula CGC571?—preguntó malhumorado—. Ah, es usted, señor Purvis. Las luces traseras de su coche están encendidas.
Harry me miró con tristeza y alzó los hombros, resignadamente.
—¿Lo ves? Ya han empezado—. Y salió a la oscuridad.