Yacía, su rostro erguido estaba pálido y rehusando en la alta almohada, desde que el mundo y este saber–de–él, arrancados de sus sentidos, volvieron a caer al año indiferente.
Los que le vieron vivir así no sabían hasta qué punto él era uno con todo esto; pues esto: estas honduras, estos prados y esta agua eran su cara.
Oh, su cara era toda esta amplitud, que aún quiere llegar hasta él y le solicita; y su máscara que ahora muere temerosa, es tierna y abierta como el interior de una fruta, que al aire se corrompe.