GENTE AFORTUNADA - Chet Arthur

Sus sillas formaban casi un semicírculo, de espaldas a un aparato de televisión.

—¡Qué afortunados son ustedes! —exclamaron los señores de Rangles—. ¡Qué suerte tienen de vivir aquí!

—Sí, nos gusta nuestra casa —respondió, satisfecho y orgulloso, el señor Stedman después de echar una mirada alrededor de su sala de estar, color hueso pálido.

Acababa de traer las bebidas, y las dos parejas después de poner hielo dentro, agitaron sus respectivos vasos de coñac y ginebra.

—Supongo —dijo Alice Rangle, con la mirada fija en su vaso— que…, bueno…, que no habrá absolutamente ningún peligro en que los dejemos entrar, ¿no es así?

Los señores de Stedman rieron entre dientes, y Alice hizo un gesto, disculpándose.

—Bueno —dijo Fred Rangle con su habitual tono tímido—, pero supongo que más tarde podremos ver al jovencito que descubrió todo este misterio, ¿no es verdad?

—Cuando empiece el programa de televisión —respondió el señor Stedman— verán a Tiger. Así llamamos a nuestro hijo Jamie. En casa tenemos ciertas reglas: primero, los deberes del colegio; cuando Jamie los ha terminado, le permitimos ver la televisión. Este es el mejor sistema de educar a los hijos.

—Tiene usted muchísima razón —murmuró Alice suspirando—; no se puede imaginar el problema que tenemos con nuestra hija Judy. No piensa más que en distraerse con la televisión.

—Así son los chicos de nuestra época —dijo el señor Stedman. A continuación todos bebieron.

—¿Tendremos que esperar mucho tiempo? —preguntó de repente el señor Fred Rangle.

Luego se ruborizó: temía que los señores de Stedman interpretaran su brusca pregunta como si aquella conversación le aburriera. Pero el señor Stedman se limitó a sonreír ante su impaciencia.

A decir verdad, a Stedman le agradaba distraer a los novatos. Le gustaba invitarlos a su casa, permitiéndose, a veces, hacerles alguna observación como: «Vivimos en un barrio donde hay toque de queda; de modo que vengan temprano.» Pero, por encima de todo, le agradaba el contraste entre la falta de agudeza y seguridad de ellos, y esa calma de buen cazador de la que él tanto se vanagloriaba.

Por otra parte, esta clase de gente tiende a exagerar. Acostumbran a afirmar cosas como éstas: «Los he visto dos o tres veces y tienen un tamaño enorme», o bien, «se trata de algo muy divertido, pero cuando te acercas a ellos, la cosa cambia mucho», e incluso, «me enteré de que habían atrapado a un vagabundo en Melody Drive; también a primeras horas de la mañana» —una observación estúpida, ya que todo el mundo lo sabía. Por esto, el señor Stedman siempre estaba dispuesto a acoger en su casa a cualquier novato.

También por todo esto, le dijo simplemente a Rangle: «No se preocupe, Fred; tenemos tiempo suficiente para conversar antes que vuelva la luz.»

Acto seguido se pusieron a hablar de negocios, de sus hijos y de otras muchas cosas. Luego recordaron que aún no habían leído The Magus y que deberían hacerlo. Entonces, Dora Stedman, como quien no lo quiere, dirigió su mirada hacia el reloj que había en la pared y dijo:

—Creo, querido, que ya es hora de empezar.

Con aquella típica presteza que nunca podía ocultar, Charles Stedman se dirigió al extremo de la cortina beige y tiró del cordón. Con un chirrido de poleas al que acompañó un ligero desprendimiento de polvo, la cortina se descorrió dejando ver una oscura calle de suburbio. A ambos lados de la misma, había casas de diferentes estilos arquitectónicos. Entonces vieron que también se descorrían las cortinas en la ventana del segundo piso de una casa en cuya planta baja había un garaje. Por un instante, vislumbraron el ardiente color rosa de su interior, como si se hubiera abierto la portezuela de un horno y, a continuación, se apagaron las luces. El farol de un poste de la calle daba señales que iba a encenderse de un momento a otro; y, de repente, su globo cónico se iluminó, la calle pareció palpitar y la oscuridad dio paso a una luz azul brillante, macilenta en consonancia con el aspecto de la calle. Una hilera de vulgares arbustos verdes se convirtió en un fantástico y brillante cuadro botánico.

—Y desde esta misma ventana… —dijo Alice Rangle con voz trémula.

—Así es; en este mismo instante.

—Desde esta ventana hemos podido hacer este grandioso descubrimiento, Dora. ¡Debería poner una placa en la misma para conmemorar este acontecimiento insólito!

—Quizá lo haga.

Dora trajo unas pastas y una jarra de leche. Habían apagado las luces cuando Jamie apareció de pronto, murmuró algo a título de saludo, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y, automáticamente metió la mano en la bandeja de pastas. Mientras tanto, los señores de Rangles, temerosos y precavidos, procuraban apartar su mirada del pequeño descubridor. Y entre observar la calle y dirigir miradas furtivas a Jamie en aquel ambiente en penumbra, manoseaban las pastas y vertían la leche mientras mascaban con la boca cerrada y sorbían ruidosamente como distraídos rumiantes.

—¡Oh, miren! Allí hay uno, ahora.

—¡Oh!

—Parece un pequeño bebé. Juraría que mide más de un metro.

—Por lo menos, uno —dijo Fred tratando de mostrarse tranquilo.

La ventana parecía la pantalla de un televisor. Los brillantes arbustos eran más grandes de lo que estaban acostumbrados a ver, y sus hojas carecían completamente de colores naranja intenso, amarillo suave o rojo translúcido. Por lo demás, todo era familiar para ellos, incluso aquellas extrañas figuras que se movían junto a los arbustos. Sólo había una cosa que les extrañó mucho: eran extraordinariamente grandes.

—Viendo estas gigantescas figuras, siento como si me hubiera encogido —expresó de repente Alice, y, en la oscuridad, los Stedman hicieron un gesto afirmativo, pues comprendían lo que Alice había querido decir.

—Sí, uno se siente como el increíble hombre menguante[2] o algo semejante.

—Pues yo estoy seguro que estas cosas no volverán a atrapar a nadie más, ¿no lo creen ustedes así? —inquirió de repente Fred.

—No, mientras siga impuesto el toque de queda —respondió Charles a regañadientes—. Pero hace pocos días atraparon a un vagabundo en Melody Drive. Y eso fue a primeras horas de la mañana.

—Probablemente —intervino Alice— mientras dormía su borrachera durante el toque de queda.

—Sí, eso es lo que todos pensamos.

—De todas formas, fue algo horrible.

—Desde luego que lo fue, sobre todo, para nosotros que estuvimos buscando una casa en Melody Drive antes de alquilar ésta.

Mientras, en el exterior, las gigantescas figuras se movían constantemente bajo la luz de los faroles, agitando sus opalescentes alas oscuras y borrosas. Un rostro de ojos enormes, con una especie de trompetilla de casi un metro de largo, apareció repentinamente al otro lado del cristal de la ventana, asustando mucho a la pobre Alice. Cuando alguna de aquellas extrañas figuras pasaba delante de la luz de un farol, se podía ver algo así como una espiral a través de su transparente abdomen.

—Y pensar —dijo Fred con voz suave— que estas cosas son seres vivientes.

Cuando Charles se dispuso a poner más hielo en las bebidas, Fred preguntó:

—¿Sabría alguno de ustedes explicar estas cosas tan extrañas que estamos viendo?

—¿No podría ser que estas raras criaturas fueran seres humanos afectados por radiaciones atómicas? —preguntó, a su vez, Alice, dudando un tanto lo que decía.

—No creo que eso sea posible si tenemos en cuenta el test de Ban —respondió Dora Stedman, que, indudablemente, había meditado profundamente sobre aquellos extraños seres—. No; a mi juicio, todo esto es el fruto del abuso de cierta clase de insecticidas. Como saben, los alrededores de esta zona están completamente empantanados, y durante dos años un piloto los estuvo desinfectando desde su avioneta con un poderoso insecticida, antes que todo esto ocurriera. ¡Deberían escuchar lo que Charles y yo pensamos sobre el particular! Algo muy gracioso, aunque a mi esposo no le gusta hablar del tema. Se limita a repetir constantemente que no sabemos nada… Como diría el señor Spock si la astronave Enterprise estuviera en peligro.

—Ya veo que Dora les ha explicado su teoría —declaró Charles mientras repartía las bebidas—. En cuanto a mí, sólo puedo decirles que no sé nada de nada. Y ahora, brindemos todos. ¡Salud!

—Bueno, pero díganos cómo los descubrió —dijo Alice—. Háblenos de la primera noche.

—¡Oh, la maravillosa primera noche! —repitió Dora, como si estuviera soñando.

—Estábamos esperando que comenzara el programa televisivo de Bonanza. —respondió Charles con solemnidad.

—Y escuchando las noticias, ¿no es así?

—No, a mi hijo Tiger no le agrada escuchar las noticias; se paseaba por la sala de estar.

—¿Había hecho ya sus deberes escolares, o no tenía que hacer ninguno aquella noche?

—No tenía que hacer ninguno —intervino Jamie—. Y por eso me puse a mirar por la ventana.

—Sí, eso fue lo que hizo —corroboró su padre.

—Entonces los vi. ¡Allí estaban aquellos extraños seres! —prosiguió Jamie.

—Pero nosotros —dijo su padre— no le hicimos caso y nos limitamos a gritarle que Bonanza estaba a punto de comenzar. Entonces, nuestro hijo empezó a gritar como un loco mientras se alejaba de la ventana.

—Y es que mis padres no se dieron cuenta que en la ventana tenían un programa mucho mejor que el que estaban viendo en la pantalla de su televisor —intervino Jamie, echándose a reír a mandíbula batiente.

—Fue verdaderamente horrible —afirmó Dora; y al oír sus palabras los demás se despabilaron instantáneamente—. Gracias a Dios no lo vimos, pero, por desgracia, atraparon a la pobre señora Ladle en la calle, cuando cerraba la llave de la manguera de riego de su jardín. Claro que esa pobre mujer siempre tuvo mala suerte. Precisamente, la última vez que se desbordó el pantano, un enorme lagarto llegó por el desagüe y se comió su Prettypuss. ¿Te acuerdas, querido?

Charles gruñó algo y añadió:

—No te olvides de los Bunches. Hace muy poco que han ingresado en el club.

—Aquélla era su casa —intervino su hijo Jamie, señalando una casa al otro lado de la calle—. Ahora viven allí unos señores cuya hija se llama Clarence. Huele muy mal.

—Oler mal —dijo automáticamente Dora—. Hace poco vi entrar uno dentro. Uno muy grande. Entró, en pos de su coche, dentro del garaje. Estaba preparando un plato de popcorn cuando Charles me llamó desde la sala de estar y me dijo que uno había seguido el coche de Hyman Bunch hasta su garaje.

»—Creo que Jamie no debía ver esto —le insinué.

»—Vamos, mamá, que no soy un niño —intervino mi hijo; y en ese instante se abrieron de par en par las puertas del garaje y vimos salir corriendo a los Bunches.

—En efecto, los Bunches salieron corriendo del garaje —corroboró Charles—. Por un momento, pensé abrirles la puerta de mi casa para que se refugiaran aquí, pero no dio tiempo para ello: todo duró medio minuto, un minuto como máximo.

—Luego intervino la policía.

—Bah, la policía —opinó Jamie con tono despectivo—. No hicieron nada contra aquellos salvajes.

—Siéntate y calla —le dijo Dora—, o haré que vuelvas a tu cuarto.

—Deja que Tiger lo cuente —intervino Charles—, y luego que se vaya a la cama. Vamos, Tiger, cuéntalo todo.

A Tiger le pareció que se le hacía un nudo en la garganta. Finalmente pudo hablar y dijo:

—El coche grande de la policía…

—¿Qué más? Continúa.

—El coche de la policía llegó a toda velocidad, haciendo un ruido infernal con su sirena, dio varias vueltas a la manzana, desgastando sus neumáticos con tantos virajes y frenazos, y…

—Déjate de comentarios jocosos y ve al grano.

—De acuerdo. Acto seguido, cinco o seis policías saltaron fuera del coche y empezaron a arrojar bombas lacrimógenas. Entonces, las calles se convirtieron en un verdadero infierno. Empezaron a disparar a diestra y siniestra, y creo que lograron derribar a una docena de ellos. Fue una estupidez que salieran del coche, pues todos aquellos extraños seres se les echaron encima y los polizontes se pusieron a correr como locos asustados, pisoteando las camelias del jardín de papá. ¡Cómo gritaban! Entonces, uno de ellos se metió dentro del coche-patrulla y se escapó, dejando abandonados a sus pobres compañeros. De haber estado yo en el puesto de esos desgraciados, habría matado al muy cobarde. Los pobres policías, que quedaron aislados, se pusieron a correr despavoridos en todas direcciones. Uno de ellos se acercó a nuestra ventana, arrojó su fusil al suelo, y se puso a golpear en los cristales para que le dejásemos entrar en la casa. ¡Qué cara más horrible tenía! Luego se quitó la careta antigás, pero uno de aquellos extraños seres se le acercó por detrás… dispuesto a atraparle.

—Fue entonces cuando oímos el timbre de la puerta —añadió al cabo de un instante.

—Ya es hora que te vayas a la cama, Tiger.

—Sí. Y el timbre sonaba y sonaba sin cesar.

—Cállate, Tiger, ya basta.

—De acuerdo, papá. Y el desdichado policía gritó: «Por el amor de Dios, ábranme la puerta.»

—Jamie, no pronuncies en vano el nombre de Dios.

—Está bien. Buenas noches, mamá, papá, señores —saludó Jamie; pero cuando estaba cerca de la puerta, se volvió y añadió gritando—: Y al final se dejó de oír el timbre y esto es todo lo que pasó con los policías.

Fred Rangle dijo algo para disipar la tirante atmósfera, y el tímido Fred, con esfuerzo, también hizo un comentario para ayudarle.

—¡Gente afortunada! —señaló, con una falta de sinceridad impropia en él—. Sí, aquí vive una gente muy afortunada.

—Un poco envidioso, ¿no? —le contestó Charles con voz tenue.

—Me gustaría gozar de este programa donde yo vivo —continuó Fred—; pero me temo que nunca podré.

—Es que es un sitio muy céntrico —intervino Alice, añadiendo su pizca de sarcasmo—. El ruido del tráfico los asustaría; me refiero a esos extraños seres.

—¡Fijaos en lo que dice Alice! —exclamó Fred procurando gastar la primera broma de su vida—: ¡El ruido del tráfico me asustaría a mí!

Todos rieron al oír sus palabras burlonas. Charles volvió a insistir:

—Sienten envidia de nosotros, ¿no es así?

—Santo cielo, claro que sí —dijeron los señores de Rangles, mientras agitaban el hielo de sus vasos—. El no tener en todo el año más distracción que la televisión es mucho menos divertido que… ¡todo esto!