EL NIÑO CURIOSO - Richard Matheson

Atardecer. Un día común, sin diferencia alguna con otros cientos de días. Los rayos del sol ponían reflejos de bronce en las ventanas de Jersey, mientras el tránsito desordenado balaba en las calles y millones de pies traqueteaban por las aceras. Las oficinas del centro padecían el letargo de monótonas labores. Una vez más se aproximaban las cinco de la tarde. En pocos minutos se iniciaría la carrera hacia el ferrocarril subterráneo, los ómnibus y los taxis. En pocos minutos, el gran éxodo.

Robert Graham, sentado ante su escritorio, terminaba los últimos detalles, moviendo lentamente el lápiz por las hojas de papel. Al terminar, echó una mirada al reloj. Era casi la hora de retirarse. Se levantó con un gruñido, desperezándose, y cambió una sonrisa con la muchacha que se sentaba en frente. Después fue al lavabo para enjuagarse; ajustó cuello y corbata, se peinó el pelo oscuro. Todo el mundo se preparaba para marcharse en cuanto las agujas del reloj indicaran las cinco en punto.

Nuevamente en la oficina, Robert Graham revisó por última vez su trabajo. A las cinco dejó caer las hojas en la bandeja rotulada SALIDA y se dirigió al perchero. Con movimientos cansados, se puso la chaqueta y el sombrero. Concluía otra jornada; quedaban el regreso a casa, la cena y la velada, tal vez mirando la televisión o jugando al bridge con los Oliver.

Robert Graham avanzó lentamente por el vestíbulo, hacia la multitud agolpada junto a las puertas del ascensor. Sólo en la tercera carga logró penetrar en el cubículo atestado y caliente. Las puertas se cerraron, y el suelo se hundió bajo sus pies.

Mientras descendía, trató de recordar qué era lo que Lucille le había encargado comprar a la salida del trabajo. ¿Canela? ¿Pimienta? ¿Sal? Meneó la cabeza. Ella le había aconsejado que se lo anotara, sin que él le hiciera caso. Lucille siempre le recomendaba hacer una lista, él se negaba, y olvidaba después lo que debía comprar. La memoria era algo molesto.

Las puertas del ascensor se abrieron. Salió distraído hasta llegar a la calle.

Y allí comenzó todo.

«Dios mío», pensó, «¿dónde dejé el coche?». Por un momento, las fallas de su memoria le resultaron divertidas. Frunció el ceño, tratando de recordar.

Esa mañana podía haberlo dejado en varios sitios. Precisamente frente a la oficina había lugar, pero un camión lo había ocupado antes de que él llegara. No tenia tiempo para quedarse esperando a ver si el camión se retiraba en seguida; por lo tanto siguió adelante y dobló la esquina, hacia la derecha.

En la manzana siguiente, una mujer retrocedió con un Pontiac amarillo, ocupando un sitio libre antes de que él llegara. Unos metros mas atrás había perdido otro por detenerse para ceder el paso a dos mujeres que cruzaban la calle.

Pero con recordar todo eso no ganaría nada. Seguía sin saber dónde había estacionado el coche. Se detuvo en mitad de la acera, indeciso, irritado por ese ridículo olvido. Sabía perfectamente que estaba estacionado a una o dos manzanas del edificio. «Veamos», se dijo, «¿no fue en esa playa de estacionamiento, cerca del restaurante donde almuerzo, treinta y cinco centavos la hora, setenta y cinco el máximo?».

No, no era allí. De eso estaba seguro.

Una mujer tropezó con él; iba encorvada por el peso de los paquetes que llevaba. Robert Graham le pidió disculpas y se retiró hacia atrás, para no estorbar el paso. Allí permaneció, impaciente, tratando de recordar dónde había estacionado el coche.

«Caramba, es absurdo», pensó, ya enojado. Pero no ganaba nada con enojarse; continuaba sin recordarlo. Se retorció los dedos, irritado. «Vamos, ¿quieres?», se decía. ¿En cuántos sitios podía estar estacionado? No había tantos…

Probablemente frente a la floristería. Aparcaba allí con frecuencia.

Se apartó de la pared, con un gesto de impaciencia, y caminó a paso rápido hasta la esquina, para tomar a la derecha por la calle 22. Empezaba a inquietarse. Era un pequeño olvido, cierto; pero resultaba desconcertante. Apresuró la marcha, con una inexplicable tensión interior.

El coche no estaba frente a la floristería.

Aturdido, contempló el sitio donde solía aparcar. Podía ver mentalmente la imagen del Ford verde situado junto a la acera, con las cubiertas de banda blanca y…

La imagen se disgregó; de pronto se encontró imaginando, en el mismo lugar, un Chevrolet azul. Parpadeó rápidamente, tratando de aclarar la confusión. El suyo era un Ford verde, modelo 1954. Ya no tenía aquel Chevrolet azul…

¿O sí?

El corazón de Robert Graham comenzó a palpitar extrañamente, como un tambor en una habitación vacía. ¿Qué diablos pasaba? En primer lugar, había olvidado dónde estaba estacionado el coche, y ahora ni siquiera estaba seguro de cómo era. Un Ford ’54, un Chevrolet ’49…

De pronto, cada uno de los automóviles que había comprado cruzó por su memoria, desde aquel Franklin refrigerado por aire, en 1932, hasta el Ford 54. No tenía sentido. Era como si los años volvieran sobre sí mismos, reuniendo el pasado y el presente. En 1947, el Plymouth; en 1938, el Pontiac; 1954, el Chevrolet; 1935…

Se puso rígido de impaciencia. «¡Esto es ridículo!», se dijo, y una serie de datos volaron por su mente agitada: «Tengo treinta y siete años, estamos en 1954 y mi coche es un Ford verde». Se sintió molesto por esa confusa acumulación de recuerdos, esa mezcla de lo contemporáneo con lo pasado. Sí, era muy ridículo que alguien fuera incapaz de recordar dónde había aparcado el coche. Era como un sueño estúpido. Y sin embargo, comprendió de pronto, que era mucho peor que eso.

Era también inquietante.

Un detalle tonto, por cierto; sólo un coche estacionado. Pero el coche era parte de su existencia, y esa parte había perdido claridad; por lo tanto, era alarmante.

«Basta ya», se dijo; «aclaremos este asunto. ¿Dónde diablos aparqué? Fue cerca de aquí, pues llegué al trabajo a tiempo, y eran ya las nueve menos cuarto cuando arribé al centro». Chevrolet, Plymouth, Pontiac, Chevrolet, Dodge… No prestó atención a los nombres que se sucedían en su pensamiento. «¿Dónde aparqué? ¿Fue en…?».

La idea le llegó como un rayo. Robert Graham quedó inmóvil en la marea de transeúntes, como una isla, con una expresión de pasmado asombro.

—¿Desde cuándo tengo coche?

Con los músculos en tensión, contempló aterrorizado la línea de la acera.

—¿Qué me ocurre, ¡oh, Dios mío!, qué me ocurre? Algo huye de mi cerebro, hay una idea que se desvanece y escapa…

Robert Graham aflojó el cuerpo y echó una mirada a su alrededor. «Bueno, ¿qué hago aquí parado?», pensó. «Tengo que ir a casa».

Y se volvió en dirección a la entrada del subterráneo.

¿Qué le había pedido Lucille? ¿Canela? ¿Café? ¿Pimienta? Maldición, ¿por qué no recordaba nada? Bien, no importaba mucho. Ya lo recordaría por el camino. Dobló la esquina de prisa, deteniéndose para comprar el periódico de la tarde en el puesto de diarios.

Al llegar a la escalera del subterráneo volvió a detenerse, mientras la gente se agolpaba en el pasaje oscuro, atropellándolo.

«El local hacia la calle 14», recitaba mentalmente, «el expreso Brighton hasta…».

Pero él vivía en Manhattan.

¡Un momento! Su mente se apresuró a detener aquella sensación tensa e incómoda. Calle 87 Oeste, número 568: ésa era su dirección. ¿Qué significaban todas esas tonterías sobre el expreso Brighton? Comenzó a bajar la escalera. En otra época vivía en Brooklyn, en la calle 7 Este, número 222… Pero ya no vivía allí.

Volvió a detenerse en el último escalón, recostándose contra la pared azulejada en blanco; se sentía confuso. ¿Vivía en Brooklyn, o no? ¿En aquella casita cerca de Prospect Park? Los músculos de su rostro volvieron a endurecerse, se agitó su respiración. «¿Qué me pasa?», se preguntó, febril. «¿Qué me ocurre?».

Giró bruscamente la cabeza, pensando: «¿Qué estoy haciendo aquí, si tengo automóvil?».

¿Automóvil? Un tendón tironeó de su mejilla. No tenía automóvil. O…

Echó a andar, a pasos lentos y nerviosos, por el pasillo. «Manhattan», se repetía, «vivo en Manhattan, calle 87 Oeste, número 568, departamento 3-C. No, no es así, vivo en Brooklyn, en… en la avenida Manhill 5698, de Queens».

¡Queens! Por el amor de Dios, ¡hacía quince años que Lucille y él se habían mudado de Queens!

Paseo de los Pinos, número 57, Allendale, Nueva Jersey. Robert Graham sintió un nudo ardiente en el estómago. Sus ojos recorrieron alelados el pasillo oscuro, la gente que pasaba rápidamente a su lado, en dirección a los molinetes. Un cartel, muy cerca, mostraba un rinoceronte de color rosado que sostenía en el cuerno un pan de centeno integral Feldman: ¡Mas fresco que el de mañana! Y su cerebro, aturdido, buscó algo fijo e inamovible en que apoyarse.

Pero por él seguían cruzando las direcciones, en una corriente balbuceante de números, calles, ciudades, estados: Manhattan, Brooklyn, Queens, Staten Island, Nueva Jersey… ¡No, por Dios, se había mudado de Nueva Jersey a los diecisiete años! Avenida Manhill 5698, Avenida Bedford 1902, Paseo de los Pinos 57, Calle 75 Este 3360.

El Hogar de Huérfanos del Buen Pastor.

Robert Graham se estremeció. Llevaba meses sin pensar en el asilo en el que pasara siete años de su vida. Tragó saliva, convulsivamente, notando que el sudor le corría por las sienes, que estaba de pie, tenso e inmóvil en el pasillo del subterráneo, con el periódico arrugado en la mano temblorosa, mientras la gente corría junto a su silueta de piedra.

Cerró los ojos, recorrido por incontrolables escalofríos. «Claro, claro», se apresuró a explicarse. «He estado trabajando demasiado». Después de todo, el cerebro era un mecanismo complicado, podía sucumbir cuando uno menos lo esperaba.

Sus dedos temblorosos buscaron la billetera en el bolsillo trasero del pantalón. «Si no consigo recordar», se tranquilizó, «me fijaré en la dirección que indica mi tarjeta de visita, y asunto arreglado. Me iré a casa de prisa, tranquilamente, y… y llamaré al doctor Wolfe».

Robert Graham miró fijamente el permiso de conducir que tenía en la billetera. Un gemido casi inaudible le agitó la garganta… «¡Pero si no tengo coche!», clamó su cerebro, «¡no tengo!».

Los dedos trémulos dejaron caer la billetera al suelo Se inclinó para recogerla, rápido, nervioso. «Estoy enfermo», se dijo, «estoy enfermo, tengo que volver a casa ahora mismo». Recorrió con la vista el permiso de conducir: Calle 7 Este, número 222, Brooklyn 18, NY. Bajó de prisa por el pasillo, deslizando la billetera en el bolsillo de la chaqueta.

Algo le obligó a detenerse ante los molinetes: un impulso de la memoria, la colilla de un recuerdo. ¿No había olvidado dar el cambio de domicilio a la Municipalidad? ¿No había en Manhattan un departamento con moblaje bien conocido, donde Lucille preparaba la cena y…?

—Perdón, señor… ¿me deja pasar, por favor? —dijo la voz irritada de una mujer joven.

Robert Graham retrocedió apresuradamente y volvió a apoyarse contra la pared; algo helado le corría por la espalda.

No sé donde vivo.

Tuvo que admitirlo, confesarlo ante sí. «Recuerdo todas las direcciones que tuve en mi vida, pero no sé donde vivo ahora». Era para volverse loco. Recordaba el departamento de la calle 87, y la casita de Brooklyn, y el departamento de Queens y el chalet de Staten Island y…

Se sentía mareado, mareado y lleno de temor. Habría querido aferrar por el brazo a cualquiera de los que pasaban para pedirle que lo llevara a su casa, para decirle que estaba olvidando todo, que necesitaba ayuda.

Sacó otra vez la billetera y la abrió, con dedos temblorosos. Seguro Social número 128-16-5629: Robert Graham. Eso no servía de nada. Cualquiera sabe su nombre, pero… ¿la dirección? ¿La dirección?

El carnet de la biblioteca: Biblioteca Pública de Queens. ¡Pero si ya no vivía en Queens! Ese carnet estaba caducado desde hacía tiempo; tendría que haberlo tirado a la basura. ¡Maldición! El pecho se le estremeció con una exclamación ahogada. ¿Qué le ocurría? Nada de todo aquello tenía sentido. Uno salía del trabajo, en la tarde de un jueves cualquiera, y…

—¡Oh, no!

Apretó los labios temblorosos: Jueves, era jueves. ¿O no? Abrió la boca, con la mandíbula tensa, como si temiera que también el cuerpo empezara a disgregársele. Estremecido, con los ojos vidriosos, permaneció en el pasillo oscuro, contemplando a la gente que pasaba por los molinetes, escuchando el interminable chasquido de las grandes aspas de madera al girar una y otra vez.

¿Qué día era? Tenía que enfrentar la pregunta. Era lunes. El día anterior había ido al parque con Lucille para remar en el lago. No, no era así, porque recordaba haber preparado el día anterior el contrato de Barton-Dozier.

Su garganta soltó un ruido extraño. Trató de desprenderse de aquella fresca pared, pero volvió a caer contra ella, con la billetera aún sujeta entre los dedos. «Jueves», se dijo, con la inflexibilidad de una rígida voluntad; «es jueves, jueves, jueves, ¡jueves! Acabo de salir de las oficinas de… de…».

¡Oh, Dios del cielo!, ¿dónde trabajaba?

Volvió a adelantar el cuerpo, como para echar a correr, aterrorizado. Pero se detuvo. Le temblaban las rodillas; no sabía si avanzar, retroceder o quedarse donde estaba.

Automáticamente, en un gesto inconsciente, sacó una moneda del bolsillo y trató de ponerla en la ranura del molinete.

—Qué pasa, amigo —oyó que preguntaba un hombre, a sus espaldas.

—Esta… esta moneda —dijo—; no entra.

El hombre lo miró fijamente por un instante; después infló las mejillas en una carcajada reprimida.

—¡Caray! —dijo—. ¿Quiere pasar con una moneda, todavía? ¿De dónde viene usted?

Robert Graham miró al hombre: algo frío y aterrador le empujaba el estómago hacia arriba. De pronto, bruscamente, pasó junto al hombre con un gruñido sordo.

Se detuvo junto a la pared y miró hacia atrás; su pecho subía y bajaba espasmódicamente al impulso de la respiración. «No sé qué estoy haciendo», pensó, con la sensación de que el terror se apoderaba de él por completo. «No sé qué estoy haciendo, ni adónde voy, ni dónde vivo, ni dónde trabajo. Ni siquiera sé qué día es». El rostro se le cubrió de sudor; al sacar el pañuelo reparó en… ¡el periódico! Lo desdobló prontamente.

Miércoles. Vació los pulmones en un suspiro de alivio. Bueno, bueno, ya era algo, algo sólido donde podía aferrarse. Miércoles. Era miércoles. Su garganta se agitó convulsivamente. Gracias a Dios, al menos podía estar seguro de eso.

Se enjugó el sudor, pensando: «Bien, algo le ha pasado a mi mente. Tengo que llegar a casa para que me atiendan como es debido. Tengo que mirar en la billetera; allí debe haber algún papel con mi dirección: un carnet de club, mi tarjeta de visita, mi seguro médico, mi…».

Mientras se palmeaba frenéticamente los bolsillos, el diario cayó al suelo.

—¡No, oh, Dios, no! La he dejado caer…

Lo dijo en voz alta, con tono tenso, tratando de rechazar el pánico. «La he dejado caer, tal vez en los molinetes. Tenía demasiadas cosas en las manos: el diario, la moneda, la billetera… La dejé caer. Iré a buscarla».

Volvió a recorrer lentamente el pasillo, con los ojos fijos en el suelo, cubierto por restos de goma de mascar, envolturas de caramelos, vasos de cartón arrugados, trozos de diario y colillas deshechas.

No había en el suelo billetera alguna, ni tampoco cerca del molinete. Se llevó a la mejilla una mano temblorosa. No, no podía ser real: era un sueño, un sueño descabellado y confuso. Vagó, aturdido, por entre las trajinadas hileras de pasajeros, con la vista fija en el suelo, buscando la billetera.

Tal vez alguien la hubiese recogido…

—Perdón —dijo al hombre de la cabina de cambio.

Este lo miró, fastidiado y con prisa; la gente agolpada tras Robert Graham apretó los labios con irritación.

—Bueno, ¿qué quiere? —preguntó el hombre.

—Por casualidad, ¿no le entregaron mi billetera? —preguntó Robert Graham—. Yo…

—No. No hay ninguna billetera.

Graham lo miró sin decir nada.

—Oiga, señor, mire toda la gente que está esperando cambio —observó el hombre, impaciente.

Robert se volvió para marcharse por el pasillo, tambaleándose, medio sofocado. Tenía ganas de llorar, y se mordió el labio inferior. No, no podía ser cierto. Echó a su alrededor una mirada llena de perplejidad e incomprensión. Era como si todo se alejara rápidamente; su existencia entera se iba nublando, la vida se oscurecía en una niebla de recuerdos perdidos.

—¡No!

La gente miró con asombro a ese hombre de rostro tenso, que acababa de gritar esa palabra en medio de la muchedumbre apresurada.

¡No, era absurdo! ¡Estaba en el mundo, estaba en la vida, en la vida cotidiana de 1954! No era un demente; estaba tan cuerdo como cualquiera de los que pasaban, y de inmediato se iría para su casa.

Trató de olvidar que se sentía paralizado por la tensión nerviosa, y cruzó el pasillo a paso rápido, para dirigirse a la hilera de cabinas telefónicas dispuestas contra un costado. «Bueno, si no puedo recordar dónde vivo, lo buscaré en la guía telefónica; revisaré toda la lista. No puede haber tantos Robert…».

Robert…

Se detuvo bruscamente, paralizado por el terror. A su lado, la gente pasaba rápidamente, camino a casa; todos ellos sabían dónde tenían su casa. Todos ellos recordaban sus apellidos.

—Esto es…

¿Ridículo? La voz, áspera y sorda, se le quebró antes de que concluyera la frase. No era ridículo. Era terrorífico, era la vida llevada súbitamente al horror total. ¡Estaba perdiendo la razón, la perdía! Era forzoso volver a casa para, para, para…

—¡Oh, mi Dios!

Tres mujeres se apartaron de aquel hombre estremecido, que gemía en mitad del pasillo. Se volvieron a mirarlo mientras pasaban de prisa.

Él avanzó por entre la multitud, presa de frenesí.

—Tengo que conseguir ayuda —murmuraba—. Tengo que…

Una nube extraña avanzó por el pasillo con la multitud. Nadie parecía reparar en ella, aunque caminaban por entre sus vapores.

Pero él la vio, y un grito ahogado le sacudió la garganta. Se volvió, y desandó el trayecto a tropezones, tambaleándose, con las piernas cada vez más débiles. «No sé quién soy». Esa frase no dejaba de apuñalarlo durante la huida. «No sé quién soy». Echó una mirada por sobre el hombro. La nube se aproximaba con celeridad; estaba ya a pocos metros. El giró sobre sus talones.

El hombre soltó un grito.

Entonces la noche se abatió sobre él. Una noche quebrada por destellos de luz, como peces en un lago oscuro, entrevistos apenas como relámpagos de trémulos movimientos. Creyó ver el rostro de un extraño. Creyó oír:

—Ahora ven.

Se desmayó. La negrura entró hasta su cerebro como un remolino, y lo olvidó todo.

Era un hombre calvo, extraño, que vestía una túnica centelleante. Él permaneció acostado, escuchándole.

—Hace mucho tiempo que lo buscamos —decía el hombre—. Verá, cuando usted tenía dos años vivía con su padre, que era científico; llevado por la curiosidad, entró en una pantalla de tiempo, y la puso en funcionamiento por accidente. Sabíamos que había regresado a 1919, pero no conocíamos su paradero. Ha sido una larga búsqueda. Pero lo hemos encontrado.

»Lamentamos que haya pasado por tan difícil experiencia, pero no podíamos evitarlo. Cuanto más nos acercábamos a usted, más confusos se tornaban en su mente presente y pasado; al alcanzarlo, perdió la noción de todo.

El hombre sonrió brevemente. Robert contemplaba aturdido aquella extraña ciudad luminosa.

—Éste es su sitio —dijo el hombre—. Bienvenido.