LA OTRA LUNA - Jorge Campos

El brillante aparato metálico se balanceó sobre un punto de la superficie lunar, antes de dejarse caer. Luego hizo salir unas aceradas mandíbulas que se abrieron y cerraron, arrancando un pedazo de suelo. Se ocultó de nuevo aquel conjunto de dientes y articulaciones metálicas. Vibró con irritada arritmia. Se elevó otra vez y emprendió el viaje de regreso. Los técnicos y periodistas que habían presenciado el lanzamiento desde nuestro planeta pudieron ya revelar el nuevo triunfo en la conquista del espacio, el paso inmediato del traslado del hombre al satélite de la tierra: la extracción de un fragmento de la corteza lunar, para poder estudiar su composición.

Todo el mundo vivió la sacudida de la noticia. La prensa, la radio, las cadenas de televisión, las conversaciones en la calle o los lugares de trabajo no tuvieron otro eje durante una temporada, que parecía no acabar. Mientras los científicos sometían a toda clase de análisis unos fragmentos separados de la gran muestra, se colocó el trozo de luna en un parque público, al lado del aparato que lo había desprendido y transportado. Ante la multitud y junto al maravilloso pedrusco se dieron conferencias divulgadoras y se exaltó el porvenir del hombre en el Universo. A cualquier hora del día la muchedumbre cubría el despejado espacio que se había abierto en los jardines. Los macizos próximos se habían convertido en un erial bajo los pies que no respetaban jardinillos ni platabandas. Llegaban turistas de países lejanos. El trozo de Luna era la noticia más noticia de la historia del mundo para los periódicos norteamericanos, el mayor desafío del hombre a la llamada ordenación del Cosmos, para otros pueblos; hasta un desacato a la voluntad de los dioses para algunas mínimas y oscuras religiones del mundo culturalmente subdesarrollado. Todos los problemas pequeños, de atmósfera para abajo, quedaron olvidados ante el acontecimiento.

Los jardineros del parque fueron los primeros en observarlo. Pero como su concepto de las cosas es más bien limitado, y su influencia escasa, no tuvo trascendencia su preocupación. Era el caso que la extensión de tierra baldía aumentaba a pesar de que el círculo de visitantes no crecía, e incluso había comenzado a disminuir. El intento de repoblar los macizos chocó con una fuerza extraña que agostaba los planteles al día siguiente. Entre ellos —el pueblo inculto es muy dado a las supersticiones, regidas por oscuros atavismos— empezaron a pensar si no tendría algo que ver con el asunto la piedra aquella. Después observaron que la tierra que rodeaba el pedestal se había agrisado y que la sucia mancha que se extendía a sus pies cada vez era mayor, como una ceniza que los pasos de los visitantes extendían y mezclaban con la arena de los senderos.

Las observaciones de los jardineros podrían haber llegado hasta los hombres de ciencia, pero no dio tiempo. No tardaron éstos en apreciar un efecto destructor que emanaba de los fragmentos recogidos hacia cuanto los rodeaba. Primero fueron las paredes de los laboratorios que se cubrían de verrugas y descascarillaban, como sometidas a una inmersión en agua y luego a un fuerte calor. Después, la madera de los muebles, que se corroía, resecaba y astillaba como atacada por termitas o carcomas. Uno de los científicos recordó un aspecto semejante en las tablas procedentes de un enterramiento egipcio. El metal se oxidaba y pulverizaba. Todo, los vidrios, la goma, los materiales plásticos, se iba convirtiendo en polvo, en un proceso impalpable, pero incontenible y rápido, cada vez más rápido. También advirtieron que los líquidos de matraces y tubos de ensayo se desecaban vertiginosamente y apenas dejaban un poso gris en su fondo. Un polvo ceniciento que la destrucción mezclaría al propio polvo en que no tardaría en convertirse la vasija.

La alarma, aguda y conturbadora, no salió de los medios científicos y se guardó como un secreto de Estado. Se tomaron medidas tajantes e inmediatas. El fragmento de luna se retiró del parque para continuar realizando importantes estudios, según se dijo; los jardineros fueron trasladados a otra ciudad y un crucero realizó una secreta operación: la de arrojar al centro del océano el trozo de luna, mientras laboratorios blindados iniciaban investigaciones en un nuevo sentido: el que llevaba a localizar y dominar las radiaciones que emanaban de los minúsculos fragmentos conservados.

La epidemia convirtió en secundarias las noticias relativas al fragmento lunar y hasta hizo que se le olvidara. En una ciudad; en otra alejada miles de kilómetros, en otra más próxima… morían individuos aislados, de un mal que la Medicina no podía emparentar con ninguno de los conocidos anteriormente. Era una consunción sin fiebre, sin proceso infeccioso, sin dolores, con veloz disminución de peso, de toda actividad viva y, finalmente, del ritmo circulatorio. Se hubiera pensado en cáncer, en leucemia, si no fuera característica una resecación de todos los tejidos, y entre ellos el sanguíneo. De hecho, la muerte se producía en muchos casos por la solidificación de la escasa sangre que iba quedando en las venas y arterias del enfermo. Como en un terreno asolado por la sequía concluía la vida cuando desaparecía la última sombra de humedad.

El terror comenzó a cundir y envolver el mundo, sobre todo en las capas altas de la sociedad, en los medios científicos, diplomáticos o de gobierno a que pertenecían muchos de los primeros afectados. Las gentes se espiaban los rostros temerosos de ver aparecer un matiz grisáceo en el color de la piel, que se tenía por uno de los primeros síntomas.

Sólo el país que lograra el gran triunfo de recoger el fragmento de luna estaba invadido de modo total. En los demás se trataba de brotes individuales que producían, si era posible, aún más pavor. Por esa razón lo relacionaron algunos con la muestra del satélite, pero la asociación de hechos era demasiado rudimentaria y no faltaron los ejemplos de atacados que no se habían acercado a ella. El abisal terror brotaba de lo desconocido de la enfermedad y la inevitabilidad del contagio. Un contagio inexorable para cuantos se habían acercado al enfermo, que amenazaba con volver a los peores espantos de la Edad Media en un mundo niquelado, plastificado, esterilizado.

Alguien logró un éxito al bautizar la epidemia de «mal de la luna» por el aspecto entre grisáceo y azulenco y la rugosa piel cubierta de cráteres, como de pequeñas viruelas que mostraban los cadáveres. Quizá faltó poco para que se llegara a la evidencia de que el nombre era exacto y la epidemia había venido con la roca lunar. Pero tampoco dio tiempo.

No lo dio porque se produjeron nuevos hechos, lejanos y fuera de la preocupación que envolvía al mundo. En las playas de algunas islas del Pacífico las limpias arenas se ensuciaron hasta convertirse en algo parecido a polvo de lava. Los corales y peñas se transformaban en unas rocas porosas semejantes a la piedra pómez. Si se hubiera dibujado en un mapa el contorno de las cosas afectadas por el cambio se vería que rodeaban el punto marino en que había sido arrojado el pedazo de Luna. Pero no cesaba en el litoral la extraña modificación del suelo. Las arenas negruzcas avanzaban hacia el interior, retrocedía la vegetación y desaparecía toda señal de vida. Fue lástima que no se pudiera estudiar este nuevo fenómeno. También fue lástima que tampoco pudieran estudiarse los sucesivos mapas que fue dibujando el descenso del nivel del mar, que empezó pausado para ganar progresivamente en rapidez. Comenzaron a surgir islas. A descubrirse un maravilloso paisaje de corales y pólipos ennegrecidos. A unirse los continentes y a quedar reducidos los océanos a mares interiores que se desecaban humeantes por la velocidad de la evaporación. Apenas si nadie pudo poner atención en ello. No dio tiempo. En pocos días la Tierra era una esfera gris y arrugada como la piel de cualquiera de los cadáveres que se convertían en polvo tendidos sobre ella. Había desaparecido toda vida de la careada y cenicienta superficie.

Así fue como dos lunas, satélite la una de la otra, siguieron girando en torno al Sol.