El doctor Franklin frunció el ceño, molesto, aceleró el paso y bajó apresuradamente las escaleras del hospital hacia la hilera de coches aparcados. De reojo alcanzó a ver, al otro lado de la calzada, a un joven con sandalias raídas y vaqueros manchados de pintura que le hacía señas con una mano.
—¡Doctor Franklin! ¡Las señales!
Con la cabeza gacha, Franklin esquivó a una pareja de ancianos que se dirigía al departamento de consultas externas. Su coche estaba a más de cien metros. Demasiado cansado para echar a correr, esperó a que el joven lo alcanzara.
—Está bien, Hathaway, ¿qué ocurre esta vez? —espetó—. Estoy harto de verlo merodear por aquí todo el día.
Hathaway se detuvo en seco frente a él; el cabello negro y sin cortar le caía como un toldillo sobre los ojos. Se lo echó hacia atrás con una mano huesuda y esbozó una sonrisa desbordante, visiblemente contento de verlo, ajeno a la hostilidad del médico.
—He intentado localizarlo por las noches, doctor, pero su esposa siempre me cuelga el teléfono —explicó sin el menor rastro de rencor, como quien ya está acostumbrado a ese tipo de desaires—. Y no quise buscarlo dentro de la clínica.
Se hallaban junto a un seto de alheña que los ocultaba de las ventanas del bloque administrativo inferior; aun así, los encuentros regulares de Franklin con Hathaway y sus extraños arrebatos mesiánicos ya eran motivo de comentarios divertidos entre el personal.
—Gracias… —empezó Franklin.
Pero Hathaway lo interrumpió con un ademán.
—Olvídelo, doctor; ahora hay cosas más importantes. ¡Han empezado a construir las primeras grandes señales! Más de treinta metros de altura, en las islas de tráfico a las afueras de la ciudad. Pronto cubrirán todas las carreteras de acceso. Cuando eso ocurra, quizá dejemos de pensar.
—Su problema es que piensa demasiado —replicó Franklin—. Lleva semanas divagando sobre esas señales. Dígame: ¿ha visto realmente que emitan algo?
Hathaway arrancó un puñado de hojas del seto, exasperado por lo que consideraba una distracción absurda.
—Claro que no, ése es precisamente el punto, doctor. —Bajó la voz cuando un grupo de enfermeras pasó junto a ellos, observando de reojo su aspecto desaliñado—. Las cuadrillas de construcción volvieron a salir anoche a tender los cables de alta tensión. Los verá de camino a casa. Ya casi está todo listo.
—Son señales de tráfico —explicó Franklin con paciencia—. Acaban de terminar el paso elevado. Por Dios, Hathaway, relájese. Piense en Dora y en el niño.
—¡Estoy pensando en ellos! —la voz de Hathaway subió hasta convertirse en un grito contenido—. Esos cables llevan cuarenta mil voltios, doctor, con un equipo de conmutación enorme. Los camiones iban cargados con andamios metálicos colosales. ¡Mañana empezarán a levantarlos por toda la ciudad y cubrirán medio cielo! ¿Cómo cree que estará Dora después de seis meses así? Tenemos que detenerlos, doctor; ¡quieren transistorizar nuestros cerebros!
Avergonzado por el tono chillón de Hathaway, Franklin perdió por un momento el sentido de la orientación. Buscó su coche en aquel mar de vehículos, impotente.
—Hathaway, no puedo seguir perdiendo el tiempo con usted. Créame, necesita ayuda profesional; esas obsesiones empiezan a dominarlo.
Hathaway intentó protestar, pero Franklin levantó la mano derecha con firmeza.
—Escuche: por última vez, si logra enseñarme una de esas señales y demostrar que transmite órdenes subliminales, iré con usted a la policía. Pero no tiene la menor prueba, y lo sabe. La publicidad subliminal se prohibió hace treinta años y esas leyes jamás se derogaron. Además, la técnica resultó insatisfactoria: cualquier éxito fue marginal. Su idea de una gran conspiración con miles de señales gigantes por todas partes es absurda.
—De acuerdo, doctor. —Hathaway se apoyó en el capó de uno de los coches. El humor le cambió bruscamente. Miró a Franklin con amabilidad—. ¿Qué pasa? ¿Ha perdido su coche?
—Sus gritos me han confundido. —Franklin sacó la llave y leyó la matrícula—: NYN 299-566-367-21. ¿Lo ve?
Hathaway miró alrededor con desgana, un pie sobre el capó, abarcando con la vista el cuadrado de miles de coches idénticos.
—Difícil, ¿verdad?, cuando todos son iguales y del mismo color. Hace treinta años había una decena de modelos distintos, y cada uno en docenas de colores.
Franklin localizó su coche y empezó a caminar hacia él.
—Hace sesenta años había un centenar de marcas. ¿Y qué? La economía de la estandarización tiene un precio.
Hathaway tamborileó en el techo del vehículo.
—Pero estos coches no son tan baratos, doctor. De hecho, si se comparan con los de hace treinta años en relación con la renta media, resultan un cuarenta por ciento más caros. Si solo hay un fabricante, lo lógico sería una reducción sustancial de precios, no un aumento.
—Tal vez —concedió Franklin mientras abría la puerta—, pero mecánicamente los coches actuales son mucho más sofisticados. Son más ligeros, más duraderos y más seguros.
Hathaway negó con la cabeza, escéptico.
—Me aburren: mismo modelo, mismo diseño, mismo color, año tras año. Es una especie de comunismo. —Pasó un dedo grasiento por el parabrisas—. Este es otro nuevo, ¿verdad, doctor? ¿Dónde está el viejo? ¿Solo lo tuvo tres meses?
—Lo cambié —dijo Franklin al tiempo que encendía el motor—. Si tuviera dinero, comprendería que es la forma más económica de tener coche. No hay por qué seguir conduciendo el mismo hasta que se caiga en pedazos. Pasa igual con todo lo demás: televisores, lavadoras, frigoríficos… Pero es un problema al que usted no tiene que enfrentarse.
Hathaway ignoró la pulla y apoyó el codo en la ventanilla de Franklin.
—Tampoco es una mala idea, doctor. Me deja tiempo para pensar. No tengo que trabajar doce horas diarias para pagar cosas que no usaré antes de que queden obsoletas.
Le hizo un gesto de despedida mientras Franklin daba marcha atrás para salir del aparcamiento y gritó entre el humo del escape:
—¡Conduzca con los ojos cerrados, doctor!
En el trayecto a casa Franklin se mantuvo cuidadosamente en el carril más lento de los cuatro. Como siempre después de hablar con Hathaway, se sentía vagamente deprimido. Había advertido que, sin proponérselo, envidiaba la existencia libre de Hathaway. A pesar de su mugriento apartamento sin agua caliente, a la sombra del estruendoso paso elevado, de su irritante esposa y su hijo enfermo, de las disputas sin fin con el casero y el gerente de crédito del supermercado, Hathaway conservaba intacta su libertad. Sin responsabilidades, podía resistir cualquier intromisión de la sociedad, aunque fuera inventando fantasías obsesivas como la última, sobre la publicidad subliminal.
Esa capacidad de reaccionar a los estímulos —incluso de modo irracional— era una medida válida de libertad. En cambio, la de Franklin era periférica, delimitada por el cúmulo de obligaciones que formaban el núcleo de su vida: las tres hipotecas de la casa, los cócteles obligatorios, la consulta privada de los sábados, que pagaba las cuotas de los innumerables aparatos domésticos, la ropa y las vacaciones pasadas. El único tiempo que conservaba para sí mismo era el recorrido en coche de ida y vuelta al trabajo.
Al menos, pensó, las carreteras eran magníficas. Fuera cuales fueran las críticas que mereciera la sociedad contemporánea, sabía construir carreteras. Autopistas de ocho, diez y doce carriles se entrelazaban por todo el país, descendían de los pasos elevados hasta los gigantescos aparcamientos del centro de las ciudades o se bifurcaban en las grandes arterias suburbanas con sus explanadas de estacionamiento de varios acres junto a los centros comerciales. En conjunto, las carreteras y los aparcamientos cubrían más de un tercio de la superficie del país, y cerca de las ciudades la proporción era aún mayor. Las viejas urbes estaban rodeadas por inmensas esculturas móviles de tréboles y pasos elevados; aun así, la congestión no cesaba.
El trayecto de quince kilómetros hasta su casa abarcaba en realidad más de cuarenta y le llevaba el doble de tiempo que antes de la construcción de la autopista: los kilómetros adicionales se recorrían en el interior de los tres enormes distribuidores viales en trébol. Nuevas ciudades surgían de los moteles, cafés y concesionarios automovilísticos que poblaban las autopistas. Ante la más leve insinuación de un cruce, un poblado de chabolas y gasolineras se extendía entre el bosque de letreros eléctricos e indicadores de ruta.
A su alrededor los coches se precipitaban hacia los suburbios. Relajado por el suave movimiento del vehículo, Franklin se incorporó al siguiente carril. Al acelerar de sesenta y cinco a ochenta kilómetros por hora, un ruido estridente y vibrante brotó de los neumáticos y sacudió el chasis. Con el pretexto de facilitar la disciplina en los carriles, la superficie de la autopista estaba cubierta de una malla de pequeños tacos de goma, espaciados progresivamente en cada carril de modo que el zumbido de las ruedas resonara exactamente a los sesenta y cinco, ochenta, noventa y cinco y ciento diez kilómetros por hora. Conducir a una velocidad intermedia durante más de unos segundos resultaba agotador y pronto dañaba el coche y los neumáticos.
Cuando los tacos se desgastaban, los reemplazaban por patrones ligeramente distintos, acordes con el diseño de los neumáticos más recientes; así, los cambios periódicos se volvían indispensables, aumentando la seguridad y la eficacia de las autopistas, y también las ganancias de los fabricantes de coches y neumáticos. La mayoría de los automóviles con más de seis meses no tardaban en quedar destrozados debido al continuo baqueteo, pero eso se consideraba un resultado deseable: el mayor volumen de ventas reducía el precio unitario, permitía cambios de modelo más frecuentes y eliminaba de las carreteras los vehículos peligrosos.
A medio kilómetro, al acercarse al primer distribuidor vial, el tráfico empezó a reducirse; enormes letreros luminosos de la policía señalaban: «Carriles cerrados» y «Velocidad máxima: quince kilómetros por hora». Franklin intentó volver al carril anterior, pero los coches estaban tan pegados que no había espacio entre los parachoques. El chasis comenzó a sacudirse, lastimándole la espalda. Apretó los dientes, conteniéndose para no tocar la bocina. Otros conductores fueron menos comedidos: por todas partes rugían motores y resonaban cláxones. Los impuestos de circulación eran ya tan altos —hasta un treinta por ciento del producto interior bruto, frente al dos por ciento del impuesto sobre la renta— que cualquier retraso en las autopistas daba lugar a una investigación inmediata del gobierno, y los principales departamentos del Estado se ocupaban de la administración del sistema viario.
Cerca del distribuidor vial, los carriles se habían cerrado para permitir que una cuadrilla de obreros levantara un enorme cartel metálico en una de las islas de tráfico. La zona empalizada bullía de ingenieros y topógrafos, y Franklin supuso que ésa era la señal que Hathaway había visto descargar la noche anterior. Su apartamento estaba en uno de los edificios endebles del asentamiento que se extendía alrededor del paso elevado más próximo, un barrio de renta baja habitado por empleados de gasolinera, camareras y otros trabajadores itinerantes.
La señal era gigantesca, de al menos treinta metros de altura, provista de pesadas rejillas cóncavas parecidas a antenas de radar. Enraizada en una base de hormigón, se alzaba sobre las carreteras circundantes, visible a kilómetros de distancia. Franklin alzó la vista hacia las rejillas, siguiendo los cables eléctricos desde los transformadores hasta la intrincada red de bobinas metálicas que cubrían su superficie. Una hilera de balizas rojas ya destellaba a lo largo del travesaño superior, y Franklin supuso que la señal formaba parte del sistema de aproximación terrestre del aeropuerto de la ciudad que se encontraba a unos quince kilómetros hacia el este.
Tres minutos después, mientras aceleraba por el enlace recto de tres kilómetros hacia el siguiente distribuidor, vio cómo la segunda de aquellas señales gigantes se elevaba en el cielo frente a él.
Al pasar al carril de sesenta y cinco kilómetros por hora, Franklin observó por el espejo retrovisor cómo la mole de la segunda señal se perdía en la distancia. Aunque entre las bobinas metálicas que cubrían las rejillas no se distinguía ningún símbolo gráfico, las advertencias de Hathaway resonaban aún en su cabeza. Sin saber por qué, estaba convencido de que aquellas estructuras no formaban parte del sistema del aeropuerto. Ninguna de ellas estaba alineada con las principales rutas aéreas, y situarlas en pleno centro de la autopista —la segunda requería complejos contrafuertes inclinados para sostenerse sobre la estrecha isla— solo podía justificarse si su función se relacionaba, de algún modo, con el tráfico.
A unos doscientos metros había un autoservicio para automovilistas, y Franklin recordó de pronto que necesitaba cigarrillos. Desvió el coche hacia la rampa de entrada y se unió a la cola que avanzaba hasta el dispensador. El establecimiento estaba lleno de vehículos, y en cada una de las cinco filas se alineaban hombres cansados, encorvados sobre el volante.
Introdujo unas monedas —el dinero de papel ya no circulaba; los sistemas automáticos no podían manejarlo— y tomó una cajetilla del dispensador. Era la única marca disponible; de hecho, solo existía una marca para todo, aunque se ofrecían paquetes de gran tamaño como alternativa económica. Al alejarse, abrió la guantera.
Dentro, aún selladas en su envoltorio, había otras tres cajetillas.
Un fuerte olor a pescado llenaba la casa cuando llegó, escapando en vapor desde el horno de la cocina. Lo olfateó sin entusiasmo, se quitó el abrigo y el sombrero. Su esposa estaba agachada junto al televisor del salón. Un presentador dictaba una ristra de números, y Judith los anotaba en un cuaderno, soltando alguna maldición entre dientes.
—¡Vaya chapuza! —exclamó—. Habla tan deprisa que apenas he podido copiar algunos.
—Seguro que lo hace adrede —comentó Franklin—. ¿Es un concurso nuevo?
Judith lo besó en la mejilla, escondiendo con discreción el cenicero repleto de colillas y envoltorios de chocolate.
—Hola, cariño, siento no tenerte una copa preparada. Han empezado este programa de Ofertas especiales: anuncian una selección de artículos en los que consigues un noventa por ciento de descuento en las tiendas locales, si vives en la zona adecuada y tienes los números de serie correctos. Es muy complicado.
—Pero suena bien. ¿Qué has conseguido?
Judith revisó su lista.
—Bueno, por ahora solo un espetón infrarrojo para la barbacoa. Pero tenemos que estar allí antes de las ocho. Ya son las siete y media.
—Pues otra vez será. Estoy cansado, cielo, y necesito comer. —Cuando Judith quiso replicar, añadió con firmeza—: No quiero otro espetón infrarrojo. El que tenemos tiene apenas dos meses. Ni siquiera es un modelo distinto.
—Pero, cariño, ¿no ves que sale más barato si no dejamos de comprar cosas nuevas? Tendremos que cambiar las nuestras de todas formas a final de año; firmamos el contrato, y así ahorramos al menos cinco libras. Estas Ofertas Especiales no son ninguna engañifa, ¿sabes? Llevo todo el día pegada al televisor.
Un tono de irritación se filtró en su voz, pero Franklin se mantuvo firme, obstinadamente ajeno al reloj.
—Bien, perderemos cinco libras. Vale la pena. —Antes de que ella pudiera replicar, añadió—: Judith, por favor, seguro que has tomado mal el número. —Mientras ella se encogía de hombros y se acercaba al bar, añadió—: Pónmelo fuerte. Veo que hoy tenemos comida saludable.
—Es buena para ti, querido. Sabes que no se puede subsistir con comida normal todo el tiempo. No tiene proteínas ni vitaminas. Siempre dices que deberíamos ser como la gente de antes y alimentarnos solo con comida saludable.
—Lo haría, si no oliera tan mal.
Franklin se recostó, con la nariz metida en el vaso de whisky, contemplando la silueta oscura de la ciudad.
A medio kilómetro, por encima del techo del supermercado del barrio, brillaban cinco luces rojas de baliza. De vez en cuando, cuando los faros de los cazadores de Ofertas Especiales se alzaban sobre la fachada, la enorme mole de la señal quedaba recortada contra el cielo nocturno.
—¡Judith! —entró en la cocina y la llevó hacia la ventana—. Esa señal, detrás del supermercado. ¿Cuándo la han puesto?
—No lo sé —respondió ella, mirándolo—. ¿Por qué te preocupa tanto, Robert? ¿No tiene que ver con el aeropuerto?
Franklin miró la estructura negra y maciza.
—Eso es lo que todos suponen.
Con cuidado, vació el whisky en el fregadero.
Al día siguiente, a las siete de la mañana, Franklin aparcó en la explanada del supermercado. Vació sus bolsillos con cuidado y apiló las monedas en la guantera. El local ya bullía de compradores madrugadores; los treinta tornos giraban y chasqueaban sin pausa. Desde que se había implantado el “día de compras de veinticuatro horas”, el complejo nunca cerraba. La mayoría de los clientes eran amas de casa contratadas para realizar grandes compras de alimentos, ropa y electrodomésticos con fuertes descuentos, obligadas a recorrer en coche supermercado tras supermercado para cumplir sus cuotas, atadas a nuevos incentivos que mantenían vivo el sistema.
Muchas mujeres se habían unido en grupos, y cuando Franklin se acercó a pie a la entrada, una bandada de ellas corrió hacia sus coches, guardando los recibos en los bolsos y gritándose unas a otras. Un instante después, los motores rugieron mientras el convoy se alejaba hacia el siguiente centro comercial.
Sobre la puerta, un gran cartel de neón anunciaba los últimos descuentos —apenas un cinco por ciento— calculados según el volumen de ventas. Los mayores, a veces del veinticinco por ciento, se obtenían en las urbanizaciones donde vivían los empleados administrativos de menor rango. Allí el gasto tenía un fuerte incentivo social: el deseo de ser el mayor consumidor del vecindario se reforzaba moralmente mediante un sistema que exhibía, en un enorme panel luminoso en el vestíbulo del supermercado, los nombres de todos y sus totales acumulados. Cuanto mayor el gasto, mayor la contribución de esa persona a los descuentos de los que podían disfrutar los demás. Los que gastaban menos eran vistos como criminales sociales, parásitos que se aprovechaban del esfuerzo ajeno.
Por suerte, ese sistema aún no se había implantado en el barrio de Franklin —no porque los profesionales y sus esposas fueran más prudentes, sino porque sus ingresos más altos les permitían acogerse a planes de descuento en los grandes almacenes de la ciudad, que eran más caros.—.
A diez metros de la entrada, Franklin se detuvo y alzó la vista hacia la enorme señal metálica instalada en un cercado al borde del aparcamiento. A diferencia de otras vallas publicitarias que proliferaban por todas partes, nadie había intentado decorarla ni disimular su desnudo rectángulo de malla de acero remachado. Cables de alta tensión bajaban por sus costados, y la superficie de hormigón del aparcamiento estaba atravesada por una larga cicatriz donde se había enterrado un cable.
Franklin paseó por el lugar. A quince metros de la señal se detuvo y dio media vuelta, al recordar que llegaba tarde al hospital y necesitaba otra cajetilla de tabaco. De los transformadores bajo la estructura surgía un zumbido sordo pero potente, que se desvanecía a medida que se alejaba hacia el supermercado.
Frente a las máquinas de autoservicio del vestíbulo palpó sus bolsillos, silbando con frustración al recordar por qué se los había vaciado.
—¡Hathaway! —exclamó, tan alto que dos compradores se volvieron. Reacio a mirar directamente la señal, la observó reflejada en las puertas de cristal, de modo que cualquier mensaje subliminal apareciera invertido.
Estaba casi seguro de haber recibido dos impulsos distintos: «Aléjate» y «Compra cigarrillos». Los automovilistas que solían aparcar junto a la valla evitaban la zona bajo la estructura, formando un semicírculo de unos quince metros a su alrededor.
Se volvió hacia el conserje que barría el vestíbulo.
—¿Para qué sirve esa señal?
El hombre se apoyó en la escoba, mirando la estructura con expresión ausente.
—Ni idea —dijo—. Debe de ser cosa del aeropuerto.
Tenía un cigarrillo sin encender en la boca, pero la mano derecha se le fue al bolsillo trasero y sacó un paquete. Tamborileó distraídamente el segundo cigarrillo contra el pulgar mientras Franklin se alejaba.
Todo el que entraba en el supermercado compraba cigarrillos.
Avanzando tranquilamente por el carril de sesenta y cinco kilómetros por hora, Franklin empezó a observar con atención el paisaje que lo rodeaba. Solía estar demasiado cansado o preocupado para fijarse en otra cosa que no fuera la conducción, pero ahora examinaba la autopista metódicamente, escudriñando las cafeterías en busca de alguna versión en miniatura de las nuevas señales. Una multitud de letreros de neón cubría las puertas y ventanas, pero la mayoría parecía inocua, así que centró su atención en las grandes vallas publicitarias levantadas a lo largo de los tramos abiertos de autopista. Muchas eran tan altas como edificios de cuatro plantas: elaborados dispositivos tridimensionales en los que amas de casa gigantes, con ojos y dientes eléctricos, se agitaban y posaban en torno a sus cocinas ideales, con destellos de neón estallando en sus sonrisas.
Las zonas a ambos lados de la autopista eran eriales: vertederos interminables repletos de coches y camiones, lavadoras y frigoríficos, todos perfectamente funcionales pero desechados por la presión económica constante de los sucesivos planes de descuento. Sus carrocerías cromadas, casi intactas, apenas habían perdido brillo, y las cabinas y carcasas metálicas relucían al sol. Más cerca de la ciudad, las vallas publicitarias se alzaban tan juntas que lo ocultaban todo, aunque, de vez en cuando, al reducir la velocidad al aproximarse a un paso elevado, Franklin alcanzaba a vislumbrar las enormes pirámides de metal que resplandecían en silencio, como los restos olvidados de un El Dorado extinto.
Aquella misma tarde, Hathaway lo aguardaba al pie de las escaleras del hospital. Franklin le hizo un gesto desde el otro lado del aparcamiento y se encaminó con prisa hacia su coche.
—¿Qué le pasa, doctor? —preguntó Hathaway, mientras Franklin subía las ventanillas y lanzaba una mirada alrededor de las hileras de coches—. ¿Lo sigue alguien?
Franklin sonrió con un dejo sombrío.
—No lo sé. Espero que no. Pero, si lo que dice es cierto, supongo que sí.
Hathaway se recostó en el asiento y rio por lo bajo, apoyando una rodilla en el salpicadero.
—Así que, después de todo, ha visto algo, doctor.
—Bueno, aún no estoy seguro, pero quizá tenga razón. Esta mañana, en el supermercado de Fairlawne… —Se interrumpió, incómodo al recordar la enorme señal negra y la forma en que, de pronto, había dado la vuelta. Luego le relató el episodio.
Hathaway asintió.
—He visto esa señal. Es grande, aunque no tanto como algunas de las que están levantando. Las están construyendo por todas partes, doctor. En toda la ciudad. ¿Qué va a hacer usted?
Franklin aferró el volante con fuerza; la sonrisa apenas contenida de Hathaway le irritaba.
—Nada, por supuesto. Maldición, puede que todo esto sea simple autosugestión. Quizá usted me haya contagiado su imaginación…
Hathaway se incorporó de un salto.
—¡No sea absurdo, doctor! Si no puede confiar en sus propios sentidos, ¿qué le queda? Están invadiendo su cerebro, y si no se defiende, ¡lo dominarán por completo! Tenemos que actuar ahora, antes de quedar paralizados.
Con gesto cansado, Franklin alzó una mano para apaciguarlo.
—Un momento. Supongamos que esas señales están proliferando por todas partes; ¿qué propósito tienen? Aparte del despilfarro que supone invertir tanto capital en millones de carteles y vallas, el poder adquisitivo todavía disponible debe de ser mínimo. Algunas hipotecas y planes de descuento se extienden medio siglo por delante; una gran guerra comercial sería catastrófica.
—Tiene razón, doctor —repuso Hathaway con calma—, pero olvida una cosa: ¿de dónde saldría ese poder adquisitivo adicional? De un fuerte incremento de la producción. Ya han empezado a ampliar la jornada laboral de doce a catorce horas. En algunas fábricas de electrodomésticos se ha introducido el trabajo dominical como norma. ¿Lo imagina, doctor? Una semana de siete días, todos con al menos tres empleos.
Franklin negó con la cabeza.
—La gente no lo tolerará.
—Lo hará. En los últimos veinticinco años, el producto interior bruto ha crecido un cincuenta por ciento, y también las horas medias de trabajo. Terminaremos trabajando y gastando veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Nadie se atreverá a negarse. Piense lo que supondría una crisis: millones de despidos, personas con tiempo libre y nada en qué gastarlo. Ocio verdadero, no solo tiempo para comprar cosas. —Le agarró el hombro—. Bien, doctor, ¿se une a mí?
Franklin se soltó. A casi un kilómetro, medio oculta tras la mole de cuatro pisos del Departamento de Patología, se alzaba la mitad superior de una de las gigantescas señales, con los obreros trepando por sus vigas. Las rutas aéreas sobre la ciudad habían sido desviadas lejos del hospital; la señal, evidentemente, no tenía relación con las aeronaves que se aproximaban.
—¿No existía una prohibición sobre… cómo lo llamaban… la “vida subliminal”? ¿Cómo lo aceptan los sindicatos?
—Por miedo a una crisis —respondió Hathaway—. Usted conoce los nuevos dogmas económicos: si la producción no crece de forma inflacionaria un cinco por ciento constante, la economía se considera estancada. Hace diez años bastaba con mejorar la eficiencia para aumentar la producción, pero esos márgenes se agotaron. Solo queda una salida: más trabajo. Y la publicidad subliminal proporcionará el estímulo.
—¿Y qué piensa hacer?
—No puedo decírselo, doctor, a menos que comparta la responsabilidad.
—Eso suena muy quijotesco —comentó Franklin—. Luchar contra molinos de viento. No podrá derribar esas cosas con un hacha.
—No es mi intención. —Hathaway abrió la puerta del coche—. No tarde en decidirse, doctor. Para entonces quizá ya no tenga elección.
Se despidió con un gesto y se alejó.
De camino a casa, el escepticismo volvió a Franklin. La idea de una conspiración era absurda, y los argumentos económicos demasiado plausibles. Aún así, como era de esperar, había un anzuelo en el delicado cebo que Hathaway le había lanzado: el trabajo dominical. Sus propias consultas se habían extendido a los domingos por la mañana tras su nombramiento como médico visitante en una planta automovilística que acababa de instaurar turnos dominicales. Pero, en lugar de resentirse por aquella invasión en su escaso ocio, se había alegrado. Por una razón inquietante: necesitaba el dinero extra.
Al mirar las filas de coches que se desplazaban veloces, observó que ya se alzaban una docena de las enormes señales a lo largo de la autopista. Como decía Hathaway, seguían erigiéndose por todas partes, elevándose sobre los supermercados de las urbanizaciones como velas metálicas oxidadas.
Judith estaba en la cocina cuando llegó a casa, mirando la televisión en el pequeño aparato sobre la hornilla. Franklin pasó sobre una gran caja de cartón aún precintada, que bloqueaba la puerta, la besó en la mejilla mientras ella anotaba números en su libreta. El agradable aroma del pollo asado —o, más bien, de su imitación gelatinosa, completamente aromatizada y sin valor nutritivo ni tóxico— aplacó su irritación al verla otra vez siguiendo las Ofertas Especiales.
Tocó la caja con el pie.
—¿Qué es esto?
—Ni idea, cielo. Siempre están llegando cosas. Ya pierdo la cuenta. —Echó un vistazo al pollo a través de la puerta de cristal del horno: un ejemplar económico de cinco kilos, del tamaño de un pavo, con patas estilizadas y pechugas generosas, que iba a acabar casi entero en la basura tras la comida (ya no había perros ni gatos que dieran cuenta de los restos de las comidas de los ricos). Luego lo miró con severidad—. Pareces preocupado, Robert. ¿Mal día?
Franklin murmuró evasivamente. Las horas que Judith había pasado intentando descifrar expresiones falsas en los presentadores de las Ofertas Especiales habían agudizado su percepción. Sintió una punzada de compasión por los maridos sometidos a la misma prueba.
—¿Has vuelto a hablar con ese beatnik chiflado?
—¿Hathaway? Sí, he hablado con él. No está tan loco. —Retrocedió y tropezó con la caja, por lo que casi derramó la bebida—. Bueno, ¿qué es esto? Me gustaría saberlo, ya que voy a pasar los próximos cincuenta domingos trabajando para pagarlo.
Buscó en los lados de la caja y al fin encontró la etiqueta.
—¿Un televisor? Judith, ¿de verdad necesitamos otro? Ya tenemos tres: en el salón, en el comedor y el portátil. ¿Para qué un cuarto?
—Para la habitación de invitados, querido, y no te pongas así. No podemos dejar un portátil allí; sería de mal gusto. Estoy intentando economizar, pero cuatro televisores es el mínimo indispensable. Lo dicen todas las revistas.
—¿Y tres radios? —Franklin miró la caja, irritado—. En caso de que alguna vez recibamos visitas, ¿cuánto tiempo crees que pasarán encerradas viendo televisión? Judith, tenemos que poner freno. Estas cosas no son gratis, ni siquiera baratas. Además, la televisión es una pérdida total de tiempo: solo hay un programa. Es absurdo tener cuatro aparatos.
—Robert, hay cuatro canales.
—Pero lo único que cambia son los anuncios.
Antes de que Judith respondiera, sonó el teléfono. Franklin levantó el auricular de la cocina y escuchó el torrente de ruido que brotó de él. Al principio pensó que era algún anuncio extravagante de un producto de lujo, pero enseguida reconoció la voz de Hathaway, que hablaba enloquecido.
—¡Hathaway! —gritó—. ¡Cálmese, por Dios! ¿Qué ocurre ahora?
—…Doctor, esta vez tiene que creerme. Subí a una de las islas con un estroboscopio: tienen cientos de obturadores de alta velocidad que disparan como ametralladoras a las caras de la gente, ¡y nadie ve nada! Es fantástico. La próxima gran campaña será de coches y televisores. Pretenden imponer un cambio de modelo cada dos meses. ¿Puede imaginarlo, doctor? ¿Un coche nuevo cada dos meses? ¡Dios mío, es…!
Franklin esperó con impaciencia a que terminara el anuncio de cinco segundos —todas las llamadas eran gratuitas, pero la duración de la publicidad aumentaba con la distancia: en las interurbanas la proporción entre publicidad y conversación era de 10:1, y los interlocutores trataban de colar palabras entre interminables interrupciones—; pero justo antes de que terminase cortó con brusquedad la comunicación y dejó el auricular descolgado.
Judith se acercó y le tomó el brazo.
—Robert, ¿qué te pasa? Pareces agotado.
Franklin tomó su vaso y se fue al salón.
—Es Hathaway. Como dijiste, me estoy involucrando demasiado con él. Está empezando a apoderarse de mis pensamientos.
Miró el perfil oscuro de la señal sobre el supermercado, las luces rojas parpadeando en el cielo nocturno. Vacía y anónima, como una zona clausurada en una mente enajenada, lo que más lo aterraba era su total anonimato.
—Y, sin embargo, no estoy seguro —murmuró—. Muchas de las cosas que dice Hathaway tienen sentido. Estas técnicas subliminales son justo el último intento que cabría esperar de un sistema industrial sobrecapitalizado.
Esperó una respuesta de Judith, pero cuando alzó la vista hacia ella, la encontró inmóvil en medio de la alfombra, los brazos cruzados sin fuerza, el rostro inteligente y agudo ahora inexpresivo y apagado. Franklin siguió su mirada hacia los tejados; luego, haciendo un esfuerzo, apartó la vista y encendió el televisor.
Vamos —dijo con tono sombrío—, veamos la televisión. Dios, vamos a necesitar ese cuarto aparato.
Una semana después, Franklin empezó a llevar un inventario. No volvió a ver a Hathaway; al salir del hospital por las noches, no había ni rastro de aquella figura desaliñada y familiar. Cuando oyó retumbar las primeras explosiones en distintos puntos de la ciudad y leyó en las noticias que se habían producido intentos de sabotaje contra las enormes señales, supuso de inmediato que Hathaway era el responsable. Más tarde, los informativos aclararon que los estallidos se debían a detonaciones controladas de los obreros que perforaban los cimientos.
Aparecieron más señales sobre las azoteas, aisladas en isletas cercadas junto a los centros comerciales de las afueras. En el trayecto de quince kilómetros entre su casa y el hospital había ya más de treinta, alineadas junto a la autopista como fichas de dominó gigantescas. Franklin había dejado de intentar ignorarlas, aunque la remota posibilidad de que aquellas explosiones fueran obra de Hathaway mantenía vivas sus sospechas.
Comenzó su inventario después de oír las noticias y descubrió que, durante la quincena anterior, Judith y él habían reemplazado:
—El coche (dos meses de antigüedad)
—Dos televisores (cuatro meses)
—Un cortacésped (siete meses)
—Una cocina eléctrica (cinco meses)
—Un secador de pelo (cuatro meses)
—Un frigorífico (tres meses)
—Dos radios (siete meses)
—Un tocadiscos (cinco meses)
—Un mueble bar (ocho meses)
Él mismo había efectuado la mitad de aquellas compras, aunque no recordaba en qué momento las había realizado. Por ejemplo, había dejado el coche en el taller cercano al hospital para que lo engrasaran, y esa misma tarde firmó el contrato de un modelo nuevo, convencido por el vendedor de que cambiar el coche de dos meses por uno recién salido le resultaba más barato que el engrase. Diez minutos después, mientras aceleraba por la autopista, comprendió que acababa de comprarse un coche nuevo.
De modo semejante, habían sustituido los televisores por otros idénticos cuando los primeros comenzaron a sufrir las mismas interferencias molestas (lo curioso era que los nuevos también las tenían, aunque —como el vendedor les aseguró— desaparecieron dos días más tarde). ¡En ningún momento había decidido conscientemente que necesitaba algo, ni había ido a una tienda a comprarlo!
Llevaba la lista del inventario consigo a todas partes, añadiendo artículos en silencio mientras intentaba analizar las nuevas técnicas de venta y se preguntaba si la rendición total no sería la única manera de derrotarlas. Aunque resistiera simbólicamente, la curva inflacionaria seguiría subiendo un diez por ciento anual; sin esa resistencia, se dispararía fuera de control.
Dos meses después, cuando volvía del hospital, vio una de las señales en funcionamiento por primera vez.
Circulaba por el carril de sesenta y cinco kilómetros por hora, incapaz de mantener la velocidad ante el torrente de coches nuevos, y acababa de superar el segundo de los tres distribuidores viales cuando el tráfico, un kilómetro más adelante, empezó a detenerse. Cientos de vehículos estaban estacionados en el arcén, y una multitud se agolpaba alrededor de una de las estructuras. Dos figuras oscuras y delgadas trepaban por la superficie metálica, mientras una secuencia de luces cuadriculadas se encendía y apagaba en el crepúsculo. Los destellos eran irregulares, como si estuvieran probando la señal por primera vez.
Aliviado al pensar que las sospechas de Hathaway habían sido infundadas, Franklin detuvo el coche en el arcén y se abrió paso entre los curiosos, observando las luces que parpadeaban en sus rostros. Tras la valla metálica que rodeaba la isleta, un grupo de policías e ingenieros miraba hacia los hombres que trepaban a más de treinta metros de altura.
De pronto Franklin se detuvo: el alivio se desvaneció al instante. Algunos policías en tierra llevaban escopetas, y los dos que subían por la estructura portaban subfusiles al hombro. Se dirigían hacia una tercera figura encorvada junto a la caja de control del penúltimo nivel: un hombre barbudo, con la camisa sucia y la rodilla asomando por el desgarrón de sus vaqueros.
¡Hathaway!
Franklin corrió hacia la isleta mientras la señal silbaba y chisporroteaba, los fusibles estallaban uno tras otro y las luces cambiaban de ritmo.
Poco después, los parpadeos se hicieron más regulares hasta volverse constantes, y el resplandor iluminó el cielo con un mensaje uniforme. La multitud contuvo la respiración y miró las plataformas de letras luminosas. Las frases, y todas las combinaciones posibles entre ellas, le resultaron familiares: las había estado leyendo, sin saberlo, cada día al ir y venir por la autopista.
COMPRA AHORA COMPRA AHORA COMPRA AHORA COMPRA AHORA COMPRA
COCHE NUEVO AHORA COCHE NUEVO AHORA COCHE NUEVO AHORA
SÍ SÍ SÍ SÍ SÍ SÍ SÍ SÍ SÍ SÍ
Con las sirenas aullando, dos coches patrulla se precipitaron entre la multitud sobre el césped húmedo. Los agentes descendieron con las porras en la mano, empujando a la gente hacia atrás. Franklin permaneció en su sitio y comenzó a decir:
—Agente, conozco a ese hombre…
Pero el policía le dio un golpe en el pecho con la palma abierta. Asfixiado, se tambaleó entre los vehículos y se apoyó con impotencia en un guardabarros mientras la policía rompía parabrisas, los conductores protestaban y los que estaban más atrás se precipitaban de nuevo a sus coches.
El estrépito cesó de golpe: un breve tableteo de ráfagas automáticas, seguido de un grito unánime. Hathaway, con los brazos extendidos, lanzó un alarido de triunfo y de dolor antes de caer.
—Pero, Robert, ¿qué importa en realidad? —preguntó Judith la mañana siguiente, mientras Franklin permanecía inmóvil en el sillón del salón—. Sé que es trágico para su esposa y su hija, pero a Hathaway lo dominaba esa obsesión. Si tanto odiaba las señales, ¿por qué no destruyó las que veía, en lugar de preocuparse por las que no?
Franklin fijó la vista en la pantalla del televisor con la esperanza de que el programa le distrajese.
—Hathaway tenía razón —dijo.
—¿La tenía? Los anuncios han venido para quedarse. Sea como sea, no tenemos libertad de elección. No podemos gastar más de lo que podemos pagar; las entidades financieras nos lo impedirían enseguida.
—¿Y lo aceptas sin más?
Franklin se acercó a la ventana. A medio kilómetro, en el centro de la urbanización, estaban erigiendo otra de las señales. Orientada al este, su estructura rectangular proyectaba al amanecer una sombra que se extendía sobre el jardín y casi llegaba hasta las ventanas delanteras. Como concesión al vecindario —y quizá para apaciguar las sospechas apelando al esnobismo local—, las secciones inferiores estaban revestidas de paneles Tudor.
Franklin la miró y contó la media docena de agentes de policía que esperaban junto a los coches patrulla mientras los obreros descargaban las rejillas prefabricadas de un camión. Luego dirigió la mirada hacia la vieja señal del supermercado, intentando reprimir los recuerdos de Hathaway y sus patéticos esfuerzos por convencerlo de que lo ayudase.
Aún estaba allí, de pie, cuando una hora más tarde Judith entró en la habitación, poniéndose el abrigo y el sombrero, lista para ir al supermercado.
Franklin la siguió hasta la puerta.
—Te llevo, Judith. Voy a ver si puedo reservar un coche nuevo. Los próximos modelos salen a final de mes. Con suerte, conseguiremos uno de los primeros.
Caminaron por el cuidado aparcamiento mientras las sombras de las señales cruzaban el silencioso barrio a medida que avanzaba el día, deslizándose sobre las cabezas de la gente que se dirigía al supermercado como las hojas de inmensas guadañas.