"La mitad de lo que digo carece de significado; pero lo digo, para que la otra mitad pueda llegar a ti."
Gibran Jalil Gibran
Cuentos para ver
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EL ARBOL - H. P. Lovecraft
En
una verde ladera del monte Menalo, en Arcadia, se halla un olivar en
torno a las ruinas de una villa. Al lado se encuentra una tumba, antaño
embellecida con las más sublimes esculturas, pero sumida ahora en la
misma decadencia que la casa. A un extremo de la tumba, con sus
peculiares raíces desplazando los bloques de mármol del Pentélico,
mancillados por el tiempo, crece un olivo antinaturalmente grande y de
figura curiosamente repulsiva; tanto se asemeja a la figura de un hombre
deforme, o a un cadáver contorsionado por la muerte, que los lugareños
temen pasar cerca en las noches en que la luna brilla débilmente a
través de sus ramas retorcidas. El monte Menalo es uno de los parajes
predilectos del temible Pan, el de la multitud de extraños compañeros, y
los sencillos pastores creen que el árbol debe tener alguna espantosa
relación con esos salvajes silenos; pero un anciano abejero que vive en
una cabaña de las cercanías me contó una historia diferente.
Hace muchos años, cuando la villa de la cuesta era nueva y resplandeciente, vivían en ella los escultores Calos y Musides. La belleza de su obra era alabada de Lidia a Neápolis, y nadie osaba considerar que uno sobrepasaba al otro en habilidad. El Hermes de Calos se alzaba en un marmóreo santuario de Corinto, y la Palas de Musides remataba una columna en Atenas, cerca del Partenón. Todos los hombres rendían homenaje a Calos y Musides, y se asombraban de que ninguna sombra de envidia artística enfriara el calor de su amistad fraternal.
Pero aunque Calos y Musides estaban en perfecta armonía, sus formas de ser no eran iguales. Mientras que Musides gozaba las noches entre los placeres urbanos de Tegea, Calos prefería quedarse en casa; permaneciendo fuera de la vista de sus esclavos al fresco amparo del olivar. Allí meditaba sobre las visiones que colmaban su mente, y allí concebía las formas de belleza que posteriormente inmortalizaría en mármol casi vivo. Los ociosos, por supuesto, comentaban que Calos se comunicaba con los espíritus de la arboleda, y que sus estatuas no eran sino imágenes de los faunos y las dríadas con los que se codeaba... ya que jamás llevaba a cabo sus trabajos partiendo de modelos vivos.
Tan famosos eran Calos y Musides que a nadie le extrañó que el tirano de Siracusa despachara enviados para hablarles acerca de la costosa estatua de Tycho que planeaba erigir en su ciudad. De gran tamaño y factura sin par había de ser la estatua, ya que habría de servir de maravilla a las naciones y convertirse en una meta para los viajeros. Honrado más allá de cualquier pensamiento resultaría aquel cuyo trabajo fuese elegido, y Calos y Musides estaban invitados a competir por tal distinción. Su amor fraterno era de sobra conocido, y el astuto tirano conjeturaba que, en vez de ocultarse sus obras, se prestarían mutua ayuda y consejo; así que tal apoyo produciría dos imágenes de belleza sin par, cuya hermosura eclipsaría incluso los sueños de los poetas.
Los escultores aceptaron complacidos el encargo del tirano, así que en los días siguientes sus esclavos pudieron oír el incesante picoteo de los cinceles. Calos y Musides no se ocultaron sus trabajos, aun cuando se reservaron su visión para ellos dos solos. A excepción de los suyos, ningún ojo pudo contemplar las dos figuras divinas liberadas mediante golpes expertos de los bloques en bruto que las aprisionaban desde los comienzos del mundo.
De noche, al igual que antes, Musides frecuentaba los salones de banquetes de Tegea, mientras Calos rondaba a solas por el olivar. Pero, según pasaba el tiempo, la gente advirtió cierta falta de alegría en el antes radiante Musides. Era extraña, comentaban entre sí, que esa depresión hubiera hecho presa en quien tenía tantas posibilidades de alcanzar los más altos honores artísticos. Muchos meses pasaron, pero en el semblante apagado de Musides no se leía sino una fuerte tensión que debía estar provocada por la situación.
Entonces Musides habló un día sobre la enfermedad de Calos, tras lo cual nadie volvió a asombrarse ante su tristeza, ya que el apego entre ambos escultores era de sobra conocido como profundo y sagrado. Por tanto, muchos acudieron a visitar a Calos, advirtiendo en efecto la palidez de su rostro, aunque había en él una felicidad serena que hacía su mirada más mágica que la de Musides... quien se hallaba claramente absorto en la ansiedad, y que apartaba a los esclavos en su interés por alimentar y cuidar al amigo con sus propias manos. Ocultas tras pesados cortinajes se encontraban las dos figuras inacabadas de Tycho, últimamente apenas tocadas por el convaleciente y su fiel enfermero.
Según desmejoraba inexplicablemente, más y más, a pesar de las atenciones de los perplejos médicos y las de su inquebrantable amigo, Calos pedía con frecuencia que le llevaran a la tan amada arboleda. Allí rogaba que lo dejasen solo, ya que deseaba conversar con seres invisibles. Musides accedía invariablemente a tales deseos, aunque con lágrimas en los ojos al pensar que Calos prestaba más atención a faunos y dríadas que a él. Al cabo, el fin estuvo cerca y Calos hablaba de cosas del más allá. Musides, llorando, le prometió un sepulcro aún más hermoso que la tumba de Mausolo, pero Calos le pidió que no hablara más sobre glorias de mármol. Tan sólo un deseo se albergaba en el pensamiento del moribundo: que unas ramitas de ciertos olivos de la arboleda fueran depositadas enterradas en su sepultura... junto a su cabeza. Y una noche, sentado a solas en la oscuridad del olivar, Calos murió.
Hermoso más allá de cualquier descripción resultaba el sepulcro de mármol que el afligido Musides cinceló para su amigo bienamado. Nadie sino el mismo Calos hubiera podido obrar tales bajorrelieves, en donde se mostraban los esplendores del Eliseo. Tampoco descuidó Musides el enterrar junto a la cabeza de Calos las ramas de olivo de la arboleda.
Cuando los primeros dolores de la pena cedieron ante la resignación, Musides trabajó con diligencia en su figura de Tycho. Todo el honor le pertenecía ahora, ya que el tirano no quería sino su obra o la de Calos. Su esfuerzo dio cauce a sus emociones y trabajaba más duro cada día, privándose de los placeres que una vez degustaría. Mientras tanto, sus tardes transcurrían junto a la tumba de su amigo, donde un olivo joven había brotado cerca de la cabeza del yaciente. Tan rápido fue el crecimiento de este árbol, y tan extraña era su forma, que cuantos lo contemplaban prorrumpían en exclamaciones de sorpresa, y Musides parecía encontrarse a un tiempo fascinado y repelido por él.
A los tres años de la muerte de Calos, Musides envió un mensajero al tirano, y se comentó en el ágora de Tegea que la tremenda estatua estaba concluida. Para entonces, el árbol de la tumba había alcanzado asombrosas proporciones, sobrepasando al resto de los de su clase, y extendiendo una rama singularmente pesada sobre la estancia en la que Musides trabajaba. Mientras, muchos visitantes acudían a contemplar el árbol prodigioso, así como para admirar el arte del escultor, por lo que Musides casi nunca se hallaba a solas. Pero a él no le importaba esa multitud de invitados; antes bien, parecía temer el quedarse a solas ahora que su absorbente trabajo había tocado a su fin. El poco alentador viento de la montaña, suspirando a través del olivar y el árbol de la tumba, evocaba de forma extraña sonidos vagamente articulados.
El cielo estaba oscuro la tarde en que los emisarios del tirano llegaron a Tegea. De sobra era sabido que llegaban para hacerse cargo de la gran imagen de Tycho y para rendir honores imperecederos a Musides, por los que los próxenos les brindaron un recibimiento sumamente caluroso. Al caer la noche se desató una violenta ventolera sobre la cima del Menalo, y los hombres de la lejana Siracusa se alegraron de poder descansar a gusto en la ciudad. Hablaron acerca de su ilustrado tirano, y del esplendor de su ciudad, refocilándose en la gloria de la estatua que Musides había cincelado para él. Y entonces los hombres de Tegea hablaron acerca de la bondad de Musides, y de su hondo penar por su amigo, así como de que ni aun los inminentes laureles del arte podrían consolarlo de la ausencia del Calos, que podría haberlos ceñido en su lugar. También hablaron sobre el árbol que crecía en la tumba, junto a la cabeza de Calos. El viento aullaba aún más horriblemente, y tanto los siracusanos como los arcadios elevaron sus preces a Eolo.
A la luz del día, los próxenos guiaron a los mensajeros del tirano cuesta arriba hasta la casa del escultor, pero el viento nocturno había realizado extrañas hazañas. El griterío de los esclavos se alzaba en una escena de desolación, y en el olivar ya no se levantaban las resplandecientes columnatas de aquel amplio salón donde Musides soñara y trabajara. Solitarios y estremecidos penaban los patios humildes y las tapias, ya que sobre el suntuoso peristilo mayor se había desplomado la pesada rama que sobresalía del extraño árbol nuevo, reduciendo, de una forma curiosamente completa, aquel poema en mármol a un montón de ruinas espantosas. Extranjeros y tegeanos quedaron pasmados, contemplando la catástrofe causada por el grande, el siniestro árbol cuyo aspecto resultaba tan extrañamente humano y cuyas raíces alcanzaban de forma tan peculiar el esculpido sepulcro de Calos. Y su miedo y desmayo aumentó al buscar entre el derruido aposento, ya que del noble Musides y de su imagen de Tycho maravillosamente cincelada no pudo hallarse resto alguno. Entre aquellas formidables ruinas no moraba sino el caos, y los representantes de ambas ciudades se vieron decepcionados; los siracusanos porque no tuvieron estatua que llevar a casa; los tegeanos porque carecían de artista al que conceder los laureles. No obstante, los siracusanos obtuvieron una espléndida estatua en Atenas, y los tegeanos se consolaron erigiendo en el ágora un templo de mármol que conmemoraba los talentos, las virtudes y el amor fraternal de Musides.
Pero el olivar aún está ahí, así como el árbol que nace en la tumba de Calos, y el anciano abejero me contó que a veces las ramas susurran entre sí en las noches ventosas, diciéndose una y otra vez: «¡Oιδά! ¡Oιδά!»... ¡yo sé! ¡yo sé!
Hace muchos años, cuando la villa de la cuesta era nueva y resplandeciente, vivían en ella los escultores Calos y Musides. La belleza de su obra era alabada de Lidia a Neápolis, y nadie osaba considerar que uno sobrepasaba al otro en habilidad. El Hermes de Calos se alzaba en un marmóreo santuario de Corinto, y la Palas de Musides remataba una columna en Atenas, cerca del Partenón. Todos los hombres rendían homenaje a Calos y Musides, y se asombraban de que ninguna sombra de envidia artística enfriara el calor de su amistad fraternal.
Pero aunque Calos y Musides estaban en perfecta armonía, sus formas de ser no eran iguales. Mientras que Musides gozaba las noches entre los placeres urbanos de Tegea, Calos prefería quedarse en casa; permaneciendo fuera de la vista de sus esclavos al fresco amparo del olivar. Allí meditaba sobre las visiones que colmaban su mente, y allí concebía las formas de belleza que posteriormente inmortalizaría en mármol casi vivo. Los ociosos, por supuesto, comentaban que Calos se comunicaba con los espíritus de la arboleda, y que sus estatuas no eran sino imágenes de los faunos y las dríadas con los que se codeaba... ya que jamás llevaba a cabo sus trabajos partiendo de modelos vivos.
Tan famosos eran Calos y Musides que a nadie le extrañó que el tirano de Siracusa despachara enviados para hablarles acerca de la costosa estatua de Tycho que planeaba erigir en su ciudad. De gran tamaño y factura sin par había de ser la estatua, ya que habría de servir de maravilla a las naciones y convertirse en una meta para los viajeros. Honrado más allá de cualquier pensamiento resultaría aquel cuyo trabajo fuese elegido, y Calos y Musides estaban invitados a competir por tal distinción. Su amor fraterno era de sobra conocido, y el astuto tirano conjeturaba que, en vez de ocultarse sus obras, se prestarían mutua ayuda y consejo; así que tal apoyo produciría dos imágenes de belleza sin par, cuya hermosura eclipsaría incluso los sueños de los poetas.
Los escultores aceptaron complacidos el encargo del tirano, así que en los días siguientes sus esclavos pudieron oír el incesante picoteo de los cinceles. Calos y Musides no se ocultaron sus trabajos, aun cuando se reservaron su visión para ellos dos solos. A excepción de los suyos, ningún ojo pudo contemplar las dos figuras divinas liberadas mediante golpes expertos de los bloques en bruto que las aprisionaban desde los comienzos del mundo.
De noche, al igual que antes, Musides frecuentaba los salones de banquetes de Tegea, mientras Calos rondaba a solas por el olivar. Pero, según pasaba el tiempo, la gente advirtió cierta falta de alegría en el antes radiante Musides. Era extraña, comentaban entre sí, que esa depresión hubiera hecho presa en quien tenía tantas posibilidades de alcanzar los más altos honores artísticos. Muchos meses pasaron, pero en el semblante apagado de Musides no se leía sino una fuerte tensión que debía estar provocada por la situación.
Entonces Musides habló un día sobre la enfermedad de Calos, tras lo cual nadie volvió a asombrarse ante su tristeza, ya que el apego entre ambos escultores era de sobra conocido como profundo y sagrado. Por tanto, muchos acudieron a visitar a Calos, advirtiendo en efecto la palidez de su rostro, aunque había en él una felicidad serena que hacía su mirada más mágica que la de Musides... quien se hallaba claramente absorto en la ansiedad, y que apartaba a los esclavos en su interés por alimentar y cuidar al amigo con sus propias manos. Ocultas tras pesados cortinajes se encontraban las dos figuras inacabadas de Tycho, últimamente apenas tocadas por el convaleciente y su fiel enfermero.
Según desmejoraba inexplicablemente, más y más, a pesar de las atenciones de los perplejos médicos y las de su inquebrantable amigo, Calos pedía con frecuencia que le llevaran a la tan amada arboleda. Allí rogaba que lo dejasen solo, ya que deseaba conversar con seres invisibles. Musides accedía invariablemente a tales deseos, aunque con lágrimas en los ojos al pensar que Calos prestaba más atención a faunos y dríadas que a él. Al cabo, el fin estuvo cerca y Calos hablaba de cosas del más allá. Musides, llorando, le prometió un sepulcro aún más hermoso que la tumba de Mausolo, pero Calos le pidió que no hablara más sobre glorias de mármol. Tan sólo un deseo se albergaba en el pensamiento del moribundo: que unas ramitas de ciertos olivos de la arboleda fueran depositadas enterradas en su sepultura... junto a su cabeza. Y una noche, sentado a solas en la oscuridad del olivar, Calos murió.
Hermoso más allá de cualquier descripción resultaba el sepulcro de mármol que el afligido Musides cinceló para su amigo bienamado. Nadie sino el mismo Calos hubiera podido obrar tales bajorrelieves, en donde se mostraban los esplendores del Eliseo. Tampoco descuidó Musides el enterrar junto a la cabeza de Calos las ramas de olivo de la arboleda.
Cuando los primeros dolores de la pena cedieron ante la resignación, Musides trabajó con diligencia en su figura de Tycho. Todo el honor le pertenecía ahora, ya que el tirano no quería sino su obra o la de Calos. Su esfuerzo dio cauce a sus emociones y trabajaba más duro cada día, privándose de los placeres que una vez degustaría. Mientras tanto, sus tardes transcurrían junto a la tumba de su amigo, donde un olivo joven había brotado cerca de la cabeza del yaciente. Tan rápido fue el crecimiento de este árbol, y tan extraña era su forma, que cuantos lo contemplaban prorrumpían en exclamaciones de sorpresa, y Musides parecía encontrarse a un tiempo fascinado y repelido por él.
A los tres años de la muerte de Calos, Musides envió un mensajero al tirano, y se comentó en el ágora de Tegea que la tremenda estatua estaba concluida. Para entonces, el árbol de la tumba había alcanzado asombrosas proporciones, sobrepasando al resto de los de su clase, y extendiendo una rama singularmente pesada sobre la estancia en la que Musides trabajaba. Mientras, muchos visitantes acudían a contemplar el árbol prodigioso, así como para admirar el arte del escultor, por lo que Musides casi nunca se hallaba a solas. Pero a él no le importaba esa multitud de invitados; antes bien, parecía temer el quedarse a solas ahora que su absorbente trabajo había tocado a su fin. El poco alentador viento de la montaña, suspirando a través del olivar y el árbol de la tumba, evocaba de forma extraña sonidos vagamente articulados.
El cielo estaba oscuro la tarde en que los emisarios del tirano llegaron a Tegea. De sobra era sabido que llegaban para hacerse cargo de la gran imagen de Tycho y para rendir honores imperecederos a Musides, por los que los próxenos les brindaron un recibimiento sumamente caluroso. Al caer la noche se desató una violenta ventolera sobre la cima del Menalo, y los hombres de la lejana Siracusa se alegraron de poder descansar a gusto en la ciudad. Hablaron acerca de su ilustrado tirano, y del esplendor de su ciudad, refocilándose en la gloria de la estatua que Musides había cincelado para él. Y entonces los hombres de Tegea hablaron acerca de la bondad de Musides, y de su hondo penar por su amigo, así como de que ni aun los inminentes laureles del arte podrían consolarlo de la ausencia del Calos, que podría haberlos ceñido en su lugar. También hablaron sobre el árbol que crecía en la tumba, junto a la cabeza de Calos. El viento aullaba aún más horriblemente, y tanto los siracusanos como los arcadios elevaron sus preces a Eolo.
A la luz del día, los próxenos guiaron a los mensajeros del tirano cuesta arriba hasta la casa del escultor, pero el viento nocturno había realizado extrañas hazañas. El griterío de los esclavos se alzaba en una escena de desolación, y en el olivar ya no se levantaban las resplandecientes columnatas de aquel amplio salón donde Musides soñara y trabajara. Solitarios y estremecidos penaban los patios humildes y las tapias, ya que sobre el suntuoso peristilo mayor se había desplomado la pesada rama que sobresalía del extraño árbol nuevo, reduciendo, de una forma curiosamente completa, aquel poema en mármol a un montón de ruinas espantosas. Extranjeros y tegeanos quedaron pasmados, contemplando la catástrofe causada por el grande, el siniestro árbol cuyo aspecto resultaba tan extrañamente humano y cuyas raíces alcanzaban de forma tan peculiar el esculpido sepulcro de Calos. Y su miedo y desmayo aumentó al buscar entre el derruido aposento, ya que del noble Musides y de su imagen de Tycho maravillosamente cincelada no pudo hallarse resto alguno. Entre aquellas formidables ruinas no moraba sino el caos, y los representantes de ambas ciudades se vieron decepcionados; los siracusanos porque no tuvieron estatua que llevar a casa; los tegeanos porque carecían de artista al que conceder los laureles. No obstante, los siracusanos obtuvieron una espléndida estatua en Atenas, y los tegeanos se consolaron erigiendo en el ágora un templo de mármol que conmemoraba los talentos, las virtudes y el amor fraternal de Musides.
Pero el olivar aún está ahí, así como el árbol que nace en la tumba de Calos, y el anciano abejero me contó que a veces las ramas susurran entre sí en las noches ventosas, diciéndose una y otra vez: «¡Oιδά! ¡Oιδά!»... ¡yo sé! ¡yo sé!
DESDE UN BESO - José Juan Botelli
Escondido rincón del mundo eterno
donde la vida acurrucada en sombra
cobija a un tibio corazón humano
que ha de latir un día: desde el beso.
Polen astral, simiente que el amor
fecunda entre la carne de dos seres,
uniendo cuerpos en mandato oculto
de regresar de nuevo: desde el beso.
EL MITO WICHI DE LA CREACION - Extraído del Portal Informativo de Salta
Hubo un
tiempo en que la tierra estaba arriba y el cielo abajo. Tanto era la
suciedad que caía, que el cielo se quejó y pidió la inversión de los
planos. Desde entonces el cielo está arriba y la tierra abajo. Entre
ambos está el territorio de los vientos y las nubes. Bajo la superficie
(ríos, lagunas, bañados, campos, bosques) están el bajo tierra y el bajo
agua. Cada estrato tiene sus seres. Todo está rodeado por líquido y
aire y a lo lejos está el fuego.
Hubo
otro tiempo en que un gran árbol unía los diversos mundos. El de la
copa, el de arriba, era el de la abundancia. Los hombres de la faz de la
tierra iban allí a proveerse, subiendo y bajando por este árbol,
vínculo de la vida. Mas un día no cumplieron con sus tradiciones
solidarias, no entregaron lo mejor y más tierno a quienes no podían
andar arriba-abajo, no dieron nada. Los ancianos se quejaron. Llegó el
Gran Fuego y ardió todo. El joven Luna fue eclipsado por el jaguar
celeste y sus trozos cayeron en tierra incendiándola. Algunos quedaron
en el mundo de arriba cuando se quemó el Gran Arbol. Son los abuelos, Dapitchí, los
antepasados (estrellas, constelaciones) que cazan por el sendero de los
ñanduces (la Vía Láctea). Sólo unos pocos, honestos y respetuosos se
salvaron metiéndose bajo la tierra, pero desde entonces todo hubo que
conseguirlo aquí.
Los
seres humanos varones pertenecen a la tierra, surgieron de ella por el
agujero del escarabajo. Procreaban eyaculando juntos en un cántaro de
calabaza. En una ocasión notaron que parte de lo que cazaban o pescaban
les era robado. Dada la reiteración dejaron como observadores al ratón
de campo y al loro, el primero no percibió nada y al segundo le
ennegrecieron la lengua. Por fin, el Gavilán, Halcón o Carancho, avisó:
extraños seres escapaban como arañas al cielo mientras iban tejiendo sus
cuerdas de fibra vegetal. Con la ayuda de los picotazos de Carancho y
una lluvia de flechas, algunos seres celestes cayeron incrustándosc en
la tierra. Tatú o el Armadillo los sacó con sus uñas. Tenían dos bocas
dentadas, una en medio de la cara, la otra en medio del cuerpo, por
ambas devoraban la comida robada. El Zorro pretendió efectuar una
cópula, perdió su pene y le tuvo que ser reemplazado por un huesito. El
frío hizo que se acercaran al fuego encendido por los hombres. Cuando
abrieron las piernas al sentarse, Aguilucho les arrojó una piedra que
hizo caer todos los dientes de la boca inferior menos una que resultó
ser el clítoris pues se trataba de mujeres y desde entonces es que nacen
niños y niñas, de hombres y mujeres. Lástima que algunas o son hermosas
porque la mayoría de éstas escaparon al cielo. Como mujeres son de
origen celeste, tienen parte de ese poder, los hombres detentan el poder
terrenal.
Igual
que en los mundos precedentes, todo comenzó a corromperse, se quebró el
equilibrio y cuando el Arco iris se ofendió por el accionar no
tradicional de las mujeres menstruantes, comenzó la inundación. La Gran
Agua, ahogó todo y hubo de comenzarse un mundo nuevo. Fue Paloma quien
picoteando una semilla hizo brotar un Algarrobo y a su parir recomenzó
la naturaleza, los seres de la tierra. Sin embargo, la periódica
corrupción de la humanidad les encadenó un nuevo cataclismo.
Hombres
y mujeres habían comenzado a eliminar o devorar a sus hijos. Sol,
sobrina de Luna, que es mujer vieja y gorda en verano, joven y delgada
en invierno, se quedó quieta, se negó a seguir su camino. Durante la
Gran Noche todo se congeló y cubrió de hielo. Cuando ya había muerto
todo lo contaminado, un muchacho, dotado de poder por su calidad humana
soñó con el Día. Su canto acompañado con sonajas hizo que Sol volviera a
salir y recomenzara la vida. Esta quinta humanidad es la de los “Toba”,
“Pilagá”, “Mocobí”, pero también de los Europeos y otros pueblos. (*)
(*) Fuente: Orígenes, Argentina, de Miguel Biazzi y Guillermo Magrassi, ed. Corregidor, pp-43-44.
Los Wichis
Viven
en Salta, Formosa y Chaco, en Argentina. También en Bolivia y
Paraguay. Es pueblo del monte
aunque ocupan las periferias de los pueblos como Ingeniero Juárez
y Las Lomitas en Formosa, o Los Blancos y Embarcación, en
Salta.
Hoy
ocupan tierras marginales, montes deteriorados debido a la tala
indiscriminada de árboles, la instalación de petroleras
que ocasionan la pérdida de la fauna autóctona. En
Formosa, las comunidades del oeste recuperaron, en gran parte, el
reconocimiento legal de las tierras que ocupan.
Viven
en comunidades situadas en las cercanías de poblados blancos,
en medio del monte o sobre la ribera del Pilcomayo y Bermejo, con
líderes tradicionales y elegidos por la comunidad. Comparten
con otras etnias el resurgimiento de la organización de la
lucha por al tierra. Participan con sus representantes en el espacio
reconocido por las leyes del aborigen.
Muchos
aún practican la recolección de frutos y miel del
monte, cazan y pescan. Otros trabajan en obrajes madereros, en
desmontes o son cosecheros temporarios en campos ajenos. Tallan la
madera del palo santo, tejen con fibras de chaguar y hacen una
utilitaria alfarería que venden también. Algunos fueron
víctimas del cólera.
Debido
a la acción del blanco, de sectas religiosas, de la escuela
común y de otros, han ido perdiendo la cultura propia de los
pueblos cazadores y recolectores, aunque la mayoría tiene
arraigadas costumbres de vida con dependencia plena de la naturaleza
y aún conservan elementos de su rica cosmovisión, su
lengua y curaciones naturales, entre otras cosas.
Relación
con la naturaleza
El
hombre está plenamente integrado a la naturaleza; extrae de
ella las nociones fundamentales, religión, lenguaje,
explicaciones. La tierra es considerada tierra de todos por ser
interpretada como un espacio libre. Convendría decir que todas
las formas de vida cultural se establecen alrededor de mitos
diversos: astrales, cosmogónicos, animalísticos,
vegetales, etc. Cada uno de los elementos que constituyen a diario el
hábitat de ese pueblo, está protegido por Demiurgos que
castigan a quienes violan los tabúes impuestos.
Un
lugar preponderante en la cosmovisión ocupa el chamán,
que al igual que en otras culturas accede a esa función a
través de la transmisión hereditaria, la revelación
o el aprendizaje. El chamán, verdadero puente entre la
comunidad y lo sobrenatural es también el custodio de los
mitos que explican el misterio de los hombres y del mundo además
de aplicar esos conocimientos para la curación de
enfermedades.
Con
la aparición de las misiones la religión anglicana
ganó adeptos junto a otras sectas de orientación
evangélica; éstas aplicaron una férrea
disciplina para regir la conducta produciendo una interacción
de lo nuevo con lo tradicional, aparece el fatalismo conviviendo con
la conciencia mágica y la creencia de la cura a través
del rezo.
La
funebria entre estos pueblos nos muestra también el entierro
secundario de los huesos. Al morir un miembro de la comunidad, el
cuerpo es depositado en una fosa luego de haberlo envuelto con mantas
y tapado con ramas, se cubre la fosa con tierra y después de
un tiempo se juntan los huesos y se los deposita en una tinaja para
ser trasladado al cementerio comunitario; la viuda del difunto viste
ropas oscuras, corre y danza por el monte desgarrando sus vestiduras
en señal de luto.
TIEMPO DEL HOMBRE - Atahualpa Yupanqui
La partícula cósmica que navega en mi sangre
Es un mundo infinito de fuerzas siderales.
Vino a mí tras un largo camino de milenios
Cuando, tal vez, fui arena para los pies del aire.
Luego fui la madera. raíz desesperada.
Hundida en el silencio de un desierto sin agua.
Después fui caracol quién sabe dónde.
Y los mares me dieron su primera palabra.
Después la forma humana desplegó sobre el mundo
La universal bandera del músculo y la lágrima.
Y creció la blasfemia sobre la vieja tierra.
Y el azafrán, y el tilo, la copla y la plegaria.
Entonces vine a américa para nacer en hombre.
Y en mí junté la pampa, la selva y la montaña.
Si un abuelo llanero galopó hasta mi cuna,
Otro me dijo historias en su flauta de caña.
Yo no estudio las cosas ni pretendo entenderlas.
Las reconozco, es cierto, pues antes viví en ellas.
Converso con las hojas en medio de los montes
Y me dan sus mensajes las raíces secretas.
Y así voy por el mundo, sin edad ni destino.
Al amparo de un cosmos que camina conmigo.
Amo la luz, y el río, y el silencio, y la estrella.
Y florezco en guitarras porque fui la madera.
Es un mundo infinito de fuerzas siderales.
Vino a mí tras un largo camino de milenios
Cuando, tal vez, fui arena para los pies del aire.
Luego fui la madera. raíz desesperada.
Hundida en el silencio de un desierto sin agua.
Después fui caracol quién sabe dónde.
Y los mares me dieron su primera palabra.
Después la forma humana desplegó sobre el mundo
La universal bandera del músculo y la lágrima.
Y creció la blasfemia sobre la vieja tierra.
Y el azafrán, y el tilo, la copla y la plegaria.
Entonces vine a américa para nacer en hombre.
Y en mí junté la pampa, la selva y la montaña.
Si un abuelo llanero galopó hasta mi cuna,
Otro me dijo historias en su flauta de caña.
Yo no estudio las cosas ni pretendo entenderlas.
Las reconozco, es cierto, pues antes viví en ellas.
Converso con las hojas en medio de los montes
Y me dan sus mensajes las raíces secretas.
Y así voy por el mundo, sin edad ni destino.
Al amparo de un cosmos que camina conmigo.
Amo la luz, y el río, y el silencio, y la estrella.
Y florezco en guitarras porque fui la madera.
Atahualpa Yupanqui
CULTIVO UNA ROSA BLANCA - Jose Marti
Cultivo una rosa blanca
en junio como en enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo la rosa blanca.
en junio como en enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo la rosa blanca.
José Martí
LAS CONTRADICCIONES - Gertrudis Gómez de Avellanada
No encuentro paz, ni me permiten guerra;
De fuego devorado, sufro el frío;
Abrazo un mundo, y quédome vacío;
Me lanzo al cielo, y préndeme la tierra.
Ni libre soy, ni la prisión me encierra;
Veo sin luz, sin voz hablar ansío;
Temo sin esperar, sin placer río;
Nada me da valor, nada me aterra.
Busco el peligro cuando auxilio imploro;
Al sentirme morir me encuentro fuerte;
Valiente pienso ser, y débil lloro.
Cúmplese así mi extraordinaria suerte;
Siempre a los pies de la beldad que adoro,
Y no quiere mi vida ni mi muerte.
De fuego devorado, sufro el frío;
Abrazo un mundo, y quédome vacío;
Me lanzo al cielo, y préndeme la tierra.
Ni libre soy, ni la prisión me encierra;
Veo sin luz, sin voz hablar ansío;
Temo sin esperar, sin placer río;
Nada me da valor, nada me aterra.
Busco el peligro cuando auxilio imploro;
Al sentirme morir me encuentro fuerte;
Valiente pienso ser, y débil lloro.
Cúmplese así mi extraordinaria suerte;
Siempre a los pies de la beldad que adoro,
Y no quiere mi vida ni mi muerte.
Gertrudis Gómez de Avellanada
SOMBRA - Rafael Obligado
¿Has podido dudar del alma mía?
¿De mí que nunca de tu amor dudé?
¡Dudar! ¡Cuando eres mi naciente día,
mi solo orgullo, mi soñado bien!
¡Dudar! ¡Sabiendo que en tu ser reposa
cuanta esperanza palpitó en mi ser,
y que mis sueños de color de rosa
el ala inclinan a besar tu sien!
Por eso, lleno de profundo anhelo,
me oyó la tarde, divagando ayer,
decir al valle, preguntar al cielo:
¿Por qué ha dudado de mi amor, por qué?
La luz rosada de la tarde bella,
huyó a mis pasos para no volver;
y la naciente, luminosa estrella,
veló sus rayos para huir también.
Y mudo, triste, solitario, errante,
el alma enferma, por primera vez,
hundí en la sombra, y se apagó un instante
la luz celeste de mi antigua fe.
Perdido en medio de la noche en calma,
brumoso el río que nos vio nacer,
de alzar el vuelo a la región del alma
sentí la viva, la profunda sed.
¡Fugaz deseo! Tu inmortal cariño
ardió en la noche, y en su llama cruel
la mariposa de mi amor de niño
quemó sus alas y cayó a tus pies.
¿De mí que nunca de tu amor dudé?
¡Dudar! ¡Cuando eres mi naciente día,
mi solo orgullo, mi soñado bien!
¡Dudar! ¡Sabiendo que en tu ser reposa
cuanta esperanza palpitó en mi ser,
y que mis sueños de color de rosa
el ala inclinan a besar tu sien!
Por eso, lleno de profundo anhelo,
me oyó la tarde, divagando ayer,
decir al valle, preguntar al cielo:
¿Por qué ha dudado de mi amor, por qué?
La luz rosada de la tarde bella,
huyó a mis pasos para no volver;
y la naciente, luminosa estrella,
veló sus rayos para huir también.
Y mudo, triste, solitario, errante,
el alma enferma, por primera vez,
hundí en la sombra, y se apagó un instante
la luz celeste de mi antigua fe.
Perdido en medio de la noche en calma,
brumoso el río que nos vio nacer,
de alzar el vuelo a la región del alma
sentí la viva, la profunda sed.
¡Fugaz deseo! Tu inmortal cariño
ardió en la noche, y en su llama cruel
la mariposa de mi amor de niño
quemó sus alas y cayó a tus pies.
Rafael Obligado
POEMA - Xul Solar
Es un Hades fluido,
casi vapor, sin cielo, sin suelo, de color bermejo, como el color que se ve con
los ojos cerrados debajo del sol, agitado por una tempestad interior, en
vértices y ondas y hervor. En sus grumos y espumas distintas multitudes de
hombres flotan pasivamente y destellan de distintas maneras, hay también seres
solos, más grandes, en forma de peces, y emiten luz continua y suavemente.
A través de todo
esto, apenas se pueden ver fantasmalmente las casas y la gente y el suelo de
una sólida ciudad terrestre sin ninguna relación con este Hades que es ahora lo
real.
Toda esta densa región bermeja se amontona alrededor de un gran hueco o valle sin fondo, de aire azul grisáceo, donde floto en vientos oscuros, con una polvareda de gente, y otros hombres solos en forma de aves y globos. Aquí se flota más para arriba. Y abajo sigue fantasmalmente la ciudad sólida y su población.
Paso luego a mejor vida de color plata grisácea. Allí van como quieran flotando vagamente muchos grupos, andan en procesiones o piensan reunidos. Allí bogan nubes con kioscos grises –de nácar, metal y fieltro- con pensadores sentados alrededor de ellos.
Toda esta densa región bermeja se amontona alrededor de un gran hueco o valle sin fondo, de aire azul grisáceo, donde floto en vientos oscuros, con una polvareda de gente, y otros hombres solos en forma de aves y globos. Aquí se flota más para arriba. Y abajo sigue fantasmalmente la ciudad sólida y su población.
Paso luego a mejor vida de color plata grisácea. Allí van como quieran flotando vagamente muchos grupos, andan en procesiones o piensan reunidos. Allí bogan nubes con kioscos grises –de nácar, metal y fieltro- con pensadores sentados alrededor de ellos.
Paulatinamente me
hallo en un cielo celeste claro. Su sensación es de una tarde de verano con
niebla.
Las plantas se mueven
orgánicamente en un zigzag y canturrean. Su color cambia a voluntad de granate
a róseo. Están sobre una loma flotante del mismo aire pero más denso que se
esfumina para abajo. Allí al lado vuelan pájaros como huevos pintados, no con
alas sino con muchas cintas.
En otra parte hay
muchas columnas de colores, sin suelo, que sostienen un techo de nubes: es un
templo flotante en que rezan muchos. Cuando el dios está con ellos, se exaltan
y se hincha, y sus auras irradian vida, de tal manera que alzan el techo de
nubes y separan las columnas alrededor de ellos, y todo fervorosamente se
agranda y emite luz santa.
En otra parte hay un
ancho obelisco o torre, se bambolea por su base flotante y floja. Su primer
piso es de libros de piedras, encima hay libros de barro, encima libros de
madera, encima libros de rollos y en la cima libros comunes. Es casi como una
torre de naipes, enrizadas de cintas de papel y banderolas, con enjambres de letras
volando alrededor como moscas, rodeada de seres al lado que son quizás gente
humana que vaga estudiosamente. En el poco suelo flotante que hay, muchos
sueñan allí sumergidos.
Voy flotando allá lejos. En el fondo, veo una ciudad en una niebla de muchos colores cambiantes. Sus palacios orgánicos y chozas biológicas son de armazón y pensamiento. Se transforman continuamente, se agrandan o se achican; ya son de postes y cimbras y cúpulas, ya de muros lisos de parches fosforescentes, ya pululan en cúmulos orgánicos, ya temblequean como andamios hechos en cúmulos orgánicos, ya temblequean como andamios hechos de un material como vidrio. Se mudan, suben, se hunden, se interpenetran, se separan, y repiten lo mismo.
Voy flotando allá lejos. En el fondo, veo una ciudad en una niebla de muchos colores cambiantes. Sus palacios orgánicos y chozas biológicas son de armazón y pensamiento. Se transforman continuamente, se agrandan o se achican; ya son de postes y cimbras y cúpulas, ya de muros lisos de parches fosforescentes, ya pululan en cúmulos orgánicos, ya temblequean como andamios hechos en cúmulos orgánicos, ya temblequean como andamios hechos de un material como vidrio. Se mudan, suben, se hunden, se interpenetran, se separan, y repiten lo mismo.
Hay casas que arden y
flamean para arriba, pero no se destruyen, se construyen más Su fuego es vida,
y cuanto mayor es el incendio cuanto más se ensancha y crece el palacio. Hay
casas que contagian y encienden a sus vecinas que hacen lo mismo repetidamente,
y así se extienden los barrios. La gente allí también, flamea junto con ellas y
se abulta a la vez: debe ser ella la causa flamígera, por el ardor de su
pensamiento.
Hay casas que hierven
fervorosamente hasta que revientan como una bomba o un géiser o humo; pero no
se destruyen, se reconstruyen alrededor; sus trozos crecen fervorosamente en
sucursales alejadas que al final se juntan por su crecimiento, en un montón
distinto que se convierte más y más en una torre sobre el baldío circundante
que es cada vez menos.
Hay casas que crecen
a su manera para dondequiera, oblicuamente, horizontalmente, para abajo, para
arriba, en grosor; y zumban, chirrían, crujen, hablan de distintas maneras.
Hay casas que se
atrofian y se encogen hasta no verse más, cuando su gente nace por la muerte a
mejor vida en mejor cielo.
Hay casas de ilusión
sobre cerros de humo: se pierden en cambios.
Entonces abarco el
suelo de esta ciudad, el cual es una nube superior que es varios titanes vagos
acostados de manera flotante.
Grandes mangueras
o tubos salen de ellos hacia el vacío:
serían cloacas o chupadores, no sé.
| Y debajo de esa
ciudad hay otra ciudad al revés, hosca, oscura y lenta que vive y crece para
abajo, y su gente también. El nadir es hondo, hosco, oscuro, brumoso: quizás es
el mundo humano, algún gran yermo.
Veo otra vez la otra
ciudad hacia arriba. Columnatas como ciempiés viajan a trancos separados. Son
discípulos tiesos, llevan cúpulas que son maestros, de ancho ropaje a manera de
techo. Van a tumbos sobre la chusma celeste, feliz a su modo, revuelta como
quiera en bruma y coágulos y bocetos de pensamientos: una gelatina mental. Van
a lo lejos, hacia el vacío.
Veo que hay algunas
pagodas muy macizas sólo de libros que se incorporan a sus tantos lectores –que
no leen sino más bien se chupan de manera vital el conocimiento la sabiduría.
Vocerías de todas las
lenguas y de muchas otras posibles se expanden y ondulan. Y sus enjambres de
letras y marañas de grifos y fonéticas distintas y múltiples acentos y juntos,
como muchos humos de deseo, se apartan o se juntan, se contrapuntean o se
aquietan, en orden o no forman y
reforman sentido y argumento siempre nuevo.
Estrellas, soles
pequeños, lunas, lúnulas, luciérnagas, linternas, luces, lustres; dondequiera
que se enreden en la vista de la ciudad, forman y deshacen constelaciones, se
queman, se apagan, lucen de golpe, llueven, vuelan.
Hay un continuo flujo
y reflujo de brisa y fluido y ráfagas y sonido y humos que se pueden oler; la
luz cambia continuamente en relámpagos de colores, en claroscuro, en ánimo.
Yo ya cansado de mirar me aturdo y olvido, me falla la vista.
Yo ya cansado de mirar me aturdo y olvido, me falla la vista.
Todo palidece y se
borra. Ya parece que entro a un cielo mayor que es otra noche, que luego es más
noche, que es algo más, noche divina honda, sólida, negra, que temo por ser
humano y que amo místicamente; y allí me disolvería en lo exterior.
Pero algo vago e
inmenso se interpone entre yo y la noche divina; como un gas de muchos colores.
Se define más hasta que es un ser humano divino, indefinido, tan grande como el
diámetro del cielo. Su cabeza está detrás de mí, sus pies delante de mí, en el
horizonte opuesto, y sus manos sobre mí, con las puntas de los dedos tocándose
como ganchos, son anaranjadas; su ropaje revela un indeciso cambio de color en
parches.
Sobre su cabeza
florece ahora una flor de luz blanca. Su corazón punzó irradia luz rósea, su
sexo granate es sólo de luz.
Me siento como si
entrara al dios humano, como si allí me extasiara.
Pero ya la llamada de
esta Tierra desde abajo me oprime el pecho del cuerpo físico, y vuelvo a mí,
muy afligido por mucho tiempo.
Xul Solar
A continuación el original escrito en Neo-criollo (lenguaje inventado por el mismo Xul Solar)
Es un Hades fluido, casi vapor, sin cielo, sin suelo, rufo, color en ojos cérrados so el s agítado en endotempestá, vórtices, ondas y hervor. En sus grumos i espumas dismultitú omes flotan pasivue, disdestellan, hai también solos, mayores, péjoides, i perluzen suavue
Se transpenvén fantasmue las casas i gente i suelo de una ciudá sólida terri, sin ning rapor con este Hades, qes aora lo real.
Toda esta región rufa densa se montona redor gran hueco ho valle sin fondo, de aire a; gris, do floto en vientos oscuros, con polvareda gente, i otros omes solos ávoides i glóboid Aqise flota más upa. I siga fantasmue la ciudá sólida yu i su pópulo.
Paso luego a mejor vida, gris plata. Yi qierflotan flojue muchos crupos, procesionar pensan reúnidos. Yi bogan nubes con qioscos grises --de nácar, metal, fieltro-- con pén res circunsiéntados.
Lentue me hallo en cielo leve ciéleste. Su ánimo es de tarde verani, niebli.
Plantas de a un zigzag se biomuevan i canturrian. Xu color qiervaría de granate a rós~ Están sobrs loma floti del mismo aire mas denso, soesfúminse. Yi yuxtavuelan pájaros co huevos pintos, no con alas, sino con muchas cintas.
Otrur hai muchas columnas color, sin suelo, qe sostienen nube techo: es templo floti qe oran muchos. Cuando se teocoexaltan se hinchan, xus auras irradian vita, talue qe alz la nube techo i circunseparan las columnas, i todo se ferviagranda i sanluze.
Otrur hai obelisco ancho ho torre, bambolea por su base flotifloja. Su primer piso, libros piedra, encima libros barro, encima libros leña, encima libros rollo, la cima libr Casi como torre naipes, erizada de cintas papel i banderolas, perivuélada de letrienjamb moscue, yuxtarodeada de qizás mangente vaga estudi. En el poco suelo floti sueñan much yi mérgidos.
Floto voi allén lejos. Hónduer en niebla plurcambicolor veo ciudá. Sas biopalacia biochozas, de armazón i pienso. Se pertransforman, se agrandan o achican; ya son de pos i cimbras i cúpulas, ya de muros lisos en parches fosfi, ya pululan en biocúmulos, ya temt qean de andamios seudocristal. Se desplazan, suben, se hunden, se interpenetran, se sepa i reidem.
Casas hai qe arden, flamean upa, pero no se destruyen, se ñe construyen más. Xu fuego es vita, i a mayor incendio, más palacio senancha i crece. Casas hal qe contagian incendian a las vecinas qe ídem ídem, i así sextiendan los barrios. Xu yi gente también, coflamea i se coabulta: debe ser ella la causa fuegui, por pensiardor.
Casas hai qe fervihiervan hasta qe revientan como bomba ho geiser o humo; pero no se ñe destruyen, se circunreconstruyen; xas trozos fervicrecen en sucursales lejos qe alfin se crecijuntan, dismontón torre mahimás, sobre circumbaldio menoimenos.
Casas hai qe suicrecen en todo séntido, sesgue, horizue, yuso, upa, gordue; i zumban, chirrian, crujen, disparlan.
Casas hai que se atrofian i encojen hasta no verse más, cuando xa gente muertinace a mejor vida en mejor cielo.
Casas hai de ilusión sobre cerros humo: se cambipierden.
Entonces abarco el suelo desa ciudad, el qes una sunnube, qes varios titanes vagos flotiacuéstados.
Grandes mangas o tubos ñe circunsalgan a lo vacuo: serian cloacas o chúpores, no sé.
I so esa ciudá hai otra ciudá'l revés, hosca, oscura i lenta qe vive i crece yuso, i sa gente también. El nadir es hondo, hosco, oscuro, brúmoso: qizás el manmundo, algún gran yermo.
Reveo la otra ciudá upa. Columnatas como cienpiés viaján a distrancos. Son discípulos tiesos, llevan maestros cúpulas, de rópaje ancho techue. A tumbos sobre chusma cieli suifeliz, qierrevuelta en bruma i cuágulos i bocetos de pienso: gelatina menti. Van a lejos, a lo vacuo.
Veo hai algunas mui moles pagodas de solos libros, qe se incuerpan a xus tantos léctores --qe no leen, masbién vitichupan ciencia i sofia.
Sexpandan, ondulan vocerios de todas las linguas i de muchas otras pósibles. I xas enjambres letras, i marañas glifos, i disfonéticas i copluracentos, como muchos qierhumos, se apartan o juntan, se contramueven o aqietan, en orden o no, forman, reforman séntido i argu siempre neo.
Estrellas, sólcitos, lunas, lúnulas, luciérnagas, linternas, luces, lustres; doqier se vidienredan a la ciudá se constelan i disconstelan, se qeman, se apagan, cholucen, llueven, vuelan.
Es un perflujo i reflujo de brisa i flúido i ráfaga i sones i humos olor; la luz percambia, en lampos color, calor, claroscuros, en ánimo.
Yo ya veicánsado me aturdo i olvido, disveo.
Todo palidece, i se borra. Ya parece qentro a mayor cielo qes otra noche, qes luego más noche, qes más, teonoche honda sólida neara. ae mantemo i mistiamo; yo me yi exdisolver~'o.
Pero algo vago inmenso se interpone'ntre mi i lo teonoche; como gas plurcolor. Se define más, i es un mandivo indefinido, cielidiámetro. Su testa tras mí, sus pies ante mí, en el contrahorizonte, i sus manos sobre mí, ganchipuntitóqinse, son oranje; su rópaje, cambicolor indeciso en parches.
Sobre su testa florece aora flor luz blanca. Su cuore punzó irradia luz rósea, su pudenda granate's sólodeluz.
Sento como qentro al mandivo, qe me yi arrobo.
Pero ya la llámada desta Terra desde yu me oprime'l pecho cuerpi; i vuelvo a mí mui perDenue.
A continuación el original escrito en Neo-criollo (lenguaje inventado por el mismo Xul Solar)
Es un Hades fluido, casi vapor, sin cielo, sin suelo, rufo, color en ojos cérrados so el s agítado en endotempestá, vórtices, ondas y hervor. En sus grumos i espumas dismultitú omes flotan pasivue, disdestellan, hai también solos, mayores, péjoides, i perluzen suavue
Se transpenvén fantasmue las casas i gente i suelo de una ciudá sólida terri, sin ning rapor con este Hades, qes aora lo real.
Toda esta región rufa densa se montona redor gran hueco ho valle sin fondo, de aire a; gris, do floto en vientos oscuros, con polvareda gente, i otros omes solos ávoides i glóboid Aqise flota más upa. I siga fantasmue la ciudá sólida yu i su pópulo.
Paso luego a mejor vida, gris plata. Yi qierflotan flojue muchos crupos, procesionar pensan reúnidos. Yi bogan nubes con qioscos grises --de nácar, metal, fieltro-- con pén res circunsiéntados.
Lentue me hallo en cielo leve ciéleste. Su ánimo es de tarde verani, niebli.
Plantas de a un zigzag se biomuevan i canturrian. Xu color qiervaría de granate a rós~ Están sobrs loma floti del mismo aire mas denso, soesfúminse. Yi yuxtavuelan pájaros co huevos pintos, no con alas, sino con muchas cintas.
Otrur hai muchas columnas color, sin suelo, qe sostienen nube techo: es templo floti qe oran muchos. Cuando se teocoexaltan se hinchan, xus auras irradian vita, talue qe alz la nube techo i circunseparan las columnas, i todo se ferviagranda i sanluze.
Otrur hai obelisco ancho ho torre, bambolea por su base flotifloja. Su primer piso, libros piedra, encima libros barro, encima libros leña, encima libros rollo, la cima libr Casi como torre naipes, erizada de cintas papel i banderolas, perivuélada de letrienjamb moscue, yuxtarodeada de qizás mangente vaga estudi. En el poco suelo floti sueñan much yi mérgidos.
Floto voi allén lejos. Hónduer en niebla plurcambicolor veo ciudá. Sas biopalacia biochozas, de armazón i pienso. Se pertransforman, se agrandan o achican; ya son de pos i cimbras i cúpulas, ya de muros lisos en parches fosfi, ya pululan en biocúmulos, ya temt qean de andamios seudocristal. Se desplazan, suben, se hunden, se interpenetran, se sepa i reidem.
Casas hai qe arden, flamean upa, pero no se destruyen, se ñe construyen más. Xu fuego es vita, i a mayor incendio, más palacio senancha i crece. Casas hal qe contagian incendian a las vecinas qe ídem ídem, i así sextiendan los barrios. Xu yi gente también, coflamea i se coabulta: debe ser ella la causa fuegui, por pensiardor.
Casas hai qe fervihiervan hasta qe revientan como bomba ho geiser o humo; pero no se ñe destruyen, se circunreconstruyen; xas trozos fervicrecen en sucursales lejos qe alfin se crecijuntan, dismontón torre mahimás, sobre circumbaldio menoimenos.
Casas hai qe suicrecen en todo séntido, sesgue, horizue, yuso, upa, gordue; i zumban, chirrian, crujen, disparlan.
Casas hai que se atrofian i encojen hasta no verse más, cuando xa gente muertinace a mejor vida en mejor cielo.
Casas hai de ilusión sobre cerros humo: se cambipierden.
Entonces abarco el suelo desa ciudad, el qes una sunnube, qes varios titanes vagos flotiacuéstados.
Grandes mangas o tubos ñe circunsalgan a lo vacuo: serian cloacas o chúpores, no sé.
I so esa ciudá hai otra ciudá'l revés, hosca, oscura i lenta qe vive i crece yuso, i sa gente también. El nadir es hondo, hosco, oscuro, brúmoso: qizás el manmundo, algún gran yermo.
Reveo la otra ciudá upa. Columnatas como cienpiés viaján a distrancos. Son discípulos tiesos, llevan maestros cúpulas, de rópaje ancho techue. A tumbos sobre chusma cieli suifeliz, qierrevuelta en bruma i cuágulos i bocetos de pienso: gelatina menti. Van a lejos, a lo vacuo.
Veo hai algunas mui moles pagodas de solos libros, qe se incuerpan a xus tantos léctores --qe no leen, masbién vitichupan ciencia i sofia.
Sexpandan, ondulan vocerios de todas las linguas i de muchas otras pósibles. I xas enjambres letras, i marañas glifos, i disfonéticas i copluracentos, como muchos qierhumos, se apartan o juntan, se contramueven o aqietan, en orden o no, forman, reforman séntido i argu siempre neo.
Estrellas, sólcitos, lunas, lúnulas, luciérnagas, linternas, luces, lustres; doqier se vidienredan a la ciudá se constelan i disconstelan, se qeman, se apagan, cholucen, llueven, vuelan.
Es un perflujo i reflujo de brisa i flúido i ráfaga i sones i humos olor; la luz percambia, en lampos color, calor, claroscuros, en ánimo.
Yo ya veicánsado me aturdo i olvido, disveo.
Todo palidece, i se borra. Ya parece qentro a mayor cielo qes otra noche, qes luego más noche, qes más, teonoche honda sólida neara. ae mantemo i mistiamo; yo me yi exdisolver~'o.
Pero algo vago inmenso se interpone'ntre mi i lo teonoche; como gas plurcolor. Se define más, i es un mandivo indefinido, cielidiámetro. Su testa tras mí, sus pies ante mí, en el contrahorizonte, i sus manos sobre mí, ganchipuntitóqinse, son oranje; su rópaje, cambicolor indeciso en parches.
Sobre su testa florece aora flor luz blanca. Su cuore punzó irradia luz rósea, su pudenda granate's sólodeluz.
Sento como qentro al mandivo, qe me yi arrobo.
Pero ya la llámada desta Terra desde yu me oprime'l pecho cuerpi; i vuelvo a mí mui perDenue.
GLOSA:
xu= su de ellos.
(shu)
sur= sobre, super.
g’ral= en general.
man=humano.
chi=chico.
circ=alrededor.
bau=edificio, construcción.
dootri=en otra parte.
Bria=mundo de almas.
per=que dura, continuo.
fon=fónico, que suena.
kin=kinético, que ese mueve.
pir=de fuego, de ardor.
pun=de punición.
c’len=caliente, de calor, térmico.
sui=especial, a su modo.
tro=trop, demasiado.
epi o ‘pi=encima.
tun (de tum latin)=temporario, provisorio.
je (de ge, antiguo español)=se impersonal, (francés, on).
‘ indica supresión.
in ‘ final=-ando, -endo.
Todos los participios pasivos terminan en –ido o –io. Ejemplos:
amio, pasio, mirio.
LA MUERTE DEL POETA - Rainer Maria Rilke
Yacía, su rostro erguido estaba
pálido y rehusando en la alta almohada,
desde que el mundo y este saber–de–él,
arrancados de sus sentidos,
volvieron a caer al año indiferente.
Los que le vieron vivir así no sabían
hasta qué punto él era uno con todo esto;
pues esto: estas honduras, estos prados
y esta agua eran su cara.
Oh, su cara era toda esta amplitud,
que aún quiere llegar hasta él y le solicita;
y su máscara que ahora muere temerosa,
es tierna y abierta como el interior
de una fruta, que al aire se corrompe.
pálido y rehusando en la alta almohada,
desde que el mundo y este saber–de–él,
arrancados de sus sentidos,
volvieron a caer al año indiferente.
Los que le vieron vivir así no sabían
hasta qué punto él era uno con todo esto;
pues esto: estas honduras, estos prados
y esta agua eran su cara.
Oh, su cara era toda esta amplitud,
que aún quiere llegar hasta él y le solicita;
y su máscara que ahora muere temerosa,
es tierna y abierta como el interior
de una fruta, que al aire se corrompe.
EL ULTIMO HOMBRE DE LA TIERRA – Luis María Albamonte
El enorme lagarto parecía de
piedra. Las moscas se le posaban en la dura, áspera piel, como la corteza de un
viejo árbol, y sus ojos seguían fijos, sin el menor movimiento. Tenía el color
marrón de la tierra en que estaba posado, como clavado allí para siempre a la
orilla del río que transcurría sin prisa. A veces pasaba un camalote con una
flor azul y, tal vez a la noche, como casi siempre ocurría, el camalote
volvería a pasar, de regreso, iluminado por la leve luz de la Luna lejana. A
ambos lados del río, montañas y árboles. Los ojos del lagarto estaban clavados
en el hombre como queriendo decir: “¿Qué haces aquí? Todo nos separa aunque nos
una esta frágil comunión de cosas que son, de pronto, de nosotros y, en
seguida, son de sí mismas. Como tú y yo . . .
El hombre, cerca del lagarto,
sentía esos interrogantes. El lagarto movió una pata, como un juguete, pero el
cuerpo quedó clavado allí, en la tierra húmeda, perezoso, como si hubiera
estado dispuesto a dejar transcurrir los días, los años, los siglos,
impasiblemente.
El hombre estaba semicubierto con
la piel de un puma. Había cazado al animal en una lucha en que se decidía la vida
de uno o de otro. Muchas cosas había aprendido a realizar y que antes jamás
hubiera imaginado que iba a tener necesidad compulsiva de hacerlas. Estaba
solo, enfrentado a la naturaleza. Se había sentado en una piedra, en la entrada
de su cueva. Como otro lagarto, tomaba sol.
Cuando tenía hambre, con una
lanza con punta de piedra ensartaba los peces en un remanso de aguas transparentes.
En el bosque buscaba los frutos. Lograba el fuego haciendo girar rápidamente,
con persistencia, una madera con punta aguda sobre otra madera. Pero comía
cruda la carne. Había olvidado la náusea. Pensó: “Algún día seré devorado por
el lagarto hambriento, tal vez en una tarde de sol, como ahora . . .
Había sucedido hacía mucho
tiempo. Lo recordaba cada día, inexorablemente, como las manecillas de un reloj
cuentan los segundos, los minutos, las horas, aunque alguien nazca y otro
muera, o no ocurra nada, ni siquiera la presencia de alguien a quien el tiempo
le interese. Lo recordaba porque tenía miedo. No era el miedo al lagarto,
frente a él, inmóvil. Era otro miedo.
Cuando ocurrió aquello, hacía 20
años, Alejo Siegall era el ingeniero en electrónica más famoso de todos los
tiempos. Ahora era solamente miedo. ¡Sus robots se habían rebelado! Y habían
matado a hombres, mujeres y niños. Eran los dueños de la ciudad, del país, del
mundo. Y Alejo Siegall era el último hombre que quedaba en la Tierra.
La respuesta a su pregunta
fundamental era su aniquilamiento. ¡Se había equivocado!
Más allá del lagarto y de la
caverna no había nada. Como el resplandor de la estrella más lejana medía el límite
del Universo, así aquel sitio primitivo marcaba el fin de su regreso. No
obstante, presentía algo más, confuso, jamás intuido antes, en los complicados
cálculos con que hala impulsado victoriosamente a la cibernética. Por eso,
también, Alejo Siegall tenía tanto miedo: había encontrado la pared de la vida,
en donde terminaban todas las preguntas y, por ello, la respuesta desoladora
era la pared misma.
Había progresado mucho, en
realidad: sabía distinguir el rumor de las hojas, movidas por el viento, que
antes confundía con la marcha de algún animal, embistiéndolas. Reconocía la
pisada leve del puma cauteloso y el olfato le enumeraba algunas presencias
extrañas, a la distancia. Los robots no podrían sorprenderlo: percibía, desde
lejos, la marcha torpe pero rápida, metálica pero feroz de sus persecutores
implacables. Buscaban al hombre. Lo apresarían entre sus férreas manos, como
hacía Alejo Siegall con un pez y lo triturarían en un instante. Pero no lo
sorprenderían. Eso iba a suceder, inexorablemente, pero cuando él, Alejo Síegall,
ya hubiese aniquilado todas sus fuerzas vitales.
Dormitó unos segundos. El Sol lo
acariciaba como una madre emocionada. Cuando abrió los ojos vio un robot frente
a él No había escuchado sus pasos! El lagarto se había zambullido en el río.
Pensó en una millonésima de segundo: “Un perro, con su oído, habría descubierto
al intruso y con su olfato lo habría ubicado en el lugar exacto. ; Soy menos
apto que un perro para sobrevivir en este medio!”. Con más angustia que miedo
saltó hacia atrás, como un resorte. El hombre de metal no se movió.
—Voy a morir —dijo el robot—. Me falta energía. —Levantó un brazo y
señaló el Sol—. Cuando anochezca habré terminado con mi reserva de energía
solar. O antes. Los “médicos” llegarán tarde para mí. Me adelanté despistando a
los rastreadores, para prevenirte. ¡Ya vienen! ¡Huye! Soy tu mejor obra, Alejo
Siegall. Llorabas cuando me viste hecho, cuando me preguntabas y te respondía.
Tus lágrimas me glorificaron. Por eso te respeto. Eres débil, inferior, de una
casta diabólica que ama y odia, que hace y deshace, que cree y niega, que da y
roba, que ríe y llora, que auxilia y mata. Eres despreciable, Alejo Siegall,
como eran todos los tuyos, pero yo, por ser tu mejor obra, soy el más sensitivo
de los robots y, por eso, soy un traidor y te respeto. Merezco morir. ¡Tengo
que morir!
Alejo Siegall temblaba. El miedo que sentía era un enjambre de avispas
cubriéndolo. Preguntó:
—¿Están lejos?
—¡Están muy cerca!
De pronto, el robot se desplomó. Cayó casi en donde había estado el
lagarto. Y como un disco rayado, la púa siempre en el mismo surco, el robot
repetía en el suelo:
—¡Están muy cerca! . . . ¡Están muy cerca! . . . ¡Están muy cerca! . . .
La voz resonaba en la soledad con el ritmo de un tambor salvaje llamando
a los dioses siniestros de la selva. Alejo Siegall tuvo más miedo. ¡Escucharían
al robot con sus detectores! Tomó una enorme piedra y la descargó sobre el
robot. Fue un golpe rudo. Sonó a lata violentamente castigada. El robot
enmudeció. Y vacilando torpemente, como si un ciego, aguja en mano,
cuidadosamente hubiera estado cosiendo un remiendo, tanteando en las sombras,
así el robot fue hilvanando dificultosamente las palabras:
—Tienen . , . razón . . . ellos. Sos ... un malvado . . . (Quiso
incorporarse en un esfuerzo desesperado, pero estaba roto.
Alejo Siegall sintió una extraña sensación de tristeza. Echó a correr.
El robot repetía:
—. . . un malvado ... un malvado ... un malvado . . . Se detuvo,
jadeando. Se dio vuelta. ¡Vio a los robots emergiendo detrás de las colinas,
como las cabezas de sus hijitos cuando jugaban a divertidas cacerías en el
bosque, aero en medio de la ciudad fascinante! ¡Lo habían detectado! Hacía
muchos años que estaba eludiéndolos. Pensó: En la selva tendrán más
dificultades que yo para avanzar. Tengo que sacarles ventaja!”.
Corría y corría. Furiosamente. Pero desfalleciendo. Los robots corrían
sin variar su ritmo. No conocían la fatiga. Tenían los pasos despiadados,
siempre iguales, del tiempo aniquilador.
Alejo Siegall caía y se levantaba, sin agilidad, cada vez con menos
soltura, arrastrándose previamente un poco. Y sangrando. Estaba lastimado. ¡Lo
perseguían sus pensamientos, sus ideas, sus palabras, sus actos, sus obras, sus
sueños! Era el último sobreviviente de la Humanidad y estaba acorralado. Al fin
Alejo Siegall consiguió entrar en la selva. Algunos árboles estaban muy juntos
y no podía pasar entre ellos. Los esquivaba y sentía que las ramas le desgarraban
la piel como espadas agresivas. Tampoco la selva era su medio, su habitat. Sus
progresos eran superficiales, Estaba un poco más allá de la pared de la vida,
en donde no se podía ser hombre sino rata, gato, mono, cucaracha . . .
Se espantó una bandada de loros chillones y se fueron, alborotando el
silencio del bosque. Alejo Siegall sabía que se le agotaban las fuerzas, como
al robot amigo . . . (“El robot amigo”, pensó, como si lo hubieran herido
dolorosamente con un balazo), y él también moriría. Comenzó a trepar en un
árbol. El miedo lo ayudaba poniéndole sus garras en las nalgas, empujándolo
hacia arriba. Llegó al tope del árbol. Pensó con una desgarrada, débil
esperanza: “Quizá no me vean”.
Escuchaba cómo crujían las gruesas ramas, allá abajo, abatidas por los
robots. Miró el fondo de la selva, como si mirara, desde un brocal, el fondo de
un oscuro aljibe. ¡Estaba rodeado de robots!
Comenzaron a agitar el árbol en el que estaba aferrado, las uñas
clavadas en la corteza. Vio que un monito, sorprendido, desde un árbol próximo
lo miraba moviendo curiosamente la cabeza. A veces miraba había abajo. El miedo
incitaba a Alejo Siegall a gritar, a pedir clemencia. Se mordía los labios. Y,
sin decir palabra, pensaba: “Hubiera querido ser un mono. ¡Hubiera sido mejor!
Ahora estaría libre, sin miedo, dueño verdaderamente de la vida . . . ”.
Su árbol se movía más y más. Al fin se quebró y comenzó a caer, pero el
extremo más elevado se apoyó en la horqueta de otro árbol.
Los robots, en silencio, querían arrancar el árbol que servía de apoyo
al derribado. Furiosamente. Alejo Siegall se desprendió. Quedó aferrado al
tronco con las manos entumecidas, el cuerpo colgando. Le parecía que el cerebro
estaba en las manos. Que eran los dedos los que sentían, y sufrían y pensaban,
y hubieran querido gritar. No iba a poder resistir mucho. El árbol se agitaba. Todo se agitaba alocadamente:
los árboles, los robots, el monito, los rayos del Sol que se filtraban entre las
ramas de los árboles, una flor amarilla que colgaba, como Alejo Siegal!, asida
a un hilo imperceptible, como una hermosa araña de oro.
Un terrible sacudón lo hizo caer. De pronto, Alejo Siegall sintió que
caía hacia arriba. No se elevaba: caía. Y desaparecía la selva. Y, precisamente
sobre la copa de todos los árboles, se abría un espacio rosado, cóncavo, como
una runa para recibirlo, y en su suavidad inefable estaba él, deslumbrado,
gozoso, con incontenibles deseos de llorar de júbilo porque había llegado a
donde quería llegar. ¿Lloraba?
Había una voz total, que llenaba el Universo, que brotaba de cada cosa y
salía, a la vez, del todo, para entrar en cada cosa. Era una voz azul. Era un
color, no un sonido. No la escuchaba. La sentía. Era una voz como la palabra
más breve y, no obstante, le daba todas las respuestas a todas las preguntas. Y
no era una voz, ni un color, ni una palabra, y era todo eso y una música, y un
sueño leve que le permitía dormir placenteramente y seguir viendo y escuchando,
y eran dos manos tibias en las que cabía él como un agua fugitiva retenida en
la cuenca de dos manos ahuecadas como un nido, en donde estaba él, Alejo
Siegall, recibido así, con la voz, el color, la palabra, la música, las manos
inmensas, suaves, inmóviles, eternas, como si nunca se hubiera ido de allí,
turbado un poco solamente porque presentía que, alguna vez, había estado en
otra parte, inexplicablemente.
Si invisible, inubicable, para siempre hecho ternura, hubiera podido
decir algo, habría dicho por primera vez:
—¡Soy feliz!
Dos palabras gastadas, demasiado deterioradas por el uso, pequeñas para
contener tanto, inútiles ahora, en ese momento. Quizás hubiera podido
expresarse mejor, para significar mucho más, exclamando:
—¡Oh!
Abajo, el cuerpo de Alejo Siegall estaba despedazado.
Así fue cómo los robots creyeron que habían matado al último hombre de
la Tierra.
LOS COLMILLOS DE LA COBRA - Edgar Allan Poe
"Versión libre de
Fernando Aroca sobre un tema de Edgar Allan Poe"
Las casetas, los
carromatos, los toldos, los «tíos-vivos», las norias y todos los cachivaches
que traían al pueblo la alegría de la Feria, se habían ido acumulando en las
laderas del río. Habían ido llegando casi al unísono por lo que, en aquellas
horas, todo eran faenas de montaje, ir y venir transportando enseres, ruidos de
martillos clavando los enormes hierros que sujetarían el circo, gritos de ira
en varios idiomas de aquellos que consideraban que el lugar que se les había
destinado no era el más idóneo para la calidad de su espectáculo o el prestigio
de sus instalaciones. Siempre era más o menos lo mismo: el propietario de la
caseta donde se exhibía la mujer-serpiente, discutiendo con el dueño de los
espejos cóncavos y convexos, por haberles asignado un lugar más o menos cercano
a la entrada de la Feria; el forzudo que había colocado el anuncio de su número
tapando el colocado por el «Mago Cachemira»... Sucesos que se repetían en un
lugar y otro y que formaban una de las tantas caras ocultas de aquel mundo
trashumante y bohemio vestido de galas multicolores. Solo en la Roulotte de
Adan, el domador de serpientes, había calma. El era siempre el último en
instalarse ya que necesitaba muy poco espacio. Su mujer, Nora, le ayudaba en el
breve «show» y el miedo que ella tenía realmente a las serpientes colaboraba a
hacer casi trágico aquel repetido número en todas las ferias importantes. Pero
Nora, vestida con un pequeñísimo short y una blusa ajustada y luciendo su pelo
largo, rubio y suelto, contribuía con sus encantos a atraer al público que necesitaba
Adan.
Nora odiaba a Adan
casi tanto como a sus serpientes. Sobre todo, a aquella cobra enorme. Pese a
verlas cada día, a tener que «tratar» con ellas, Nora, no se acostumbraba.
Nunca se había acostumbrado a aquellos animales. Temía a Adan. Sabía que era
una persona que no se detendría ante nada ni ante nadie con tal de saciar una
venganza. Era aquel terror casi instintivo el que le hacía permanecer a su
lado, no abandonarle, lo que desde hacía tiempo era su única obsesión y que,
con la llegada de Víctor se había convertido en una pesadilla. A Adan —ella lo
sabía bien-— se le habían vuelto los ojos fríos y terribles como los de sus
serpientes. Meses atrás, Nora, en un rasgo de valor del que se arrepintió
inmediatamente, le dijo a Adan que estaba decidida a abandonarlo. Adan, la miró
fijamente y con una lentitud desconocida en él, abrió la tapa de las dos cestas
donde guardaba sus serpientes dejándolas en libertad. Después, con un gesto
rápido salió afuera y cerró con llave dejándola a ella a merced de los
reptiles. Nora no fue capaz de moverse durante el tiempo que Adan estuvo fuera.
Ni siquiera fue capaz de precisar si se trató de horas o de días. El perezoso
deslizarse de las serpientes por el carromato, el balanceo continuo de la cobra
frente a ella, la mantuvieron sobrecogida de terror. Cuando Adan volvió, al
verle entrar, sin poder aguantar por más tiempo la tensión, cayó desvanecida.
Al recuperar el conocimiento Adan estaba junto a ella mirándola fijamente, y,
con una profunda ironía en el tono de voz, le dijo: «Ya ves, pequeña, que no es
tan fácil como te parece abandonarme. Supongo que habrás meditado». Nora no fue
siquiera capaz de escucharle y, con un rápido movimiento se incorporó y salió
afuera. La risa de Adan, ahora casi inhumana, parecida al silbido de las
serpientes, la estaría persiguiendo. Sabía que no podría abandonarle, porque él
no lo permitiría y sería capaz de dedicar toda su vida a perseguirla, estuviese
donde estuviese.
* * *
La llegada de Víctor a
la feria despertó, cosa que no era frecuente entre aquellas gentes, la
curiosidad. Y no era frecuente porque cuantos trabajaban habitualmente en
aquellos quehaceres de feriantes, se conocían todos. Eran como una gran tribu,
cuyos miembros podían separarse por algún tiempo, incluso años; pero, más tarde
o más temprano, se encontraban siempre. El quehacer de feriante se iba
trasmitiendo de padres a hijos creando algo parecido a unas dinastías que
explotaban el negocio. Sin que el pacto fuese explícito, cuando llegaba la
época de los festejos en pueblos pequeños y, al ser algunos de ellos
coincidentes, se repartían los territorios con el fin de no hacerse la
competencia cuando explotaban el mismo tipo de diversión. Sólo en los pueblos
importantes y en las grandes capitales, donde solía haber negocio para todos,
volvían a encontrarse.
Víctor no pertenecía a
ninguna familia o tribu. Trabajaba solo. Su actividad consistía en enterrarse
vivo durante unos días, a tres metros bajo tierra y unido solamente al exterior
por un tubo para respirar y por el que le bajaban los alimentos.
Víctor apareció ante
los feriantes, por primera vez, en la capital, unos meses antes. Cuando los
feriantes aparecieron con sus carromatos y artilugios, él, con la ayuda de dos
hombres contratados entre los vecinos, ya había cavado la fosa y estaba
decidido a enterrarse. La curiosidad inicial de los feriantes se convirtió en
franca ira y miraron al «muerto vivo» como si se tratase de un usurpador que se
les había adelantado en la expectación de los nativos. Pero esta sensación que
había provocado, pronto desapareció. Víctor era hombre agraciado, amable,
dispuesto siempre a hacer un favor, comprensivo para los demás y con la
cualidad de apaciguar ánimos encrespados o actitudes irreflexivas. Al poco
tiempo, se convirtió en una especie de confesor y consejero de los demás,
aunque, en aquel ambiente, no era fácil darse a conocer como hombre culto, la
realidad era que su afición a los libros le había proporcionado una gran
formación, que, con más o menos intensidad, afloraba en su carácter y por lo
que era admirado por casi todos los componentes de aquella «troupe» de seres
elementales que se aunaban en torno a las ferias. Independientemente de su
carácter, la actividad que ejercía, le había granjeado un gran respeto: un
hombre que se enterraba vivo, era, sobre todo, un ser que no creía en
sugestiones, supersticiones y tabúes, lo que demostraba un gran valor. Y, el
valor, en aquel mundo como en cualquier otro, siempre provoca admiración.
Nora y Víctor se
vieron, por primera vez, en el instante que él era desenterrado. Una gran
miltitud rodeaba el cercado, de unos doce metros de diámetro, en cuyo centro se
había cavado la fosa y que, en aquellos momentos estaban retirando la tierra
dos hombres, con unas palas. El silencio expectante atenazaba las gargantas de
los asistentes. Se adivinaba como un latido inmenso y sordo de todos los
corazones. Cuando los improvisados sepultureros tocaron con sus palas el ataúd
metálico, y el chocar de los metales sonó como el chirrido de una sierra, las
gentes se abalanzaron sobre la débil malla del cercado, casi a punto de
romperla. Pero su propia tensión expectante, los detuvo. Nora, presa de una
curiosidad incontenible, saltó el cercado y, con ojos ávidos, devoró lo que
estaba sucediendo. Los dos hombres, cpn unas cuerdas, izaban el ataúd. El
encargado de la ceremonia, y cuando ya el féretro estuvo sobre la superficie,
llamó al Notario del pueblo quién había levantado acta del momento en que
aquel hombre fue enterrado vivo y conservaba en su poder las tres llaves del
ataúd. El Notario, tembloroso ante aquel hecho del que se había negado a
levantar acta y a la que tuvo que acceder por exigencia de su profesión,
procedió a abrir las tres cerraduras. Las llaves, por la humedad que habían
almacenado las cerraduras, chirriaron. Al lenvantar la tapa, el hombre, cegado
por la luz del sol después de largos días en la oscuridad, hizo un leve
movimiento hasta taparse los ojos con las manos. Un clamor sordo de la multitud
apelotanada que, ante la certeza de que el hombre estaba vivo, rompió en
incontrolados aplausos. Víctor, con un impecable smoking blanco, con estudiada
lentitud, se fue incorporando. Sólo la lividez de su rostro y la barba crecida
en aquellos días, marcaban un cierto contraste con su digna apostura. Lo
primero que vieron sus ojos fue a Nora en cuyo rostro el miedo se fue
transformando en asombro, y el asombro, en una extraña y desconocida felicidad.
Instintivamente, se acercó a aquel hombre, y, con el pañuelo de flores que
llevaba anudado al cuello, le limpió las breves gotas de sudor que le
abrillantaban la cara. Víctor, sólo fue capaz de decir:
—Gracias.
Pero, a través de sus
miradas, ambos comprendieron que aquel encuentro no iba a ser el único, sino el
primero.
Lo que Nora no supo,
lo que tardaría mucho tiempo en saber, era que Adan, frente a ella, les estaba
observando fríamente y había comprendido, con todo el odio contenido de que era
capaz, lo que podían significar para él aquellas miradas.
El segundo encuentro
entre Víctor y Nora no tardó en producirse, lo buscaron de una forma casi
insconsciente ambos. Víctor había sido siempre, a pesar de su falsa apariencia
de hombre aficionado ai trato con los demás, un ser solitario. Huérfano de
padre y madre, con una niñez falta del verdadero cariño, cuidado por unos
parientes y con una juventud viajera en la que tuvo que ejercer toda clase de
oficios para ganarse el sustento, había tomado la decisión de «enterrarse vivo»
como medio de subsistencia precisamente porque estaba acostumbrado a la soledad.
Comprendió que, con un poco de suerte y dedicando cinco o seis días al mes a
hacer de cadáver viviente, podría vivir con cierta holgura y dedicar el resto
del tiempo a su gran afición: la lectura. De aquí que, desapareciese al día
siguiente de terminar sus actuaciones sin dejar rastro. Solo el encuentro con
Nora le ató, de una manera fija, a aquel grupo de feriantes, y, por única vez
en su vida, compartió con alguien algo más que un simple trato social.
Nora y Víctor
volvieron a encontrarse al día siguiente. Las primeras palabras que cruzaron
entre sí encerraban ya el tono de dos seres que se conociesen desde siempre o
que estuvieran destinados a entenderse. Víctor adivinó el miedo terrible de
Nora, un miedo que había alcanzado ya los límites con el terror y que se
manifestaba impotente y vencido ante Adan. El miedo de Nora, ante la seguridad
en sí mismo que mostraba el hombre parecía agigantarse y crecerse.
Aquel día, antes que
Nora pudiese vacilar, Víctor le indicó que le siguiera:
—Tenemos que encontrar
un sitio donde hablar con tranquilidad, sin que nadie nos interrumpa.
—Si —dijo Nora—, es
necesario.
Caminaron un buen
trecho en silencio hasta que Víctor se detuvo ante la puerta de un hotel de
baja estofa.
—¿No te importa venir
conmigo... arriba?
Nora, con un gesto, le
indicó que no. Cruzaron el hall y él cogió una llave del casillero. Los breves
peldaños de la escalera le parecieron a ella interminables y creyó que había
transcurrido un siglo hasta que llegaron a la habitación y Víctor cerró la
puerta con un sonido de goznes oxidados.
Nora no había pensado,
cuando deseó ardientemente volver a ver a Víctor, que terminaría en una mísera habitación y sobre una cama. Cuando la
mujer contó a Víctor cuales eran sus relaciones con Adan, la clase de vida a la
que le había condenado y el terror que le inspiraba y, como toda respuesta,
recibió la sonrisa fírme y alentadora del hombre, sus miedos desaparecieron y
se sintió otra vez llena de alegría y esperanza. Por eso, después que Víctor ya
le había desnudado con la mirada, ella no tuvo la más leve vacilación en
desprenderse de sus ropas y entregarse a él con toda la pasión y ceguera de
quien se agarra a una tabla de salvación.
Cuando Nora regresó a
la «caravana» donde le esperaba Adan todavía conservaba el olor a la piel
sudorosa de Víctor y la humedad de sus besos, como un sello o una marca, aún le
quemaban la boca.
Adan la estaba
esperando. Nada más verla había comprendido, con la astucia de serpiente que le
caracterizaba, lo que había sucedido. No preguntó nada. Pero, sigilosamente,
volvió a abrir las cestas de los reptiles como una amenaza que ella comprendió.
Pero, en esta ocasión, no se marchó del carromato sino que estuvo un rato
jugando con las serpeintes como el que acaricia, para después usarla, un arma
mortal.
Los encuentros entre
Víctor y Nora fueron cada vez más frecuentes. Se necesitaban y se encontraban.
Las precauciones para no ser sorprendidos en estos encuentros, fueron
olvidándolas cada vez más, presos de la fiebre que les atraía. A dan permanecía
silencioso, sin hacerle siquiera un reproche, madurando, con toda la paciencia
de su criminal instinto, una implacable venganza.
La Feria ardía de
luces multicolores, silbidos de sirenas, altavoces y bullicia de visitantes. La
afluencia de público era extraordinaria y los feriantes avizoraban un buen
negocio. La atracción que había logrado atraer a todo aquel gentío, era Víctor,
el hombre que se enterraba vivo y que había prometido batir su propio record de
permanencia bajo tierra. En esta ocasión, en torno al lugar donde se había
excavado la fosa, se había levantado una tribuna que permanecía abarrotada de
espectadores. Para aquellos curiosos que no estaban decididos a pagar la cara
localidad sino otra más modesta, se había habilitado una especie de pasillo por
el que, sin detenerse, circulaban constantemente los curiosos. Por medio de
unos altavoces, una voz vibrante y solemne, no exenta de dramatismo, anunciaba:
«Pasen, pasen, señoras y señores. Contemplen la fosa excavada donde «Mister X»
permanecerá enterrado durante doce días, volviendo de las terribles tinieblas
hasta la luz vivo y resucitado. ¡Espectáculo único en el mundo! ¡«Mister X», el
único ser de la tierra capaz de aguantar la angustia de la muerte! Pasen,
señoras y señores. Vean, por primera y única vez, en esta localidad, como es
enterrado «Mister X».
Nora estaba ayudando a
Víctor a vestirse. Cada vez que le contemplaba sentía un extraño temor, una
angustia desconocida y atenazante:
—Tengo miedo, querido.
—¿Qué puedes temer?
—No lo sé... ¿Se lo has
dicho ya?
—No he tenido
oportunidad —dijo Víctor, intentando tranquilizarla— cuando termine... todo, se
lo diré. Sabrá que vamos a marcharnos, que debe resignarse a perderte.
Nora negó con la
cabeza:
—No, nunca se
resignará.
—No tendrá otro
remedio.
La firmeza de las
palabras de Víctor, en esta ocasión, no lograron tranquilizarla. Le dio un
largo beso y se quedó contemplándole mientras cruzaba la puerta camino de
aquella tumba fingida a la vez que un nudo le atenazaba la garganta y unas
incontenibles lágrimas le resbalaban por las mejillas.
Víctor, con su
brillante capa negra de raso y su blanco smoking llegó entre grandes aplausos
al lugar donde se celebraba el espectáculo. Todas las miradas se posaron en él,
y, como siempre, al ser pasto de admiraciones y temores encubiertos, se sintió
como un dios, potente y hercúleo. Con la ensayada solemnidad, se tendió en
aquella gran caja que sería su aposento durante doce días. No sentía temor de
ningún tipo: había revisado cuidadosamente el gran tubo por el que, a las hora
concertadas, le harían bajar la comida. En esta ocasión, y dado lo largo de la
permanencia, había mandado fabricar un ataúd más grande del que usaba
normalmente, con el fin de poder hacer algún pequeño movimiento durante la
larga espera. Asimismo, el tubo se había mandado agrandar, ya que, en esta
ocasión precisaría alimentos más sólidos y era necesario que cupiesen por él.
Habían transcurrido
once días desde que fue enterrado. A través del tubo hablaba algunas palabras
con sus ayudantes, siempre que hubiera espectadores. Nora, incluso, a través de
aquel medio le había recordado varias veces que le quería. La voz de él le
solía llegar lejana y debilitada, pero era la certeza de que nada había
sucedido, que sus temores eran infundados y que, pronto, volvería a tenerle
entre sus brazos.
Víctor, en su
encierro, contaba las horas que le faltaban para volver nuevamente a la luz.
Sabía que era de noche y que, a la mañana siguiente, sería desenterrado. La
prueba había sido más dura de lo previsto y deseaba que terminase de una vez.
De repente, por el
tubo, cayó sobre su pecho un extraño objeto que l%e sorprendió. Al palparlo, lo
sintió vivo, resbaladizo y de un extraño hedor. Desde el exterior, a través del
tubo, oyó la voz terrible y conocida de Adan: «Este es mi regalo... de
despedida».
¡Supo entonces que
aquel bulto, aquel ser que reposaba en su pecho era la cobra venenosa de Adan!
Pensó que si no se movía, si era capaz de resistir sin siquiera respirar unas
horas más, acaso, el terrible animal no le atacaría. Los fosforescentes ojos
del reptil no cesaban de mirarle. Con toda la desesperación acumulada en su
mente intentó no moverse...
A la mañana siguiente,
cuando, ante una muchedumbre inmensa que esperaba verle levantarse victorioso y
feliz, el Notario procedió al rito de abrir el ataúd, el gentío enmudeció de
terror al ver izarse, tras la tapa, el cuerpo monstruoso de una cobra.
El rostro de Víctor,
desencajado y terrible, mostraba todo el horror de un infierno inventado. Su
cadáver apareció retorcido y quebrado por un esfuerzo supremo.Adan, que, mezclado
entre la multitud esperaba un desenlace que ya conocía, no pudo evitar
mascullar unas palabras:
—No ha sido la
serpiente... hace años que le arranqué los colmillos... para que no pudiese
hacerme nada.
Después sigilosamente,
huyó entre la espantada multitud.