Y llegó
la mañana en que me desperté y tomé el desayuno de huevos, tostadas y
jalea, y chai con leche muy caliente, y entonces pensé: -Ya no falta
mucho. Debo de estar cerca del final. Sufrí el máximo, y no puedo más.
-Y esperé, esperé, hermanos, que la ptitsa enfermera trajese la jeringa,
pero no apareció. Y en eso llegó el subveco de chaqueta blanca, y dijo:
-Hoy,
viejo amigo, caminarás sobre tus piernas. -¿Caminaré? -pregunté-.
¿Adónde? -Al lugar de siempre -dijo el veco-. Sí, sí, no te asombres
tanto. Irás a ver las películas, conmigo por supuesto. Ya no irás más en
la silla de ruedas.
-Pero
-pregunté- ¿qué hay de esa horrible inyección que me dan todas las
mañanas? -Hermanos, la novedad me tenía muy sorprendido, porque ellos
habían mostrado mucho interés en meterme la vesche de Ludovico, como la
llamaban.- ¿No volverán a inyectarme esa podrida sustancia en la pobre
ruca dolorida? ,
-Nunca
más -casi smecó el enfermero-. Por los siglos de los siglos, amén. Ahora
te las arreglarás solo, muchacho. Irás con tus propios pies a la cámara
de los horrores. Pero todavía te atarán y te obligarán a ver. Vamos,
pues, mi tigrecito. -Y tuve que ponerme la bata y los tuflos y bajar por
el corredor al mesto de las películas.
Pero
esta vez, oh hermanos míos, no sólo me sentí muy enfermo sino además muy
asombrado. Lo pasaron todo de nuevo: la vieja ultraviolencia y los
vecos con las golovás aplastadas y las ptitsas destrozadas y goteando
crobo que crichaban pidiendo compasión, y las peleas y porquerías
privadas e individuales de costumbre. Después aparecieron los campos de
prisioneros y los judíos, y las grisáceas calles extranjeras atestadas
de tanques y uniformes y vecos que caían barridos por las balas, que era
el lado público del asunto. Y esta vez no había motivo para las
náuseas, la sed y los dolores, excepto el hecho de que me obligaran a
videar, pues seguían poniéndome los broches en los glasos, y habían
asegurado las nogas y el ploto al sillón, pero ya no tenía los cables y
demás vesches aplicados al ploto y la golová. De modo que lo que me
estaba pasando era culpa de las películas que videaba, ¿no les parece?
Excepto, por supuesto, hermanos, que esta vesche de Ludovico fuese como
una vacuna, y que ahora me estuviese viajando por el crobo, y en ese
caso me enfermaría siempre siempre siempre cada vez que videase una
escena de ultraviolencia. Así que abrí la rota y empecé buuu buuuu buuu,
y las lágrimas
enturbiaron
lo que yo estaba obligado a videar, pues tenía que ir pasando como por
una cortina de gotas de rocío plateadas y que corrían y corrían. Pero
los brachnos de chaqueta blanca vinieron scorro a limpiarme las lágrimas
con unos tastucos, diciendo:
-Bueno, bueno, vean qué chiquillo más llorón. -Y entonces todo reapareció claro ante mis ojos, los alemanes que empujaban a los judíos suplicantes y gimientes, vecos y chinas, y málchicos y débochcas, metiéndolos en los mestos donde los ahogarlan a todos con gas venenoso. Buuu juuu juuu otra vez, y en seguida estaban limpiándome las lágrimas, muy scorro, para que no me perdiera ni una vesche solitaria del espectáculo. Fue un día terrible y horrible, oh hermanos míos y únicos amigos.
Anthony Burguess