Voy a presentarles este fragmento de folklore a modo de introducción. Entre los componentes de una pequeña tribu de caníbales amantes de la paz, había uno más ingenioso que los demás. No satisfecho con comerse a los blancos, aprendió sus costumbres. Y así, durante una estación de abundante cosecha, redujo a cenizas la provisión de comida de su aldea, y colocó las cenizas en pequeños botes etiquetados con la frase Gente instantánea.
—¿Estás segura? —insistió Simon al teléfono—. ¿No quieres que te recoja nada cuando vuelva esta noche?
—No, todo está bien. Polly ha salido con Susie Steele, y yo he planeado una cena exótica..., como sugeriste.
—Verás, es muy importante.
—Claro que sí.
La voz de Sheila sonaba tranquila, demasiado tranquila, y por un momento sintió ciertas dudas. Las desechó.
—Bien.
Llegaremos dentro de unos minutos.
—Estaré
esperando.
—Recuerda
que Mr. Brevoort quiere los martinis secos.
—Colocaré
la botella de vermut junto a la de ginebra y la apartaré al momento.
Se
echó a reír, casi alegremente.
Simon
dijo adiós y colgó, luego se quedó sentado un minuto oyendo su
risa alegre.
«Esta
noche, no —rezó—, Dios mío, por favor, esta noche no.»
Su
secretaria apareció en la puerta. Sus ojos claros observaron las
manos nerviosas, los dientes clavados en el labio inferior.
Anunció:
—Son
las cinco, Simon.
—¡Oh...!
¡Gracias, Ida!
—Muy
bien.
—Mrs.
Brevoort ha llegado hace un minuto. Dije a Mr. Brevoort que les
recogerías a la salida.
Ida
titubeó, pero se decidió a entrar en el despacho y cerró la puerta
tras sí.
—¿Simón?
—¿Qué?
—¿Te
parece prudente?
—¿Qué
otra cosa puedo hacer? —Movió las manos, desesperado—. La
promoción sale el próximo martes y ya conoces a Brevoort... Le
gusta visitar la casa del candidato antes de tomar la decisión
definitiva. Así que tengo que llevarlos a casa a cenar, y no
encuentro forma de evitarlo.
—¡Pobre
Simón! —Ida se sentó al borde de la mesa y acarició los pelillos
oscuros del cogote del hombre, diciendo dulcemente—: No puedo
olvidar aquellos seis meses en que tu mujer estuvo fuera.
—Sí
—rió con ironía—. Fuera.
—Podría
volver a irse —insinuó Ida.
—Se
irá —le aseguró.
Siguió
un silencio mientras los dedos de Ida seguían acariciándole el
cogote. De pronto se inclinó y le besó.
Sus
labios duchos recorrieron duramente los suyos, y repitió en tono
práctico:
—¡Pobre
Simón...! Bien, ya son las cinco y cinco. —Saltó de la mesa, se
arregló la blusa, y dijo mientras salía del despacho—: No te
preocupes. Saldrá bien.
—Saldrá
bien —musitó Simón.
Se
levantó, se limpió el carmín de Ida y empezó a ordenar la mesa.
Por detrás de la puerta una de las mecanógrafas rió
nerviosamente y Simón se cubrió los oídos con las manos. «Esta
noche, no. Por favor, Sheila, no hagas nada mal esta noche.» Se
irguió y se arregló la corbata. Respiró profundamente, se puso
el sombrero, sonrió animosamente a Ida al pasar, y cruzó la
antesala en dirección al despacho del presidente Mr. Walter
Brevoort.
Las
hojas de octubre caían como enormes copos de nieve pardos, mientras
conducía al atardecer en dirección a su casa de Brentwood.
Detrás de él, en el asiento posterior, se sentaban los Brevoort,
separados uno de otro, cada uno mirando por su ventanilla. El
señor era rechoncho y calvo, con un mechón blanco sobre las
orejas. Su mujer era gordita y alegre.
—Tiene
una hija, ¿verdad, Simón? —preguntó Mrs. Brevoort.
—Sí,
Polly, de doce años; es una niña muy guapa. —Se rió como
excusándose de su orgullo. Pero Polly era realmente hermosa:
rubia, delgada; sentía verdadera pasión por ella, quizá de forma
dominante, posesiva.
Repitió—:
Muy bonita.
—Debió
de heredarlo de su madre —bromeó con una risita Mr. Brevoort.
Y
Simón dijo que sí, que Sheila era muy atractiva también, y recordó
que así se lo había parecido en otros tiempos, antes de que la
enviaran al sanatorio y regresara con sus «rarezas» que había
tratado de tolerar y que ahora aborrecía. «Podría irse», había
dicho Ida. «Se irá», contestó él. Y se iría, porque así lo
había planeado.
Atosigarla
y atosigarla. Exagerar sus rarezas al doctor Birnam. Poner a Polly en
contra de su madre.
Empujarla
hasta el punto límite. Transformarla en una idiota incoherente; pero
esta noche, no.
—Esta
noche, no —exclamó en voz alta. —¿Cómo dice, Simón? —preguntó
Mr. Brevoort. —Nada, nada.
Y
siguió conduciendo bajo una verdadera lluvia de hojas secas que
caían de los árboles, hacia la casa blanca y cuidada de la esquina.
—Preciosa
—comentó Mrs. Brevoort mientras era ayudada a salir del coche.
—Queremos
a nuestra casita —dijo, y casi retuvo el aliento mientras andaban.
No
respiró del todo hasta que Sheila abrió la puerta y les dio la
bienvenida y vio que todo iba a salir bien.
Iba
elegantemente vestida de negro, con su cabello oscuro bien peinado,
las palabras serenas y amables, de modo que nada la traicionaba...,
excepto, quizás, el desacostumbrado brillo de sus ojos negros, la
media sonrisa en sus labios cuando los levantó para que se los
besara.
—¡Qué
habitación más acogedora! —exclamó Mrs. Brevoort, y Mr. Brevoort
dejó caer su cuerpo cuadrado en su sillón, diciendo:
—Se
aprende mucho de un hombre por su forma de vivir. Un hombre que no
vive bien en su casa, tiene que reflejarse en su trabajo.
—Sí,
señor.
—A
la fuerza.
—Sí,
señor.
—Me
gustaría conocer a su hija, Simón.
—Más
tarde —dijo Simón—. Ha salido con unos amigos. —Miró a Sheila
que estaba sirviendo los martinis—. ¿Adónde ha ido Polly,
querida?
—A
la primera sesión de cine —respondió Sheila—. Volverá a las
siete.
—Entonces
todavía podemos conocerla —dijo Mrs. Brevoort.
—Es
la «hija» de su padre —comentó Sheila yéndose a la cocina.
Simón
la siguió con la mirada, ceñudo.
—Encantadora.
—Preciosa
—corroboró Mr. Brevoort—, No sé cómo pudo vivir todos esos
meses que se fue a visitar a la familia.
Simón
murmuró algo relativo a que había sido un tiempo difícil para
todos, tragó su martini, murmuró una excusa y pasó a la cocina
cerrando la puerta tras sí. Sheila estaba inclinada sobre los
fogones, revolviendo un guiso antes de meterlo en el horno.
Prudentemente preguntó:
—¿Todo
va bien?
—Perfectamente.
Salvo que estás planeando volver a enviarme al sanatorio y separarme
de Polly y seguir tu ligue con esa Ida.
—Sheila...
—Por
lo demás todo va bien.
—Esta
noche, no, Sheila.
—Anoche,
la semana pasada y el mes pasado. Pero esta noche, no.
—Si
trataras de comprender...
—¡Oh,
lo comprendo, Simón! Lo comprendo perfectamente. Tengo que
representar un papel que te proporcionará una promoción en la
oficina. Después te desharás de mí y te quedarás con Polly para
ti solo.
—Mira,
Sheila...
—Y
puede que te deshagas de mí, pero no te quedarás con Polly.
—Está
bien. Pero ahora, no. Ahora, no!
Se
volvió y le sonrió levemente. Sus ojos parecían más
brillantes. «Lo mismo que aquella noche lejana, poco antes de que
llegaran los hombres con sus batas blancas», pensó. De pronto
sintió frío y preguntó:
—¿Puedo
hacer algo?
—Puedes
sacar la basura si quieres.
—Después
de cenar.
—Ahora,
antes de que la cocina huela mal.
Puso
el pie en el pedal y sacó la bolsa del cubo blanco. La bolsa estaba
repleta y bien cerrada.
—No
la abras —aconsejó su mujer—. Te marearás.
Se
encogió de hombros, metió la bolsa en un cubo, la sacó por la
puerta trasera, tiró la bolsa en el depósito de basuras y volvió a
la cocina.
—¿Algo
más? —preguntó.
—Recuerda
solamente lo que te he dicho.
—Te
advierto, Sheila... —Pero se calló. Ahora no debía amenazarla.
Tampoco debió haberlo hecho anoche.
Era
locamente celosa y tenía que manejarla con delicadeza, por lo menos
hasta que los Brevoort se marcharan.
Volvió
al salón y sirvió otra ronda de martinis. Sonó el teléfono. Era
Mrs. Steele. Quería saber si Susie estaba con Polly y si era así
que la enviara a casa inmediatamente después de cenar. Le explicó
que Polly y Susie habían ido al cine a la sesión de las cinco. Mrs.
Steele comentó que era raro que Susie no hubiera ido a casa a
pedirle permiso.
—Un
minuto. —Dejó el teléfono y llamó a Sheila—. ¿Estás segura
de que Polly se fue al cine?
—Claro
que estoy segura —contestó Sheila viniendo de la cocina y
mirándole.
—Pero
Mrs. Steele dijo que era raro...
—No
es raro. No hay nada raro. —Sus ojos volvían a brillar
curiosamente. Se excusó con Mrs. Steele, colgó y volvió a reunirse
con los Brevoort. Hablaban de una nueva serie televisiva que era algo
sorprendente y estuvo de acuerdo, pero le resultaba imposible
concentrarse. Miró hacia la ventana y vio que se había hecho de
noche, de pronto. Pensó que Polly no debía estar fuera de casa a
esas horas. Miró a Sheila, que hablaba animadamente con Mrs.
Brevoort. Se dijo que los ojos no debían brillarle tanto, ni sus
labios estar tan húmedos y tan rojos. Tampoco debería reírse
tanto.
—¡Simón!
Se
sobresaltó.
—Phil
Silvers...
—Sí,
sorprendente.
—No
te fijas en lo que se dice —le riñó Sheila.
—Perdóname.
Estaba pensando en lo que me ha dicho Mrs. Steele. Me preguntaba a
dónde habrá ido Polly en realidad.
—Ya
te lo he dicho, Simón. Yo sé a dónde ha ido.
Volvió
a reír y su risa parecía llegar de otra habitación, de otro mundo,
antes de anunciar que la cena estaba lista.
Simón
se sentó en la cabecera de la mesa rectangular con Mrs. Brevoort a
su izquierda y Mr. Brevoort a la derecha. Sheila encendió las velas,
luego pasó a la cocina y volvió con el estofado servido en una gran
fuente de cobre. Encendió la pequeña llamita en el soporte de
hierro forjado y colocó la fuente de cobre encima.
—Así,
claro, no se cocerá —explicó—, pero resulta precioso y se
mantiene caliente.
Simón
volvió a mirar hacia la ventana. Las hojas secas pasaban rozando el
cristal. Apretó los puños por debajo de la mesa. Pensó que Sheila
estaba hablando demasiado. Fuera era noche cerrada. Oyó la
exclamación de placer de Mrs. Brevoort al pasarle el plato servido.
Oyó decir a Mr. Brevoort:
—Curry...,
cualquier cosa con curry... Me encanta, me encanta...
Después
le pasaron su plato y se quedó mirándolo, humeante a la luz de las
velas. La señora lo había probado ya. Suspiró:
—¡Hummm!
Delicioso, pero, ¿qué es?
—Es
una receta secreta —explicó Sheila—, aunque debo confesar que no
la había preparado anteriormente.
—Impresionante
—dijo Mr. Brevoort.
—¿Simón?
—preguntó Sheila.
—¡Oh,
sí...!, sí. —Probó el estofado. Estaba excesivamente sazonado y
eso dominaba sobre otro sabor extraño que no podía distinguir—.
No está mal —terminó diciendo. Levantó la mirada y se fijó en
que el plato de Sheila estaba vacío—. ¿Es que no vas a comer
nada?
—No
tengo hambre.
—Pero
nunca dejas de cenar.
—Ya
lo sé. Pero esta noche no tengo hambre.
Y
dejó oír de nuevo aquella risita, y vio los rojos labios húmedos,
los ojos relucientes. Fuera, un vientecillo empezó a mover los
árboles y, en alguna parte, gritó un niño. Sintió frío. Ojalá
Polly estuviera en casa. Ojalá hubiera terminado aquella noche y la
promoción quedara resuelta para no tener que hacer más comedia con
Sheila. Podía hacer que la encerraran..., para siempre..., y
vendería esta casa que odiaba y se llevaría a Polly con él y con
Ida.
—No
estás comiendo, Simón.
—Sí;
está bien. Muy bueno.
Pero
no tenía hambre. Nunca le habían gustado las cosas raras y
solamente había insistido en un plato exótico por los Brevoort.
Probó un bocado más y se fijó en un largo pelo rubio en su
tenedor, lo retiró disimuladamente, pensando, distraído, que era de
Polly porque el cabello de Sheila era castaño oscuro. Se daba cuenta
de que los árboles se agitaban cada vez más con el viento que se
había levantado. Oyó que Mr. Brevoort decía:
—Sí,
repetiré, por favor.
Y
que su esposa insistía:
—Sencillamente,
tiene que darme esta receta. Cebollas, setas, pimientos y curry... Y
me figuro que la carne ha sido antes salteada, pero, ¿qué carne es?
Sheila
rió secretamente, él tomó otro bocado y fue entonces cuando
encontró una uña. Era pequeña, dura y curvada. Se le había
clavado entre los dientes y cuando la examinó a la luz de las velas,
al principio no estuvo seguro de lo que era. Luego, cuando se dio
cuenta, fue como una extraña sensación de despego, hasta que
levantó la mirada y tropezó con la de Sheila que le sonreía.
—¿Te
ocurre algo?
—No.
Sólo que yo...
—No
te preocupes más. Yo sé dónde está Polly.
—Claro...,
claro. —Colocó la uñita cuidadosamente a un lado del plato. La
miró, como ausente. Sheila había dicho: «No te quedarás con
Polly». Y ahora: «Yo sé dónde está..., es una receta secreta...,
saca la basura, pero no abras la bolsa o te marearás...». Sus ojos
brillaban demasiado. Se reía demasiado. En el fondo siempre había
odiado el cariño que sentía por Polly. Nunca hasta entonces había
dejado de cenar. Su cabello era castaño oscuro y sus uñas, largas y
rojas, llevaban días sin cortar. El viento gemía entre los árboles.
Y era raro, había dicho Mrs. Steele. ¿Y por qué no volvía Polly a
casa? ¿Y por qué había sentido frío toda la noche y ahora se
encontraba mareado, y la mano le temblaba descontroladamente, y su
cuerpo empezaba también a temblar en un horrible espasmo que no
cedía?
—¿Pollo?
—preguntó Mrs. Brevoort.
—No,
no es pollo.
—¿Ternera?
—sugirió Mr. Brevoort.
—No.
—¿Cordero?
—No.
—¿Cerdo?
—No.
—Sheila seguía sonriendo—. ¿Lo adivinas tú, Simón? ¿Lo
miraste? Apuesto a que miraste cuando fuiste a dejar la basura.
Simón... Simón.
Simón
dio un chillido. Se levantó y volvió a chillar una y otra vez.
Corrió a la puerta y gritó en la noche y en el viento.
—¡Polly...!
¡Polly!
Cruzó
corriendo la casa y salió por la puerta de la cocina, jardín abajo
hasta el depósito de basura. Levantó la tapa, metió la mano,
volvió a sacarla y dejó caer la tapa con estruendo. Vomitó
violentamente, y se apoyó, estremecido, contra el porche mientras
las hojas se arremolinaban a su alrededor.
—¡Oh,
Dios mío! —sollozó—. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!
Entró
tambaleándose, en el salón. Los Brevoort se marchaban
apresuradamente, hablando de coger un taxi.
Apenas
les vio. Seguía chillando. La puerta se cerró y Sheila se volvió
hacia él diciéndole:
—¿Ves
lo que has hecho, Simón? Después de todo, pensarán que éste no es
un hogar feliz.
Pero
él siguió gritando:
—Estás
loca... Realmente loca... Y esta vez te vas a ir para siempre. ¡Oh,
Dios mío!, ¡oh, Dios mío!
Llegó
dando traspiés junto al teléfono y marcó el número del doctor
Birnam con dedos temblorosos. Sus palabras eran prácticamente
incoherentes.
—No
llegué a darme cuenta..., algo terrible... Traigan la ambulancia...,
y una camisa de fuerza... ¡Oh, Dios mío!
Y
apoyó la cabeza contra el teléfono y se estremeció y sollozó
histéricamente sin poder parar.
—Terrible
—dijo el doctor Birnam, después que los hombres de bata blanca se
llevaron al ser que no dejaba de protestar—. Simplemente terrible.
—Pero,
por qué —preguntó llorando inconsolable—. Por qué..., por
qué...
El
médico se encogió de hombros.
—Estas
cosas suelen ser difíciles de explicar. Si solamente lo hubiera
previsto..., pero es imposible que lo hubiera adivinado.
—Y,
precisamente esta noche..., precisamente esta noche que era tan
importante.
—No
sabría... decírselo. -El doctor alargó la mano, tranquilizador,
y anduvo hacia la puerta.
Naturalmente,
haremos cuanto podamos. Camisa de fuerza por un tiempo y luego
tratamiento... La verdad es que no lo sé... —Abrió la puerta y
exclamó—: Vaya, ¿cómo está mi pequeña favorita?
—Muy
bien —contestó Polly entrando. El médico se fue y Polly comentó—:
Susie se la va a cargar por haber ido al cine sin decírselo a su
madre. —Miró a su alrededor y preguntó—: ¿Dónde está papá?
—Se
ha ido.
—¿Por
mucho tiempo?
—Me
temo que sí.
—Él
me dijo que eras tú la que te ibas. Pero me alegro de que sea él y
no tú.
—¿De
verdad, cariño? —Se secó las lágrimas—. ¿De verdad?
Polly
asintió, añadiendo:
—Tengo
hambre.
—Yo
también.
Se
sentaron a la mesa y se sirvieron una buena ración de estofado, que
se había mantenido caliente sobre la lamparilla.
—¡Qué
bueno! —exclamó Polly—. ¿Qué es?
—¿Adivínalo?
—¿Pollo?
—No;
pollo, no.
—¿Ternera?
—No.
—Entonces,
¿qué es?
—Una
receta secreta —contestó sonriendo levemente, con cariño, a su
hija.
Charles Mergen Dahl